El macho humillado
¿Dónde está el poeta que ha cantado sobre la más lacerante de las emociones humanas, la herida que nunca cicatriza: la humillación masculina? Ah, los bardos, los trovadores nos han emocionado con relatos épicos sobre la obsesión del hombre humillado por la venganza… pero no hay que simplificar las cosas. Al fin y al cabo, y al ser la revancha algo tan varonil, el ansia misma, ese «la venganza es mía» le devuelve parte de su hombría, pero la sensación en sí, la humillación masculina, es inenarrable. Ningún hombre tiene ánimo suficiente para describirla. El mismo macho capaz de confesar con fruición toda clase de libertinajes y atrocidades aderezados con profusión de detalles apócrifos no se atreve a decir ni mu sobre las humillaciones que, en palabras de Orwell, «constituyen las tres cuartas partes de la vida», pues reconocer haber sido humillado implica admitir que uno se ha encogido de miedo, ha claudicado, ha rendido su honor sin presentar batalla a otro hombre que lo ha intimidado; que uno se ha visto privado de su sexo y se ha sumido en una agonía peor que la perspectiva de la muerte inminente. El puro miedo al enfrentamiento físico es eterno, persiste incluso hoy, en el siglo XXI, cuando las grandes victorias de la vida no las obtienen caballeros de armadura en el campo de batalla, sino hombres sedentarios con trajes de estambre bien finos, pensados para lugares con calefacción como las cámaras electrónicas con paredes de vidrio en las que habitan. Ningún hombre llegará a liberarse jamás del nauseabundo momento de la capitulación. Una palabra, una imagen, un aroma, un rostro se lo traerá a la cabeza como un destello, y volverá a experimentar la emoción misma, todas y cada una de las sensaciones neurales de ese momento, y volverá a sumirse una vez más en la vergüenza de yacer pacientemente para ser emasculado.
Por fortuna, Adam Gellin no estaba recordando ese momento mientras cruzaba el Patio Mayor al atardecer, aunque su punto de destino, el nuevo Gimnasio Farquhar, tenía muchísimo que ver con él. El veranillo de san Martín menguaba ya, los días se habían tornado bastante más cortos y fríos y Adam se había puesto su anorak largo verde oscuro, del tipo que llega por debajo de las caderas y tiene una cuerda por si quieres ceñirlo a la cintura para que abrigue más. Algún que otro estudiante salía o entraba por las grandes arcadas de la biblioteca, pero apenas había un alma en el patio. A medida que el sol se escondía, el horizonte se veía surcado de suaves franjas de púrpuras y rosas, y la tenue luz hacía maravillas con los edificios góticos. Adam ya no los veía como estructuras individuales, cada una con sus detalles característicos, sino como una sola abstracción gótica vasta y gris tintada de rosa, de púrpura y del pálido dorado del último sol. Los olmos, que allí alcanzaban alturas descomunales, eran grises pero tenían como contraluz un tenue malva dorado. Nunca había visto Dupont bajo aquella luz sólida, arraigada, inexpugnable, radiante… Las fortunas podían fluctuar, pero Dupont era eterno…
Adam Gellin estaba pasando por el subidón optimista del que disfruta un joven cuando toma la decisión de transformar su cuerpo a fuerza de levantar pesas.
Había empezado a hacer ejercicio con los aparatos Cybex en Farquhar. No era que se creyera capaz de echar el músculo suficiente como para derribar a gigantes de la talla de Curtís Jones y Jojo. No estaba loco. Lo único que pretendía era que al ver su aspecto la gente leyera: «Ni se te ocurra tocarme los cojones. Ni se te ocurra tomarme por un pringao. Ahórrate las bromitas condescendientes (“¡Eres el amo, Adam!”) para algún moñas. Conmigo no se juega».
Iba rumiando sobre la terminología de su nuevo objetivo (pectorales, abdominales, deltoides, trapecios, dorsales, tríceps, bíceps, oblicuos) a medida que se aproximaba a la intersección de los dos grandes senderos interiores del Patio Mayor. En ese punto se encontraba la fuente de San Cristóbal, con una enorme y heroica estatua de granito del santo vestido de toga, vadeando con el niño Jesús a hombros un turbulento cauce creado por el torrente de agua de la fuente. El escultor francés de finales del XIX, Jules Dalou, se había encargado de las figuras, que ahora se veían sumidas en las sombras del crepúsculo en ciernes. ¡Qué pectorales había puesto Dalou a san Cristóbal! ¡Qué deltoides tan abultados! Sin dejar de andar, Adam extendió el brazo izquierdo y lo alzó a la altura del hombro para luego palparse el deltoides con la mano derecha. Aún no había gran cosa, pero…
Una vez en los vestuarios, se puso una camiseta extragrande y unos pantalones cortos extralargos y se dirigió a la sala de pesas. Las potentes luces cenitales daban un aspecto lustroso a la superficie beige con cenefas negras del suelo y a su sucesión de batallones, una hilera tras otra, de aparatos Cybex con armazones blancos, brazos de hierro negros y ejes de acero inoxidable para las pesas, todo ello multiplicado por dos en las paredes revestidas de espejos. El primer día, Adam había echado un vistazo al personal y había decidido que necesitaba una camiseta con mangas hasta los codos; así de graves eran sus carencias en lo tocante a brazos, pecho y muslos. ¡Y aquellas jóvenes bestias ni siquiera eran deportistas! Los auténticos atletas, los fichajes que jugaban en los equipos de fútbol americano y baloncesto, no se acercaban a Farquhar, tenían gimnasios, salas de pesas y salas de entrenamiento propios. Los musculosos alumnos que acudían a Farquhar sencillamente se adscribían a la nueva moda corporal masculina: el look cachas, macizo, fibrado. ¡Estaban por todas partes en la sala de pesas! ¡Muchachos normales con brazos tan grandes, hombros tan grandes, cuellos tan grandes y pechos tan grandes que podían llevar camisetas sin mangas y prendas ceñidas en plan «yo sí que estoy cachas» para alardear! ¿Qué iban a hacer con esos músculos tan alucinantes? Nada, nada de nada. No iban a ser deportistas y no iban a pelearse con nadie. Era una moda, lo de los músculos, equivalente a cualquier otra, como los pantalones militares, los vaqueros, las camisas rosas con cuello de botones y las bermudas verde lima de los pijos, las gafas de sol Oakley, las botas de caucho negro L. L. Bean con caña de cuero… cualquier cosa. ¡Pura moda! Aun así, Adam quería ser como ellos.
Ahí estaban esos gilipollas mirándose en el espejo… Prácticamente todas las paredes son enormes lunas de espejo. La excusa, por supuestísimo, es que sirven para ver si estás haciendo los ejercicios bien. Y una polla. ¡Sirven para que te embebas y babees con la belleza de tu cuerpo, tan a la moda! Entre ejercicio y ejercicio, nuestros figurines, tan cortos ellos, se miran de reojo. No pueden esperar al siguiente ejercicio. Mira ése de ahí: endereza el brazo en paralelo al costado como quien no quiere la cosa para mirar de refilón cómo se le hincha el tríceps… Y ese otro: simula estar haciendo estiramientos pero en realidad busca que se le desplieguen los dorsales anchos como si fuera un pez raya gigante… Y el de más allá: finge frotarse las manos a la altura de la cadera, cuando en realidad las aprieta con todas sus fuerzas para que destaquen sus imponentes pectorales… ¡Atención! ¡Las bestias ceñidas a los parámetros de la moda! ¡Los «diesel», los llamaban! Cada treinta segundos, era matemático, alguna bestia en estado embrionario extendía un brazo y se miraba de soslayo los tríceps florecientes en los omnipresentes espejos. Los músculos estaban absolutamente de moda.
Adam se quedó allí plantado, con su ropa holgada, mirando en busca de… ¡allí! Lo vio en la galería: un aparato para levantar peso con el gesto de encogerse de hombros, diseñado expresamente para dar volumen a los músculos trapecios. En cuanto lo vio, ansió hacerse con él. Nadie había deseado nunca una droga con tanto afán. Nada podía dar aspecto de cachas tan rápido como un cuello bien recio que desembocara en unos trapecios robustos, hipertrofiados de hombro a hombro… Pero había un protocolo tácito según el cual sólo los veteranos utilizaban los aparatos de la galería. Adam se deprimió; con sólo pensar en los diesel que se encontraría allí arriba tuvo la sensación de que en lugar de brazos y piernas tenía fideos… Pero había que aceptar la situación, ¿no? Subió prácticamente a la carrera los hollados peldaños metálicos, temeroso de que algún otro, un bruto a carta cabal, se apropiara del aparato de hombros antes que él.
Como era de esperar, en cuanto llegó a la galería, se vio en los dominios de los fibrados, los macizos, los recios, los diesel. En toda su longitud resonaban los profundos resuellos sofocados de los aspirantes a cachas, que levantaban pesas tumbados boca arriba en el press de banco, o hacían sentadillas con las trémulas piernas dobladas, o apoyaban el vientre sobre el acolchado de extrañas superficies inclinadas para hacer curl de bíceps o elevaciones verticales para trabajar los dorsales.
—Eh, tío, mira qué fuerte. ¿Flipas?
—¡Eso es! ¡Eso es! ¡Otra! ¡No seas maricón! ¡Una más! —Acompañado de ostentosos gruñidos.
—… Hice quinientas.
Un gañido procedente de una garganta estrangulada:
—Y… una… polla… qué… vas… a… hacer… quinientas… eres… incapaz… de… levantar… quinientas… —Seguido por una interjección desesperada a medio camino entre gruñido y gemido—: ¡Uunahhh!
Y un joven y macizo mesomorfo emerge de la máquina de hacer sentadillas con una camiseta de tirantes de corte bajo bien ceñida, como las de los luchadores (con objeto de fardar de pectorales, así como de bíceps, tríceps, deltoides y trapecios), inflándose y desinflándose a grandes bocanadas, con los brazos levemente curvados a los costados, un poco apartados del cuerpo, como si los músculos del pecho y la espalda y los bíceps y los tríceps fueran tan voluminosos que resultara imposible que los brazos volvieran a colgar en paralelo al cuerpo, y echa a andar con un curioso vaivén de simio esparrancado.
Adam dio un tirón involuntario a las mangas de la camiseta para que le quedaran por debajo de los codos, de modo que ningún bruto pudiera echar un vistazo a aquellos fideos. Se imaginaba que todos los ojos de la galería estaban fijos en él —el tirillas peso pluma que había osado ascender a la galería de los cachas— sin darse cuenta de que hasta el último aficionado al culturismo cree que el gimnasio entero lo mira para ver cuánto peso levanta, cuántas repeticiones hace y si al acabar va o no va a mirarse a hurtadillas en el espejo para comprobar el tamaño que han adquirido sus trapecios, sus deltoides, sus pectorales, sus bíceps, sus tríceps, sus dorsales, sus cuádriceps y sus oblicuos después de que el ejercicio los haya colmado de sangre…
Adam preparó el aparato de hombros (tenía que ponerle un peso considerable para no quedar mal), hizo un intento y no consiguió levantarlo. Tuvo que retirar un montón de pesas, mortificado sólo de pensar en que el desdén de las bestias debía de ser cada vez mayor. Al cabo redujo el peso lo suficiente para realizar tres series… de diez, ocho y al final cinco insignificantes repeticiones. Entre una serie y otra se dedicó a respirar hondo, mirar el suelo con la cara contorsionada en una expresión tremendamente viril, hacer girar los hombros y moverse con aquel típico estilo de simio esparrancado.
Tras una hora de levantar pesas se sentía gratamente fortalecido y se dirigió al nivel inferior, mirándose de soslayo los trapecios, allí donde eran visibles gracias al cuello extraamplio de la camiseta, al pasar por delante de los espejos, y preguntándose si de veras parecían más hinchados o no eran más que imaginaciones suyas. No… sí que parecían más hinchados.
Disfrutaba del subidón temporal que experimenta el macho cuando sus músculos, sea cual sea su tamaño, están colmados de sangre. Se siente más hombre.
El Gimnasio Farquhar disponía de ascensores, pero también de una caja de escalera amplia y bien iluminada, y Adam, ebrio con el desarrollo de su musculatura, escogió la ruta panorámica. En el rellano de cada piso había unas amplias puertas acristaladas que permitían ver qué se cocía por allí. Una planta más abajo, en el cartel de encima de las puertas de doble hoja ponía «Cardiovascular», lo que le sonó a término patéticamente médico que hacía referencia a los enfermos, no a los seres viriles, pero al ver a estudiantes, en muchos casos chicas, corriendo de un modo bastante peculiar sobre un aparato, le picó la curiosidad y entró… La máquina, llamada StairMaster, permitía correr (si de veras podía denominarse así) sin apartar los pies de un par de grandes pedales. Era un poco como montar de pie en una bicicleta sin dejar de pedalear. Había cantidad de chicas. Algunas llevaban ropa de deporte discreta y asexuada, camisetas, sudaderas, pantalones cortos de andar por casa y zapatillas, pero la mayoría había ido vestida de… chica. ¡Llevaban pantalones de chándal de cintura bajísima! ¡Y camisetitas cortas! ¡Y qué abundancia de carne joven y ombligos sensuales entre unos y otras! Desde atrás veía la hendidura de unas bonitas nalgas, un pequeño escote… Justo delante de él, una rubia de largo cabello se afanaba en el StairMaster con unos pantalones cortos de cintura baja de licra azul lavanda y una camiseta de baloncesto azul marino reducida a su mínima expresión. No tenía los pechos grandes, pero a cada rotación se le marcaban los pezones contra el fino nailon del top, y su ombligo guiñaba a diestra y siniestra en aquella amplia extensión de piel desnuda. Cuatro aparatos más allá, en la misma hilera, había una chica con unos pantalones negros —tan ajustados que se le ceñían a cada curva y hendidura de la entrepierna como una segunda piel— y un sujetador de deporte color carne. Las cimas de sus pechos se bamboleaban como flanes. Había que fijarse con atención para cerciorarse de que, en efecto, llevaba sujetador. Adam se excitó con aquella visión y la ingle se le puso en situación de alerta, como si algo estuviera a punto de ocurrir en aquel sitio, que supuestamente era un gimnasio. Bastaría con apretar un botón, darle a un interruptor, para que dejaran de fingir y se abandonaran a un desmadre desenfrenado, una orgía desbocada, y tomatomatomatoma…
Al otro lado de los StairMaster había hilera tras hilera de cintas de andar, una cantidad extraordinaria de cintas de andar con paneles de mando negros y lucecitas de diodos verdes y anaranjadas. El ruido resultaba casi ensordecedor. Una hilera tras otra de chicos y chicas que corrían en las cintas, algunas a velocidad considerable, sumaban los golpes sordos de un centenar, quizá dos, de pies que machacaban las cintas, cuyos motores evolucionaban laboriosamente emitiendo un zumbido grave. Adam vio docenas de nalgas jóvenes y agitadas…
Iba a volverse hacia los StairMaster cuando le llamó la atención una larga melena castaña perteneciente a una chica que corría, que corría de veras, en una cinta situada al lado de una pared de espejo. La veía desde atrás en un ángulo de tres cuartos. Llevaba pantalones de chándal normales, no de cintura baja, pero se le ceñían a las nalgas… ¡y esa línea! ¡Esa línea! Una oscura línea de sudor en la hendidura entre las dos posaderas surcaba el declive y se adentraba en el misterio mismo de sus lúbricas ingles. No podía apartar los ojos de ella, del riachuelo húmedo y umbrío que llevaba hasta… ¡Oh, lúbricas, lúbricas ingles! Alcanzó a ver el perfil de la muchacha en el espejo. Miró, siguió mirando… ¡y tuvo la plena certeza! Era aquella chica, la novata, la misma con que se había topado en la biblioteca aquella noche en vela para redactar el trabajo de Jojo. Lo único que le había sonsacado era su nombre, Charlotte. Aparte de eso, no le había hecho ni caso. Lo había fulminado con la mirada. Cuánto había ansiado volver a toparse con ella… y ¡ay, ay, ay, aquella línea!
Pero ¿cómo abordarla? Volaba sobre la cinta de andar: daba la impresión de que quería correr un kilómetro cada tres minutos, con la mirada fija al frente. La cinta contigua estaba desocupada, y no parecía haber más de veinte centímetros entre una y otra. Se acercó a paso lento por el corredor que separaba dos hileras de aparatos. ¡Qué estruendo! Era ella, sin duda. Semejante hermosura intacta, inocente, ¡y además con carácter! Bueno, si se animaba a subirse a la cinta desocupada, ¿qué haría entonces? ¿Cómo iba a arreglárselas siquiera para introducir los datos en el maldito panel? ¿Sería capaz de correr? Como ella desde luego que no… A lo peor ni siquiera un poquito… ¿Cuánto hacía que no corría en absoluto? ¿Y cómo iba a hacerse oír si lograba poner en marcha el cacharro? Pero no podía perder la oportunidad.
Se encaramó a la cinta y se volvió hacia la chica, con la esperanza de que reparara en él antes de verse obligado a empezar a correr, pero ella siguió con la mirada fija en algún punto de fuga abstracto, a lo lejos. Le llevó un minuto entero (que se le hizo como diez) averiguar cómo se encendía aquel trasto. Había botones para cincuenta mil datos, incluidos su peso (¿su peso?) y la inclinación de la cinta (¿la inclinación?). El barullo era tan intenso que le parecía estar en las entrañas de una máquina, la prensa de una imprenta. Por fin, apretó el botón de velocidad hasta que la cinta alcanzó los tres kilómetros por hora, luego los tres y medio, luego los cuatro y medio… No tenía mayor secreto. Le bastaba con caminar para seguir el ritmo… luego cinco y medio… Sin embargo, cuando llegó a los seis kilómetros por hora tenía que caminar tan rápido que empezó a acusar el esfuerzo… Quizá fuera más fácil ir al trote, y seguro que ella se interesaría más por un tío que corriera que por uno que fuera paseando. Empezó a trotar, pero el aparato iba demasiado lento, así que aumentó la velocidad hasta siete. Siguió al trote, pero ella no reparaba en su presencia. Apenas había transcurrido medio minuto cuando cayó en la cuenta de que sus pulmones no estaban preparados para algo semejante, así que se inclinó con los antebrazos apoyados en la consola del panel, en un intento de que los pies se mantuvieran al ritmo de la cinta, y buscó con la mano un botón que aminorase la velocidad del aparato, pero (¡maldita sea!) apretó el que la aumentaba y (¡uaaa!) notó que se le iban las piernas. Se apoyó en la consola para intentar enderezarse y, en un desvalido movimiento a cámara lenta (comprendió lo que ocurría pero no pudo evitarlo), se dio un panzazo contra la cinta, que lo transportó cuan largo era y lo descargó en el suelo. Seguía allí tumbado, aturdido por completo, cuando la chica se encaramó de un brinco acrobático al armazón de su aparato (que iba a toda velocidad), inclinó el tronco, apretó el botón para detener la cinta de Adam, paró luego la suya, dio un salto de cabra y (así, sin más) se plantó a su lado con una rodilla en tierra.
—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido?
El rostro de la chica, enmarcado por el pelo castaño y ondulado, no era sólo joven y angelical, sino, en cierto modo, también maternal. Se vio dividido entre la ignominia del patoso sin remedio y el impulso de apoyarse sobre un codo, acercar su mejilla a la de ella, abrazarla y decirle: «Gracias». Optó sencillamente por incorporarse un poco, sonreír al tiempo que meneaba la cabeza en un gesto de autorreproche y soltar:
—Uau… Gracias.
—¿Qué ha ocurrido?
Todavía aturdido:
—No lo sé… Me han fallado las piernas…
Empezó a levantarse, pero una punzada de dolor le recorrió la cadera. Torció el gesto («¡uuuu!») y volvió a tumbarse.
—¿Qué te pasa? —Tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estruendo de los aparatos.
—¡Me he hecho daño en la cadera! —Meneó la cabeza para indicar que no era grave, sólo una mera estupidez.
Empezó a levantarse otra vez, y la chica le tendió la mano y lo animó:
—¡Venga!
Adam aceptó la mano y ella tiró. Por fin logró incorporarse. Probó a apoyar el peso sobre la cadera y el dolor, aunque no demasiado, lo hizo cojear.
—¿Por qué no te sientas? —propuso la chica y señaló un banco de ejercicio un poco más allá del batallón de cintas de andar.
Así pues, se llegó hasta allí cojeando y tomó asiento. La chica se puso delante de él con los brazos en jarras. En esa zona no había tanto barullo. Él elevó la mirada hacia sus ojos, sonrió y dijo:
—Gracias.
La sonrisa pretendía tener un significado más profundo que el de la palabra. Se había hecho ilusiones de que la chica no se acordara de aquella noche en la biblioteca, pero no era así, porque frunció el entrecejo y le preguntó:
—Espera un momento, ¿no eres el que…?
—Sí… el mismo… —reconoció Adam, que agachó la cabeza con timidez y tuvo que volver los ojos hacia arriba para seguir mirándola—. Tenía la esperanza de que no te dieras cuenta… Charlotte, ¿verdad?
Ella asintió.
—Yo me llamo Adam. Me parece que te debo una disculpa, pero aquella noche estaba desesperado.
—¿Ah sí?
—Sí… Tenía que escribir un trabajo de diez folios para un deportista antes de las diez de la mañana siguiente.
—¿Yeso?
Adam se encogió de hombros.
—Trabajo como monitor de deportistas. De lo contrario no podría permitirme estudiar aquí.
—¿Y tienes que escribirles los trabajos? ¿Eso no está prohibido?
—Sí, claro… Es una falta académica grave. Lo que pasa es que por aquí los deportistas son muy suyos. Supongo. Por lo que se ve, los profesores hacen la vista gorda y ya está.
—Nunca había oído una cosa así —aseguró Charlotte—. ¿Y qué hacen los deportistas? ¿Les basta con decir: «Eh, redáctame un trabajo»?
—Pues más o menos. Por lo general, llevo busca.
—¿Lo hacen todos? ¿A ninguno le da vergüenza?
—Puede, alguno habrá, pero yo no me he topado con él. Los hay que son cortos y punto, de los de ocho cuarenta en el SAT, ya te puedes imaginar. A los demás les parece como que queda mal hincar los codos. Como que se dan aires. Además, a sus compañeros de equipo no les sentaría bien y harían gracias a su costa, aunque no en plan burla, ¿me entiendes? No dejar a los demás en mal lugar forma parte de su código de honor. Hay uno o dos que sacan buenas notas, como ese Bousquet del equipo de baloncesto, pero intentan disimularlo.
—¿Para quién tenías que redactar un trabajo esa noche?
—Para otro jugador de básquet. Jojo Johanssen. Es un pavo de dos metros diez y ciento treinta kilos, todo músculo, y además blanco. Es el único blanco del cinco titular. Tiene un cabezón blanco de aquí te espero y encima un poquito de pelo rubio, en plan militar. —Adam se pasó la mano por el cráneo de atrás adelante.
Charlotte torció el gesto.
—Ah, a ése lo conozco.
Y le contó la actuación de Jojo en una ridícula clase de Francés conocida como «Gabacho para Mazas». Después había empezado a tirarle los tejos, pero ella le había dicho que se había portado como un tonto y se había largado sin más, dejándolo farfullando como un idiota.
Adam soltó una risilla y exclamó:
—¡Cómo me gustaría haberlo visto! Esos tipos se creen que pueden abordar a cualquier chica del campus, que todas se van a abrir de piernas alucinadas. Lo más triste es que por lo general tienen razón. Si te contara ciertas historias… —Miró un momento al infinito y luego volvió a centrarse en Charlotte—. La universidad entera se exalta… ¿a causa de qué? ¿Qué importa el resultado que obtenga Dupont en un partido de baloncesto contra Indiana o Duke o Stanford o Florida o Seton Hall? ¿Qué importancia tiene? Nuestros monstruos machacan a sus monstruos, y ya está.
A Charlotte se le había despejado el ceño. Estaba más guapa que nunca, con el rostro reluciente de tanto correr.
—Yo solía preguntarme lo mismo cuando iba al instituto —apuntó—, exactamente lo mismo?
—¿Dónde era eso?
—Era una ciudad chiquitita que se llama Sparta? En Carolina del Norte? —afirmó como si preguntara—. Aquí no la conoce nadie.
—Ya me había parecido detectar un acentillo del Sur —comentó él, y le ofreció una sonrisa afectuosa, pero ella se retrajo un poco, por lo que a renglón seguido añadió—: Es que se me da bien, no se me escapa ni el acento más leve. ¿Y cómo es que has venido a parar a Dupont?
—Tenía una profesora de Inglés? La señorita Pennington? No me dejó enviar solicitudes a ningún sitio que no fuera Dupont, Harvard, Yale o Princeton. Mi universidad de reserva era Penn.
—Tenías universidad de reserva, ¿eh? —Adam rio entre dientes—. Y te admitieron en Dupont.
—Me admitieron en las cinco. —Charlotte enrojeció hasta las cejas y luego intentó disimularlo con una sonrisa modesta—. Dupont me ofreció la mejor beca? Y el Departamento de Francés me gustaba mucho. Tenía intención de encauzar mis estudios en esa dirección.
—¿Y ahora ya no?
—Bueno, no lo tengo tan claro. Me he matriculado en una… —Interrumpió la frase y le ofreció la más tierna de las miradas—. ¿Te encuentras mejor?
—Sí, sí. No me pasa nada. —Se desplazó un poco sin levantarse del banco—. Venga, siéntate. No hace falta que estés ahí de pie.
Así que Charlotte se sentó…
Las cintas de andar seguían girando y retumbando como en una fábrica, pero Adam temía que si cambiaban de lugar desapareciera el hechizo.
Qué mirada. Tenía delante de sí a una jovencita de un lugar llamado Sparta, Carolina del Norte, que acababa de ofrecerle una mirada extremadamente tierna, con aire maternal al tiempo que se abría, se abría y se abría como el tierno capullo virginal de la flor más hermosa para mostrar sus pétalos inmaculados con una inocencia sublime que era a la vez una sublime invitación. Para Adam, tanta horticultura no era una mera figura literaria, no era una mera metáfora dilatada, no era mera presunción; él veía el rosa de los pétalos al abrirse, los pétalos de Charlotte, en carne y hueso. Le habría gustado inclinarse, abrazarla y pegar sus labios a aquellos tiernos capullos suyos, pero, en ese caso, ¿debía quitarse antes las gafas? ¿O sería un anuncio demasiado evidente de su intención, dando así al traste con la magia inefable del momento? ¿Quizá debía dejarse las gafas puestas y arriesgarse a sacarle un ojo con la montura cuando ladeara el cuello en un ángulo de cuarenta y cinco grados para acoplar debidamente los labios a los de ella? Puf. Qué diablos, no era más que un impulso, ya para empezar, así que se limitó a preguntar:
—Bueno, entonces ¿en qué decías que te has matriculado?
—Ah. En una asignatura de Neurociencia? Es el tema más emocionante del mundo, como que en el futuro va a ser la clave de prácticamente todo. Y el profesor es estupendo. El señor Starling.
—Es el que se llevó el premio Nobel, ¿verdad?
—Pues sí? Pero no tenía ni idea cuando me matriculé.
A Adam se le encendió una bombilla en la cabeza.
—¿Sabes una cosa? Deberías venir a conocer un grupo que tenemos. Nos llamamos los Mutantes del Milenio. Seguro que te lo pasarías bomba.
—¿Los Mutantes del Milenio?
—Sí. El nombre se le ocurrió a una chica, Camille Deng. Escribe como artículos políticos superlargos para el periódico, el Daily Wave. Yo también escribo. Escribimos la mayoría. Uno de los miembros del grupo, Greg Fiore, es el director del Wave. —Supuso que el dato tal vez la impresionara. Por una vez el arrogante hijo de puta de Greg podía servirle de algo. Y lo mismo Camille—. Pues, bueno, que el nombre se le ocurrió a Camille. La idea es… Bueno, resulta que la universidad está llena de alumnos inteligentes que han arrasado en todos los exámenes de acceso habidos y por haber como si hubieran nacido para ello. Luego llegan aquí y se dedican a ir de fiesta y a «hacer contactos» y al rollo ese de «la transición de la adolescencia a la madurez» y todas esas gilipolleces, lo que en realidad quiere decir que hacen una transición de la adolescencia a la preadolescencia. ¿Sabes? Y ya está, ¿no? Al fin y al cabo, estamos en una de las mejores universidades del mundo, y toda esa gente se comporta como… como si tuviera que ir a clase durante cuatro años para… no sé… para… Bueno, es como si hubiera que pagar un peaje por disfrutar del Club Dupont durante cuatro años. Y luego, por otro lado, hay un montón de gente que se deja la piel para acabar con un buen expediente académico que será una especie de patente de corso para forrarse. En la banca de inversiones, por ejemplo… Mira, si vas al Patio Mayor a mediodía, cierras los ojos y tiras una piedra al tuntún, seguro que le das a alguien que está convencido de que va a trabajar en Gordon Hanley o algún sitio así. A ver, si es que el hijo del consejero delegado de Gordon Hanley… —Pero de repente decidió dejar de lado ese asunto en concreto—. Lo que quiero decir es que todo este rollo es patético, ¿me entiendes? Nosotros queremos salir de aquí y hacer cosas, pero no gilip… —por alguna razón, le pareció que no convenía insistir con la palabra «gilipolleces» con una chica así— tonterías como trabajar en un banco de inversiones y machacar números catorce horas al día para sacar dinero de propiedades evaporadas, como bien dijo Schumpeter.
—Pero ¿qué cosas? —preguntó Charlotte.
—¿Qué cosas? Pues lo mejor de todo es ser un Rhodie radical.
—¿Y qué es eso?
—El radicalismo Rhodie es un concepto que se desarrolló hacia el final de la guerra fría, o justo después de la guerra del Golfo, la primera, en 1991, podría decirse. Hasta entonces los estudiantes como nosotros, o sea, los que nos interesamos por ideas y conceptos, que es lo que hace avanzar al mundo en realidad, y no la política o el poder militar puro y duro, ¿vale…? Como el marxismo, quiero decir… O sea, de repente aparece un tío, un extranjero, un austríaco del que nadie sabe nada, que se sienta por su cuenta en el Museo Británico en la década de 1880 y se pone a escribir un libro sobre economía de lo más abstruso, El capital, y ese libro, esa idea, ¡es lo que da pie a la historia del siglo XX!
Se le fueron los ojos detrás de otra chica que tenía la misma mancha de sudor, aquella lúbrica línea en la hendidura trasera de los pantalones de chándal… Esbozó una tímida sonrisa.
—Me he despistado. ¿Por dónde iba?
—Hablabas de los «estudiantes como nosotros»? Tras la guerra del Golfo en 1991?
—Ah, sí. Pues eso, que hasta entonces la gente como nosotros hacía estudios de tercer ciclo y pasaba a dar clase en alguna universidad. Pero después entra en escena un nuevo intelectual: el radical, que es una especie de intelectual que actúa por su cuenta y riesgo. Un radical no quiere dedicarse a algo tan aburrido y tan mal pagado y tan… rígido como dar clase. Los radicales son esa gente que no tiene intención de tirarse la tercera década de su vida… no quiere pasarse lo mejor de su vida haciendo el doctorado encerrada en algún despachito de una biblioteca. Son intelectuales, pero quieren actuar al máximo nivel. Estamos en un nuevo milenio y quieren ser miembros de la aristocracia del milenio, que es una meritocracia, pero una aristomeritocracia. Son mutantes. Son un paso más en la evolución. Han ido mucho más allá que los típicos intelectuales del siglo XX. No son meros tratantes de conceptos que se contentan con vender las ideas de un Marx, un Freud, un Darwin o un… un… un Chomsky, a los que saben menos que ellos. —Lo de Chomsky no lo tenía demasiado claro—. Esos personajes no eran transmisores de ideas ajenas, cada uno de ellos creó una matriz, una especie de madre de todas las ideas. A eso aspira un mutante del milenio. Estamos en un nuevo milenio, eso es lo que es el siglo XXI, y van a ser ellos los que creen las nuevas matrices, ellos directamente, sin intermediarios. ¿Me entiendes?
«No», vino a decirle la chica con su mirada de asombro.
—Vale. No van a ser estudiantes de doctorado, lo que para la mayoría de la gente equivale a ser un empollón o un pringao, y no van a dedicarse a la docencia, lo que viene a ser convertirse en un pobre vejestorio que acaba con joroba… Ya sabes qué profesores digo, ¿verdad? ¿Quién quiere acabar como un desgraciado al que todo el mundo compadece? Así que en la universidad no se especializan en algo convencional. En Dupont, por ejemplo, hacen lo que he hecho yo. Se apuntan al Programa de Becas Hodges y crean su propio perfil académico, con la ayuda de un asesor de la universidad. No alardeo de nada, porque es que no es tan complicado, pero lo que sí tengo claro es que se me ocurrió un título perfecto para mi Hodges: «Los fundamentos intelectuales de la globalización». El concepto clave es lo de la globalización; tienes un plus considerable si demuestras un interés altruista por el Tercer Mundo. Tanzania es lo más en estos momentos. Timor Oriental vale, pasa. Haití no está mal, pero no… no es adentrarse lo suficiente en el Tercer Mundo. ¿Me entiendes? Es muy fácil llegar a Haití. Si coges un avión en Filadelfia, te plantas allí en hora y media o algo así.
—¿Cómo que «te plantas allí»? —se sorprendió Charlotte.
—Pues que vas. Te vas a Tanzania o a algún otro país interesante a pasar el tercer año de carrera. No hay que escoger Florencia, París ni Londres; Londres ni pensarlo. Tiene que ser el Tercer Mundo, y tienes que demostrar eso que llaman «iniciativa en la oportunidad para el servicio». Yo fui a Kenia, pero resulta que todo el mundo tiene la idea de que es un país muy civilizado. Di clases de inglés en un pueblecito en el culo del mundo, unas cuatro horas jungla adentro desde Nairobi en camioneta, y te aseguro que no había un bolígrafo en un radio de ochenta kilómetros a la redonda, y mucho menos un ordenador, y pillé la malaria igual que todo cristo en aquel poblado. Me ofrecieron la mejor casa que tenían, una chocita de ladrillo con dos ventanas, porque era el profesor que había ido desde Estados Unidos, pero no tenía mosquiteras, así que cogí la malaria como todo hijo de vecino, y luego regreso y los demás mutantes me dicen que escogí mal. Se ve que Kenia es demasiado civilizado. Si tuviera que empezar de cero, optaría por un proyecto como un estudio fotográfico documental sobre Tanzania, con texto y tal, o algo así.
Adam detectó cierta reprobación en la mirada de Charlotte, que la confirmó diciendo:
—¿Te fuiste…? ¿Hay gente que se va a África sólo para quedar bien?
—No, no quería decir eso. —Había llegado el momento de abandonar aquel callejón sin salida, y eso que le había parecido de lo más entretenido, cautivador y fascinante mientras lo explicaba—. En absoluto. Si no tienes auténtico interés, ni siquiera se te pasa por la cabeza hacer algo así. No te vas a vivir a un choza de adobe sin mosquitera ni dejas que unos insectos venenosos te cosan el pellejo a picotazos. Pero es como cualquier otra cosa que te propongas… Hay estrategias… y estrategias. —Sacudió la cabeza varias veces—. No, no me interpretes mal. Lo que pasa es que los radicales tenemos objetivos concretos, aspiramos a obtener una beca Rhodes. Ése es el objetivo, y sólo se otorgan treinta y dos en todo el país. Si la consigues, te vas a Oxford para sacarte un buen doctorado, y luego, como por arte de magia, se te abren todas las puertas. Puedes entrar en política como Bill Clinton o Bill Bradley. ¿Te acuerdas de Bill Bradley? Puedes ser asesor político como ese Murray Gutman, que aconseja al presidente sobre demografía y desplazamientos culturales. No tiene más que veintiséis años, pero es el típico Rhodie radical. Puedes dedicarte a escribir, como ese tal Philip Gourevitch, que firma largos reportajes para The New Yorker sobre África y Asia, o ese otro, Timmond, que publicó el libraco con fotos sobre líderes africanos. Lo que quiero decir es que África viene que ni pintada, sobre todo si se piensa en la idea de Cecil Rhodes cuando instituyó las becas, que lo que pretendía era enviar a bárbaros estadounidenses de tierna edad e intelecto privilegiado a Inglaterra para convertirlos en ciudadanos del mundo. Quería darles un impulso para poder aumentar la envergadura del Imperio británico con sus primos del otro lado del charco. El Imperio británico se ha ido al carajo, pero una beca Rhodes sigue dándote un impulso tremendo. No estás condenado a ser un profesor universitario de tres al cuarto. Te conviertes en un intelectual público. Todo el mundo habla de tus ideas.
—¿Sólo hay treinta y dos becas Rhodes? —preguntó Charlotte, a lo que Adam asintió—. Pues tampoco son muchas. ¿Y si resulta que eres un rad…? ¿Y si cuentas con ella y luego no te la dan?
—Pues entonces vas a por la Fullbright. No tiene ni de lejos tanto prestigio como la Rhodes, pero no está mal. También tienes las becas Marshall, pero como que son el último recurso. Son lo peor. Durante la guerra fría un radical no habría aceptado una Fullbright ni una Marshall, porque son programas públicos y habría quedado como un pelele del imperialismo. Pero una Rhodes sí pasaba, porque ya no había Imperio británico y no se te podía acusar de ser un pelele de algo que ya no existía. Hoy en día el único imperio es el de Estados Unidos, que es omnipotente, así que si no te conceden una Rhodes tienes que sacar provecho del nuevo imperio, ¿sabes? Está bien sacarle su jugo si lo haces por tus propios objetivos, y no por los suyos.
—¿Los suyos? —repitió Charlotte—. ¿Cómo que «los suyos»?
«Ay, ay, ay. Vamos a salir también de este callejón».
—No, si no digo «los suyos» en el sentido típico de «nuestros» y «suyos». —Desde luego no era una comparación demasiado lógica, pero siguió adelante, con la esperanza de arrastrarla a golpe de entusiasmo—. Me refiero a que no hay un papel convencional, no existe un papel codificado para el radical. No existe un puesto determinado para el nuevo miembro de la aristomeritocracia. Lo de «los suyos» iba en ese sentido, en ese sentido circunscrito. ¿Me entiendes? —«¡Corta el rollo!»—. O al menos por eso algunos radicales se meten a trabajar de asesores para, no sé… McKinsey. A eso aspiran, a McKinsey. Lo que quiero decir es que ser asesor es mejor que la intermediación de valores, porque, pongamos por caso, si empiezas a trabajar de intermediario…
—¿Qué es eso? —preguntó la chica.
—Pues una persona que trabaja en la banca de inversiones —respondió Adam. Gracias a Dios. Al menos había amagado y evitado que Charlotte cogiera carrerilla y le montara un numerito de antiantiamericanismo—. Si empiezas a trabajar en la banca de inversiones, vas a tener que meter un centenar de horas a la semana. Te forras pero te tratan como a un esclavo. Algunos bancos de esos tienen residencias, o sea, que si sigues trabajando a las dos o las tres de la madrugada, puedas quedarte a dormir y estás otra vez en tu mesa a las ocho, a tiempo para trabajar otras dieciséis o dieciocho horas de un tirón. De asesor no ganas tanta pasta, pero vamos, no está mal, y viajas tres o cuatro veces a la semana, con lo que acumulas una cantidad impresionante de horas de vuelo.
La expresión de la chica venía a decir: «Lo que me cuentas no tiene ningún sentido». Adam siguió adelante a toda prisa:
—Lo bueno que tiene acumular horas de vuelo en una compañía aérea es que luego puedes volar por todo el mundo gratis. Pongamos por caso que quieres irte a un nuevo hotel de Nueva Zelanda superguapo… con un campo de golf alucinante y todo lo demás. Pues puedes volar en primera clase para tomarte unas vacaciones, y no te cuesta nada.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene eso que ver con conceptos e ideas y con ser un intelectual y tener influencia y todo lo demás?
—Bueno, directamente nada —reconoció Adam—. Es sólo un ejemplo de cómo te aprovechas del imperio para vivir como un aristócrata sin tener pedigrí ni nada.
—No entiendo por qué lo llamas «el imperio».
Maldita sea. Había vuelto a internarse en terreno resbaladizo.
—Es una especie de… figura literaria —improvisó—. La verdad es que ni siquiera estoy interesado en trabajar de asesor, aunque, si te invitan a un fin de semana organizado por McKinsey para otear posibles candidatos, debe de ser que vas por buen camino.
—¿Y a ti te han invitado?
—Sí, es dentro de tres semanas y media.
—¿Vas a ir?
—Esto… sí. ¿Por qué perder la ocasión?
—¿Aunque no estás interesado?
—Bueno… me pica la curiosidad, supongo. Seguro que no me perjudica que me vean por allí. Lo típico… Corre la voz de que vas por buen camino. En realidad, el camino empieza muy pronto, en el instituto, aunque yo no tenía ni idea cuando iba a Roxbury Latin. Si te interesa ser científico, lo mejor que te puede pasar es que te inviten al Instituto de Investigación Científica del MIT o al Instituto para la Investigación del Telururo de Cornell. Princeton tiene uno dedicado a las humanidades, y también es importante que te inviten al Fin de Semana Renacentista. ¿Has oído hablar de los Fines de Semana Renacentistas?
—No.
—Se celebran todos los años hacia Navidades en Hilton Head, Carolina del Sur. Un montón de políticos, famosos, científicos y empresarios van a hablar de ideas y asuntos y demás. Invitan a estudiantes para averiguar qué les pasa por la cabeza a «los jóvenes» y tal. Si vas ya te consagras como persona situada en la senda del milenio, y eso con sólo diecisiete o dieciocho años.
—Pero sigo sin entender lo del asesoramiento —insistió Charlotte—. ¿Sobre qué asesoras?
—Te mandan a una serie de empresas y les dices cómo mejorar pues… bueno, no sé, las técnicas de gestión, supongo. Pero lo más importante es que…
—¿Cómo es posible que sepan hacer algo así si acaban de terminar la carrera?
—Pues supongo que… esto… tienen alguna clase de… La verdad es que no lo sé. A mí tampoco me cuadra, pero sé que lo hacen y están montados en el dólar. Lo más importante es ser miembro de la aristomeritocracia y vivir a ese nivel del que te hablaba. Si quieres ejercer influencia, tienes que disfrutar de la libertad necesaria para hacer valer tus ideas. —Adam se recostó contra la pared y le ofreció una sonrisa todo lo cariñosa y serena que pudo. Ella parecía un tanto desconcertada, pero gracias a eso abría los ojos aún más y se veía todavía más guapa. Los tenía tan azules, azules como la… Adam sabía perfectamente qué flor era (crecía a ras de suelo)… pero no se acordaba del nombre…
—Pero lo que de verdad importa —se oyó decir— es que vengas a conocer a los Mutantes del Milenio. Verás cómo debería ser Dupont. Quedamos todos los lunes para cenar.
—¿Dónde?
—Depende. Si quieres te aviso.
Ella se limitó a mirarlo, aunque sin que resultara evidente ninguna emoción concreta. Por fin contestó:
—¿Los lunes por la noche? Puedo arreglármelas.
—Estupendo —respondió Adam, y se sintió precisamente así. Clavó sus ojos en los de ella con la intención de que su mirada fuera honda, penetrante, con ánimo de verter todo su ser a través de los quiasmas ópticos de Charlotte.
Pero (¡puf!) ella bajó la vista a sus pantalones, a la altura de la cadera.
—¿Qué tal la cadera?
¿La cadera?
—Ah, bien. Seguro que no es nada —la tranquilizó.
—Bueno, pues me quedan siete kilómetros y medio, así que más me vale…
—Claro, adelante. ¡Y, oye, gracias!
Para cuando pronunció esa última palabra Charlotte ya iba camino de la cinta. Eso sí, volvió la mirada por encima del hombro, le sonrió y le dirigió un saludo con la mano.
De regreso a casa por el recinto universitario y luego por las calles de Chester, Adam seguía recordando esa sonrisa. No había sido de mera amabilidad, sin duda, porque estaba dotada de cierto destello, una especie de… promesa… o quizá la palabra fuera «confirmación» o tal vez incluso «complicidad»… y la manera en que se había apartado el cabello al volver la vista en una especie de… despliegue… Empezó a silbar una canción, You Are So Beautiful, a pesar de que no era una melodía fácil.
A la mañana siguiente, poco después de las once y media, nada más empezar la clase el profesor Quat le metió un gol a Curtis Jones y le tocó los cojones, como habría dicho el propio interesado.
La asignatura se llamaba Norteamérica en la Época de la Revolución, en referencia tanto a la Revolución de 1776 como a la Revolución Industrial. Los veintiocho alumnos de la clase se reunían en un aula de la planta baja del edificio Stallworth que tenía cuatro amplias y severas ventanas de bisagras con vistas a un patio ajardinado de estilo toscano. El aula estaba revestida de estanterías de roble de unos dos metros de altura minuciosamente talladas y llenas a rebosar de libros. Entre el aspecto gótico de las ventanas y la artesanía en madera del viejo continente, el aula casi proclamaba a gritos la erudición de todos los tiempos y la santidad de la enseñanza y el estudio.
Todo el mundo estaba sentado en torno a dos grandes mesas de biblioteca de roble puestas una detrás de otra, lo que creaba el efecto de una sala de reuniones. El profesor frisaba probablemente los sesenta. Se dedicaba a la búsqueda del conocimiento con pasión, con fanatismo incluso, y ni siquiera al deportista más zoquete se le habría ocurrido descabezar un sueñecito durante el tiempo que pertenecía a Quat. Además, su físico era suficiente para provocar escalofríos a un atleta. Poseía una cabeza perfectamente redonda, gracias a unos mofletes fofos, una papada igual de fofa y el detalle de que el rizado cabello gris acerado había retrocedido hasta el punto de que la frente ofrecía el contorno de un globo terráqueo desde el ecuador hasta el Polo Norte. Llevaba bigote y una perilla muy recortada. Tenía un torso tan hinchado de grasa que le habían salido tetillas, cosa más que visible por su apego a los jerséis de pico hiperceñidos, con sólo una camiseta debajo y sin americana encima. La camiseta, por lo general de algodón blanco, siempre asomaba por el cuello de pico. Sin embargo, ningún deportista, Jojo el que menos, tenía la menor intención de desafiarlo en nada. Durante la clase Quat siempre permanecía de pie junto a la mesa, delante de Jojo, André Walker, Curtis Jones y los veinticinco alumnos auténticos, todos sentados. Trataba a todos los universitarios como antagonistas, pero se comportaba como si los «estudiantes deportistas» (el sarcasmo le rezumaba entre los dientes cuando se servía del término) fueran cretinos a los que le gustaría asesinar. Semejante situación se había dado a resultas de una colosal metedura de pata por parte de una rubia cortísima que se llamaba Sonia y trabajaba en el Departamento de Deportes. Al preparar la lista de profesores del departamento de Historia deferentes con los deportistas, la pobre había creído que «Quat» era Tino Quattrone, un joven profesor ayudante que asistía a los partidos de baloncesto a pesar de que sólo podía permitirse localidades para estar de pie, y no aquel personaje, Jerome Quat, a quien a todas luces le habría gustado hacer saltar por los aires todo el Buster Bowl. Las especulaciones sobre el motivo por el que el entrenador había contratado a semejante bombón descerebrado siempre apuntaban en la misma dirección. Para más inri, el señor Quat impartía las clases y los amedrentaba en un tono sumamente erudito y altanero trufado de desagradables alocuciones que, en realidad, eran un vestigio de una infancia transcurrida en Brooklyn.
De pie, el profesor miraba un rimero de hojas colocadas encima de la mesa como si las odiara. Luego levantó la vista y dijo:
—Muy bien… —«Mmbien». Hizo una pausa, como si acabara de pillarlos con las manos en la masa, en alguna masa, en cualquier masa—. La última vez vimos que hacia 1790 semejantes excentricidades sociales fueron exacerbadas por sus ulteriores tentativas… —Se interrumpió de súbito y miró hacia el extremo donde estaban sentados Jojo, Curtis y André—. Señor Jones, ¿le importaría decirme qué lleva en la cabeza?
Curtis llevaba una gorra de béisbol de los Anaheim Angels con la visera hacia un lado. Se la tocó y preguntó en tono de perplejidad fingida:
—¿Se refiere a esto?
—Sí.
Curtis optó por tomárselo a la ligera y ponerse en plan guay:
—Bueno, profe, ¡al loro! Esto es ni más ni menos…
Quat lo atajó:
—¿Es usted judío ortodoxo, señor Jones?
—¿Yo? —Miró a sus compañeros de equipo con aire divertido al tiempo que perplejo—. Qué va.
—¿Tiene esa gorra algún otro significado religioso, señor Jones?
Todavía divertido y en plan guay:
—¿Esto? Qué va. Ya le digo que…
Cortante y en absoluto divertido:
—Entonces tenga la amabilidad de quitársela.
—Venga, profe, los demás…
—Ahora mismo, señor Jones. Y por cierto, a partir de este momento, no va a dirigirse a mí llamándome «profe». Dirá «señor Quat» o, si tres sílabas es muy trabajoso para usted, sólo «señor». «Señor Quat» o «señor» a secas. ¿Queda claro?
Se sostuvieron la mirada. Jojo vio que Curtís se estaba devanando, devanando, devanando los sesos en un intento de averiguar hasta qué punto estaba en juego su hombría.
—Esto…
—Uno de los dos va a quitarle la gorra, señor Jones. O lo hace usted o lo hago yo. Ahora mismo.
Fue Curtis el que cedió. Se la quitó, apartó la mirada y empezó a menear la cabeza como para decir: «Voy a darle el gusto por esta vez, pero es usted un tío retorcido».
El señor Quat recorrió con aquella mirada iracunda a todos los presentes.
—Es posible que a los demás profesores no les importe lo que lleven. No puedo hablar por ellos. Pero no van a llevar ninguna clase de gorro en esta asignatura, a menos que su religión así lo exija. ¿Queda claro?
Nadie dijo ni mu. El señor Quat reanudó su discurso sobre la clase, la categoría social y el poder entre los colonos norteamericanos. Curtis se retrepó en la silla con las manos entrelazadas en el regazo y empezó a alargar el cuello hacia un lado y otro, en cualquier dirección que no pudiese dar a entender que prestaba la menor atención al profesor. Le salía humo por las orejas. Jojo lo oía mascullar de vez en cuando. ¿Le habían metido un gol? Evidentemente sí.
Al final de la clase, el señor Quat rodeó la mesa para devolver a los universitarios el trabajo de diez folios que le habían entregado la semana anterior. Al llegar a Curtís, éste lo cogió con exagerada indiferencia, como si el profesor no fuera más que una azafata que le ofreciera una de esas húmedas «toallitas calientes» que reparten en los aviones. Con el rabillo del ojo, Jojo vio que tanto Curtis como André habían sacado sendos bienes. Entonces levantó la mirada, pero Quat lo pasó por alto y continuó devolviendo trabajos.
Al igual que el resto de la clase, Jojo se puso en pie para marcharse, pero se demoró un poquito por si Quat descubría que aún no le había devuelto el trabajo. Al cabo, echó a andar detrás de André y Curtis, que se acercaba una y otra vez al oído de André y le propinaba codazos al tiempo que soltaba risitas, es de suponer que restando importancia al roce con Quat y explicando que no se había achantado, sino que había sido tal o cual…
Jojo casi había salido por la puerta cuando oyó una voz a su espalda:
—Señor Johanssen.
Se detuvo y dio media vuelta.
—¿Puedo hablar con usted un momento?
Como era de esperar, el señor Quat tenía el trabajo de Jojo en la mano. Alcanzó a ver el título en letras mayúsculas mecanografiado en la primera página, por lo demás en blanco: «El perfil psicológico de Jorge III como catalizador de la guerra de Independencia norteamericana».
El señor Quat levantó delante de Jojo el trabajo (que no tenía calificación) y preguntó:
—Señor Johanssen, ¿es éste su trabajo?
—Sí…
—¿Lo escribió usted mismo?
Jojo notó que la sangre le abandonaba la cara. Lo único que pudo hacer fue asentir con una voz más o menos normal y disponer ojos y labios en una expresión que reflejara asombro ante la mera pregunta.
—Bueno, entonces tal vez pueda explicarme qué significa esta palabra. —El profesor señalaba «catalizador».
A Jojo le entró pánico. No podía pensar. ¡Su monitor se lo había explicado la otra noche! Incluso le había dicho, aunque en plan sarcástico: «Es posible que te convenga saber lo que quiere decir la palabra, por si alguna vez tienes que hacer creer a alguien que sabes qué has escrito». Pero ¿qué le había dicho? ¿Algo sobre precipitar cosas? ¿Sobre un magnicidio? ¡Mierda! El resto se le había borrado de la memoria.
—Bueno, lo sé —farfulló—, pero es que es una de esas palabras que sabes que sabes pero no sabes cómo expresar con palabras. ¿Me entiende?
—Es una de esas palabras que sabes que sabes, pero no sabes cómo expresar con palabras —repitió el señor Quat con tono arisco. Luego abrió el trabajo por una de las páginas interiores—. Aquí dice usted: «Cuando Jorge era un niño de corta edad, se asegura que su madre lo exhortaba constantemente: “Tienes que llegar a ser un gran monarca.” Una vez coronado, jamás consiguió zafarse del recuerdo de esa metronómica exhortación materna». ¿Qué significa «exhortación»?
El miedo atrofió la capacidad lógica de Jojo. Ni siquiera habría sabido encontrar una base lógica para su ignorancia. Lo único que se le ocurría era por qué diablos el mamón de Adam había utilizado palabras tan raras.
—Significa… —contestó por fin— ¿lo que le decía su madre?
—¿«Exhortación» significa: «Tienes que llegar a ser un gran rey»?
—No, si lo que quiero decir es que el significado… Sé lo que quiere decir y tal, pero definir lo que quiere decir en sí y eso…
—¿Acaso querer decir lo que quiere decir pero no saber definir lo que quiere decir es algo parecido a saber que se sabe pero no saber cómo expresarlo con palabras, señor Johanssen?
Jojo era consciente de que el profesor lo estaba liando a conciencia con tanto «querer decir» y tanto «saber definir» y tanto «expresarlo con palabras», pero no veía el modo de acabar con el jueguecito.
—No quería decir eso —respondió—. Lo único que quería decir era…
Quat lo interrumpió:
—¿Qué significa «materna», señor Johanssen?
—¡Madre! —espetó Jojo.
—No es la misma categoría gramatical, pero voy a darlo por bueno. Y, ahora, ¿qué me dice usted de «metronómico»?
El pánico y el alboroto se habían adueñado de la cabeza de Jojo. No tenía ni idea, y el profesor había cerrado la puerta a seguir mareando los «querer decir» y los «saber definir». Se quedó plantado con la boca entreabierta.
—Ay, lo siento, señor Johanssen —se disculpó el señor Quat, destilando sarcasmo—, ha sido una mala jugada, ¿verdad? Qué palabra tan difícil.
Jojo permaneció en silencio.
Quat pasó otra página con un aspaviento.
—Vamos a ver ésta. Aquí dice: «Jorge se consideraba el más avispado de los contrincantes políticos, pero lo que él tenía por sutil estrategia a menudo era a ojos de otros poco más que una torpe… —Señaló con el dedo la siguiente palabra, que era injerencia», sin pronunciarla—. ¿Seguro que se escribe así esta palabra, señor Johanssen? ¿Y qué significa?
—Esto… —La muletilla quedó suspendida en el aire. Jojo tenía la sensación de haber perdido toda capacidad de expresión.
—De acuerdo, «injerencia» también es difícil… Así que vamos a probar con «estrategia». ¿Qué significa «estrategia», señor Johanssen?
Jojo notó que le sudaban las axilas. «Estrategia», ésa desde luego la sabía, pero ¡ay, las palabras…! ¡Las palabras! ¡Las palabras se le habían escapado de la cabeza!
—Bueno… —empezó, pero no consiguió pasar de ahí. El «bueno» quedó suspendido en el aire junto con el «esto».
—De acuerdo, vamos a probar con «sutil». ¿Qué significa «sutil», señor Johanssen?
Con un esfuerzo de lo más absoluto, Jojo se las arregló para contestar:
—Sé lo que significa… —Pero eso fue todo. «Sé lo que significa» se alejó flotando y se unió a las muletillas.
—Pongamos punto final a esta triste demostración —propuso el profesor.
—¡En serio, me sé todas esas palabras, señor Quat! ¡Me las sé! ¡Lo que pasa es que tengo que decir lo que quieren decir como usted quiere que haga!
—Lo que quiere decir que sabe las palabras pero tiene un problemilla: no sabe lo que quieren decir.
—De verdad…
—¡Deje de hacer alarde de su ignorancia, caballero! Aquí está su trabajo.
Con los folios todavía levantados delante de Jojo, regresó de nuevo a la primera página. Jojo creyó que se lo iba a entregar y tendió la mano para cogerlo, pero el señor Quat lo apartó y se lo llevó al pecho. Luego introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un grueso rotulador. Dejó el trabajo encima de la mesa y con un furioso ademán trazó dos inmensas letras rojas en la portada, M y D, debajo del título. A continuación se lo entregó a Jojo, quien, pasmado, lo aceptó con gesto robótico.
—Cuando haga la media con sus otras calificaciones, señor Johanssen, verá que tiene graves problemas en esta asignatura. Pero eso es un asunto secundario. Tengo aquí base suficiente para presentar una denuncia por falta grave… y pienso presentarla de inmediato. No tengo ni idea de cuánto ha disfrutado usted riéndose de la vida académica de esta universidad, pero se le ha acabado el pasarlo bien. ¿Queda claro? Se le ha acabado… Y si intenta que interceda alguien por usted, quienquiera que sea, ¿se imagina a quién me refiero con «quienquiera que sea»?, no hará más que empeorarlo. ¿Queda claro?
Jojo estaba atónito.
El gordo recogió sus documentos y, sin volver a mirar siquiera a su alumno, se marchó del aula. Jojo se quedó allí plantado, desconcertado, sujetando el trabajo manchado de rojo como si tuviera los dedos congelados.
El señor Quat reapareció en el umbral.
—Por cierto —le espetó—, por si se lo estaba preguntado, eso son fotocopias.
Y desapareció.
No dejaba de darle vueltas la cabeza… ¡Joder! Vale, sí, había pedido a un monitor que le echara una mano. ¡Para eso estaban! Además, ¡se sabía esas palabras! Bueno, no tenía claro lo de «injerencia» ni lo de «metroloquequieraquefuese», pero, maldita sea, sabía el significado de «catalizador», o al menos lo había sabido la semana anterior. Sólo ocurría que no lograba acordarse de lo que le había dicho el pardillo del monitor. También se sabía «estrategia» y «sutil», y entendía lo esencial de «exhortación», más o menos. ¡Podía utilizarlas en una frase! ¡No le supondría el menor problema! Vale, era posible que «exhortación» le planteara alguna duda, pero «estrategia» y «sutil»… ¡Mierda! Lo único que pasaba era que le costaba soltar definiciones de carrerilla. ¿Qué se creía que era, un CD-ROM? ¿Y qué hostias hacía ese cabrón de Adam metiendo palabras como «injerencia» y «metrolechesleches» y a saber qué más? ¡Ese chaval era tan chungo como el señor Quat! ¿Lo había saboteado a posta? ¿Por qué si no iba a utilizar palabras que nadie había oído nunca? Salvo por esas dos palabras, coño, ¡se sabía el trabajo de cabo a rabo! Y todos esos insultos… «No haga alarde de su ignorancia, caballero…». ¡Y las amenazas! «Nadie, nadie puede ayudarlo…». Si las cosas rodaban mal, haría que el entrenador fuera a ver al tío ese y le arrancara la cabeza para luego cagársele tráquea abajo. Y entonces, de repente se acordó de que Jojo Johanssen también estaba en la lista negra de Buster Roth. Le dio la impresión de quedarse atornillado al escenario de su segunda experiencia demoledora.
No era el primer hombre que echaba el recuerdo de la humillación masculina por el desagüe de la memoria y acababa tropezando dos veces con la misma piedra.