14

Los Mutantes del Milenio

(Quedaban apenas quince minutos y Charlotte seguía inclinada hacia delante en el asiento, en lo alto del anfiteatro, embelesada. La figura esbelta y sorprendentemente gallarda que hablaba desde la tarima, el señor Starling, de unos cincuenta años, iba de un lado a otro, pero no dictando clase sino aplicando el método socrático, haciendo preguntas a los alumnos y comentando sus respuestas, como si estuviera hablando con una docena de personas reunidas en torno a una mesa en un seminario y no con las ciento diez que llenaban las empinadas gradas de un anfiteatro de reducidas dimensiones pero gran majestuosidad, con una cúpula y un mural en el techo, obra de Annigoni, en el que aparecían Dédalo e Ícaro en su huida del laberinto de Minos.

—Muy bien —decía Starling—, de modo que Darwin describe la evolución refiriéndose a un «árbol de la vida» y empezando con un único punto del que surgen extremidades, ramas —con los brazos ilustró en el aire el crecimiento y el ensanchamiento de un árbol—, brotes de una variedad infinita, pero ¿qué es ese punto en el que empieza todo? ¿De dónde dice Darwin que ha surgido ese árbol? ¿Dónde dice que empieza la evolución?

Echó un vistazo a su público, entre el que surgió una docena de manos.

—Sí —dijo, señalando a una rubia rellenita de la última fila, no demasiado lejos de una de las alas derretidas de Ícaro.

—Dijo que había empezado con una única célula, con un organismo unicelular —contestó la alumna—. Alguien le preguntó que dónde estaba esa célula y él contestó: «Ah, pues no sé, seguramente en un estanque templado por ahí».

Una corriente subterránea de risitas recorrió el anfiteatro entero.

Todo el mundo miró al señor Starling para ver cómo reaccionaba. El profesor se sonrió con gesto astuto, reflexionó y por fin contestó:

—Lleva usted toda la razón del mundo. En realidad, apuntó que podía haber habido toda una colonia de organismos unicelulares en ese estanque, pero eso nos plantea la pregunta del origen de esos organismos unicelulares y, ya puestos, del origen del estanque en sí, aunque de momento vamos a olvidarnos del estanque. ¿De dónde afirmó Darwin que procedían el organismo unicelular u organismos unicelulares?

Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza, una postura desafiante que solía adoptar. «Muy bien, queridos genios —parecía decir aquella pose—, ¿qué me decís ahora?».

Casualmente, uno de los focos del anfiteatro lo iluminaba con cierto dramatismo, con un toque teatral perfecto, y él mantuvo la pose durante el silencio subsiguiente. En opinión de Charlotte, aquella visión era… sublime. El denso cabello de Victor Ransome Starling, que se peinaba hacia atrás, seguía claramente castaño a pesar de la incipiente intrusión del gris. La moda que había cundido entre los profesores del sexo masculino de Dupont era el look escrupulosamente incorrecto: camisa de aspecto barato con el cuello abierto (por supuestísimo) y pantalones de algodón sin raya (podían ser caqui, de tela vaquera o de pana), para distinguirse de la masa, es decir, de la clase media; pero Victor Ransome Starling siempre nadaba a contracorriente con atuendos como el que vestía en aquel momento: un traje de pata de gallo marrón y blanco que le quedaba fantástico con aquella buena percha que tenía, una camisa azul cielo, una corbata de punto negra y unos zapatos de ante rojo amarronado. Para Charlotte encarnaba la elegancia personificada entre un personal de lo más variopinto.

Sí, el señor Starling era sublime, tanto por su aspecto como por lo que decía, y acababa de plantear una pregunta. Dejándose llevar por la emoción, Charlotte alzó la mano y al punto se asustó de su audacia: una novata de primero en una clase avanzada de un premio Nobel en un anfiteatro amedrentador rebosante de alumnos de segundo ciclo.

La aparición que estaba en la tarima levantó la vista hacia ella, le hizo un gesto y dijo:

—¿Sí?

A ella se le disparó el corazón y tomó una conciencia muy intensa del sonido de su propia voz.

—Darwin afirmó… afirmó que no sabía de dónde habían surgido las primeras células y que no iba a hacer cábalas? —Mientras las palabras abandonaban sus labios cayó en la cuenta de que los nervios le devolvían el acento de Sparta: había acabado elevando el tono de la frase, como si fuera una pregunta y no una afirmación. Pero no se arredró—. Aseguró que el origen de la vida era un interrogante imposible? —¡No, otra falsa pregunta! Y había atacado el «im» de «imposible» como un granjero al clavar una estaca con una maza—. Y que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que alguien lo descubriera, si es que llegaba a suceder? —Y ahí no sólo había subido la entonación, sino que la última sílaba apenas había sido inteligible—. Y me parece que dijo, ¿en El origen de las especies,? me parece que dijo que al principio había existido ¿el Creador? ¿Con ce mayúscula? Y el Creador había insuflado vida «a unos cuantos o a uno», a unos cuantos organismos unicelulares o a uno, supongo? —Otra preguntita, muy a su pesar.

—Exacto —respondió el señor Starling, mirándola desde abajo. Y se volvió hacia la totalidad de la clase—. Bueno, como ustedes verán… —Se detuvo de forma abrupta para volver a mirar a Charlotte—. Muy bien. Gracias. —Y dicho eso regresó al grueso de los alumnos—: Como ustedes verán, Darwin, que probablemente hizo más que ninguna otra persona para acabar con la fe religiosa entre la gente educada, no se presenta como ateo, sino que se doblega ante «el Creador». Darwin siempre se declaró una persona religiosa. Hay una escuela de pensamiento que asegura que se trataba de una concesión a las creencias tradicionales de su época, pues era consciente de que El origen de las especies podría recibir ataques por blasfemo. Pero yo sospecho que había algo más. Seguramente no podía siquiera concebir el ateísmo. En su día, ni siquiera los filósofos más audaces, más racionalistas y materialistas, ni siquiera David Hume, se manifestaban ateos. Hasta finales del siglo XIX no nos topamos con el primer ateo de cierta importancia: Nietzsche. Sospecho que Darwin se imaginó que, dado que nadie tenía la más remota idea de qué había creado la vida primigenia, y dado que quizá nunca se sabría, no pasaba nada por decir, así, sin más, que la había creado «el Creador». —Miró de nuevo hacia donde estaba sentada Charlotte y la señaló—. Ha hecho usted una distinción muy precisa y muy importante. —Y recorrió toda la clase con la vista—. El origen de las especies, es decir, la evolución, y el de la vida, el del impulso de vivir, son dos cosas distintas.

La chica sentada a su derecha, una morena alegre de tez pálida pero rasgos atractivos de la que sólo sabía que iba a tercero y se llamaba Jill, le susurró:

—¡Eh, Charlotte!

Y abrió mucho los ojos e hizo una mueca de asombro fingido antes de mover mudamente los labios para decir «¡Muy bien!» y sonreírle.

Un torrente de júbilo, de una intensidad tal que le pareció tangible en las terminaciones nerviosas, recorrió el cuerpo de Charlotte de un extremo a otro. Estaba mareada. Apenas retuvo una sola palabra más dicha en los últimos minutos de la clase.

Algo que sí procesó fue una explicación del señor Starling sobre «el guijarro consciente».

—Si a alguien se le ocurre plantearme por qué dedicamos tanto tiempo a Darwin —expuso en cierto momento—, me parecerá una pregunta de lo más lógica. Darwin no era neurocientífico. Su conocimiento del cerebro humano, si es que existía, era primitivo. No sabía nada de genética, y eso que los genes los descubrió un contemporáneo suyo, un monje austríaco, Gregor Johann Mendel, cuyo trabajo refuerza enormemente los argumentos de la evolución. Pero Darwin hizo algo más trascendental: borró del mapa la distinción fundamental entre el hombre y las bestias de la naturaleza. Siempre había sido un tópico afirmar que el hombre es un ser racional y los animales se mueven por «instinto», pero ¿qué es el instinto? Pues lo que ahora conocemos como «código genético», con el que nace el animal. En la segunda mitad del siglo pasado, los neurocientíficos empezaron a plantearse una cuestión: «Si el hombre es un animal, ¿hasta qué punto su vida está controlada por su código genético, sin él saberlo?». Enormemente, según Edward O. Wilson, un hombre al que hay quien llama «Darwin II». Pronto llegaremos a su trabajo, pero de momento quedémonos con la gran diferencia existente entre «enormemente» y «completamente». En el primer caso queda sitio para que el libre albedrío dirija los «instintos» codificados genéticamente en la dirección que le plazca al individuo, si… si es que existe el «individuo». Y digo eso porque la nueva generación de neurocientíficos (y me gusta mantenerme en contacto con ellos) asegura que Wilson es un hombre muy prudente. Se ríen del concepto de libre albedrío. Bostezan ante la creencia (la tienen ustedes y la tengo yo) de que cada uno responde a un «yo» que tiene en la cabecita y que define al individuo y lo distingue de cualquier otro miembro de la especie homo sapiens, por mucho que se parezca a ellos en mil aspectos. La nueva generación es absolutista. Aseguran… Miren, voy a contarles qué me escribió en un correo electrónico la semana pasada una joven neurocientífica muy interesante. Me dijo: «Pongamos que agarra usted un guijarro y lo lanza, y a mitad de vuelo le da conciencia y una mente racional. Ese guijarro creerá que dispone de libre albedrío y le ofrecerá una explicación sumamente racional de los motivos por los que ha decidido emprender la ruta que lleva». Bueno, más adelante ya llegaremos al «guijarro consciente» y podrán decidir ustedes por sí mismos: «¿Soy de veras… meramente… un guijarro consciente?». La respuesta, por cierto, comporta repercusiones de valor incalculable para la concepción que tiene el homo sapiens de sí mismo y para la historia del siglo XXI. Puede que tengamos que cambiar el nombre de nuestra especie a homo lapis deiciecta conscia: «el hombre, piedra lanzada consciente», o, como decía mi corresponsal, «el hombre, guijarro consciente».

Una vez concluida la lección, cinco o seis alumnos subieron a la tarima y rodearon al señor Starling. Cuando Charlotte acabó de descender de las filas superiores del anfiteatro, el profesor ya estaba bajando de la tarima y quedaron a medio metro el uno de la otra. Él pidió a un chico alto que lo rondaba que lo disculpara y se volvió hacia ella.

—Hola —la saludó—. ¿Es usted…? Por desgracia, me cuesta mucho distinguir las caras de las últimas filas… ¿Es usted la jovencita que… eh… la que ha mencionado al Creador?

—Sí, señor.

—Bueno, pues ha resumido muy bien un asunto de gran sutileza. ¿Puedo deducir que de verdad ha leído El origen de las especies?

—Sí, señor.

El profesor Starling se sonrió.

—Todos los años lo pongo en la bibliografía, pero no estoy seguro de cuántos alumnos se molestan en leerlo, y eso que vale mucho la pena. ¿Qué preparación tiene en Biología?

—Pues llegué hasta la biología molecular. En mi instituto no existía la asignatura, así que dos veces por semana me mandaban a la Universidad Estatal de los Apalaches.

—Ah. ¿Es usted de Carolina del Norte?

—Sí, señor.

—¿Y a qué curso asiste?

—A primero.

El profesor asintió varias veces, como reflexionando sobre esa respuesta.

—Una alumna avanzada.

—Sí, señor.

Más asentimientos.

—Trato de conocer a todos los alumnos antes de Navidades, pero este año tenemos un grupo muy numeroso. Me temo que no sé cómo se llama.

—Charlotte Simmons.

Aún más asentimientos.

—Bueno, señorita Simmons, siga acudiendo a las fuentes originales si le es posible, incluso cuando lleguemos a la neurobiología y algunos de los autores resulten… un poco farragosos.

Le dirigió una sonrisa profesional y regresó a los alumnos que aguardaban a su alrededor.

Charlotte salió del edificio y echó a andar sin rumbo fijo por el Patio Mayor. ¡Había ido a buscarla para hablar con ella! El sol de media mañana proyectaba enormes sombras de los edificios sobre el césped del patio, que parecía más exuberante y de un verde más intenso a la sombra que cuando recibía luz directa. Más allá, el sol había transformado los edificios góticos del otro lado en resplandecientes monolitos. Las campanas del carillón de Ridenour tocaban The Processional y a Charlotte, que no conocía la letra escrita por Kipling, le resultó conmovedor. El primer plano verde, el fastuoso telón de fondo, la música emocionante, ¡todo preparado expresamente para ella! ¡Las velas al viento! Deliciosamente embriagada de teorías cosmológicas y de beneplácitos.

En aquella mañana soleada y deslumbrante, con su cielo azul perfecto, sin una nube, en plena majestuosidad centenaria del recinto de Dupont, la idea hizo presa de ella como un torbellino… ¡Sí! Había descubierto la vida intelectual y ¡estaba disfrutándola!

Echó una mirada a los demás estudiantes que transitaban por el Patio Mayor. ¡Se encontraba entre la élite de la juventud estadounidense! En Sparta se la conocía como la chica que había llegado hasta Dupont. Y allí, en su universidad, se la conocería, con el tiempo, como… No sabía exactamente como qué, pero había amanecido una era radiante… Ante ella, tras ella, por aquel lado del Patio Mayor y por el otro, disfrutando del sol, disfrutando de la sombra y del esplendor de los árboles añejos, hablando por el móvil —cuya factura sus papas les pagaban sin el menor problema como quien toma aire para respirar—, influidos por la evidente fuerza lapidaria de aquella arquitectura gótica inglesa y sabiéndose parte de la selecta minifracción de la juventud de Estados Unidos (¡de la del mundo!) que asistía a Dupont, se movían por todas partes sus seis mil doscientos compañeros de universidad, o muchos de ellos, en pleno vuelo, alegremente ajenos al hecho de ser meros guijarros conscientes, todos y cada uno de ellos, mientras que… «yo soy Charlotte Simmons».

Esa idea intensificó la propia luz del sol. Ya estaba más allá del Patio Mayor, pero incluso allí la exuberante hierba, la forma en que los rayos solares iluminaban la fronda superior de los grandes árboles y al mismo tiempo transformaban el envés en vastas filigranas de sombra… lo convertían todo a ojos de Charlotte en un panorama mágico de verde y oro. Un poco más adelante, el colegio mayor Briggs… Incluso Briggs, considerado por lo general una pequeña monstruosidad, había cobrado vida como un conjunto de brillantes superficies de piedra grabadas con las sombras de los arcos y las ventanas hundidas. En los escalones de la entrada principal había cuatro o cinco chicos y una chica. Uno de ellos, un chaval larguirucho con una enorme pelambrera de rizos oscuros, estaba de pie, mientras que los demás se habían aposentado en los peldaños, a su lado. Ver a estudiantes de cháchara en la entrada de todos los edificios era algo habitual, pero Charlotte se entretuvo un instante en ellos. Si no se equivocaba, allí estaba el chico que se había encontrado hacía poco en el gimnasio: Adam.

En ese momento, Greg Fiore, que era el que estaba en pie, le preguntaba a Adam:

—¿Por qué sigues intentando colocar la historia esa de la gran mamada? ¿Cuántas veces tengo que decirte que todo eso puede ser cierto o no, pero que de todos modos si pasó fue en primavera? La gente va difundiendo ese rumor desde que empezó el curso, pero no hay nada concreto, y además ya no es noticia.

Adam comprendió que estaba exaltándose demasiado y que esa historia había que saber venderla con tranquilidad, pero no podía controlarse.

—Es que no me escuchas, Greg. Lo tengo todo grabado, contado en primera persona por uno de los participantes, bueno, no, por dos. Esto que quede estrictamente entre nosotros, ¿vale? Uno de ellos es Hoyt Thorpe en persona. ¡Y el que me llamó fue él! No había forma de hacerlo callar, quiere que se entere todo el mundo, lo único que le importa es que no digamos que la fuente es él. Y el otro… ¿Te acuerdas que te conté que por fin había descubierto el nombre del guardaespaldas del gobernador? Se lo llevaron a un hospital de Filadelfia para que no constara su nombre en Chester, ¿vale? ¡Bueno, pues me he enterado de quién es! ¡Y he hablado con él! Era policía estatal de California y acaban de darle la patada. Está muy cabreado. Cree que es porque han llamado de un periódico preguntando por el incidente y quieren quitarlo de en medio. ¿Y sabes quién era el periodista de «un periódico»?

—¿Tú? —preguntó Greg.

—Yo mismo. Un periodista del Wave. Si queremos, nos firma una declaración jurada.

Greg suspiró.

—Eres un periodista de primera, Adam. En serio. Y has trabajo mucho. Pero lo siento, no podemos elegir una mamada del mes de mayo, así, al buen tuntún, desempolvarla y publicar un artículo.

Adam quiso restregarle la verdad (esto es, que Greg era un «intrépido director» que se cagaba en los pantalones), pero con eso sólo conseguiría que se cerrara en banda, así que prefirió responder:

—Bueno… Vale. Sigo creyendo que es un temazo. En fin, ¿qué me dices del otro artículo, el de baloncesto?

Greg dejó escapar otro suspiro.

—No te rindes nunca, ¿eh? No entiendo por qué te tomas tan en serio lo del baloncesto. No veo cómo puedes llamarlo «hipocresía»…

Adam siguió observando el movimiento de los labios de Greg, pero desconectó… y empezó a echar humo. Siempre se las daba de gran eminencia de los Mutantes del Milenio, no sólo gracias a la autoridad que ostentaba, sino también con su postura física. En la redacción del Wave se sentaba en un enorme sillón de roble que empequeñecía cualquier otro mueble de aquel sombrío cuchitril. Y en aquel momento, en los escalones, había acabado siendo el único que permanecía de pie, mientras los demás mutantes (Camille Deng, Roger Kuby, Edgar Tuttle y él mismo) estaban sentados prácticamente a sus pies.

—No me lo puedo creer —fue lo único que logró contestar Adam, una respuesta tan patética que apartó la mirada para retirarse del combate. Parpadeó. Por el sendero que llevaba hasta Briggs se acercaba aquella chica, la sureña, aquella novata tan guapa con aire inocente, Charlotte.

Se levantó y la saludó:

—¡Eh, Charlotte!

Pues sí, era él. No podía haberse dirigido a ella en un momento más propicio. Charlotte no sabía muy bien qué pensar del tal Adam, al que únicamente había visto en circunstancias extrañas, pero una cosa sí tenía a su favor: era el único estudiante que había conocido que compartía (al menos abiertamente) su concepción de la universidad desde el punto de vista intelectual. Los Mutantes del Milenio… La verdad era que no acababa de entenderlo bien, pero aun así… Y en realidad tampoco era feo.

—¡Ven aquí!

Y, así, se dirigió a los escalones, donde Adam la presentó a Greg, Camille, Roger y Edgar Tuttle. Greg era el delgaducho en que ya se había fijado, el de la cabeza asentada en una caña de pescar que hacía las veces de cuello y la pelambrera rizada. La cara asiática de Camille era simétrica y bien proporcionada, pero parecía irascible. La carnosidad de Roger Kuby ocultaba unos rasgos que debían de ser esencialmente atractivos, pero tenía tendencia a hacer chistes tontos. «¿Charlotte O’Hara?», soltó cuando Adam la presentó por su nombre. Edgar Tuttle era alto y atractivo, pero de lo más reservado.

—Le había dicho a Charlotte que iba a presentarle a algunos Mutantes del Milenio de verdad —informó Adam a Greg, que no puso muy buena cara.

—¿Y por qué crees que somos de verdad? —intervino Roger—. ¿No seremos de mentira?

Charlotte sonrió por cortesía y por nervios, pero nadie demostró la más mínima reacción.

—Charlotte —dijo Adam—, cuéntale a Greg lo que me dijiste que hizo Jojo Johanssen en clase de Francés. Me da la impresión de que pone en entredicho a nuestros admirados estudiantes deportistas. ¿Cómo se llamaba la asignatura?

Charlotte titubeó antes de responder:

—La Novela Francesa Moderna: de Flaubert a Houellebecq? —No estaba muy segura de querer contar la historia ante cinco desconocidos de segundo ciclo.

—¿Güel qué? —preguntó Roger.

—Güel-bec? —aventuró ella, para ofrecerle una aproximación fonética a «Houellebecq».

—Ah, Güel-bec —repitió él, como si tuviera gracia.

—Es un novelista joven? —explicó Charlotte con una de sus falsas interrogaciones—. Es como nihilista?

—En fin —terció Adam—, que Charlotte se apunta a una asignatura de literatura francesa que en teoría es de nivel avanzado y los libros se leen… ¡traducidos! ¡Literatura francesa avanzada! —La miró en busca de confirmación—. ¿A que sí?

Ella asintió.

—Y dile por qué.

Se daba a entender que tenía una gran revelación que hacerles, lo cual la incomodaba. Quería decir: «Prefiero no entrar en detalles», pero le faltaba valor. Trató de salir del paso contestando únicamente:

—El profesor me dijo que la asignatura estaba pensada para gente que tiene que aprobar unos cuantos créditos lingüísticos sea como sea.

—¿Y quién es el profe? —quiso saber Camille, la oriental.

—¿Qué fue lo otro que dijo? —perseveró Adam—. ¿Que eran alumnos que tenían «dificultades con el idioma francés»?

Charlotte no supo qué contestar a ninguno de los dos. La chica no le había hecho la pregunta como quien quiere enterarse de un cotilleo, sino más bien como una inspectora. De repente Charlotte tuvo la impresión de que si daba el nombre del señor Lewin, que de hecho se había portado bien con ella, aquella chica irascible iba a encargarse de que aquello tuviera consecuencias.

Por suerte, Adam no pudo contener las ganas de alardear de la información de primera mano de que disponía.

—La mitad eran los adorados jugadores de baloncesto de Greg, ésos que hacen gala de una mezcla de ignorancia y vagancia pseudoignorante que a él le interesa tanto pasar por alto.

—Oye, no me jodas —replicó el aludido—. Yo sólo he dicho que…

Animado al ver que lo tenía a la defensiva, Adam aprovechó la oportunidad para forzar la barrera cínica de Greg.

—A uno de ellos lo moniteo. ¿Se dice así? Si soy su monitor es eso, ¿no?, lo moniteo. ¿O lo monitoreo?

—El monitor monitea o monitorea con su monitorización a monitoreados a tutiplén —se entremetió Roger—. A ver quién lo dice rápido. Elmonitormoniteaomonitorea…

¡Maldito Roger! No hizo ni caso de su interrupción.

—Soy monitor de uno de ellos, Jojo Johanssen. Y Jojo…

—Es que no tiene nada que… —empezó Greg.

Adam tampoco le prestó atención.

—Charlotte, cuéntale a nuestro aficionado al baloncesto lo de la pregunta que empezó a contestar Jojo en esa clase. Ni siquiera le interesa que lo tomen por inteligente. A ver, ¿cómo era eso de la pregunta que empezó a contestar?

—No recuerdo los detalles —aseguró ella—. Además, era muy complicado? —Desanimada, cayó en la cuenta de que regresaba una y otra vez al acento sureño que tan extraño sonaba en Dupont.

—¡Estupendo! —apuntó Greg dirigiéndose a Adam—. Si hasta tu testigo principal…

Camille Deng le ahorró el tener que rebelarse contra su director cuando preguntó directamente a Charlotte:

—Oye, una cosa, ¿el tío ese les tiraba los tejos a las chicas de la clase?

¡De qué forma tan espantosa fruncía los labios aquella muchacha!

Charlotte recordó cómo se había acercado a ella la enorme mole que era Jojo… tan vivida como si lo tuviera allí delante en los escalones.

—No sé —mintió—. Sólo fui un día a esa clase. Me cambié en cuanto pude.

—Pues qué suerte —opinó Camille. Costaba dilucidar si su tono de amargura procedía de una experiencia personal, de una profunda repugnancia moral o de una creencia ideológica—. Se creen que este campus es el Valle de la Testosterona y que tienen la polla más grande que nadie, y que si una mujer se matricula en Dupont sólo puede ser por un motivo. Y están convencidos de que…

Edgar Tuttle abrió al boca por primera vez. Por la voz parecía cortado.

—Para eso están las animadoras.

—¿Para qué? —preguntó Camille.

—Pues para eso… Son el coro. Levantan la pata como bailarinas de cancán, enseñan la cara interior de los muslos, llevan las tetas subidas hasta aquí, como… como… como misiles a la espera de que alguien apriete el botón, menean las caderas y llevan esas falditas de nada… Ya me entiendes.

—Te entiendo, pero no sé a qué viene el discursito.

Edgar titubeó antes de responder.

—Son la recompensa sexual. O representan la recompensa sexual.

Ya con la paciencia agotada:

—Pero ¿de quién?

—Pues de los deportistas —explicó Edgar—. Es lo que representan. O a lo mejor también lo son. No sé. Da igual, es una costumbre muy, muy antigua. Milenaria.

—¿Lo de que haya animadoras? —terció Roger tratando de hacer una gracia.

—No, lo que representan. Cuando los caballeros salían victoriosos de la batalla, una de sus recompensas era mantener relaciones sexuales con la primera que pasaba por allí, pero a veces no había batallas en las que luchar, así que hará ochocientos o novecientos años aparecieron los torneos. Salían dos ejércitos al campo de batalla y era como una especie de juego, no se trataba de matarse, llevaban espadas y lanzas desafiladas y tal. Se trataba de tirar al contrario del caballo para quedarse con sus armaduras, sus armas, sus monturas, sus aperos, y todo eso valía una fortuna.

Roger enarcó las cejas como para decir: «Vamos al grano».

—¿Y lo de las animadoras? —urgió.

—Voy. Después de los torneos, los caballeros se montaban como unas bacanales, y todos se ponían hasta el culo y pillaban cacho con todas las chatis que les daba la gana.

Los intentos de Edgar de hablar en la jerga universitaria resultaban siempre penosos. Lo de «chatis» estaba superpasado de moda, y lo de «hasta el culo» y «pillar cacho» no acababa de quedar natural salido de sus labios.

—A mí me parece el típico fin de semana de partido y fiesta —apostilló Roger.

Por primera vez, Edgar se animó.

—¡Exactamente! A eso iba. ¡No ha cambiado nada en mil años! ¿De dónde creéis que salieron los deportes de equipo como el fútbol? Y el hockey sobre hielo. ¡Pues de los torneos medievales! ¿Qué deportes de equipo había en las Olimpiadas de la Antigüedad? ¡Ninguno! Tiene mucha gracia si se…

—A ver, un momento —lo interrumpió Greg—. ¿Cómo sabes todo eso?

—Pues porque leo. En fin, que tiene mucha gracia si se piensa. Durante mil años hemos disfrutado de esas versiones desleídas de los torneos medievales, pero con una gran diferencia: los caballeros que se enfrentaban en los torneos también eran dueños y señores de todos los demás, no existía ningún líder que no fuera también guerrero. En cambio, estos «héroes del deporte» que tenemos aquí en Dupont son meros artistas del mundo del espectáculo. ¿Qué van a hacer cuando salgan de aquí?

—Nunca he visto las cifras de esta universidad —contestó Adam, deseoso de colarse en la conversación para impresionar a Charlotte—, pero a nivel nacional hay tres mil quinientos jugadores de baloncesto de la Primera División Universitaria, y todos se creen que van a acabar jugando en la NBA, pero ¿sabéis cuántos acabarán consiguiéndolo? Menos del uno por ciento.

—¡Exacto! —exclamó Edgar. Nadie lo había visto nunca tan en su salsa—. Y los demás se han tirado cuatro años en Dupont metiendo mates o placando a los quarterbacks o haciendo esas cosas que hacen ellos, y luego salen de aquí y acaban… eh…

—Placando a mi madre y robándole el coche en el aparcamiento del centro comercial, eso es lo que acaban haciendo —apuntó Roger.

—Muy gracioso, Roger —ironizó Camille—. Ya puestos, ¿por qué no soltamos algún comentario racista?

—Venga ya, racista. No me toques los huevos, Camille.

—¿Quieres decir que ese chiste no se basaba en una hipótesis racista?

—Pues vale, soy racista —dijo Roger—. Vamos a reconocerlo y a pasar página. Tengo una pregunta que es tan evidente que no la hace nadie: ¿a qué viene esa obsesión por el deporte? ¿Por qué se emociona tanto la gente porque Dupont vaya a jugar contra Indiana en baloncesto? O nuestros mercenarios vencen a los suyos o al revés, y punto. ¿Qué relevancia tiene? Es un partido entre dos grupos de personas que no tienen la menor relación con nuestras vidas. Y aunque la tuvieran, ¡es un juego y nada más! ¿Por qué se involucran tanto emocionalmente los alumnos? O cualquier otra persona, vamos. ¿Qué ven en el deporte? No entiendo cómo puede importarles lo más mínimo, pero está claro que los apasiona. Es un misterio. Es absolutamente irracional.

—Insisto en que ha sido racista —masculló Camille.

Charlotte estaba fascinada con la transformación operada en Roger Kuby en pocos minutos. De repente era otra persona; había dejado atrás al aspirante a bufón que siempre metía la pata para presentarse como un intelectual decidido a llegar hasta el fondo de un misterio psicológico. El Roger Kuby serio le parecía incluso más guapo. De súbito se había fijado bien en las facciones atractivas que hasta el momento habían estado camufladas bajo la capa de grasa.

—Y tan irracional —corroboró Adam—. Es un ritual primitivo de masculinidad, y las chicas se apuntan simplemente porque van detrás de los chicos.

Ah, cómo habían alzado el vuelo los Mutantes del Milenio. Charlotte estaba embelesada. Quizás era el grupo que había estado buscando, el cenáculo, una congregación de estudiantes que, por encima de todo, vivían una existencia pensadora, la vie intellectuelle que se había imaginado en Sparta al mirar, alentada por la señorita Pennington, más allá de las montañas, hacia la lejana y reluciente Dupont…

Estaba tan arrebatada que apenas se fijó, lo mismo que los demás, en los cuatro estudiantes que habían surgido de Briggs y estaban acomodándose en el otro extremo de los escalones, un poco más arriba que ellos. Lo mismo que los mutantes, llevaban lo habitual —camisetas, pantalones cortos, zapatillas de deporte, chanclas—, pero su aura era totalmente diferente. Los cuatro eran esbeltos y tirando a altos, y, aunque las camisetas y los pantalones anchos ocultaban todo menos las extremidades, era evidente que eran «diesel», o sea chicos que hacían musculación. El de delante, a poco más de tres metros de los mutantes, se había sentado en un escalón con los pies colocados en el inmediatamente inferior. Tenía las piernas tan largas que las rodillas le llegaban casi hasta los enormes hombros. La cabeza, coronada por una gorra de béisbol del revés y con un rostro anguloso marcado aquí y allá por cicatrices provocadas por un acné mal curado, se apoyaba en un cuello ancho y preternaturalmente largo, con una nuez que sobresalía como una formación rocosa. Se entretenía en hacer ruido con el talón de las chanclas mientras con los ojos lo recorría todo, como si creyera que fuera a pasar alguna cosa, a saber qué. Los otros tres no eran tan corpulentos, pero sí bastante robustos, y ponían la misma cara de estar dispuestos a apoltronarse en los escalones hasta descubrir dónde se cocía algo.

El contraste con los cuatro mutantes del sexo masculino no se le escapó a Charlotte ni por un segundo, aunque no habría sido capaz de concretarlo con palabras. Echó un vistazo a Adam, que tenía una constitución con buenas proporciones y un rostro simétrico y agradable de nariz fina y labios bonitos (sensuales, incluso), pero en comparación parecía poca cosa. Greg estaba tan mal hecho que ni siquiera lo salvaba la altura. Su mata de rizos castaño oscuro le hacía un cabezón enorme y deforme, ensartado en el extremo de aquella caña de pescar que suplantaba al cuello.

Los diesel se volvían de vez en cuando para escudriñar a los mutantes, se miraban entre sí y arrugaban las cejas. Al cabo los cuatro estaban haciéndose muecas de incredulidad e ironía, cuchicheando, riendo entre dientes y repasando de nuevo a los mutantes.

—… Ningún misterio —iba diciendo Adam—. Yo lo tengo muy claro. El lacrosse es uno de los dos únicos deportes en que mandan los blancos. El otro es el hockey sobre hielo. El baloncesto es un deporte totalmente negro, y el fútbol americano se le acerca. En este último caso no resulta tan evidente, porque los uniformes les tapan el cuerpo y llevan cascos con visera. El lacrosse también sería completamente negro, así —hizo chasquear los dedos—, sin problemas, si los adolescentes negros se pusieran a jugar. Dejarían a los blancos como… como… como yo qué sé, como… unos moñas, unos maricones… No les llegarían ni a la suela de los zapatos. Y con el hockey pasaría lo mismo: unas cuentas embestidas de unos negros como los que juegan al baloncesto y al fútbol americano, y el canadiense más bruto de la Liga Nacional de Hockey acabaría hecho picadillo. Por los suelos.

Ah, sí, los Mutantes del Milenio habían alzado el vuelo, ¡y de qué manera! Y Adam era el que llevaba las riendas. Estaba arrasando en todo lo que quería dejar claro. ¿Cómo podría competir nadie con él en ese tema? Conocía a los deportistas de Dupont, era su monitor, los había visto de cerca. Podía hacer añicos todos los misterios porque se había adentrado en sus torpes cabecitas. Estaba tan absorto revelándolo todo que fue el último en darse cuenta de que había peligro a pocos pasos.

El diesel de las chanclas se había puesto en pie. Sí, desde luego era alto, gigantesco más bien, casi de otra especie, fibrado, uno noventa y cinco o dos metros de altura, y muy corpulento. Echó los anchos hombros hacia atrás y empezó a bajar los escalones, haciendo chasquear las chanclas, en dirección a Adam. Lo primero que observó éste fue que Edgar, Roger, Camille y Charlotte levantaban la vista. Lo mismo hizo él. Se cernía sobre él un gigante, o eso parecía desde allí abajo, el escalón en que estaba sentado: un gigante de inmensos antebrazos, enorme barbilla, abultada nuez y cicatrices de acné en una cara marcada por tal gesto de seriedad exagerada (y acompañado por tales torsiones de la frente y las cejas) que rezumaba ironía y mofa, como si se tratara de un bufón. Y en ese instante Adam comprendió, con total claridad, que lo que estaba a punto de suceder, fuera lo que fuese, no iba a ser agradable. Entonces vislumbró a los tres acompañantes del mastodonte a su espalda, sonriendo satisfechos de sí mismos, tres copias del gigante en tamaño apenas algo más reducido. Uno de ellos era muy peludo y llevaba una barba como de camorrista que empezaba donde terminaba la pelambrera, bajaba por las mandíbulas, seguía por el labio superior, por encima de la barbilla y luego por debajo hasta el cuello. Y en ese instante Adam comprendió otra cosa: que la situación iba a ser aún más desagradable de lo previsto en principio.

—No quiero interrumpir —aseguró el gigante con un tono solícito de actor histriónico—. ¿Estáis en pleno seminario?

Adam empezó a estrujarse la cabeza en busca de una réplica aguda, algo que demostrara que comprendía la bufonada, y que también a él le gustaba la ironía y era capaz de esquivar cualquier estocada de ese calibre, pero sólo alcanzó a decir:

—No. —Nada más abrir la boca se dio cuenta de que debía dejarlo así, un «no» seco y rotundo, pero ¿y si el tío cachas se lo tomaba como una falta de respeto? ¡Eso podía ser un desastre, aún no sabía de qué tipo, pero desde luego, inevitablemente, un desastre! Y sin ser consciente de sus actos añadió—: Estábamos charlando un rato, tomando el aire.

El imponente intruso puso una cara larga e histriónica y empezó a asentir desde aquel punto situado por encima de Adam, pero con los ojos clavados en un punto indefinido situado hacia un lado, como si estuviera reflexionando… reflexionando… reflexionando… Entonces lo miró directamente y asintió un poco más antes de volver la cabeza sin mover los hombros y decirles a sus tres camaradas:

—Dice que no es un seminario, que estaban charlando un rato, tomando el aire.

Con aire de falsa meditación, el de la barba repitió:

—Tomando el aire.

Y también asintió unas cuantas veces.

Los Mutantes del Milenio se quedaron en silencio. El subidón de su recorrido intelectual por la historia, la psicología, la filosofía y la antropología se había evaporado (¡puf!) como si nada.

Adam sabía que debería levantarse y no dejar que aquel tío colocado por encima de él lo mirara de aquella forma, pero le daba miedo que ponerse en pie pudiera parecer un desafío. Y eso desde luego tenía visos de acabar mal.

—A nosotros nos había parecido un seminario —afirmó el gran bufón—, como sabéis tanto de deportes…

De repente sus ojos dieron con Greg, que trató de sonreír, luego se encogió de hombros, después suspiró antes de forzar otra sonrisa y por fin contestó con una vocecilla:

—No, no te creas.

—No, sí me creo, sí me creo —repitió el otro, haciendo que sus palabras sonaran como las más afeminadas del mundo—. Y tú te puedes creer que a nosotros también nos gusta mucho el deporte. —Hizo un ademán para señalar a sus compinches—. Somos jugadores de lacrosse.

Adam trató de no tragar saliva ni pestañear, pero fracasó.

—… Y desde luego me creo que vosotros sabéis muchísimo de lacrosse.

Silencio. En el tonillo de los «me creo» había algo implícito: «sois unos maricones». El mutismo fue extendiéndose maligno hasta que Greg, cabeza visible de los mutantes, director del Wave, en teoría un líder de la universidad, comprendió que tenía que organizar una defensa, pero ¿cómo?

Finalmente, alcanzó a decir, prácticamente entre dientes:

—Gracias. Bueno, muy bien, tenemos que comentar unas cosas.

—Sí, hombre, cómo no —repuso el gigante, levantando las manos con las palmas hacia delante. Eran unas manos descomunales—. No os cortéis. ¿Os importa que escuchemos?

Con un hilo de voz:

—Bueno… —Y se detuvo. Le pasaba algo en los labios. Estaba apretándolos para formar una bolita rosada, como si se los hubieran atado con un cordón. Con una voz aún más tenue acertó a decir—: Bueno, no… —Los músculos que rodeaban la boca parecían haber cobrado vida y haberse estrenado con un ataque de epilepsia. Apenas logró añadir, ronco—: ¿No os apetecería más —le falló la voz— ir a sacarle brillo al palo de lacrosse?

El patán se sonrió con descaro, embravecido, y miró fijamente a Greg hasta hacerlo desmoronarse (lo delató la forma exagerada de tragar saliva y la manera de apretar los labios como consecuencia del miedo).

Los chicos soltaron un largo:

—¡Uuuuuuuuuh!

El mono peludo decidió intervenir:

—¿A sacarle brillo al palo? ¿Qué habrá querido decir, que nos hagamos una paja?

—Yo no he dicho…

Pero entonces terció el gigante, que seguía cerniéndose sobre él:

—Me creo que quizás estamos poniéndonos —levantó la mano derecha y dejó inerte la muñeca con un gesto histriónico— un poco a la defensiva. ¿No te crees? ¿No te crees?

Greg abrió la boca, pero los músculos epilépticos sufrían espasmos tan fuertes que no logró articular palabra.

Por alguna razón, el enorme jugador de lacrosse se volvió hacia Charlotte. Le dio un buen repaso, sonrió, le guiñó un ojo y la saludó:

—Hola, chata.

Después volvió a centrarse en Greg para mirarlo con un gesto de lo más desagradable, esa expresión eterna de patio del colegio, la que dice: «Venga, vamos, maricón, ¿te atreves conmigo?».

Greg había empezado a hiperventilar.

De repente, Camille Deng se puso en pie como movida por un resorte, los ojos llenos de rabia, los labios apretados. Parecía tres veces más pequeña que su torturador. Habló con un gruñido bronco:

—A ver si así lo entiendes: coge tu palo de lacrosse (capullo) y métetelo por el culo empezando por la redecilla (capullo) y no dejes de apretar hasta que te salga toda la mierda por la boca (capullo).

El rostro del gigante se encendió. Dio un paso hacia ella.

Adam sabía que tenía que hacer algo, pero se quedó petrificado en el escalón.

Camille no retrocedió ni un centímetro. Se limitó a sacar la barbilla y añadir:

—Venga, adelante, tócame un pelo de la ropa y presento una acusación de agresión y acoso sexual así de fácil y antes de que te des cuenta ya te han expulsado de Dupont. Y entonces sí que podrás irte a casita a sacarle brillo a la pilila (capullo), y comerte la leche merengada de tus amiguitos —señaló a sus compañeros con una inclinación de la cabeza— hasta que te rezume de esa boca asquerosa como si fueran babas. Capullo.

El enorme atleta se detuvo en seco. Las palabras radiactivas «agresión» y «acoso sexual» le habían dado un buen susto; sabía perfectamente lo que suponían: el fin de una carrera deportiva. Despreciaba a aquella mujer (tan mala y tan cruel que no podía llamarla «chica») como nunca había despreciado a nadie, del sexo que fuera, en toda su vida.

—Zorrón, chinorra de mierda…

—¡Chinorra! —gritó Camille—. ¡Chinorra! —Era un alarido de triunfo—. ¡Lo habéis oído todos! —Prácticamente daba saltitos de alegría mientras recorría con los ojos a Edgar, Greg, Roger, Adam y Charlotte—. ¡Chinorra! ¡Lo habéis oído! —Entonces miró directamente al gigante, que estaba de lo más desconcertado—. No has podido aguantarte, ¿verdad? ¡No podías morderte la lengua! Has tenido que… —Y se pasó el canto de la mano por la garganta como un cuchillo y le dirigió una sonrisa malévola.

El pobre se quedó como si le hubieran dado un golpe seco en la nuca. Lo comprendió de inmediato: insultos racistas. La víbora asquerosa aquella lo tenía agarrado por los huevos, porque en Dupont eso era peor que el homicidio. Con un homicidio a las espaldas, aún se tenía una oportunidad de permanecer en la universidad.

—Vamonos de aquí —ordenó con voz apenas audible, y todos los diesel se alejaron por el sendero en dirección al Patio Mayor. Volvieron la cabeza para mirarlos con odio, pero siguieron andando.

Adam se dio cuenta de que tocaba ponerse en pie, felicitar a Camille y dar gritos de triunfo o algo así. Y quizá decirle algo a Greg, que al menos lo había intentado. Pero siguió inmóvil, paralizado por la vergüenza y el miedo residual. «No he hecho nada… No he movido un dedo… Me he quedado quieto como un tonto.» (¿Y si les daba por volver?).

Al principio nadie dijo esta boca es mía, pero por fin Camille, con la mirada gacha como si estuviera observando los escalones, soltó:

—Estudiantes… deportistas… —Como quien dice «pústulas de herpes». Luego levantó la vista y anunció con súbita animación—: ¡Eh, tenemos que enterarnos de cómo se llama ese tío! Tú puedes encargarte, ¿verdad, Adam?

Desanimado:

—Creo.

Camille dejó escapar una risa sofocada que no tenía nada que ver con el humor.

—¡Ese hijo de puta se va de aquí con una patada en el culo! ¡A la mierda! ¡Ése no lo cuenta! Si dentro de cuarenta y ocho horas sigue siendo estudiante de Dupont… estudiante… —otra risa mordaz— habrá tenido una suerte acojonante.

—¿Habéis visto cómo se han largado con el rabo entre las piernas? —terció Greg. Una mueca de satisfacción por la victoria le ocupaba toda la cara—. ¡Los hemos humillado a saco! ¡Esos mamones no volverán a tocarles los cojones a los Mutantes del Milenio!

«Y lo dices en primera persona del plural —pensó Adam—. Si Camille no hubiese saltado al ruedo te habrías desmoronado del todo». Bueno, al menos él se había resistido un poco, ¿no? Eso había que reconocérselo.

—¡Ése no volverá a tocárselos a nadie! —se pavoneó Camille—. ¡Al menos en Dupont! ¡Ese mamón tiene los días contados! Y vosotros sois todos testigos, ¿no?

Los miró uno por uno, Charlotte incluida, hasta que todos fueron asintiendo. En realidad, testificar en contra del jugador de lacrosse era lo último que le apetecía a la pobre Charlotte. Sí, aquel chico se había mostrado sarcástico y algo ofensivo, pero Camille se había portado como una… capulla. Se la veía dispuesta a presentar una «acusación» contra cualquiera que se le pusiera por delante. ¿Por qué? ¿Para qué? El chico no estaba mal. Era viril y atractivo, aunque algo tosco, con las cicatrices del acné y demás… Beverly, a cuatro patas: «¿Dónde están los jugadores de lacrosse?». ¿Se merecía que lo expulsaran de Dupont, quizá que le destrozaran la vida completamente, sólo por haber llamado a una capulla como Camille «zorrón, chinorra de mierda», después de lo que le había dicho ella? Que se metiera un palo de lacrosse empezando por la redecilla…

La vulgaridad de Camille la había dejado atontada. No, aún peor: la había horrorizado hasta la médula. Para lanzar su ataque, había abandonado toda pretensión de feminidad. Charlotte tenía grabada a fuego la expresión de sorpresa del deportista. También él se había quedado horrorizado. Qué angustiado se le veía comparado con la cara que tenía un momento antes…

Charlotte se volvió hacia Adam, que la miraba fijamente, y se vio atrapada en el contacto ocular. Seguía en el escalón. No había movido un dedo.

¿Qué era lo que veía en el rostro de Charlotte? Adam no estaba seguro. No era una acusación, desde luego. Tenía una belleza tan delicada… qué pureza… qué inocencia… qué piernas ágiles, qué curva dulce, delicada y a la vez lasciva en los labios… Todo a la vez. Y era tan inexperta como él… Compasiva y a la vez intensamente deseable… No se trataba de una mera observación, sino de una sensación tan real como los cinco sentidos de los que disponía. Inundaba su cuerpo hasta llegar a las terminaciones nerviosas más remotas, y también inundaba su mente, todo lo que había en su interior…

Charlotte quería pasarle el brazo por los hombros. Le parecía tan desamparado, tan indefenso, allí sentado en el mismo sitio desde el principio. No había movido un solo músculo.

Reducir el mundo a una cabana en la que sólo existieran ellos dos. Que se cumpliera sólo eso, pensó Adam, y no volvería a pedir nada nunca más.

«No tengo más que dieciocho años —se dijo Charlotte—, pero me da la impresión de que necesita que alguien le diga que todo está bien». Rompió el contacto ocular y se apartó de aquel momento de tristeza.

Primero había creído que el chico no se había fijado en ella, pero de pronto se había vuelto, le había sonreído, le había guiñado un ojo y la había saludado:

—Hola, chata.