Una noche movidita
En el crepúsculo de liquen, sombrío y herrumbroso a más no poder, rodea la casa pavoneándose, se detiene, se apoya los puños en las caderas, paraliza a Charlotte con sólo observarla. Ya casi se ha hecho de noche y no se le ve bien la cara, pero ella sabe que se trata de él y que la mira directamente a los ojos, y no puede mover las piernas lo más mínimo, y mucho menos salir corriendo. Desesperada, mira hacia la casa en busca de su padre, de su madre, del primo Doogie, del sheriff, pero no hay nadie, ni siquiera se ve luz, y Channing se le acerca con aire fanfarrón, sonriéndose y diciendo: «Que empiece la fiesta», aunque en realidad ella no oye las palabras. El intruso se mete la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros y extrae una bolsa de Red Man, introduce sus dedazos y se echa en la boca un puñado de tabaco de mascar que le deja la mejilla izquierda del tamaño de una nuez. La mira con una mueca de satisfacción (¿o de desprecio?), ese Channing, con una sonrisita torcida, mientras babea un jugo amarronado repugnante por la comisura de los labios. Ladea el cuerpo para que ella lo vea meterse la bolsa en el bolsillo de atrás, pero deja un par de centímetros por fuera, de acuerdo con la moda. Empieza a darle palmaditas a la bolsita de tabaco y a mirar a Charlotte con lascivia y a resoplar, uhh aahhh, uhh aahhh, uhh…
… aahhh, uhh aahhh, uhh aahhh… Charlotte despertó a oscuras pero no dejó de oír aquel uhh aabhh, uhh aahhh y el corazón empezó a martillearle el pecho. «¡Está aquí, en este cuarto!». La más absoluta negrura. Se lanzó a tientas a por la lámpara de la mesita de noche y (¡pumba!) la tiró al suelo, junto a la cama. Con otra embestida sacó medio cuerpo por el borde de la cama y, antes de dar con el interruptor de la lámpara, la cosa empezó a gritar y gimotear:
—Charlotte… Charlotte…
Y Charlotte encendió la lámpara…
A poco más de medio metro de ella, en el suelo, a cuatro patas… Beverly. La lámpara accidentada proyectaba una enorme sombra de su silueta en la pared. ¡Estaba a cuatro patas! Iba arrastrándose poco a poco apoyada en las manos y las rodillas. Los tacones de aguja despuntaban tras ella, mirando al techo con aspecto de ridícula inutilidad. Los pantalones negros quedaban tensados por la parte del escuálido trasero. Una maraña de cabello teñido a mechas y aplastado colgaba en varias direcciones.
—¿Qué te pasa, Beverly…? —preguntó Charlotte, todavía medio sumida en el sueño.
Su compañera de habitación la miró con los ojos empañados, tratando de contener las lágrimas, los jadeos, los gimoteos, los grititos de «Charlotte» el tiempo suficiente para… Pero antes de que dijera nada, hasta la mente somnolienta de Charlotte se dio cuenta de que aquella patética criatura de tacones de aguja estaba borracha, pero que muy borracha.
—Charlotte… Charlotte… ¿Dónde están los jugadores de lacrosse? ¿Dónde están los jugadores de lacrosse?
—¿Qué jugadores de lacrosse?
—Ese tío… Tengo que volver y hablar con él… Charlotte, ¡Charlotte!
—Pero ¿cómo vas a ir a ningún sitio? Si estás… Me parece que has bebido demasiado.
Beverly levantó la vista y la miró a la cara con el gesto de un paciente desconcertado.
—¡Y él también, Charlotte! Si no, no hablan… ¡Sólo cuando están borrachos! ¡Charlotte…! Es mi única oportunidad… ¡Se ha puesto a hablar conmigo, Charlotte…! Dice que no quiere compromisos… ¡Pero a mí me da igual! ¡Tengo que enrollarme con él esta noche! —Más lágrimas, gimoteos, jadeos—. ¿Dónde están los jugadores de lacrosse?
—¿Dice que no quiere compromisos? ¿No te parece bastante indirecta?
—¡Pero es que me ha hablado! Tengo que encontrarlo mientras siga interesado…
—Y entonces ¿por qué te has ido?
—Me ha dicho que tenía que hablar con no sé qué tío y que me llamaría al móvil en diez minutos. De eso hace cinco minutos. —Bajó la cabeza y se puso a sollozar a cuatro patas—. ¡Voy a coger el coche y me vuelvo! ¡Tengo que volver! ¡Tengo que enrollarme con él! ¡Charlotte!
—¿Volver adónde?
—¡Al IM! —Exasperación, como si estuviera repitiendo algo por décima vez—. ¡Al IM!
El IM…
—No puedes irte en coche al IM, Beverly. Vamos, no puedes conducir y punto.
—Pues entonces llévame tú. Ten las llaves. —Sin incorporarse, trató de encontrar las llaves en el bolsillo de los pantalones, pero eran tan ajustados que tuvo que retorcer el cuerpo, estirar una pierna y hundir la mano en el bolsillo mientras se aguantaba con el otro brazo e inclinaba el cuello, haciendo una mueca, con los ojos cerrados. Por fin dio con ellas y se las tendió a Charlotte.
—No puedo llevarte a ningún lado —contestó ésta—, y mucho menos al IM. Ya has bebido suficiente. Ven, te ayudo a meterte en la cama.
Charlotte estaba a punto de bajar las piernas de la cama cuando Beverly la agarró de una manga del pijama y trató de arrastrarla hacia la puerta. Y qué fuerza tenía.
—¡Oye, suéltame! ¡Me vas a destrozar el pijama!
—¡Tienes que llevarme…! ¡Llevarme! ¡Llevarme!
—¡Basta ya, Beverly!
La soltó y se desplomó de espaldas, pero haciendo un esfuerzo logró sentarse.
—Vaaale, vaaale, no me lleves. La próxima vez no me pidas nada, que te haré lo mismo. No me hagas ningún favor… —Se puso a buscar las llaves por el suelo a tientas, por fin dio con ellas y levantó la cabeza para mirar a Charlotte con rabia—. Muchísimas gracias. Me voy, me da igual que…
Trató de levantarse, pero los tacones resbalaron y se dio de culo contra el duro suelo. Rompió a llorar otra vez. Sin incorporarse, se dio la vuelta hacia su cama, logró ponerse a gatas y finalmente incorporarse aferrándose al somier metálico. Miró con ceño a su compañera y acto seguido perdió el equilibrio y se tambaleó.
Iba a darse de bruces, pero Charlotte se levantó de un salto y la sostuvo.
—No puedes, Beverly. ¡No puedes conducir! ¡Si ni siquiera puedes andar! —Un sonoro suspiro—. Vale, te llevo. No entiendo muy bien por qué quieres ir, pero te llevo. Si no, te matarás. Espera que me ponga los pantalones.
Se quitó el pantalón del pijama y se enfundó unos pantalones cortos sin molestarse en ponerse ropa interior, buscó sus sandalias y pidió:
—Vale, ahora dame las llaves.
Beverly se las entregó sonriéndole como una niña pequeña al salirse con la suya.
Fuera, en plena oscuridad, Charlotte se arrepintió de su generosidad. Aún estaba medio atontada. Daba la impresión de que el enorme muro del Patio Menor se les venía encima, de que estaba a punto de derrumbarse sobre ellas y sepultarlas bajo toneladas de piedra. Había ventanas encendidas aquí y allá, y alguien había puesto una canción country cuyo estribillo decía: «No soy tan guay como tú, pero te vas a enterar./Te voy a mandar a tomar por culo, hijaputa». No parecía que hubiera nadie más por allí fuera. Beverly había dejado el coche a casi un metro del bordillo en una zona de estacionamiento prohibido, en el acceso del Patio Menor al aparcamiento. El vehículo era enorme. Charlotte sabía que su compañera tenía coche, pero no se imaginaba que fuera un mastodonte como aquél. Era un modelo Denali cuatro por cuatro, negro, tan grande y pesado como la camioneta de reparto que conducía su padre. El asiento del conductor estaba tan alto que tuvo que salvar dos desniveles, el primero hasta un estribo y el segundo hasta el asiento propiamente dicho. Fue como sentarse en un trono tapizado de piel. Había cuero color canela y barnizados paneles de madera superfluos por todas partes. Las ventanillas estaban tintadas de negro. Era todo muy desconcertante. ¿Cómo era posible que estuviera allí arriba al volante de aquel monstruo tapizado de cuero, en plena noche y a punto de llevar a una chica ebria a un bar del que acababa de irse?
El IM (bautizado con las siglas de «Instant Messaging», el sistema de comunicación por Internet consistente en enviar y recibir mensajes al instante) estaba cerca de PowerPizza y de los demás comercios destinados principalmente al alumnado, en una hilera de locales muy cercana al recinto universitario, en el extremo de una barriada conocida entre los alumnos como Ciudad de Dios, en honor a una película de culto de ese título sobre bandas de chavales homicidas en las favelas de Río de Janeiro. En otras circunstancias habría sido un paseo sin mayor trascendencia.
Mientras conducía, Charlotte preguntó:
—¿Por qué te gustan tanto los jugadores de lacrosse?
—¿Por qué? —repitió la otra, y se volvió y se puso a mirar por la ventanilla como si la respuesta fuera tan evidente que no valiera la pena enunciarla.
Al cabo de un rato, Charlotte insistió:
—¿Y cómo se llama?
—¿Cómo se llama? —repitió Beverly sin apartar la vista del frente. De repente rompió a llorar otra vez.
—¿Y si te llevo a la resi y te metes en la cama?
—¡No! —Beverly dejó de llorar de forma abrupta, pero seguía sin dignarse mirar a su acompañante ni limpiarse el rastro de las lágrimas, que se habían abierto camino por el maquillaje hasta los pómulos—. Sé en qué habitación vive. En Lapham. ¡Todos viven en Lapham! ¡Todos los jugadores de lacrosse! —Por fin miró a Charlotte—. Y está borracho. —«¿Es que no lo entiendes?»—. ¡Si no, no me dirigen nunca la palabra! —«Haz el favor de entenderlo».
—¿No me habías dicho que estaba en el IM?
—¡Sí! ¿De dónde coño te crees que vengo?
Charlotte aparcó delante del bar. A aquellas horas prácticamente no había tráfico. Beverly abrió la puerta, se revolvió y bajó dando tumbos del mullido asiento envolvente de cuero. El tacón de aguja de su zapato derecho resbaló en el estribo y casi se dio de bruces contra la calzada, aunque tras tambalearse logró detenerse como un patinador al perder el control. Se escoraba peligrosamente hacia babor.
—¡Ya entro yo contigo! —gritó Charlotte.
—¡No! —replicó una Beverly ofendida, como casi todos los borrachos, por la más mínima insinuación de que pudiera necesitar una niñera.
Una hilera de focos iluminaba la entrada. El pelo rubio, la camisa granate y el trasero esquelético enfundado en los pantalones negros relucieron al pasar Beverly bajo las luces y abrir la gran puerta de cristal. Una descarga de redobles de tambor, maullidos electrónicos y la voz de un adolescente que forzaba las cuerdas vocales en un intento de cantar como un músico de country de lo más curtido, veterano de mil tugurios… y la puerta se cerró. Charlotte dejó el motor en marcha. «¿Qué hago yo aquí? A las dos y media de la mañana…».
Al poco reapareció Beverly, avanzando a un paso impresionante aunque zigzagueaba un poco, abrió la puerta del Denali y se puso a lloriquear y sollozar otra vez.
—No… es… ta… ba… —Dividió el verbo en tres largas sílabas lastimeras y empapadas de lágrimas.
—Tranquila —la consoló Charlotte casi maternalmente—. Sube y nos volvemos a la resi. Vámonos a dormir un poco.
—¡No! ¡Tengo que encontrarlo! ¡Antes me ha hablado! Sé dónde vive. Tienes que llevarme a Lapham. ¡Tienes que llevarme!
Lo dijo con una beligerancia tan monomaníaca que Charlotte se sintió intimidada. Le daba miedo lo que pudiera hacer aquella chica en plena borrachera si se negaba, así que la llevó al colegio mayor Lapham. Todo el mundo lo conocía gracias a las enormes gárgolas barrocas colocadas en los extremos de los antepechos. En aquel momento, de madrugada, la escasa luz procedente de las farolas destacaba con intensidad los relieves de las gárgolas y los arquitrabes del edificio, sus arcos múltiples y su paramento de piedra.
Esa vez Charlotte insistió en acompañarla dentro. No tenía ninguna intención de quedarse esperando en el todoterreno la noche entera.
Era evidente que no se trataba de la primera visita de Beverly, que fue directa hacia una entrada lateral protegida por una pesada verja de hierro forjado ricamente decorada y una puerta de roble tachonada con cerrojos de hierro al estilo medieval. Sin dudarlo un instante, marcó un código numérico en un teclado situado a la derecha de la verja. Sonó un zumbido y la abrió, así como la puerta un momento después. Entraron en un pequeño vestíbulo gótico; justo delante, una escalera estrecha; a la derecha, otra robusta puerta de madera; a la izquierda, la puerta del ascensor, que tardó una eternidad en llegar. Beverly maldecía entre dientes. Finalmente, tras una larga serie de traqueteos y chasquidos de las puertas exteriores e interiores, apareció ante ellas y subieron. Al llegar a la cuarta planta, Beverly salió disparada, sin dejar de escorarse a babor. Recorrió el pasillo tambaleándose, pero logró marcar un ritmo regular al ir clavando los tacones en el suelo. El ruido retumbaba en las paredes de un amarillo ocre. A mitad de camino se detuvo y se precipitó contra una puerta que procedió a aporrear con los puños, pero era tan gruesa que los golpazos sólo provocaban ruidos sordos. De repente rompió a llorar de nuevo y a chillar: «¡Harrison! ¡Sé que estás ahí!». Algunas puertas del pasillo se abrieron y emergieron cabezas de chicos que, tras comprobar que no era más que una borracha, regresaron a sus madrigueras.
Charlotte dio unos pasos atrás para distanciarse de su compañera, que inclinó la cabeza y soltó unas lágrimas más. En un arrebato de furia, se quitó los zapatos y empezó a propinar taconazos a la puerta. Tremendo estruendo. Se abrió entonces la puerta y apareció un chico joven, alto y esbelto vestido únicamente con unos holgados calzoncillos tipo bóxer, con lo que exhibía unos buenos músculos de gimnasio en hombros, pecho, brazos y abdomen. Tenía pelo castaño y rizado, pero lo llevaba muy cortito, y una cara delgada que reflejaba cansancio y enfado. Se quedó mirando a Beverly, colocándose de manera que su cuerpo bloqueara el umbral.
Cansinamente, con desdén:
—¿Qué coño haces, Beverly?
Beverly se redujo a una vocecita de niña:
—Me has dicho que ibas a llamarme.
Suspiro exasperado:
—He dicho que si podía.
—¡Y una mierda!
Rabia masculina controlada:
—Joder, Beverly, que estaba tratando de dormir y tú llevas un ciego que te cagas. Vete a casa.
—«Vete… a… casa» —repitió ella entre sollozos acongojados mientras se dejaba caer, obviamente adrede, para quedar primero de rodillas y después a cuatro patas—. «Vete… a… casa».
Charlotte se acercó para tratar de poner fin a aquel espectáculo bochornoso. El jugador de lacrosse semidesnudo reparó entonces en su presencia.
—¿Vas con ella? —preguntó con ceño.
—Sí. —Y añadió—: Estoy intentando convencerla de que vuelva a la habitación.
Todavía adusto:
—Qué bien. —Y dio un repaso a Charlotte, que a simple vista parecía llevar sólo la parte de arriba del pijama.
Beverly seguía a gatas, sollozando.
—¿Eres su compañera de habitación? —Le indicó que se acercara y en voz baja añadió—: Tu amiga tiene problemas. ¿Crees que podrás sacarla de aquí?
—Me parece que sí.
El deportista cruzó los brazos sobre el pecho desnudo y tensó los abdominales. La miró con más detenimiento.
—¿Sabes qué? Estoy casi seguro de que nos hemos conocido en alguna parte.
—Puede —respondió ella con una leve sonrisa—, pero no creo.
—Bueno, en fin, tenemos que hacer algo… Tenemos que buscar un… Ya me entiendes, necesita ayuda más en serio.
Beverly seguía derrumbada, con la cabeza gacha, y empezaba a emitir las agudas notas de un gemido.
—¿Tenemos? —se sorprendió Charlotte.
La misma voz discreta:
—Pues sí… Tú eres su compañera de habitación. Y yo, amigo suyo. Te propongo una cosa: ¿haces algo el sábado durante el día? .
—No…
—Puedes venir a verme al picnic antes del partido.
Charlotte se quedó observándolo un instante y lo vio sonreírse muy sutilmente. Ni siquiera miraba a Beverly.
—No me parece buena idea —contestó. No tenía ni idea de qué relación podía haber entre un picnic y un partido de lo que fuera.
El deportista se encogió de hombros.
—Vaaa… venga… —Le guiñó el ojo una décima de segundo y sonrió con exageración—. Qué cuelgue si las dos compañeras de habitación lo pasan conmigo. En fin, yo estaré por allí.
Y le dedicó una sonrisa muy especial, de conspiración. Acto seguido entró en su cuarto y cerró la puerta.
Beverly seguía apoyada sobre manos y rodillas. Se había quedado estancada en el abatimiento y no quería moverse. Charlotte tardó sus buenos cinco minutos en lograr que se enderezase y llevársela hasta el coche con gran esfuerzo por su parte.
Cuando arribaron a su habitación en Edgerton, Beverly estaba atravesando otra crisis de lágrimas cuyo estribillo era:
—¿Por qué habrá creído que tenía que mentirme?
Charlotte le pasó una mano por los hombros para sujetarla. Con un gimoteo, la otra se zafó, se balanceó precariamente sobre los tacones y cayó de bruces sobre la cama. En un abrir y cerrar de ojos, los sollozos mal contenidos dieron paso a unos sonoros ronquidos. Aún iba vestida. Charlotte empezó a quitarle los zapatos de tacón, pero cambió de idea y decidió no hacer nada que pudiera despertarla.
Apagó la luz, se puso los pantalones del pijama y se metió en la cama pensando en el jugador de lacrosse, Harrison. Era muy guapo y muy musculoso… ¿Qué le había dicho exactamente? Pero al cabo de muy poco se durmió.
Despertó a oscuras en mitad de una neblina, aturdida. Clic, clic, tacones altos. Era más o menos consciente de que Beverly se había levantado y se dirigía hacia la puerta, pero ya le daba igual. Incluso tras oír el tintineo de las llaves del coche se convenció de que sólo iba al baño, al final del pasillo.
Bueno, lo había intentado, lo había intentado. Había hecho todo lo que estaba en su mano…
Cuando volvió a despertarse le llamó la atención la luz que se colaba entre el remate de los estores y el alféizar de la ventana. Había demasiada claridad. «¡Mi clase de Francés!».
El despertador de cuerda de la mesita de noche: ¡las diez treinta y cinco! ¡Se había olvidado de ponerlo! ¡La clase ya había terminado! ¡No podía ser! Una sensación de ardor en la base del cráneo… La larga noche perdida haciendo de niñera de Beverly… que no estaba en su cama. No había vuelto desde la última vez que la oyese salir. Al final debía de haber conseguido acostarse con el jugador de lacrosse a golpe de sollozo, gimoteo y súplica. ¡La muy guarra! Todo era por culpa de aquella cerda que se arrastraba, babeaba y sollozaba para conseguir lo que quería. Y al pánico suprarrenal por haberse saltado una clase por inconsciencia, sin motivo alguno, se sumó un resentimiento como cubierto de ceniza.
Se levantó y fue hasta las ventanas. Se sintió muy mareada. Se puso de rodillas antes de subir uno de los estores unos treinta centímetros. Un sol espléndido. Dupont se alzaba majestuoso en toda su gótica supremacía.
En un sendero, en medio del patio, cerca de la estatua de Charles Dupont, una chica se tambaleaba encaramada a unos tacones altos. Desde allí arriba, a cinco pisos de distancia, Charlotte veía un pajar revuelto de mechas alisadas y chafadas que surgía de una cabeza alicaída. El abultamiento huesudo del esternón quedaba al aire, ya que la camisa granate estaba bastante desabrochada. Unos pantalones negros ajustados. Y el balanceo traqueteante de su modo de andar: clic, traspiés, clic, traspiés, clic, traspiés. Santo cielo… Le dio un vuelco el corazón (una contracción ventricular prematura): era Beverly. Imposible no ver que llevaba la misma ropa de la noche anterior y que estaba volviendo a casa a aquellas horas, aún embriagada.
Desde una ventana situada al otro lado del patio, un chico chilló:
—¡Qué nivelazo tienes, chata!
Risas desde otra ventana, por otro lado.
Beverly apretó el paso (clictraspiésclictraspiésclictraspiésclictraspiésclictraspiésclictraspiés) y acabó echando a correr hacia la entrada de Edgerton, dando saltitos sobre la afilada punta de los zapatos. No había avanzado más de unos metros cuando trastabilló y se fue de bruces el suelo, rodó junto al parterre de lirios que discurría paralelo al sendero y al final dio con sus huesos en el césped, boca arriba. Se llevó el antebrazo a la cara para protegerse del sol. De las ventanas ya sólo surgía silencio. Se dio la vuelta para quedar boca abajo y trató de ponerse a gatas. Aún no había perdido ningún zapato. Un tacón estaba prácticamente desprendido y colgaba maltrecho. Ya a cuatro patas, su postura preferida, levantó una pierna y trató de soltarse el zapato. No hubo suerte. Un par de estudiantes que pasaban por allí se quedaron plantados, absortos con el espectáculo. Tras un torpe forcejeo, Beverly logró ponerse en pie. Miró alrededor sin ver y encaró cojeando la distancia que aún la separaba de Edgerton, con un tacón en su sitio y el otro arrastrado longitudinalmente.
Charlotte bajó el estor y se incorporó. La invadían emociones encontradas: compasión por alguien con tantos problemas y tan castigado, repugnancia por algo que era asqueroso, culpa por sentir más aborrecimiento que compasión al ver a una guarra borracha regresar de una noche movidita poniéndose en evidencia. Qué ridículo estaba haciendo… Una punzada de compasión… otra de culpa… una oleada de repugnancia. Aprovechó el arrebato para ponerse en marcha. Se vistió aún más deprisa que al iniciarse su misión de misericordia de la madrugada anterior. Ya estaba cansada de hacer de niñera de aquella… puta. Que se espabilara sola aquel despojo de lo peor de Sodoma, de Groton… o de donde fuera…
Recogió unos libros y unos apuntes y bajó a toda pastilla los cinco pisos por las escaleras para evitar encontrarse con ella. A medio camino empezó a tranquilizarse, pero… ¿y la clase de Francés? El pánico regresó de sopetón. Nunca jamás, en toda su vida, había hecho novillos así, sin más.
—¿Que por qué es culpa tuya? Pues voy a enseñarte por qué hostias es culpa tuya —gritó Jojo.
Notaba que los músculos de la garganta se le contraían, tensos como cables, al hacer tanto hincapié en el «por qué». Estaba furioso de verdad, pero además quería parecerlo, que Adam creyera que estaba como loco, sólo para verlo encogerse y temblar de miedo, verlo achantarse sumiso.
Clavó la punta del dedo en la palabra culpable de la página culpable.
—¿Lo ves? «In-jie-ren-cia». Hostia puta, Adam, primero se pone en plan sarcástico porque no sé cómo se escribe y luego ya se mete conmigo descaradamente porque no sé bien lo que significa. Sí que lo sé, lo que pasa es que cuando un gilipollas te pone una pistola en la sien y te dice: «Defíneme esa mierda…». ¿Qué coño intentas hacerme? ¡Yo no utilizaría nunca esas palabras! «In-jie-ren-cia…». ¿Quién coño habla así?
—Injerencia —lo corrigió Adam—. No es una palabra tan rara.
Jojo lo fulminó con una mirada de odio. El muy pringado tenía el don de parecer timorato y sabelotodo al mismo tiempo.
—Vale, ¿qué significa? Quiero oírte definirla. El cabrón ese no hacía más que decirme que la definiera.
—Es como meterse en medio de algo, intervenir.
—Entonces ¿por qué coño no pusiste eso? Hostia puta, Adam.
—Me pareció que quedaba bien con «torpe» —respondió el ratoncillo con su vocecita—. «Torpe injerencia».
—Sí, te pareció. Pero sabes perfectamente que a mí no me pegan esas pijadas. Yo no pienso de esa manera. —En tono sarcástico—: «Sutil estrategia y torpe inje…». Y luego otra cosa: cogía una palabra que me sé, una palabra que sé utilizar, como «sutil», y me ponía una pistola en la sien y me decía: «¡Defínela!». Sé perfectamente qué quiere decir, joder, pero si alguien te suelta a bocajarro que la definas… ¿qué dirías tú? A ver, defínela ahora mismo.
—Es como «perspicaz», o «ingenioso», o «agudo». —Una vocecilla ratonil y un encogimiento de hombros que lo sacó de quicio, como dando a entender que hacía falta ser tonto del culo para no saberlo. Le entraron ganas de estrangularlo.
—Bueno, me la suda. Me has hecho una putada, Adam, me has hecho una putada que te cagas. ¿Te ha dado morbo o qué meterme en un lío? ¡Ese pavo es un gilipollas! Con suerte, me llevo una mala nota y suspendo la asignatura, y no puedo jugar el semestre que viene, lo que viene a ser la temporada entera; pero si las cosas se tuercen el muy mamón intentará que me expulsen de la universidad. Dos opciones de la hostia. No… ¡no te imaginas cómo me has puteado, cabronazo!
Con tono de súplica (Jojo obtuvo un placer tan morboso como vano al detectarlo en la voz de su monitorcillo), Adam pidió:
—Venga, Jojo, para el carro. ¿Te acuerdas de qué hora era cuando me llamaste para que te hiciera el trabajo? ¡Casi las doce! ¡Y tenías que entregar diez folios a las diez de la mañana! ¡Y no era nada fácil, no era de los que pillas un libro de texto o algo de Internet o una guía de lectura y ya está! —Continuó describiendo en tono suplicante, suplicante, la penosa noche en vela que había pasado por el bien de Jojo—. ¡Tuve suerte de poder acabarlo, Jojo! Habría sido imposible volver al principio y… bueno… —era evidente que el capullo se estaba estrujando las meninges en busca de una palabra— volver al principio y traducirlo a otro… idiolecto.
Por un momento Jojo se preguntó si «idiolecto» tendría relación con «idiota», pero debía reconocer, aún a regañadientes, que a Adam no le faltaba razón. Aquello no había estado nada bien… Le había dado un corte de cuidado tener que llamar al pobre hijoputa a semejantes horas. Su ira empezó a menguar.
Venga suplicar y lloriquear:
—Ni siquiera me acompañaste a la biblioteca, Jojo. Te quedaste aquí con Mike dándole a los videojuegos.
Jojo sintió otra punzada de ira.
—¿Y qué coño tiene que ver lo que estuviera haciendo yo?
—No sé por qué te pones como una moto, Jojo. A ver, al menos te lo leerías por encima antes de entregarlo, ¿no?
—¿Y de dónde hostias iba a sacar el tiempo?
—Jojo, te lo pasé por debajo de la puerta ¡hacia las ocho y media! ¿Cómo es posible que no tuvieras tiempo?
El deportista tuvo la sensación de que se le aflojaba todo el cuerpo. Se cogió las manos delante de sí y agachó la cabeza. Apartó la mirada de Adam.
—Qué coño… —Luego se volvió hacia él—. Vale, lo siento, tío. No ha sido culpa tuya… Pero yo estoy con la mierda hasta el cuello. Quat es uno de esos cabrones que tienen tanta manía a los deportistas que… No sé cómo hostias dejé que me metieran en esa clase, joder. Seguro que se lo pasa de coña si consigue expulsarme de la universidad, mecagüen Dios. Un estudiante deportista menos. —Volvió a apartar la mirada y de repente, un tanto avergonzado por el modo en que había estado gritando a su monitor, cayó en la cuenta de algo—. Es de lo más retorcido, ¿sabes? Es capaz de ir también detrás de ti.
Adam se encogió al oírlo. Se quedó blanco como el papel.
—¿De mí?
—Va de ese plan, no te digo más. Sabe que no lo hice yo, así que va a empezar a preguntarse quién me echó un cable, ¿sabes?, pero no te preocupes, que no pienso reconocer ni esto. Ahora, si decide ponerse en plan cabrón y empezar a preguntar por ahí y tal y cual…
—Bueno, en realidad no lo hice yo del todo, Jojo…
—Ya. Venga, claro que sí que lo hiciste. —Esbozó una sonrisa de solidaridad—. No te preocupes, ni siquiera me ayudaste, ¿de acuerdo? Lo hice todo yo sólito y saqué esas palabras de algún libro, ¿vale?
Adam se mordió el labio inferior.
—Si las cosas se ponen mal… No sé, a lo mejor podemos decir que te ayudé a pulirlo un poco. ¿Qué te parece?
—Anda, no te preocupes. Si las cosas se ponen mal, el entrenador se ocupará del asunto. —La situación había dado la vuelta y ahora tenía la sensación de que debía hacer las veces de terapeuta o asesor de Adam.
—¿Tú crees que podrá?
O de su mamá. El pobre hombrecillo omega estaba dirigiéndole una mirada aterrada.
—Sí, hombre, claro que sí, pero es que no tendría ni que habértelo dicho. No vamos a llegar hasta esos límites. Voy a echarle cojones. El pavo ese no puede probar nada, joder. Al menos no me lo descargué de Internet, que esas cosas con un ordenador las descubren. El año pasado Treyshawn se metió en un lío… o casi… —Se echó a reír—. Porque en esta uni Treyshawn no puede meterse en líos. Ya puestos, antes echarían al rector que a Treyshawn Diggs, la Torre, hostia puta. —Sonrisa de oreja a oreja.
Adam también intentó sonreír, pero estaba conmocionado.
—Vale. Vale. —Apartó la mirada con el entrecejo fruncido, a todas luces pensando, pensando, pensando. Luego se volvió con una expresión de urgencia—. Mira, de momento podemos hacer una cosa. A ver, ¿por qué no nos ponemos ahora mismo? Vamos a repasar el trabajo, palabra por palabra. Se trata de que llegues a saberte hasta la última coma, la última idea, el último dato histórico del dichoso trabajo. Luego, si alguien te pregunta algo… dices que te pusiste nervioso cuando Quat empezó a interrogarte. Venga, pongamos manos a la obra.
Adam tenía un aspecto tan crispado que Jojo no pudo evitar contestar:
—Ahora no puedo.
—¿Porqué no?
—He quedado con una tía para echar un polvete.
—¡Jojo!
—Es coña, es coña. —Se le perdió la mirada. De súbito sintió remordimientos—. ¿Por qué ha tenido que pasarme esto a mí? Joder… que tengo un nivel, no soy un gilipollas.