El guijarro consciente
Sola en el grande y tenebroso vestíbulo del edificio de la hermandad de Saint Ray, Charlotte esperaba. A un lado estaba la escalera, con una imponente barandilla curva majestuosamente tallada. Con una iluminación normal, las diversas capas de pintura grumosa daban a aquel triunfo de la ebanistería clásica un aire aún más desvencijado que en el crepúsculo de la fiesta, la única ocasión en que había estado allí anteriormente.
El chico que le había abierto la puerta, de aspecto bastante extraño (tenía unas cejas amenazantes que se habían fusionado por encima de la nariz y unas caderas más anchas que los hombros), había ido a buscar a Hoyt. Su apariencia, tan alejada del estereotipo de Saint Ray, tan cutre, rescató un recuerdo vagamente desagradable que no logró precisar del todo. Y lo mismo le sucedía con el olor de aquel lugar (intenso y hediondo, con una leve dulzura que lo atravesaba, como un suelo de madera podrido por las fugas de los radiadores). En realidad, hacía muchos años que estaba en adobo, un adobo de cerveza.
Una simple sensación pasajera. Lo que centraba su atención era la culpa por la forma en que había tratado a Adam, y el temor ante la perspectiva de ver a Hoyt… ¿Por qué no le había contado la verdad sobre los vaqueros? Quizá porque ni siquiera ella misma podía aceptar lo que había hecho por la mañana. Había ido a Ellison, la tienda de ropa de marca, y se había comprado unos Diesel. ¡Ochenta dólares! Y eso que sólo le quedaban trescientos veinte para el resto del semestre. Disponía, pues, de menos de la mitad del presupuesto total. ¡Y todo para ir a «dar las gracias» a Hoyt! ¿Por qué ni siquiera le había dado a Adam un beso decente en los labios, un beso de compasión (que era lo que ofrecía Beverly en sus «polvos de caridad», o eso decía), en lugar de aquel patético besito de «podéis daros la paz» en la mejilla? ¿Por qué no lo había dejado entrar a ver a Hoyt? ¡Hoyt! ¡Un hombre de verdad, y no un crío! No hacía más que darle vueltas al significado de aquella historia… Había dado una paliza a los guardaespaldas del gobernador de California, que lo habían atacado en… ¿cómo lo había llamado Beverly y Adam?, ¿la Noche de la Gran… Mamada? El gobernador de California… Recordaba su rostro rubicundo y su cabello cano y espeso el día en que lo vio por televisión pronunciando aquel discurso de la ceremonia de entrega de diplomas que la había animado tanto, había reafirmado su valor tras la incursión de Channing en su casa… ¿En el Bosquecillo, había dicho Adam? Adam…
Una culpa aún peor. Acababa de caer en la cuenta de por qué había impedido a Adam acompañarla: Hoyt la habría visto en compañía de un colgado (¡Adam!) que en realidad sólo pretendía introducirla en lo que ella había soñado, un cenáculo, como lo llamaba Balzac, un círculo de cerebros preparados y dispuestos a vivir la vida intelectual al máximo… Y en cambio ella se iba allí, al… Primer Círculo del Infierno, el vestíbulo de Saint Ray.
En alguna parte, más allá de la entrada, las voces de los miembros de la hermandad estallaban en esporádicas risas y burlonas ovaciones. Era evidente que estaban jugando a algo. En otro punto, quizás en el piso de arriba, alguien había puesto un tema de rap con un ritmo militar y un saxofón de fondo.
Y entonces apareció Hoyt. Se le acercó cojeando. Llevaba un vendaje pegado con esparadrapo en un lado de la mandíbula, casi hasta la barbilla. El ojo de ese mismo lado estaba morado e hinchado. Por encima llevaba unos puntos, y la nariz y el labio inferior estaban inflamados.
Se acercó un poco más, siempre cojeando, con un gesto burlón, como si no tuviera ni idea de quién era ella, pero al llegar a su lado sonrió y le dijo:
—Seguro que estoy guapísimo.
Y se echó a reír, aunque se detuvo abruptamente con una mueca de dolor que le obligó a cerrar los ojos con fuerza. Al volver a abrirlos, sonrió afectuosamente y parpadeó, y aparecieron lágrimas en las comisuras de los ojos. Se señaló el costado del tórax.
—Estoy jodidillo.
Tanto la conmovieron las terribles heridas, la tremenda paliza que había recibido por su culpa, que apenas se fijó en la palabrota dicha de pasada.
Hoyt ladeó la cabeza, la miró a los ojos con la sonrisa de quien ha vivido mucho, y habló:
—Así que te llamas… Charlotte. Al final me he enterado. Si quieres que te sea sincero, no esperaba volver a verte por esta casa.
—Ni yo. —De repente hablaba con voz ronca.
—Ni siquiera tuve oportunidad de preguntarte por qué te fuiste corriendo.
Charlotte se dio cuenta de que se ruborizaba.
—No, qué va… Es que me arrastraron. —Casi se tragó las palabras, tal vergüenza la embargaba.
Hoyt quiso reírse, pero volvió a hacer una mueca de dolor.
—No me hagas eso —pidió—, que me duele. A mí no me pareció que te arrastrara nadie. Cuando llegaste a esa puerta casi la echas abajo. Ibas a toda prisa, ni más ni menos. —Una sonrisa de autosuficiencia—: ¿Por quién me tomaste?
En ese instante Charlotte comprendió que no se refería al picnic del aparcamiento, sino a la noche de «¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!». No supo qué responder. Le ardía la cara de humillación.
Él soltó un suspiro de tintes filosóficos y sentenció:
—¿No tiene importancia? ¿Lo pasado, pasado está?
¿Y ese tono? ¿Estaba burlándose de su acento? Tampoco a eso supo qué responder, así que se limitó a espetar:
—He venido a darte las gracias. Siento mucho lo que te ha pasado. Tengo la impresión de que ha sido culpa mía. —Levantó la mano como para llevarla hasta el lado maltratado de la cara de Hoyt, pero a medio camino la retiró. Volvió a emocionarse por su aspecto. ¡Había sufrido todo aquello por ella!—. Es que ni siquiera estaba cuando terminó todo. Y eso también me da pena. Total, que tenía que venir… a darte las gracias.
—No era… —Se interrumpió durante lo que a ella le pareció una eternidad. Por fin—: No tienes que darme las gracias. Lo hice porque quise. Tenía ganas de matar a ese hijo de puta.
—Espero que alguien te dijera ayer que te había llamado? Sólo me contaron que no podías ponerte. No me dijeron nada de… todo esto.
—Bueno, podía haber sido peor. Tengo un esguince de rodilla, pero tampoco es para tanto.
—Lo siento mucho. De verdad. Y te lo agradezco inmensamente.
—¡Eh! —exclamó él, y de repente se animó—. Ven a conocer a un par de amigos.
Otra descarga de risas, esta vez todo un ataque, y más vítores de mofa. Charlotte lo miró intrigada.
—Son unos colegas que están jugando al Beirut.
—¿Al Beirut?
Con gran entusiasmo le explicó el juego, con su pantagruélica ingesta de cerveza.
—Podemos ir a mirar si quieres, pero antes ven, que voy a presentarte a la peña.
Renqueando, Hoyt la llevó hasta una habitación que daba al vestíbulo. Al ir acercándose, Charlotte vio los destellos de un televisor procedentes del interior, seguidos de un gruñido colectivo y una voz masculina que gritaba:
—¡Hos-tia-pu-ta! ¡Me-ca-güen-Dios!
Al llegar a la puerta, Hoyt le pasó el brazo por los hombros. A Charlotte le pareció un tanto atrevido, pero de inmediato la distrajo la escena: seis, ocho (¿cuántos?) chicos despatarrados por los sofás de cuero con los rostros empalidecidos por una llamarada de blanco procedente de una camiseta de fútbol americano que llenaba la pantalla de un televisor colocado en la pared.
—¡Señores! —anunció Hoyt con un tono malicioso, como si quisiera prevenirlos para que no dijeran tacos—, tengo el placer de presentarles a, eh, ehh, ehhh, mi amiga —la miró de refilón, como si tuviera que hacer un esfuerzo para recordar quién era—, eh, Charlotte.
Aplausos irónicos y bravos por doquier. Todos la miraron sonriendo de oreja a oreja. Charlotte era consciente de que su perplejidad debía de ser evidente, porque un chico vestido con pantalones caqui y una camiseta blanca que acentuaba sus músculos le explicó con amabilidad:
—Nos reímos de Hoyt. Es que siempre le cuesta acordarse de los nombres.
Más risas.
—Venga, tíos —se defendió Hoyt—, que a Charlotte no le apetece ver a un montón de mamones putear a un colega suyo.
Gruñidos y risotadas.
Charlotte notó que le daba un apretón con el brazo. Recordó los toqueteos constantes de aquella noche, pero tenía demasiadas emociones en conflicto y no quiso darle importancia. También se dio cuenta de que era el centro de atención.
—Tú, como si fueran gente educada —añadió Hoyt—. Charlotte, éste es Vanee.
—Hola —saludó con gesto amable un chico delgado y atractivo, de cabello rubio desaliñado, que estaba sentado en el brazo de un grueso sillón tapizado de cuero agarrándose las rodillas.
—Me parece que ya nos conocemos —contestó ella casi en un susurro. No, no le sería fácil olvidar aquella cara. Era el tío que Hoyt había echado aquella noche porque la habitación se la habían «pillado» ellos.
—Ah, siiií —replicó Vanee, que desde luego no se acordaba de nada.
—Y éste es Julián…
Y entonces le quitó el brazo de los hombros, cosa que la alivió considerablemente. No quería aparecer ante una sala llena de chicos como una posesión de Hoyt. La presentó a todo el mundo, uno por uno. Se sorprendió, porque se mostraron educados, hospitalarios, cordiales… muchas sonrisas afectuosas. Vanee insistió en cederle el sofá y Hoyt se dejó caer en la silla que había al lado.
A Charlotte no se le ocurría ni remotamente de qué hablar con ninguno de ellos, pero resultó una preocupación inútil, ya que todos volvieron a concentrarse en el televisor. El resplandor iluminó de colores los rostros de todo el mundo. En la pantalla, una serie de colisiones aparentemente interminable… Manotazos, estrépito, golpes sordos, uf, uf, uf… Los jugadores de fútbol americano se placaban, embestían al contrario con la cabeza, chocaban torso contra torso por los aires. A Charlotte se le había acelerado el pulso, pero no por el televisor. Estaba emocionada, era la única chica de aquella habitación llena de chicos guais, en plena hermandad. ¿Qué impresión les causaría? ¿Les parecería terriblemente joven e inmadura? Eran todos de segundo ciclo, y Hoyt, Vanee y Julián parecían de una generación por delante de la suya. Hundida hasta el fondo del sillón, se obsesionó con lo ceñidos que eran los vaqueros en los muslos. ¿De verdad tenía unas piernas tan estupendas como creía ella? Sin mover la cabeza, miró de reojo alrededor para ver si alguno de ellos se sentía tentado, no podía reprimirse y echaba un vistazo. Le desilusionó comprobar que no, que ninguno había caído en sus redes, ni siquiera Hoyt, que miraba el televisor sin acabar de verlo. Daba la impresión de que tenía algo que hacer en otra parte.
En la pantalla, una voz decía:
«Un momento, Jack, ¿no estarás dando a entender que a los jugadores se les ordena que salten al terreno de juego con la intención de destrozarles las rodillas a sus contrincantes…?».
—¿Os habéis fijado alguna vez en esas viejas glorias que hacen las presentaciones antes del Fiesta Bowl? Parece que tengan tablones en vez de piernas —comentó el chaval regordete, Boo, que para ilustrar su observación se puso en pie de un salto y dio un paseíto tambaleándose, con las piernas rígidas—. Cono, si parece que les hayan concedido un permiso de cinco horas para salir de la clínica de artritis reumatoide a que les dé el aire.
Sonoras carcajadas. Hasta Hoyt sonrió, según comprobó Charlotte con el rabillo del ojo. ¿Cómo podía hacerles gracia? Para Charlotte, lo que acababa de presenciar era simplemente indignante. La inquietud y la lástima se apoderaron de ella. ¿Qué les pasaba a los chicos? Aquéllos en concreto eran ricos, como mínimo lo suficiente para pagar una cuota (como si no hubiera bastantes gastos) sólo para pertenecer a una hermandad. E inteligentes. De lo contrario, no estarían en Dupont. Sin embargo, eran como los del instituto de Sparta. Miró a Hoyt y le vino a la mente una imagen de Channing. Estaban todos obsesionados con un tema: la virilidad, y la violencia era lo más viril del mundo. Ver cómo un deportista lisiaba a otro no los sumía en la compasión ni por un instante. Les resultaba fascinante. No se identificaban con la víctima, sino con el agresor. Estar allí la asustaba… y al mismo tiempo la cautivaba. Ya no tenía que verlo todo desde fuera mientras se negaba desesperadamente a reconocer que deseaba vivirlo desde dentro. «Soy el guijarro del señor Starling —se dijo—, y mi libre albedrío no es más que una mera ilusión».
Sintió tres palmaditas en la rodilla. Sin mirar adivinó que era Hoyt. ¿Tres veces? Trató de traducir el gesto e imaginarse que era cariñoso. Volvía a tocarla.
De pronto todo el mundo dirigió la vista hacia la entrada. Había asomado la cabeza una pareja radiante: un chico muy alto y huesudo con la frente ancha (¡Harrison!) y una rubia mucho más bajita, de las resultonas, con vaqueros y una sudadera ancha.
—¡Pero si es el hombre mono! —exclamó Boo—. ¡Con Janes-ter!
—Ho-hola —saludó ella ¿«Janester»?, subiendo primero el tono y bajándolo después. Estaba claro que los conocía a todos.
Harrison era tan alto que al pasarle el brazo por los hombros le quedaba en ángulo descendente.
—¿Qué te ha pasado en la cara, Hoyt? —preguntó la recién llegada.
Sin sonreír:
—Es que me doy de cabezazos contra el suelo cada vez que me hacen la misma pregunta. —Ni rastro de sonrisa.
Tras recuperarse de un violento acceso de risa, Boo intervino:
—Aquí el amigo Hoyt está de mala hostia, ¿eh, Jane?
Mientras Jane le contestaba a Julián, Boo empezó a canturrear algo entre dientes:
—Mojar, mojar, mojar, hoy alguien va a mojar… ¡Viva el viejo Sur! —De inmediato miró a Hoyt en busca de su reacción, pero éste mantenía el gesto hierático.
Entonces Harrison se percató de la presencia de Charlotte.
—¡Tú! Esto, eh… eh…
—Charlotte —lo informó Hoyt. Seguía sin sonreír.
—¿Os habéis fijado? —dijo Boo—. Este Hoyt tiene memoria para los nombres.
—Eso lo sabe todo el mundo —apostilló Harrison. A Charlotte—: ¿Qué pasa?
—He venido a darle las gracias a Hoyt. —Su propia voz le sonó ridícula y apagada.
—¿Darle las gracias a Hoyt? —se sorprendió Harrison. Y entonces lo entendió—. Ah, claro…
Todo el mundo había dirigido otra vez la atención a la pantalla.
—Eh, Rhett Butler —dijo Harrison a Hoyt—, me encantaría quedarme y charlar y tal, pero tenemos que largarnos. —Miró a Charlotte—. Me alegro de verte, eh, eh…
—Charlotte —apuntó Hoyt.
—Ya. Bueno, pues a disfrutar. Hasta luego.
Y, dicho eso, Harrison y su amiguita empezaron a subir la imponente y avejentada escalera.
Charlotte notó una palmadita en la parte externa del muslo, justo por encima de la rodilla. La tocaba…
Asustada, cautivada por el miedo, se volvió. Hoyt ya había retirado la mano, pero seguía inclinado hacia ella. No sonreía ni tenía el habitual brillo irónico y sobrado en los ojos. Lo único que parecía era cansado. Señaló la puerta con la cabeza y se puso en pie. Ella también se levantó y salieron. Nadie pareció percatarse de ello, sólo Vanee, que le dijo a su amigo:
—Enhorabuena, Clark.
—Te toca darle al reajuste manual, Vanee —contestó Hoyt.
—Adelante, Clark.
Una vez estuvieron en el vestíbulo, Charlotte preguntó:
—¿Por qué te llama «Clark»? Ha dicho «Enhorabuena, Clark».
—Es de una peli. —Se encogió de hombros, flemático—. ¿Te apetece que te enseñe un poco la casa sin que haya cientos de personas bailando y bebiendo a saco por todas partes?
Asustada y cautivada, sintió como si su sistema nervioso hiciera millones de cálculos por segundo. Por fin:
—Tengo que irme ya. Sólo he pasado para darte las gracias. Hoyt la miró intrigado y después empezó a asentir poco a poco.
—Te llevo.
Era un alivio, pero sin embargo… ¡no se lo había pedido una segunda vez! ¿Qué pasaba? ¿Era la ropa que llevaba? ¿O algo que había dicho, o todo lo que no había dicho (porque no había sido lo bastante madura como para saber qué decir) cuando la había presentado a sus amigos?
Hoyt insistió en llevarla en coche, pero ella se negó, no, no hacía ninguna falta, de verdad, con lo que debía de dolerle todo, pero él se obstinó y ella se lo agradeció.
Una vez en la calle, él le tomó la mano mientras se acercaban al coche, pero sin apretársela. Su conversación podría haberla tenido cualquier pareja de estudiantes nada más conocerse. Él le preguntó cómo había ido a parar a Dupont y ella le describió encantada Sparta, lo pequeño que era, lo apartado que estaba, en mitad de las montañas, lo difícil que era la actual situación del pueblo, todo lo cual la animó con cierto orgullo; la gloria del desvalido, se dijo. Una conversación de lo más normal entre dos universitarios… electrizante por el hecho de que llevaban los dedos entrelazados. Ella le hizo la misma pregunta y la respuesta fue exactamente la que esperaba, teniendo en cuenta la seguridad con que él se desenvolvía… Un barrio elegante de una zona residencial de Nueva York, un padre banquero de inversiones internacionales, unos colegios privados… Charlotte se quedó casi aturdida al caer en la cuenta de que estaba recorriendo el añejo, romántico y colosal paseo Ladding de la mano de un joven que no se parecía en nada a los que había conocido hasta la fecha: era de familia bien, rico, elegante, un hombre de la cabeza a los pies, un hombre dispuesto a jugarse la vida (porque eso había sido, en el fondo) por ella, ¡por una chica que apenas conocía!
Su coche resultó un todoterreno enorme (¿marrón, gris?, estaba oscuro y no lo distinguía bien), viejo y bastante castigado. En el lateral ponía «Chevrolet Suburban». A Charlotte le pareció en cierto modo apropiado, incluso aristocrático en un sentido rocambolesco, que condujera aquel trasto viejo o… bueno, quizá bohemio, en lugar de algo ostentoso recién salido de fábrica… y, aydiosmío, él le apretó la mano, y no durante un segundo, sino cinco, diez, antes de soltársela para subir al coche.
—Oh… No, Hoyt… Puedo volver yo sola tranquilamente.
¡Era la primera vez que lo llamaba por su nombre! ¡Tenía algo de profundo, algo de emocionante! Él le había apretado la mano…
—No, tía, no te agobies —contestó. Y sonrió.
—No debería permitírtelo, Hoyt.
¿Repetir su nombre era ir demasiado lejos? Él le había apretado la mano…
Por el camino hacia el Patio Menor ninguno de los dos dijo una palabra.
Charlotte empezó a barruntar. ¿Iba a dejarla en la acera, al lado de la verja, o entraría en el aparcamiento? Y en ese caso ¿le propondría subir con ella, o la miraría con unos ojos que sugirieran lo mismo sin decir nada? Y en ese supuesto ¿qué contestaría ella? ¿O quizá pensaba parar en el aparcamiento, apagar el motor y, sin abrir la boca, pasarle el brazo derecho por los hombros, con delicadeza, mirarla a los ojos y…? ¿Y qué haría ella entonces?
Hoyt fue directo hasta la verja principal, y de inmediato dilucidó el dilema: no apagó el motor. La miró con una sonrisa afectuosa, cariñosa, que decía… que lo decía todo… y preguntó:
—¿Va bien?
«¿Va bien?». La sonrisa cariñosa permanecía, radiante, en sus labios. Quería decir… quería decir… quería decir: «Dentro de un segundo voy a pasarte el brazo por los hombros y a darte un beso antes de que bajes…».
Charlotte lo miró a los ojos con una intensidad con la que nunca había mirado a los ojos a ningún chico. Tenía los labios ligeramente separados y pasó una eternidad, en su cabeza, antes de que por fin respondiera:
—Ah, sí, muy bien. Estoy al lado.
Pero no se movió. Siguió con la vista clavada en él, y en el fondo se dio cuenta de que estaba forzando la situación… pero ¿cómo iba a acabar la noche bajando del coche y cerrando la puerta? Y entonces se sorprendió diciendo:
—Hoyt —¡volvía a llamarlo por su nombre!—, me gustaría que supieras que… lo digo de corazón… que nunca había visto a nadie hacer algo tan valiente. Estuviste maravilloso, y te lo agradezco en el alma.
Y, dicho eso, el guijarro consciente acercó la cabeza de la forma más sutil hacia la de él y, con la misma sutileza, separó los labios. Para Charlotte, el momento estaba cargado de emoción, a punto de reventar, pero el brazo de su acompañante no se movió, y tampoco su cabeza. Y también se quedó en su sitio su sonrisa, que era tan afectuosa, afectuosa, afectuosa, cariñosa, cariñosa, cariñosa, tan afectuosa y tan cariñosa, y tan imponente, sumamente imponente, que Charlotte fue incapaz de mover un músculo.
—Venga, mujer —dijo él—, que no fue cosa de valentía. Voy a ponerme colorado. Me vi envuelto en una pelea de lo más tonta y ya está, pero me alegro de que sirviera para sacarte del lío. Los jugadores de lacrosse están chalados. Pero eso seguro que ya lo sabes.
Con los ojos aún fijos en los suyos, Charlotte se inclinó más y le acarició el lado de la cara ileso y apoyó los labios contra los suyos. Hoyt le devolvió el beso con delicadeza y brevedad, sin tratar de abrazarla. Se separaron enseguida.
«¡Hoyt! ¡Tu sonrisa! Rebosa amor, ¿verdad?».
—Buenas noches, Charlotte.
«¡Charlotte!». «Buenas noches, ¡Charlotte!». Era la primera vez que de aquellos labios salía su nombre con ganas, con sentimiento.
Siguió contemplando aquellos ojos un segundo más y después abrió la puerta apresuradamente y bajó sin decir nada y sin volver la vista atrás. Sin decir nada, sin volver la vista atrás… Aquello era, en el fondo, lo que exigía el momento… Recordó fugaz y vagamente haberlo visto en una película.
Entró flotando por el acceso de siempre, el pórtico Mercer, y llegó al patio. Las luces de las ventanas que lo rodeaban eran como las linternas chinas de papel de un cuadro de Sargent. En todo el Patio Menor sólo debía de haber una persona que lo conociera: ella. Mientras cruzaba el patio como en una nube, recordó con exactitud la reproducción en la página, que era impar, pero no dónde estaba ella en el momento de verla. Sólo debía de haber una persona que conociera aquel cuadro de Sargent: ella. ¡En toda la Universidad de Dupont sólo había una Charlotte Simmons: ella!