De pícnic en el aparcamiento
Cuando entraba lentamente con su familia en el aparcamiento arbolado Clarence Beale en su Lincoln Navigator, un abogado de Pittsburg llamado Archer Miles alcanzó a ver por primera vez el Bowl entre los grandes y añejos plátanos que se alzaban en hileras en las divisorias ajardinadas. El sol de mediodía era tan intenso que se vio obligado a entornar los ojos. ¿No era increíble? Habían pasado más de cuatro décadas, pero tenía el mismo aspecto… Una hora y tres cuartos antes del partido, y los coches ya entraban a raudales en la vasta explanada de asfalto bajo el dosel arbóreo camino del Charlie Bowl… ¿Cuándo había sido la última vez que había asistido a un partido allí? Quizá tres o cuatro años después de acabar la carrera. No es que el Bowl fuera una de las joyas arquitectónicas de Dupont, pero aun así resultaba impresionante… Una inmensa cuba de hormigón con una altura equivalente a veinte plantas, llamada oficialmente Dupont Bowl… En los tiempos en que los de Yale se convirtieron en los Bulldogs y los Princeton en los Tigres, en Dupont, al igual que en Harvard, se mantuvieron al margen de esa moda tan resultona de bautizar a los equipos deportivos con nombres de animales de grandes colmillos o picos afilados. Los alumnos llamaban a los deportistas «Charlies»[4], en una referencia alegre, si bien un tanto irónica, al nombre de pila del fundador, Charles Dupont, y el estadio pasó a ser el Charlie Bowl.
¡Ah, las costumbres! ¡Ah, las tradiciones! ¡Ah, Dupont! ¿Quién iba a pensar que le tocaría la fibra sensible de esa manera, a su regreso, tantos años después, para asistir a un picnic previo a un partido? «Supongo que es un poco como regresar a mi juventud», pensó. Aunque Archer podía llegar a ser profundo e incisivo ante un tribunal, su capacidad de autoanálisis no daba para mucho más. Además, no iba a expresar ningún sentimiento semejante a Debby, su segunda esposa (rubia, veintidós años más joven y, como venía comprobando de un tiempo a esta parte, de lengua mordaz), que iba sentada en el otro cómodo asiento delantero tapizado en cuero del Navigator. Debby ya estaba aburrida o, de hecho, no había dejado de aburrirse desde que a él se le había ocurrido proponer el viaje. Tampoco tenía ningún sentido compartir tan tiernos pensamientos con sus dos hijos, Tyson y Porter, que iban sentados detrás en la segunda fila de asientos del Navigator. Eran la segunda tanda de hijos de Archer, dos dechados de cinismo adolescente contemporáneo. Les encantaba pisotear con crueldad cualquier pensamiento tierno.
—¿Seguro que quieres aparcar aquí? —preguntó Debby—. Me da la impresión de que todos son estudiantes.
De eso no cabía duda. Desde donde estaban hasta el extremo contrario se veían todoterrenos y camionetas aparcados en hileras, con chicos y chicas deambulando a su alrededor.
—Bueno, de eso se trata, cariño —respondió Archer—. Quiero que Tyson vea de qué va esto de la vida estudiantil. Estos picnics son siempre divertidísimos.
Tyson iba a tercero de secundaria en el Instituto Hotchkiss. Para Archer era crucial que sus hijos asistieran a Dupont, porque en cierto modo esa idea había pasado a formar parte de la concepción que tenía de su propia dignidad.
Archer volvió a mirar el inmenso fresco. Se veía un tanto… raro. Hasta donde alcanzaba la vista, el asfalto estaba sembrado de vasos de plástico, o eso parecía. Los había incluso en el césped de las divisorias, bajo los plátanos. Y los estudiantes… Naturalmente, estaba al tanto de que los estudiantes se vestían con despreocupación, pero ésos que tenía ante sus ojos… Pantalones cortos, camisetas, chanclas… ¿y camionetas? Las cosas cambian, claro, pero no podía quitarse de la cabeza la vieja imagen de los Ford y los Buick familiares con los chicos (por entonces Dupont era un centro exclusivamente masculino) deambulando por el aparcamiento con camisas de vestir, corbatas y americanas de tweed o de sport.
En previsión (aunque no habría sabido decir de qué), aparcó el Navigator al cabo de una hilera de coches, a tres plazas del más cercano, un todoterreno con un montón de estudiantes arracimados en torno a algo que había en la trasera.
Archer apagó el aire acondicionado y bajó la ventanilla. Cargaba el aire un batiburrillo grave de músicas, por lo visto procedente de las radios de muchísimos vehículos, y un olor denso, empalagoso, acre y rancio. Archer habría jurado que había dos olores —cerveza y orina humana— que se propagaban en grandes vaharadas melifluas.
—¡Jopémamá! —exclamó el chico pequeño, Porter, con un gimoteo—. ¿A qué huele?
—¡Ay, ay, ay! Ya sé yo lo que es —aseguró Debby—. Sencillamente…
Archer le dio un empujoncito en el muslo con la mano.
—Ni idea de a qué huele —afirmó, y con un gesto majestuoso por la ventanilla añadió—: pero eso sí que sé qué es, un señor picnic de Dupont.
Desde los asientos elevados del Navigator se tenía una buena perspectiva. Y desde luego pasaba algo raro, porque por todo el amplio panorama de vehículos y estudiantes las cosas parecían botar arriba y abajo, bullían del mismo modo que las burbujas asoman a la superficie de la sopa al hervir, por todas partes, sin ningún orden discernible. Archer entornó los ojos. No eran burbujas, sino cabezas, hombros, codos que iban arriba y abajo, arriba y abajo, sobre el asfalto, en torno a los todoterrenos y en las traseras de las camionetas. ¿Por qué? Por todas partes se oían gritos de «¡Eh, algo…!» (pero ¿eh, qué…?) y aullidos entusiastas que sonaban a «¡Uuuuuh, uuuuuh!».
El ramillete de estudiantes del vehículo aparcado tres plazas más allá empezó a desternillarse, y luego se disgregó y apareció un barril de aluminio colocado en vertical dentro de un balde de plástico. Un muchacho bombeaba frenéticamente aferrado a una palanca de la parte superior. Otro tenía cogido el extremo de una manguerita de un verde repulsivo e intentaba llenar un vaso de plástico de tamaño gigante, pero de la espita salió un espumarajo incontrolable que acabó esparcido por los pantalones cortos del chico.
—¡Mecagüen la puta, Mark! —chilló el de la manguera—. ¡Tranquil ¿Qué crees que va a salir de ahí con tanto bombear, gasolina súper?
Los otros se doblaron por la cintura con espasmos de júbilo.
—Un barril de cerveza —anunció Archer, haciendo caso omiso del «mecagüen la puta»—. ¡No sabía lo que era! En mis tiempos eran horizontales.
Descendieron de las alturas del Navigator. Archer se desperezó y ordenó:
—Tyson, Porter, venid aquí. —Los chicos acudieron obedientes. Su padre señaló algo—. ¿Veis entre esas ramas? Eso es el Charlie Bowl. Tiene capacidad para setenta mil personas. Antes era el estadio de fútbol americano más grande de todas las universidades del país. En mis tiempos se llenaba hasta la bandera en todos los partidos. Más que lleno a rebosar. —Lanzó una risilla, sonrió y meneó la cabeza recordando los tiempos salvajes a los que aludía ese «más que lleno a rebosar».
Tyson, el de dieciséis años, no podría haberse mostrado más aburrido (de hecho, la capacidad humana para mostrarse aburrido alcanza su punto culminante a esa edad). Porter, el de trece, fingió cierto interés contemplándolo unos segundos.
Su padre se volvió hacia Debby con la esperanza de que le diera alas para recordar los viejos tiempos.
—Cariño, ¿no te lo he contado? Nos traíamos a las chicas aquí la víspera del partido para… ¿cómo te diría yo…?, hacer un picnic nocturno.
—¡Eh, papá! —intervino Tyson—. ¿Y qué os comíais?
A Archer le molestaba de veras que Tyson se comportara como si ya fuera lo bastante mayor para compartir dobles sentidos de índole sexual con los adultos. Naturalmente, se lo había buscado él mismo al plantearlo con esas palabras.
—¡Ay, jo… lines! —exclamó Debby, que no estaba escuchando a ninguno de los dos. Sudorosa, con varios mechones de pelo pegados a la frente, se miraba la uña de marrón claro que acababa de romperse al tratar de arrastrar una canasta de picnic de mimbre del maletero del Navigator para colocarla en la puerta abatible.
—No hace falta ser tan cursi —le contestó Tyson—, si dices un taco no pasa nada, todos estamos bastante acostumbrados, hasta la Masa.
Tyson había adoptado la costumbre de llamar a su hermano Porter «la Masa», porque era delgaducho, raquítico, pequeño para su edad, y se negaba a quitarse la camiseta porque se le marcaban las costillas. Con una mirada de desdén paciente, el benjamín decidió cambiar de tema y, con el mejor de los gimoteos (ya que, a diferencia de lo que ocurre con el aburrimiento, la capacidad humana para gimotear alcanza su punto culminante a los trece años), planteó:
—Si el partido empieza a la una, ¿por qué estamos aquí a las once y cuarto?
—Porque me he tirado cuatro horas llenando estas cestas —respondió su madre— y vais a comer aquí mismo. Mientras papá se bebe lo suyo y sueña con los viejos tiempos, tú puedes venir a ayudarme a sacar todo esto en vez de quedarte ahí con tus gimoteos y quejas. ¿De acuerdo?
—Jopémamá —lloriqueó Porter—. No me estaba quejando, sólo era una pregunta. Es que, jopé… mamá.
—¿Qué quieres decir con eso de «se bebe lo suyo»? —preguntó Archer.
—Has traído botellas para parar un tren —replicó Debby—. Te crees que aún tienes diecinueve años.
—¿Y qué tiene eso de malo? ¿O qué tiene de malo soñar, ya puestos?
—No, nada…
—Ay, esto es estupendo, da gusto veros a todos reunidos… —comentó Tyson, con ese archisarcasmo que se les pega a los chicos en los internados del Noreste—. Ya veo por qué nos levantamos a las cinco y media y hemos venido desde Connecticut para hacer un picnic en la vieja Dupont. Esto es una pasada, en serio, y todo el mundo está pasándoselo en grande.
A Archer le habría gustado estrangularlo, o al menos castigarlo con una mordaz réplica sarcástica, pero se reprimió. Bajó la mirada hacia el asfalto y procuró recuperar la calma. Le sacaba de quicio que los críos se pusieran sarcásticos con los adultos, pero cuando los adultos se ponían sarcásticos con los críos la cosa podía ser demoledora.
Una súbita explosión de música de la radio de un coche. Levantó la mirada…
Tyson ya no le hacía ningún caso. Tenía la cabeza vuelta, los ojos como platos y la boca entreabierta y sonriente al mismo tiempo.
—¡Qué fuerte! —exclamó—. ¡Mirad a esa gente! ¿Los veis?
En la hilera de vehículos situada justo delante de ellos, unos jóvenes enormes y musculosos se habían encaramado a la trasera de una camioneta y se tiraban cerveza unos a otros. Era imposible pasar por alto sus cuerpos tan «cachas», que era como llamaba Tyson a los chicos con gran definición muscular, porque todos estaban prácticamente desnudos salvo por los pantalones cortos que les colgaban por debajo de las caderas. Ladridos de furia, carcajadas a voz en grito, brazos que iban de aquí para allá. Uno de ellos saca una lata de cerveza agujereada y rocía la cara de otro que tiene a medio metro. «¡Vas a ver, cabrón!», grita la víctima con voz de macho, y se lanza sobre su agresor, y ambos caen al suelo de la trasera. Rodillas, pies, piernas, hombros, muecas y rostros enrojecidos asoman aquí y allá mientras forcejean. Procedente de la radio de la camioneta, una joven de voz rasposa se lamenta con esa cadencia atropellada típica del crunk, lo más de la música pop actual: «… los muslos le machaca tío le hace un Dirty Sánchez la quiere desnuda en plan putilla le da en el culo como si se la metiera la soba a saco…». Otros, incluido un joven coloso de más de dos metros, larguirucho pero con músculos por todas partes, rodean a los combatientes, jaleándolos irónicamente e instándolos a que sigan. Por detrás del gigante asoma un chico que lleva en alto un vaso de cerveza gigante como a punto de lanzar una pelota de béisbol. «¡Eh, Mac!», grita. El gigante se vuelve y el chico le lanza la bomba cervecera, con vaso y todo, a la altura del torso. Mac queda perdido de cerveza. Tiene los pantalones cortos empapados hasta la entrepierna. «¡Pedazo de cabrón!», ruge Mac, al tiempo que se precipita hacia él, pero el otro lo esquiva y salta por un costado de la trasera para caer al asfalto. «¡Vuelve aquí, maricón, y pelea como lo que eres!». Y todo continúa, mientras la cantante de crunk sigue lamentándose: «la guarra tiene la regla qué asco la compresa el coño frío huele que apesta hijaputa».
Tyson estaba disfrutando de lo lindo. Al final iba a resultar que el rollo del picnic en el aparcamiento antes del partido no era tan cutre. Archer intentaba convencerse de que, al fin y al cabo, esos picnics siempre habían girado en torno a la diversión exagerada, y lo único que había cambiado era el estilo, pero entonces, en un abrir y cerrar de ojos, dos de los muchachos fornidos se asomaron por un lado de la trasera y sujetaron por los brazos a una chica. Era una rubia grande, un poco rechoncha, pero atractiva y pechugona, con vaqueros de pitillo muy ceñidos y un suspiro de blusa de encaje desabrochada hasta lo impensable. La chica profirió un chillido a medio camino entre protesta y risotada frivola. Conforme sacudía el torso de un lado a otro, como si quisiera escapar, los pechos se le iban saliendo de la ligerísima blusa. Los chicos acababan de encaramarla a la trasera, sin que dejara de cimbrearse y forcejear, cuando (¡toma ya!) la liviana blusita se abrió por completo. No llevaba sujetador. Allí estaban sus pechos, las areolas, los pezones, grandes como colosos.
«¡Uuuuuuu!», fue el grito irónico al tiempo que excitado de todos los muchachos.
Con un gemido de vergüenza, la pobre chica se las cubrió, se abrochó y bajó de un salto de la camioneta, sonriente, pero con la mirada baja, mientras decía: «Aydiosmío, aydiosmío, aydiosmío…».
Como salido de la nada apareció un chico con un vientre de luchador bien definido, luciendo unos calzoncillos tipo bóxer a cuadros de cuya bragueta asomaba un pene de plástico de más de medio metro con un glande grotescamente abultado. Desde la cabeza del muchacho descendía una maraña de pelo que se prolongaba por las mejillas, debajo de la nariz, sobre la barbilla y cuello abajo hasta donde se unía con la pelambrera que le brotaba del pecho.
—¿Adónde ha ido ésa? —preguntó con un aullido ebrio. Al volverse, describiendo lentos círculos, el pene de juguete seguía sus movimientos con mayor o menor dilación.
Archer estaba pasmado. ¿Qué idea se iban a llevar Tyson y Porter? Por el amor de Dios, una cosa era que los universitarios se divirtieran y otra muy distinta aquella… indecencia. «Inmoralidad» fue lo primero que le pasó por la cabeza, pero la palabra había quedado obsoleta. Había desaparecido de las conversaciones con un mínimo nivel.
Archer miró de soslayo a Tyson y Porter, que estaban absortos por completo.
El olor intenso y acre emanaba del asfalto. Sí, era cerveza, desde luego, casi dos hectáreas de cerveza derramada. ¿Y los grandes jirones blancos que cubrían el suelo hasta los islotes de plátanos? Vasos de plástico aplastados. Y el efervescente panorama de cabezas, hombros y codos que brincaban arriba y abajo… Casi dos hectáreas de la élite universitaria estadounidense, los alumnos de Dupont, bombeando miles de litros de cerveza para metérselos entre pecho y espalda y luego expulsarlos… ¿dónde? Porque el resultado tenía que ser orina y más orina. Casi dos hectáreas de orina que se propagaba en grandes vaharadas melifluas.
—No he visto una sola persona de primero —aseguró Mimi, y ladeó la cabeza hacia el grupo reunido en torno a la parte trasera de un Expedition negro.
Con vasos de plástico en las manos, los chicos observaban atentamente a otro que trataba de hacer algo con la junta que unía una manguera con un barril de cerveza de aluminio. Los espectadores habían decidido mostrarse ingeniosos:
—¿Sabes una cosa, Griff? ¡En este país las cosas se enroscan en el sentido de las agujas del reloj! Que lo sepas.
Risas generalizadas.
—¡Sí, Griff, qué mongo que eres!
—¿Qué coño es un «mongo»? Bueno, es que ya no sé ni qué coño pregunto.
—¡Un mongólico, subnormal!
Risas generalizadas.
—Aaaaaaajjjj —gruñó Mimi en voz baja—. Son de una hermandad.
—¿De cuál? —preguntó Bettina.
—De la Delta Hache Zeta… ¿Y yo qué sé? Lo que está claro es que tienen pinta de ser de una hermandad. Ya están tan atontados que se creen que si sueltan esos chistes idiotas a grito pelado van a tener gracia.
—Yo tampoco veo a nadie de primero —corroboró Bettina—. No hay manadas.
—La manada la formamos nosotras tres —aseguró Mimi.
—Es que integrarse va a ser como superdifícil —opinó Bettina—. Todos los coches son como fiestas privadas y todo el mundo se conoce. Yo es que ni siquiera había oído hablar de los picnics estos. ¿Cómo era que te habías enterado?
—Pues no me acuerdo exactamente —mintió Charlotte—. Sé que lo mencionó alguien. Me pareció que podía estar bien.
—Bueno, no te enfades, guapa —dijo Mimi—, pero es bastante cutre.
Bettina levantó un pie y se miró la suela de la sandalia.
—Puajj. Qué asco. Hay cerveza por todas partes. Este aparcamiento parece una cloaca, joder. Y hay vasos de cerveza aplastados y mierda por todas partes. Es como si se hubieran reventado un montón de bolsas de basura.
—Por el olor, desde luego —coincidió Mimi—. Me juego lo que sea a que mean por aquí fuera. Van superciegos.
—Lo siento —se disculpó Charlotte—, pero es que no sabía nada. Me pareció que sería una forma de, no sé, conocer gente. —Cómo se habían invertido los papeles. La noche de la fiesta de Saint Ray, Mimi y Bettina prácticamente habían tenido que sacarla a rastras con la excusa de conocer gente. En cambio, aquel día fue Charlotte la que tuvo que tirar de ellas. Pero ella en la hermandad había aguantado como una jabata y había conocido gente, eso desde luego—. ¿Por qué no damos otra vueltecita, ya que hemos venido?
—Espero que haya autobuses para volver —se quejó Mimi—. Para traer a toda esta gente al partido han puesto la hostia, pero es que ni se me ha ocurrido pensar cómo coño vamos a volver.
Otra vez el papel que había desempeñado Charlotte Simmons la noche de la fiesta de Saint Ray, ¿no? Claro que ella no se había atrevido a ser tan cascarrabias como Mimi por miedo a que se creyeran que era una colgada.
—Me parece que hay autobuses de Chester que pasan por aquí —apuntó Bettina.
—A ver si es verdad, porque yo no vuelvo a pata, eso te lo digo desde ya. Seguro que para volver al campus hay como tres o cuatro kilómetros.
—No puede estar tan lejos, mujer —dijo Charlotte—. Venga, vamos a echar un vistazo. A lo mejor nos encontramos con alguien.
—Vaaale —cedió Mimi, con cara de sacrificio y alargando la a como en un suspiro.
Charlotte echó a andar para hacerla arrancar antes de que pudiese cambiar de idea. Sintió una punzada de culpa, porque no las había animado a ir hasta allí por mero espíritu de aventura y afán de descubrimiento. Pero no quería confesar la verdad, o sea, que no se había atrevido a vagabundear por aquel aparcamiento como si fuera una novata colgada y sin amigos. Y el motivo por el que había decidido deambular por allí era…
En ese momento las tres primerizas pasaron al lado de un Lincoln Navigator, un cochazo enorme, en cuya parte trasera un hombre, una mujer y dos adolescentes almorzaban alrededor de una gran cesta de picnic de mimbre. El señor rondaba los sesenta, como mínimo, y bebía a pequeños sorbos de un vaso de cristal ancho y bajo relleno de un líquido marrón mientras contemplaba con gesto compungido el horizonte. Tenía que ser un antiguo alumno. ¿Si no, cómo iba a aguantar un adulto más de diez segundos allí? La mujer, una rubia guapetona (¿su hija?), estaba sentada en el borde de la puerta abatible comiéndose un bocadillo con cara de muerta de aburrimiento. El chaval más jovencito andaba de espaldas imitando el baile a cámara lenta de Michael Jackson y se quejaba:
—Jo… ¿Falta mucho para que empiece el partido?
El otro, con la espalda apoyada contra el coche y los brazos cruzados, decía:
—¿Qué partido? La gracia está en esto, idiota, no en el partido.
Otro todoterreno. Chicas y chicos reunidos en torno a un barril de cerveza colocado en el suelo. Muchos grititos irónicos. Junto al barril, dos chicos sostenían por las piernas a una chica cabeza abajo. Tenía la boca abierta de par en par y otro chico le había metido el pitorro de una manguera por la boca.
—Aaaaajjjj —exclamó Bettina—. Sólo de verlo ya me duele. ¿Cómo puede tragarse la cerveza por mucho que ese pavo le meta el tubo por la garganta si está haciendo el pino?
—Eso es lo de menos, tía —contestó Mimi—. Lo importante es que tiene todo lo que quiere: tíos por los cuatro costados y más tíos que la miran.
Siguieron avanzando. Charlotte se detuvo en seco. Se acercaban a una camioneta en cuya trasera abierta había algo perturbador: un diesel peludo vestido únicamente con unos calzoncillos tipo bóxer a cuadros de cuya bragueta surgía un enorme pene de juguete. Tenía los ojos cerrados y los puños a la altura de las caderas, como si estuviera bailando música disco, y trataba, sin mucho éxito, de menearse al ritmo de la canción que sonaba en la radio del vehículo: «Te voy detrás, guarra, casi te la meto poquito a poquito, mientras te voy sobando sin prisas y se me dobla la puntita y me pone, qué dolor de huevos».
—Puajj, crunk —exclamó Bettina—. Qué mal. Es como un rap metido con calzador en una melodía. Queda superforzado.
—Aaaajjj, ese tío da asco —declaró Mimi mirando al del pene de plástico—. Qué ilusión, otra hermandad.
—Quizás… Hummm… —dijo Charlotte. Aquella cabeza peluda le sonaba.
—¡Eh! ¡Tú! ¡Yo te conozco!
Era un chico situado junto a la camioneta, en el asfalto, y la señalaba con el dedo. Alto, delgado, vestido sólo con unos pantalones cortos caqui a punto de resbalar de las caderas, con lo que exhibía el vientre, que parecía sacado de un manual de anatomía. Era él, desde luego, el jugador de lacrosse de Beverly, el tal Harrison. Charlotte se estremeció. Tenía delante al único motivo por el que había organizado aquella excursión… ¿Y ahora qué?
Él se acercó sonriendo de oreja a oreja y sin dejar de señalarla.
—¡Te tengo vista de Lapham! Ibas con ésa… ¿Cómo se llama? Eh…
—Soy su compañera de cuarto. De Beverly —anunció Charlotte. Qué apocada y tímida resultaba su voz.
—Pues ya que has venido, sube a divertirte.
—¿Que suba?
—A la camioneta. Venga.
—A la camioneta —repitió Charlotte. Miró a Mimi y Bettina y les preguntó—: ¿Os apetece? —Lo dijo con una voz tenue de conspiración y con una sonrisa de sorpresa que venía a decir: «¿Por qué no? Puede estar bien».
Sus amigas se quedaron perplejas. Bettina se mordió el labio inferior. Charlotte no tenía ni idea de qué decirles. Quería quedarse, pero ¿cabía la posibilidad de quedarse si ellas se iban? ¿Se sentirían utilizadas o le cogerían manía por ser la única del trío que atraía a los tíos guais?
—¡Eh, ehhhh! ¿Qué pasa, chata?
En la parte trasera de la camioneta, junto al tío peludo del pene de plástico, había una figura gigantesca también vestida sólo con pantalones cortos caqui de cintura baja. Charlotte lo reconoció al instante: el descomunal jugador de lacrosse que había acobardado a los Mutantes del Milenio en los escalones de Briggs. Y entonces cayó en la cuenta de qué le sonaba el del pene de plástico: era uno de sus amigos.
—¡Te conozco! —berreó el gigante—. Eres la… la… la… —Estaba tan borracho que ni siquiera se acordaba del final de la frase que quería decir—. ¡Sube aquí conmigo! —Señaló a Harrison antes de añadir—: Ese pavo es un capullo. ¡Sube aquí conmigo y vamos a bailar!
Empezó a agitar el cuerpo bruscamente, con los brazos inertes y la boca abierta, de modo que el carnoso labio inferior oscilaba como si su dueño fuera un idiota.
Charlotte lo miró bien. Le daba miedo. Vio que dejaba de agitarse y empezaba a tambalearse con el corpachón encorvado y los brazos colgando.
No fue capaz de articular palabra y se limitó a rehusar con la cabeza.
Pero el gigantón saltó de la camioneta, aterrizó a su lado, se fue de bruces, detuvo el impacto con las manos, se incorporó renqueando y se quedó a su lado con una sonrisa de loco.
—Venga, chata, sube. ¡Vamos a bailar!
Con una vocecilla aún más tenue:
—No, gracias… —Negó con la cabeza lentamente.
—¡Vamos para arriba! —gritó él, y la agarró de la cintura con sus manazas y la elevó por los aires como si no fuera más que un jarrón. Se la llevó hacia donde estaba el barbudo con su pene monstruoso.
—¡¡Suéltame!! —chilló ella—. ¡¡Quítame las manos de encima!! ¡¡Basta!! ¡¡Basta!! ¡¡Basta!!
Estaba aterrada y escandalizada. Volaba hacia el rostro gesticulante, hacia los brazos extendidos y el falso e impúdico falo del mono peludo.
—Venga, Mac, déjala en el suelo. No le hace gracia. Harrison. Charlotte lo vislumbraba sólo de refilón.
—Vete a tomar por culo, mamón. ¿Sabes lo que eres? Un maricón. ¿Sabes pelear? ¿Sabes lo que opino de ti, Harrison? Eres un moñas.
—Tío… Suéltala. No le va ese rollo.
—Qué… moñas… eres… —insultó el tal Mac, que trataba de subir a Charlotte a la camioneta y al mismo tiempo prestar atención a Harrison.
Éste se abalanzó sobre él, le rodeó la cintura con los brazos y empezó a apartarlo de la camioneta. Mac movió los pies para conservar el equilibrio y Harrison aprovechó para ponerle la zancadilla. Empezó a caer de espaldas, aún aferrando a Charlotte por la cintura. Fue como si el momento se alargara y se alargara, se alargara a cámara lenta con la languidez más extrema. Charlotte se preguntó casi distraídamente, como por curiosidad, qué iba a pasarle. Mac la soltó y echó las manos a la espalda para frenar la caída. Charlotte cayó encima de él, despatarrada sobre el pecho y el vientre del gigante. Se impulsó hacia un lado y cayó sobre el asfalto, se puso en pie con dificultad y vio de reojo a Bettina y Mimi, que observaban la escena atónitas. ¡Bettina! ¡Mimi! ¡Pero no había tiempo! Mac también estaba en pie, como atontado, y se le acercaba con los ojos clavados en ella… O no, en algo situado más allá… De pronto, Harrison la rodeó con el brazo por detrás y empezó a señalar a Mac con la otra mano.
—¿Qué coño te pasa, Mac? ¡¡Déjala en paz!! ¡Piensa con la cabeza, hostia! ¡No es ninguna grupi! ¡Los zorrones ya te van detrás! ¿Qué coño buscas, joder, que te expulsen?
—Y una mierda… —contestó Mac, y el resto resultó un gruñido indescifrable.
Lanzó a Harrison una mirada de tigre al acecho e inició un avance como tal. Harrison soltó a Charlotte y se agazapó. Mac era más fuerte, pero también estaba más borracho. Harrison empezó a fintar con los hombros hacia un lado y hacia otro y hacia uno y hacia otro. Mac embistió y Harrison se apartó de un brinco. Su contrincante dio un traspié pero logró recuperar el equilibrio y volvió a la carga. Todo un espectáculo… Los dos llevaban los pantalones cortos más bajos que nunca, se veían las hondonadas que bajaban desde la cresta ilíaca hasta la ingle, sudaban, el sol hacía resplandecer aquellos músculos hinchados y ocultaba las depresiones. Mac se volvió más precavido. Acechaba… acechaba…
Ya se aglutinaban curiosos que ansiaban ver dientes medio sueltos, narices ensangrentadas, heridas abiertas, ojos inflamados. En un santiamén formaron un círculo impenetrable. La pura adrenalina arrancaba gritos de ánimo y alaridos guturales de las gargantas. Alboroto y palpitaciones por doquier. Ya no se escuchaba a la cantante de crunk. El círculo no permitía a Harrison aprovechar la velocidad para obtener ventaja… Mac le hizo retroceder hasta la camioneta, sin dejarle sitio, y empezó a prepararse para la estocada, desde cinco o seis metros de distancia. ¡Qué coño! Harrison dejó de retroceder y tomó carrerilla directamente contra su rival, que titubeó… Harrison se lanzó en picado por los aires y embistió al gigante en las rodillas con todo el impulso de su cuerpo. Mac se derrumbó como un tronco y los dos cayeron al suelo, brazos y piernas enredados.
—¿Qué hostias está pasando ahí? —preguntó Vanee, encaramado a la trasera de la camioneta de Julián. No sólo oía los alaridos exagerados y el estrépito de una muchedumbre, sino que veía sus cabezas, muchas de las cuales descollaban en entusiastas tentativas de ganar visibilidad.
Hoyt, que estaba sentado en la trasera con la espalda apoyada contra un lateral, bebiendo su cuarta cerveza (¿o la quinta?, pero ¿acaso importaba?), contestó:
—No tengo ni puta idea. Para mí que alguien está dándose de hostias. La gente es muy notas.
Debía de ir por la quinta cerveza, porque intentaba convencerse de que le resultaría más provechoso dedicar el tiempo a permanecer en esa posición tan cómoda y ponerse bien ciego que ir a ver una pelea.
Justo en ese momento afloró un tremendo gruñido colectivo desde aquella dirección que se dejó oír en medio del griterío. Otro gruñido en masa, más estrépito y gritos de ánimo. Hoyt se puso en pie, lo que le resultó difícil porque no podía servirse de ambas manos. En ese instante en concreto le era imposible: llevaba una borrachera importante, pero mantenía bien agarrado el enorme vaso de cerveza.
—Voy a echar un vistazo —anunció Vanee. Los ojos azules le chispearon de expectación.
Boo-man, que había estado exprimiendo el barril con diligencia para servir a los diez u once miembros de Saint Ray y sus novias, dejó de bombear y alargaba el cuello para ver un poco de acción. Hasta los miembros de la hermandad y sus novias que estaban en el asfalto —y por tanto no podían ver nada— miraban en dirección al jaleo.
Hoyt estaba mareado de tanto alcohol y de haberse puesto en pie, pero la curiosidad reactivó de inmediato su fuerza de voluntad, que tanto le había costado disminuir, y descendió de la trasera del vehículo junto con Vanee y Boo-man.
Los tres no eran ni remotamente los únicos estudiantes que se abrían paso entre los charcos de cerveza y los vasos pisoteados para converger en el escenario de la pelea. Una vez allí, vieron que adentrarse en la aglomeración de mirones iba a ser una pesadilla táctica, pero Hoyt, sobre todo cuando estaba borracho, no veía motivo alguno para que un Saint Ray obedeciera las leyes de la chusma, y por supuesto colarse le parecía lo más normal del mundo. Empezó a abrirse paso entre los curiosos haciendo alarde de la faceta más imperiosa y déspota de su personalidad.
—Paso… Abrid paso… ¡Eh! ¡Aparta! ¡Fuera! ¡Que me dejéis pasar!
De vez en cuando a algún gilipollas le entraban ganas de dejar claro que a él no le tocaban los cojones, pero Hoyt le lanzaba aquella mirada amenazadora que dominaba con tanta pericia, todo un rayo láser que proyectaba amenaza en estado puro y decía: «¡No me jodas! ¡Que te suelto el plasma!».
No tardó en colocarse en primera fila de las gradas del cuadrilátero. Hostia puta… Entendió perfectamente que todo dios estuviese mirando: los contrincantes eran Mac Bolka y Harrison Vorheese… ¡Mac Bolka y Harrison Vorheese, nada menos! ¡Estaban como unas motos y se habían enzarzado en una pelea de las buenas! En aquel instante estaban casi en cuclillas, moviéndose uno en torno al otro, jadeantes y sudorosos… Tenían la piel cubierta de rozaduras, cortes y mugre. Un hilillo de sangre descendía desde la nariz de Harrison hasta la boca, y el pavo trataba de restañar la hemorragia con el labio inferior. Los ojos de Mac Bolka parecían dos linternas hundidas en oscuros cráteres. Ambos andaban en las últimas, o eso le pareció a Hoyt, que sabía lo suyo del tema.
Se acercó al oído de un pardillo delgaducho que estaba a su lado.
—¿Qué ha pasado?
—Es por una tía —respondió el pardillo sin apartar la mirada de la contienda.
—¿Qué tía?
—Ésa de ahí, la de ese lado. —Hizo un gesto bastante vago con los ojos fijos en la acción—. La del vestido.
Sólo había una chica que llevara vestido en toda la muralla de curiosos. Era difícil verle la cara porque estaba encorvada, con las manos apoyadas en las mejillas, los labios entreabiertos, el entrecejo más que fruncido, los ojos aterrados, los pómulos sudorosos y relucientes… Alto ahí. Era ella, la tía aquella (¿cómo hostias se llamaba?), la novata, la que se había hecho la estrecha en la fiesta… Pero no fue más que eso, una idea pasajera, porque sólo tenía en la cabeza a una persona: Harrison, que era de su hermandad. ¡Un hermano! ¡Un Saint Ray! No sólo eso, sino que además jugaba a lacrosse… Aunque en realidad no desarrolló el pensamiento en esos términos, sino que lo sintió como si estuviera conectado a un circuito. Daba igual, los de Saint Ray no dejaban que les tocaran los cojones: eso sí que lo pensó en esos términos. Si Harrison necesitaba la menor ayuda, la más mínima, contra aquel mastodonte, no le iba a faltar. ¡Hoyt Thorpe era un guerrero y no dejaba que le tocaran los cojones a nadie de Saint Ray!
Harrison, medio agachado, se encaró con Bolka; su torso subía y bajaba en busca de oxígeno. Tenía los ojos vidriosos. Daba la impresión de que en cualquier momento iba a perder el conocimiento y desmoronarse de puro agotamiento. Bolka se le arrimó. Con un grito que apenas era un gemido, Harrison arremetió al tiempo que levantaba los brazos con la intención de apartar los de Bolka para poder soltarle un buen leñazo. Al cabo de unas décimas de segundo acabaron revolcándose por el suelo, y Harrison quedó a cuatro patas con Bolka sobre la espalda. Éste obligó a bajar la cabeza al otro, más pequeño, de modo que el lado izquierdo de la cara le quedase aplastado contra el asfalto. Con una especie de llave de lucha libre afianzó las manazas detrás del cuello de Harrison, que quedó doblado formando un ángulo peligroso. ¡Toma ya! Fue como si Harrison se quedara sin el último vestigio de fuerza, como un pedazo de carne inerte. Convencido de que su adversario estaba irremisiblemente derrotado, Bolka, todavía a horcajadas sobre su cuerpo, se incorporó hincando las rodillas en un vaporoso charco de cerveza, echó los hombros atrás, paseó la mirada por la multitud y levantó los puños a la altura del pecho. Hoyt se imaginó que empezaría a aporreárselo y a soltar aullidos. Todavía tumbado de costado bajo las piernas de Bolka, Harrison se volvió poco a poco hasta quedar boca arriba. Tenía los ojos cerrados. Su pecho subía y bajaba impulsado por boqueadas rápidas y someras. Bolka tenía una expresión seria, casi triste, como dando a entender: «No quería verme obligado a hacerle daño, pero se ha empeñado en buscar pelea». En ese instante, situado en el punto perfecto de la gráfica de la embriaguez, Hoyt disfrutó de un vendaval de puro odio maligno. Odiaba a aquel mamón de los cojones. ¿Quién era? Para empezar, ¿qué coño hacía aquel diversoide mestizo en Dupont? El vendaval soplaba a base de bien. Tenía un efecto estimulante. Perfecto. Hoyt era alumno de Dupont y miembro de Saint Ray, y lo sabía muy bien. El odio se convirtió en algo más arrogante, más depurado: en desprecio.
El despreciable ser infrahumano empezó a ponerse en pie. Bajó la mirada hacia Harrison y meneó la cabeza como si lamentara que no hubiera habido otra salida. Luego dio la espalda al enemigo derrotado y empezó a escudriñar su público. Exhibía tal mueca tenebrosa que parecía dispuesto a escoger a cualquier otro para despanzurrarlo. Se quedó inmóvil y miró fijamente a una persona. La mueca desdeñosa se tornó en leve sonrisa.
—Ahí está mi chica… —dijo con voz cansina y arrastrada, melosa e idiota. Comenzó a avanzar. Era ella, la chavala de primero… Iba directo hacia ella. Empezó a repetirlo—: Ahí está mi chi…
—¡No te acerques! —Fue un grito, una orden, más que una queja.
—Eh…
—¡¡He dicho que no te acerques!!
¡Estaba hecha una furia! Tenía la cara desencajada de miedo y surcada por un mar de lágrimas, ¡pero estaba hecha una furia! ¡Aguantaba el tipo!
Bolka, con un aspecto más agigantado y más inflado de músculos que nunca, estaba a pocos pasos de ella. Se le veía más asqueroso, más cubierto de sudor, más mastodonte, más despreciable que nunca. El público se componía de insignificantes criaturillas pasmadas, paralizadas…
En ese momento Hoyt lo notó. ¡Era ese punto! El punto de la gráfica… Las dos líneas se cruzaban en ese preciso instante: lo límbico y lo racional perfectamente equilibrados, en armonía. Quedó encantado consigo mismo al ver cómo se apartaba del círculo de curiosos inútiles y saltaba al cuadrilátero; era un guerrero que iba a salvar y vengar a un Saint Ray. Y en ese mismo instante le vino a la cabeza una estrategia.
—¡Eh, gilipollas!
Sus dos encarnaciones quedaron prendadas de él al oír el tono de desafío, el deje de desprecio inapelable en su voz.
El gigante se volvió con incredulidad.
—¡No te acerques a ella, gilipollas! ¡Es mi hermana!
Bolka ladeó la cabeza, esbozó una sonrisilla burlona y dijo:
—¿Y quién hostias te has creído que eres tú?
—Pues si es mi hermana será que soy su hermano, eso debería ser capaz de deducirlo hasta un mamón como tú, ¡y lo que te digo es que no te acerques a mi hermana!
El desdén y la furia del gigante mermaron de sopetón, como si estuviera conectado a un reostato. A todas luces, empezaba a procesar las implicaciones de aquello en lo tocante a la opinión pública, la opinión de los curiosos, si de verdad era su hermano. Hoyt y el gigante estaban a cuatro pasos el uno del otro. ¡La gráfica! ¡El punto! ¡Hoyt estaba en lo más alto!
—¡He dicho que… no… te acerques… a mi hermana!
El reostato del gigante menguó un poquito más.
—¿Cómo sé que es tu hermana?
Bolka había llevado el asunto del nivel del combate primitivo al de la credibilidad. Hoyt fue consciente de que lo tenía en sus manos. Con el acero de la autoridad en la voz, replicó:
—¿Que cómo lo sabes? Pues porque tengo un documento que lo dice. Lo tengo aquí mismo.
Y con esas palabras bajó la mirada, metió la mano en el bolsillo lateral izquierdo de los pantalones cortos de estilo militar, se acercó a dos pasos del gigante y sacó un papel del bolsillo (en realidad, el comprobante de un DVD que había alquilado en Mehr & Bohm Music Video).
—Toma.
El gigante lo agarró y se puso a mirarlo. En ese instante, Hoyt le dio un fuerte golpe en la nariz con el antebrazo derecho. La sangre brotó en un estallido considerable de las fosas nasales del fortachón, pero él no se cayó. Apenas retrocedió un poco. Entre el caudal rojo que le empapó la cara, sus labios esbozaron una sonrisa burlona y demencial. Sin que Hoyt tuviera tiempo de reaccionar (ya que no tenía plan B, nunca le había hecho falta), el gigante le rodeó el cuello con el brazo y apretó con todas sus fuerzas. Hoyt cobró conciencia de que ya no podía respirar, pero eso no era tan aterrador como la certeza de que se había topado (sí, era él) con el temido hombre número cien sobre el que le había prevenido su padre, que le había dicho que con su actitud tenía todas las de ganar, sí, pero noventa y nueve veces de cada cien. De pronto se vio a merced de uno de esos capullos. No sintió terror, todavía no, sólo lamentó su mal juicio, su fracaso como alumno de Dupont y miembro de Saint Ray.
¡Gritos de furia! ¡Hostias por todas partes! ¡Extremidades que se debatían! Una masa indescriptible lanzó su cuerpo entero contra el asfalto. Se vio enterrado bajo carne y furia. Los demás jugadores de lacrosse habían saltado en manada de la trasera del vehículo. Hoyt era consciente de los golpes y de la tremenda presión y de cómo se le despellejaba el codo y del horrendo peso y la oscuridad opresiva que lo envolvía todo, pero el dolor no había hecho mella. Sólo pensaba en una cosa (sólo sentía una cosa): el gigante ya no lo tenía apresado por el cuello. Podía matarlo a hostia limpia, pero él moriría respirando. Intentó hacerse un ovillo. Aún no notaba los golpes. Sabía que estaban dándole una paliza y nada más. No notaba el brazo izquierdo. Sabía que se lo estaban doblando hacia atrás y nada más. No notó el impacto del codo que se precipitó sobre su cráneo. Creyó que perdía el conocimiento y nada más. O quizá no. Había algo más: notó la cerveza que le caía en la cabeza por el olor. Oyó una voz vieja y descarnada:
—¡Eh, figurín, ya está bien, tonto del culo!
«Figurín». Eso quería decir que habían llegado Bruce y la policía del campus. Bruce era un viejo gordo que llamaba a los tíos «figurines». El asunto podía darse por concluido. Aún no notaba dolor, todavía no. Notaba el fracaso. Era un guerrero vencido en la flor de la vida. No había hecho nada mal. Había golpeado a la bestia en los morros con el antebrazo, al estilo clásico. ¡Joder! Uno de esos capullos: el hombre número cien.
«Filmad a los monos blancos con las placas y las porras machacando a los de mi sangre vuestra sangre es hora de que los negros saquéis el culo del gueto y les metáis la porra por el puto cagadero a los matones de la pasma filmad a los de mi sangre vuestra sangre los hermanos cada vez más fuertes les abren la cabeza a unos cuantos monos blancos filmad a los mamones ahí muertos eliminados por los de mi sangre vuestra sangre filmadlo cabrones…», y así hasta que a Jojo le entraron ganas de subirse por las paredes del vestuario y hacer pedazos los altavoces y luego arrastrarse por el interior de los cables hasta encontrar a Doctor Dis para arrancarle la cabeza de cuajo. ¿Por qué tenía que castigar Charles al equipo entero con aquella mierda, que ni era rap ni era nada? Ruido de fondo del gueto y nada más. ¿Por qué tenía que aguantar Jojo a Doctor Dis machacándole la sesera a todas horas, venga y venga y venga, siempre que se vestía para el entreno?
Y mientras, Charles, sentado delante de su taquilla, cuatro puestos más allá de Jojo, se cambiaba y disfrutaba de su otro pasatiempo preferido, que era hacérselas pasar putas a Congers.
—Eh, Vernon —lo llamó con un vozarrón que nadie pudo pasar por alto en el vestuario—. Coche nuevo, ¿eh?
Congers, que tenía la taquilla delante de la de Charles, contestó con cautela:
—Sí…
Había entendido tiempo atrás que muy poco de lo que le decía Charles podía tomárselo al pie de la letra, empezando por el detalle de que sólo hablaba con aquel tonillo del gueto cuando quería mostrarse irónico.
—¿Y qué modelo es?
—Un Viper —respondió Congers con tono neutro.
—Un Viper —continuó Charles con el tonillo del gueto—. ¡Ahhhh ja! Ahora vas a ligar que te cagas, ¿eh, chaval? ¿Cuándo te lo has pillado?
Congers no replicó de inmediato.
—Hace un par de días —contestó por fin.
—Un Viper. ¿Cuánto has tenido que rascarte el bolsillo?
Otra pausa.
—Me lo han regalado.
—¿Te lo han regalado? Pues qué guay que te traten tan bien, ¿no? ¿Han sido tus viejos?
—No.
—Pues entonces, espero que el cabrón no pierda aceite. Ese trasto debe de costar cincuenta o sesenta de los grandes. No dejes que ese pavo te sobe el culo ni que te invite a un sorbete después del entreno.
—Un sorbete —repitió Treyshawn—. Eghh, eghh, eghh. —Le había hecho gracia.
A Congers se le nubló la expresión. No le había gustado la insinuación.
—Pero ¿de qué vas, tío? Si ni siquiera sé quién me lo ha regalado.
—¿Que no lo sabes? A mí si un pavo me suelta un cacharro como ése pues me acuerdo cómo se llama, coño. ¿Cómo que no lo sabes?
—¡Pues que no lo sé, tío! —exclamó Congers—. Me estaba vistiendo después del entreno, y me pongo los pantalones y hay unas llaves de coche en el bolsillo, joder, y colgando del llavero hay una pijadilla —hizo una figura con el pulgar y el índice de la mano derecha—, como así. ¿Sabes? Y por un lado pone: «Vernon Congers», y por el otro hay un número, una matrícula. ¿Sabes? Así que me abro de aquí y al salir me doy de morros con un coche, y era. Tenía la misma matrícula. ¿Sabes? La puerta estaba abierta, así que me monto y echo un vistazo… Y estaban los papeles y no sé qué más, y en todas partes salía el nombre de mi madre. Así que…
—¡Shhh! —lo interrumpió Charles con una expresión exagerada de alarma—. No se te ocurra contárselo a nadie…
Jojo dejó de prestar atención. Charles se descojonaba de Congers como siempre… Pero lo que había escuchado ya pasaba de castaño oscuro: Congers era de primero y ni siquiera había empezado a jugar con Dupont todavía, y los del club de incentivos ya le habían regalado un coche, y nada menos que un Viper… Estaba claro que ya se había enterado todo el mundo, incluso los antiguos alumnos aficionados al baloncesto. La ascensión del nuevo fenómeno… la caída en el olvido de Jojo Johanssen… Estaba hecho polvo, deprimidísimo. Si hasta sus compañeros de equipo evitaban mirarlo, hasta ese punto era embarazosa su caída en el olvido. ¿O se estaba poniendo paranoico? Aún le costaba creerlo, pero había ocurrido. Su único objetivo en el mundo era jugar en la Liga, y esa meta, ese motivo para vivir, se había ido al garete. Y sí, sí, no te des por vencido, échale más huevos, haz de tripas corazón, no tires la toalla y tal y cual.
En los minutos siguientes, sin duda, se iniciaría el segundo acto de su declive y caída. Faltaban tres días para el partido, lo que quería decir que en aquella sesión y en la del día siguiente el equipo titular disputaría partidillos de entrenamiento con el de reserva, que no sería más que un grupo de apoyo para el cinco titular, imitaría el ataque de Cincinnati, pondría en práctica las jugadas y las tácticas de asistencia de Cincinnati… En otras palabras, harían de monigotes para que pudieran lucirse las grandes estrellas, los titulares, el cinco inicial. Sin duda a él iba a tocarle jugar como el ala pívot de Cincinnati, Jamal Perkins, citado en los artículos deportivos como el Guerrero por su juego «directo», lo que quería decir «duro y agresivo». Iba a tener que enfrentarse a su peor enemigo, Congers, pero si le entraba fuerte al estilo de Perkins se interpretaría como una actitud rencorosa, resentida. Meter los codos y buscar rebotes para que Congers mejorara su juego… Estupendo.
Con el rabillo del ojo, Jojo vio entrar en el vestuario un destello de malva de Dupont. No necesitó volverse para saber que era el entrenador con su cazadora del equipo. Bueno, pero tampoco había nada de malo en mirar al entrenador. Además, no pudo resistir la tentación. Nadie lo lograba. En cualquier momento el míster podía tener un estallido de ira, o convertirse en un progenitor severo pero también afectuoso que apelaba a lo mejor de cada jugador. Así que Jojo volvió la cabeza. Ahí estaba, Buster Roth, con una cazadora de nailon malva intenso con DUPONT estampado en letras doradas. Detrás iban sus dos segundos entrenadores, un blanco, Marty Smalls, y un negro enorme, Skyhook Frye (apodado así, el gancho del cielo, por su estatura y por su lanzamiento preferido como pívot del equipo de Dupont en otros tiempos). Los catorce jugadores tenían la mirada fija en el entrenador, que había entornado los ojos y unido las cejas, aunque su expresión seguía inescrutable. Se detuvo a un paso de donde estaban sentados sus jugadores, en los bancos delante de las taquillas, y puso los brazos en jarras, lo que no era buena señal. Descargó todo el peso sobre los talones y retrajo la barbilla hacia la clavícula, lo que hizo que se le ensanchara el cuello, ya de por sí bastante recio, y diera la impresión de que la cabeza emergía directamente del cuello de su polo amarillo canario. Eso tampoco era buena señal. Luego paseó la mirada por el rebaño, poco a poco, uno por uno. El silencio se convirtió en una opresión cada vez más intensa.
Luego indicó a Marty Smalls que colocara la pizarra donde la viera todo el mundo. Lo obedeció.
—Marty, dame tiza. —Lo obedeció—. Y dame también de la roja. —Lo obedeció—. De acuerdo. De acuerdo. Cincinnati tiene dos jugadores nuevos. Los he visto en los campamentos. Son altos y también rápidos, pero Garducci no tiene ninguna intención de cambiar la táctica ofensiva. Para empezar, va a seguir con su puerta de atrás.
Entonces empezó a dibujar en la pizarra un complejo gráfico en rojo y blanco para enseñarles la estrategia de Cincinnati, que consistía en bascular su equipo ofensivo hacia un lado de la pista y luego, de pronto, hacer un pase largo a un pívot o un escolta que ya iba lanzado hacia la canasta desde el otro lado, entrando por «la puerta de atrás».
—Aún tienen a Jamal Perkins —continuó el entrenador—, y seguro que se dedicará a cerrar el paso, soltar codazos y pisotones y tocar los huevos al contrario que se coloque más cerca de la canasta.
A regañadientes, con aire afligido, Jojo prestó toda su atención a lo que decía el entrenador sobre el papel de Perkins. Muy pronto daría comienzo el tercer acto de la agonía de Jojo Johanssen: el momento en que saldría a la cancha para hacer el papel de un monigote en representación de Jamal Perkins, para ganancia y mayor gloria de Vernon Congers, conductor de un Viper.
El entrenador puso fin a su discurso y se volvió de espaldas a la pizarra.
—Vale, ¿está clara la cosa? —Asentimientos generalizados—. ¿Tenéis alguna pregunta? —Catorce caras enmudecidas—. De acuerdo. Vamos a empezar. Charles, Mike, Cantrell, Vernon, Alan: vosotros sois Cincinnati. ¿Marty?
Cuando Marty Smalls se adelantó con un montón de camisetas de entreno amarillas recién lavadas, Jojo permaneció sentado en el banco, como catatónico, paralizado por embates contrapuestos de asombro y ganas de creer. Si Congers jugaba con «Cincinnati», Jojo Johanssen tenía que estar en el cinco inicial… ¿O se le había escapado algo? ¿Acaso, una vez en la cancha, se daría cuenta el entrenador de que había metido la pata y les haría cambiarse las camisetas? No pudo resistirse a mirar a los demás, aunque de soslayo. Mike estaba poniéndose la camiseta amarilla, después de lo cual miró directamente a Jojo con la cabeza ladeada, los ojos abiertos de par en par y una sonrisilla torcida, como dándole a entender: «Tú y tus chorradas, que si era el final de tu carrera y tal. ¿Qué, contento?».
Congers, de pie e inmóvil, sostenía con aire ausente una camiseta amarilla planchada y doblada y miraba al entrenador, sin hostilidad ni perplejidad, sólo con una suerte de ansia, como si le suplicara que dijese: «Un momento, ¿qué haces tú con una camiseta amarilla?». Pero el míster ya se marchaba del vestuario con Skyhook Frye. Marty Smalls estaba ocupado repartiendo camisetas amarillas a los tres manguitos (Holmes Pearson, Dave Potter y Sam Bemis) y malva a Treyshawn, André, Dashorn, Curtis y (sin el menor comentario o cambio de expresión) a él, que seguía sin creerse que no hubiera trampa ni cartón.
Casi todos se habían puesto ya las camisetas y salían del vestuario. ¡Hostia puta! Si no se daba prisa, sólo iban a quedar Congers y él allí, y eso sería muy violento. Se pasó la camiseta malva por la cabeza y el torso todo lo rápido que pudo. Congers se había vuelto de espaldas; miraba al frente, hacia su taquilla, aún sosteniendo la camiseta amarilla. La hostia, menuda complexión tenía el pavo. Los músculos de su ancha espalda morena parecían esculpidos en luces y sombras. La parte superior tenía la holgura de una puerta. Podía machacar perfectamente a Charles (o a Jojo Johanssen) si alguna vez reunía el valor necesario. Jojo salió casi a hurtadillas del vestuario. Congers no se había vuelto ni una sola vez.
Cuando llegó a la pista del Buster Bowl, los de camiseta amarilla y los de camiseta malva ya habían empezado a calentar. El barullo de las pelotas que entraban en la canasta o rebotaban con un tableteo en un estadio inmenso como aquél siempre animaba a Jojo. La única iluminación procedía de los focos LumeNex que se proyectaban sobre el fondo de aquel palacio de deportes en forma de bol.
Como salido de la nada apareció Buster Roth e indicó a Jojo que lo siguiera hasta una zona en sombra cerca de las gradas, detrás del enorme montante en forma de cuello de cisne de uno de los tableros. Le dio unas palmaditas en el brazo.
—Jojo, estas dos últimas semanas te he apretado las tuercas bastante ¿verdad? —El pobre no sabía qué decir, pero por lo visto el entrenador no esperaba respuesta—. No lo habría hecho sin razón. —Buster Roth adoptaba su aire severo pero al mismo tiempo paternal—. Jojo, has estado indeciso en la cancha, preocupado… inquieto por algo. No tienes que contármelo. Esa parte no importa. Lo que importa es que tenía que hacer algo para volver a meterte esto —apretó los dientes, levantó el puño derecho delante del corazón y lo estrujó hasta que empezó a temblar por la hipercontracción— en el plexo solar. No basta con decirle a un jugador que tiene que recuperar las ganas, hay que ponerlo entre la espada y la pared. Nadie puede permitirse el lujo… nadie… de distraerse y llegar a perder esto… —Y volvió a hacerle el gesto del puño trémulo—. Muy bien. No le des más vueltas. Limítate a demostrarme que vales. Venga, a por ellos.
Jojo era consciente de que debía darle las gracias, pero no conseguía articular palabra. No era agradecimiento lo que sentía, ni triunfalismo, ni alegría, ni alivio, ni nada tan claro. Tenía la sensación de que le habían tomado el pelo, pero tampoco era eso exactamente. La camiseta que llevaba puesta le parecía en cierto modo una patraña.
En fin, salió a la cancha con su camiseta espuria. Gracias a la precisión de los sistemas de iluminación LumeNex, la transición de la penumbra a la pista, con los montantes de aspecto futurista que sostenían los tableros, equivalía a salir de entre bambalinas a un escenario donde aguardaba la gloria, a la vista del mundo entero, o al menos de todo el mundo que estuviera viendo la televisión. «Éste es el único lugar donde soy feliz», se dijo, y la carga de las últimas dos semanas empezó a abandonar sus hombros. Aunque se le plantara delante el mismísimo Congers en aquel instante, no le molestaría lo más mínimo. En ese extremo de la cancha calentaban los titulares; al otro lado, «Cincinnati». La percusión del rebote de innumerables pelotas se convirtió en el único sonido del universo. Treyshawn estaba haciendo sus «kareemas», como las denominaba en honor a Kareem Abdul-Jabbar, ganchos y tiros en caída desde fuera de la línea de tres puntos. André encestaba un triple tras otro desde la esquina izquierda. Dashorn disfrutaba con la típica fantasía de escolta, amagando un tiro en suspensión desde la línea de tres para luego adentrarse a la carrera por entre todos los gigantes y dejarlos a la altura del barro con una bandeja. En la cancha caía una lluvia de pelotas.
Sin decir palabra a los demás camisetas malva ni mirarlos siquiera, Jojo empezó a realizar tiros en suspensión a corta distancia. Uno rebotó en la parte anterior del aro, pero él dio un salto, cogió el rebote unos centímetros por debajo del aro, continuó su ascenso y colgó el balón, lo machacó, todo en un único movimiento fluido. Acababa de aterrizar cuando, casualmente, desvió la mirada y vio al entrenador, entre las sombras, en el mismo sitio donde lo había llevado a él… con el brazo por encima de los hombros de un tiarrón con la camiseta amarilla del equipo de reserva. Congers, claro.
La cancha era el refugio de Jojo frente a todo lo impuro. Había reglas, había líneas, y no podían desplazarse, retorcerse ni borrarse a fuerza de camelos y halagos. Nunca había experimentado recelo ni cinismo en aquel sagrado escenario dorado, pero en ese instante comprendió, como si lo escuchara, lo que el entrenador estaba diciéndole al fenómeno de primer curso: «Mira, Vernon, no puedo humillar al viejo Jojo dejándolo en el banquillo en el primer partido de su última temporada con Dupont, sobre todo teniendo en cuenta que se juega en casa. Pero no te preocupes, sólo vas a estar de reserva de cara a la galería. Te he tenido dos semanas jugando con los demás titulares, ¿verdad? Ya encajas mejor con ellos tras dos semanas que el viejo Jojo después de dos años. Vas a disfrutar de tantos minutos que el único que va a jugar más es la Torre. Y el año que viene… bueno, el año que viene arrasas. Así que no te preocupes por Jojo. Hay que portarse bien con un fiel caballo viejo».
Jojo se quedó petrificado en el escenario dorado sosteniendo el balón con ambas manos, mientras su pelusa rubia en la parte superior del cráneo relucía bajo los focos LumeNex, y de pronto se dio cuenta de qué era lo que sentía: lo habían manipulado.