11

En la pista central, toda una estrella

Bastante pasadas las diez de la mañana siguiente, Charlotte seguía en la cama, tumbada boca arriba, con los ojos cerrados, los ojos abiertos —lo suficiente para contemplar ociosamente las resplandecientes fisuras de sol que se colaban por donde los estores no llegaban a juntarse con el alféizar de la ventana—, los ojos cerrados —aguzando el oído a la espera de los sonidos de Beverly, que de vez en cuando suspiraba o gemía tenuemente en sueños—, los ojos abiertos, los ojos cerrados, un repaso mental a la noche anterior, una y otra y otra vez, para tratar de calcular el grado de ridículo al que se había sometido. Era su momento de mayor vulnerabilidad, de mayor ansiedad, ese interludio entre el instante de despertar y el de levantarse para hacerle frente al mundo… Lo sabía muy bien, pero no por ello dejaba de ser palpable esa sensación. ¿Cómo podía haber dejado que la sobara de aquella manera? ¡Y delante de todo el mundo! ¡De Bettina y de Mimi! Había salido disparada de Saint Ray sin intentar siquiera dar con ellas y había vuelto a pie, sola, hasta el Patio Menor, entre sombras monstruosas y en plena noche. ¿Cómo iba a atreverse a mirarlas a la cara? ¿Cómo podía haber creído que un depredador de la calaña de Hoyt no era más que un protector cordial y hospitalario que simplemente la rescataba del destierro social y daba legitimidad a su presencia? A su presencia en… ¿qué era aquello, un pozo de perversión y alcoholismo disfrazado de fiesta? En realidad aquel chico no era más que… más que… ¿un canalla redomado? Sí, exacto, un canalla, ésa era la palabra precisa, aunque nunca se la había oído decir a nadie en voz alta, ni siquiera a ella misma… Había dejado incluso que la convenciera de beber alcohol y pasearse con el vaso en la mano y el brazo de él por la cintura delante de todo el mundo… ¡A su madre le habría dado algo! No había pasado apenas un mes y ya había acudido a una fiesta en una hermandad y se había puesto a beber y había dejado que la manoseara en público un… un canalla de lo más falso que únicamente pretendía meterla en un dormitorio…

Bueno, no podía quedarse allí tumbada toda la vida, pero le daba pavor despertar a Beverly. Incluso entre semana, cuando Charlotte se levantaba y se vestía, por muy poco ruido que tratara de hacer, Beverly se revolvía bajo las sábanas y resoplaba molesta, como si aún estuviera dormida pero a punto de perder el sueño porque la costumbre pueblerina de su compañera de habitación de levantarse temprano estaba a punto de dar al traste con toda esperanza de descanso y, de paso, iba a amargarle el día entero. De un modo u otro, Beverly siempre lograba hacerla sentir como una paleta desconectada del mundo. Cuando regresaba a las tantas de la mañana haciendo ruido de verdad, a Charlotte le entraban ganas de dedicarle el mismo numerito, revolverse bajo las sábanas y resoplar, pero no se atrevía. De algún modo, quizá sólo mediante su actitud distante, Beverly había establecido que la eminencia del cuarto era ella. Era rica y había estudiado en un internado; ¿quién iba a ser tan idiota de privarla siquiera de treinta segundos del tiempo que dedicaba a remolonear en la cama un sábado por la mañana?

Sin un crujido, sin un chirrido, aguantando la respiración, Charlotte emergió de entre las sábanas con los ojos clavados en la forma inerte de la eminencia. Con el mismo sigilo se puso las zapatillas y la bata, centímetro a centímetro, agarró la toalla, el jabón y el neceser y fue de puntillas hacia la puerta… Pero se le escurrió la pastilla de jabón, que dio contra el suelo con un impacto que, dadas las circunstancias, bien podría haber sido una explosión. Paralizada de miedo, se volvió hacia la leona durmiente. ¡Oh, milagro entre los milagros! La reina de la selva ni siquiera gimió y no movió ni un músculo. Charlotte se agachó, recogió la pastilla y salió de puntillas de la habitación, cuidando que la puerta no hiciera el menor chasquido al cerrarse.

Gracias a Dios, apenas había nadie en el baño. Una chica de tez pálida casi carente de cintura salía de una ducha (¡desnuda!) envuelta en una niebla de vapor. En un inodoro había un chaval que hacía los habituales ruidos intestinales repugnantes. Qué asco. Se miró bien la cara en el espejo para comprobar los efectos de la noche anterior. Estaba algo demacrada, ¿no?, había perdido la vitalidad a golpe de culpa y vergüenza. Se la lavó apresuradamente y se cepilló los dientes, regresó al cuarto y abrió la puerta con el mayor mimo…

¡Sol! Los estores estaban subidos y Beverly miraba por una ventana, inclinada hacia delante, con los brazos apoyados en el alféizar, llevando las bragas y la camiseta corta que se ponía para dormir. Así, por detrás, se le marcaban los huesos de los cuartos traseros. Era una versión de piel clara de los etíopes famélicos que se veían en la televisión con moscas en los ojos. Se enderezó y se volvió. Sin la ayuda del maquillaje, tenía unos ojos desproporcionados, muy saltones, como de anoréxica. Con una sonrisita de malicia se quedó mirando a Charlotte, que se preparó para una reprimenda rebosante de sarcasmo por haberla despertado «tan temprano» un sábado por la mañana.

—¡Bueno! —exclamó, en cambio, Beverly. Un «bueno» malicioso e irónico. Le dio un buen repaso de la cabeza a los pies, sin dejar de sonreír con una comisura de la boca más levantada que la otra—. ¿Qué tal lo pasamos anoche?

Sobresaltada, Charlotte enmudeció un instante antes de lograr responder con timidez:

—Pues bien, supongo… No estuvo mal. —¡Anoche!

—Por lo visto hiciste un amigo.

Tuvo súbitas palpitaciones antes de que el corazón recuperase su ritmo más o menos normal, aunque todavía algo acelerado. ¡Ya había corrido la voz! ¡Eran las diez y media de la mañana y ya lo sabía todo el mundo!

Con voz vacilante:

—¿Qué quieres decir?

—Hoyt Thorpe. —La sonrisa de Beverly decía en realidad: «Sé más de lo que crees».

Charlotte tuvo la impresión de que le ardía el forro del cráneo. Estaba atónita. Y no sabía si su expresión revelaba miedo o simplemente recelo.

—Bueno, ¿y qué? —insistió Beverly—. ¿Te parece que está bueno?

Una abrumadora necesidad de desvincularse por completo de Hoyt y de todo lo sucedido hizo presa en Charlotte.

—No sé qué me pareció, la verdad, aparte de un borracho y un… y un… y un guarro. —La palabra que pensaba decir era «falso», pero no quería ofrecer a Beverly nada que le permitiera fisgonear demasiado—. ¿Cómo sabes que lo conocí?

—Pues porque te vi. También estaba.

—¿Ah sí? ¿En Saint Ray, en la fiesta? Pues a mí me pareció verte… —estuvo a punto de mencionar la «sala de potas», pero se lo pensó dos veces— nada, un segundo, pero luego desapareciste.

—Me pasó lo mismo. Qué agobio de gente, estaba superlleno. Además… como que parecías muy entretenida.

Con énfasis ligeramente excesivo:

—¡Pues no estaba entretenida con él!

—¿Ah no?

Con tono poco convincente:

—No.

—¿Ni siquiera un poquito?

—¿Y cómo sabes cómo se llama? Yo ni me había enterado del apellido hasta que lo has dicho tú ahora, y ya se me ha olvidado. ¿Hoyt qué más?

—Thorpe. ¿De verdad no tenías ni idea de quién era?

—No.

—¿Nadie te ha contado lo de que pilló a una tía, una de tercero, chupándosela a un gobernador (el de California, ¿cómo se llama?) en el Bosquecillo en primavera?

—No.

Beverly pasó a contarle la historia con pelos y señales, una versión ampliada tras cinco meses del incidente en la que Hoyt dejaba inconscientes a dos guardaespaldas del gobernador a puñetazo limpio.

Charlotte se había quedado con una palabra: «chupándosela». Tardó unos instantes en comprender a qué hacía referencia, y cuando por fin se encendió la bombillita le pareció ordinario que Beverly hubiera dicho algo así. No asimiló nada más hasta que llegó la pregunta final:

—¿Quieres volver a verlo?

—No.

—Va, venga, Charlotte. Anoche no dabas esa impresión.

Charlotte cayó en la cuenta de que era la segunda vez desde que se conocían en que Beverly la llamaba por su nombre.

Aquella mañana en concreto no le apetecía en absoluto adentrarse en un lugar tan concurrido del recinto universitario como Mr. Rayón, pero Abbotsford Hall (la Abadía), el enorme y lúgubre comedor gótico al que tenía que acudir como becaria que era, dejaba de servir desayunos a las nueve. Y sólo quedaba Mr. Rayón, que ya era un hervidero de gente y de ruido cuando entró ella, libro en mano (en concreto, un volumen de la bibliografía de la asignatura Introducción a la Neurociencia, titulado Descartes, Darwin y la dicotomía mente-cerebro, que pretendía leer durante el desayuno). Había largas colas en los seis mostradores correspondientes a los seis sectores. En el resto del espacio, los estudiantes zigzagueaban entre la multitud organizados en manadas, con un aspecto andrajoso que rozaba la perfección, vestidos con ropa juvenil de todo tipo (mientras no fuera de lana o seda), en especial prendas de estilo deportivo o militar: gorras de béisbol con la visera del revés, sudaderas con capucha, pantalones de chándal con gruesas rayas a los lados, pantaloncitos de tenis, cazadoras con números a la espalda, chaquetas de aviador, camisetas de tirantes verde oliva, pantalones de camuflaje… El ir y venir inquieto de tan variopintos y heroicos atuendos de guerrero de tres al cuarto frente a aquel trasfondo de exquisitez digital le resultaba mareante. Mantuvo la cabeza gacha. Su único objetivo era encontrar algo de comida que le bastara para posponer el hambre unas horas y un nicho en la pared donde consumirla.

Poco a poco logró hacerse un hueco entre el gentío, aún con la mirada clavada en el suelo, cargando una bandeja con el desayuno: cuatro rebanadas de pan integral (en la barra se habían quedado perplejos, pero se las habían dejado por cuarenta centavos), un cuadradito de mantequilla envuelto en papel de aluminio, un botecito minúsculo de mermelada con cierre al vacío (los dos gratuitos) y un vaso de zumo de naranja por cincuenta centavos (más barato que la única agua disponible, envasada en botellas de setenta y cinco centavos). Encontró una mesa pequeña pegada a la pared. Había dos sillas. Se sentó en una y colocó Descartes, Darwin y la dicotomía mente-cerebro en el extremo opuesto con el fin de ahuyentar a cualquiera que se planteara ocupar la otra. El pan integral, que parecía hecho a base de cascarillas secas, era duro de pelar, lo mismo que Descartes, Darwin y la dicotomía mente-cerebro. «Mientras que la doctrina que asegura que los cambios culturales no representan más que la constante exploración del organismo en el proceso de selección natural nos empuja a preguntarnos si la “mente” es en modo alguno autónoma, el argumento de que las “mentes” son capaces, mediante un proceso de “voluntades” organizadas, de crear cambios culturales plenamente independientes de ese proceso despierta, a la larga, el concepto puesto en duda del fantasma del interior de la máquina». Charlotte comprendía lo esencial del planteamiento, pero el esfuerzo que suponía enfrentarse a una retórica tan asfixiante a la hora del desayuno (¡todas aquellas comillas eran como una dermatitis!) le resultaba una pesadez insoportable. Además, necesitaba una mano para mantener el libro abierto, lo que provocaba un problema muy molesto cuando trataba de untar mantequilla y mermelada en las rebanadas. Así pues, lo cerró y alzó la vista para dar un repaso rápido a la cafetería…

Santo cielo. ¡Bettina y Mimi, a menos de diez metros, avanzaban entre el laberinto de mesas! En Mr. Rayón parecía que encontrar buena mesa era para todo el mundo una tarea vital y de lo más absorbente. Charlotte volvió a abrir el libro y se ocultó tras él. Demasiado tarde: aunque sólo había establecido un fugaz contacto visual con Bettina, ahora resultaba imposible fingir que no había reparado en su presencia. Así pues, asomó la cabeza justo en el instante en que su amiga la llamaba con su típico estilo campechano:

—¡Charlotte!

La saludó con una sonrisa forzada y una mano, mientras con la otra levantaba e inclinaba el libro dándole a entender: «Ya ves qué mala suerte, ahora no puedo hablar con vosotras, aunque me encantaría».

Si Bettina y Mimi captaron el significado de sus gestos, no lo demostraron en absoluto. De inmediato torcieron el rumbo y se dirigieron derechitas hacia ella, las dos sonriendo de oreja a oreja. Hizo lo que pudo para demostrar entusiasmo mientras Bettina se acomodaba en la otra silla y Mimi aproximaba una tercera de una mesa contigua. Charlotte hizo de tripas corazón en preparación para el repaso a… la noche anterior.

—¿Qué te pasó anoche? —Bettina fue directa al grano—. Te buscamos por todas partes antes de irnos.

Las dos se habían sentado inclinadas hacia delante, ávidas de información.

—Es que volví dando un paseo —respondió—. Yo tampoco os veía, así que me decidí a volver sola. El camino de regreso a oscuras daba un poco de miedo.

—A mí se me ocurrió que a lo mejor no volverías —apuntó Mimi con una sonrisa de complicidad.

—Sí —terció Bettina—. ¿Quién era ese tío? Menudo chulazo. —Su sonrisa y el brillo de sus ojos indicaban que quería enterarse de todo, hasta el último detalle de aquel jugoso cotilleo.

—¿Qué tío?

—¡Venga, mujer! —exclamó Mimi—. Que qué tío. ¿Es que conociste a diez o qué? —Pero ya no le hablaba con el tono de impaciencia de la noche anterior. La observaba con la mirada reluciente de quien está mentalizado para escuchar una historia apasionante y espera que lo impresionen.

—Supongo que os referís a…

—Supongo que me refiero al tío que le metía mano de forma descarada a Charlotte Simmons en la fiesta de Saint Ray, a ese tío. ¿Quién es? —Ojos enormes, sonrisa ávida.

A Charlotte la abrumó el ansia de dejar muy claro que cualquier cosa que hubieran visto, las palmaditas, el manoseo, los achuchones, carecía de importancia.

—Pues se llama Hoyt. O así lo llamaba todo el mundo, porque él no llegó a decírmelo. Es de esa hermandad. Eso es todo lo que sé, bueno, eso y que no es de fiar.

—¿Cómo que no es de fiar? —Bettina abrió los ojos como platos—. ¿Qué hizo? —Sus ojos demandaban: «Desembucha hasta el último detalle».

—Bueno, es que primero iba de buen anfitrión. Me dijo que iba a darme una vueltecita para enseñarme la casa y la sala secreta esa que tienen, de la que estaba muy orgulloso, y demás. Y luego empezó a sobarme. Lo único que pretendía era meterme en una habitación, los dos solos. Fue tan… tan… El tío es un asqueroso.

—A ver, un momento —interrumpió Mimi—. ¿Cómo lo conociste?

—Pues estaba allí tan tranquila y se me acercó por detrás, me puso una mano en el hombro y me preguntó… Ay, es que es una tontería tan grande… Me da vergüenza. Qué tonta fui, cómo piqué.

—Pero ¿qué te dijo? —preguntaron sus dos amigas, prácticamente al unísono.

—Es que me da mucha vergüenza. —Charlotte titubeó, pero el placer de ser el centro de atención pudo con todo lo demás—. Me dijo que me parezco mucho a Britney Spears. ¡Qué tontería!

—¿Y entonces empezó a toquetearte? —preguntó Mimi.

—Sí.

—Pero vamos, no en serio, no te metía mano, ¿verdad?

—No, eso no.

—Y entonces te preguntó si querías bailar y salisteis a la pista y empezasteis a darle, ¿no? —Mimi se recostó en la silla.

—Lo intentó… ¿Cómo lo sabes?

Su amiga se encogió de hombros, ladeó la cabeza y suspiró con un exagerado gesto de fingida ignorancia.

—Había una posibilidad superremota. Y luego seguro que te invitó a dar una vuelta por ahí.

—Es que no quise bailar con él —aclaró Charlotte—. Vi cómo bailaba todo el mundo y me pareció una guarrada. ¡No me dio la gana!

—¿Y cómo se lo tomó?

—Pues no hacía más que insistir que tenía que bailar con él, que tenía que bailar. Se puso a suplicar y luego prácticamente se enfadó conmigo. Al final desistió y me llevó a ver la sala secreta esa que tienen en el sótano.

Borracha de estrellato, les relató con lujo de detalles el episodio de la puerta camuflada en un panel de madera, del gorila o lo que fuera que habían tenido que superar (clavó la barbilla en la clavícula para imitar su cuerpo hipertrofiado) y de la «estúpida sala secreta». Había sido todo «tan inmaduro»… Evitó mencionar, por supuesto, el gran vaso de vino que había aceptado. A continuación les ofreció la historia de la subida por las escaleras e, indignada, repitió las descaradas frases «Esta habitación la hemos pillados nosotros» y «Vale, pero cuando acabéis me avisas», y añadió que se había marchado hecha un basilisco. Las dos estaban pendientes de cada coma.

—¿Estás segura de que te fuiste? —insistió Mimi.

Charlotte la miró sin entender.

—¡Pues claro que estoy segura!

—Vale, vale, sólo era una pregunta. Sabes qué, a los tíos esos de las hermandades les gusta fardar entre ellos al día siguiente de lo rápido que se han enrollado con una tía a la que no conocían de nada. ¡Es que lo cronometran! ¡En serio, miran el reloj y cronometran lo que tardan!

Charlotte odió a Mimi por aquel comentario. Estaba tratando de ridiculizar la sola idea de que a Hoyt le hubiera resultado atractiva de verdad, de que hubiera sentido algo por ella, aunque su interés hubiera estado en enrollarse con ella, según las propias palabras de su amiga.

Pero entonces el chaval regordete al que Hoyt había llamado cruzó por la mente de Charlotte: «Vale, Hoyto, siete minutos, se acaba el tiempo». Eso, desde luego, no tenía la menor intención de contarlo.

—Les encanta jugar a eso con las novatas —prosiguió Mimi—. Seguro que has oído hablar de la «carne fresca». Espero que no hicieras nada con él, porque te garantizo que se lo contaría a sus amigos, todo, desde si tienes las tetas grandes hasta… Bueno, todo.

Charlotte miró a lo lejos, más allá de su interlocutora, afectando aburrimiento. Mimi quería que se sintiera insignificante, ¿no?, una ingenua más, una víctima más de una broma sexual despiadada, un trozo más de carne fresca, todo menos una chica guapa que había llamado la atención de un chulazo. Mimi, una de las tarántulas de las que le había hablado la señorita Pennington, aunque ya no estaban en el instituto de Sparta sino en Dupont…

¡Un momento! Bien pensado, las tres, Beverly, Mimi y Bettina, le habían hecho un cumplido involuntario, el único tipo de cumplido sincero que ellas conocían. En las seis semanas que llevaban compartiendo cuarto, Beverly la había tratado como a una persona (y no como a un bicho raro de pueblo que por alguna extraña razón había aterrizado en su territorio) exactamente en dos ocasiones. La primera, la madrugada en que había vuelto borracha y le había suplicado, se la había camelado, la había engatusado, la había obligado a irse al sexilio con falsos arrullos. Desde aquella noche hasta esa misma mañana, ni siquiera se había dignado a dirigirse a ella por su nombre. Pero de repente hoy había vuelto a ser «Charlotte», y no porque quisiera nada de ella, excepto información personal sobre una compañera de habitación que de repente resultaba interesante, aquella Charlotte Simmons. Por su parte, Mimi había dejado de ser la mujer de mundo californiana que suspiraba y ponía los ojos en blanco ante la ingenuidad de una pueblerina despistada. De repente estaba… celosa. ¡Sí, celosa! ¡Era obvio! En cuanto a Bettina, la más franca de las tres, la mejor como persona, estaba claramente admirada.

Charlotte se volvió hacia Mimi, sonriendo con un aplomo desacostumbrado en ella.

—Vaya, vaya. ¿Cómo sabes todo eso, Mimi?

Contrariada:

—Todo el mundo lo sabe.

—Ah, una cosa que no os he contado —añadió Charlotte en un arrebato de seguridad en sí misma—: cuando volví me topé con unas chicas sentadas en el pasillo de nuestra planta? Tiradas en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas estiradas, y no podías pasar si no las doblaban? Se apartaron, claro, pero me miraban y no hacían más que preguntarme dónde había estado. Parecían… muy extrañas.

—Son las gnomas —explicó Bettina—. Bueno, yo las llamo así. Se quedan ahí tiradas todos los fines de semana y se dedican a mirar cómo sale y entra la gente y a cotillear de lo que ven. Están supercolgadas… —Soltó una risita—. Nosotras somos mucho mejores. Nosotras somos… la Comisión de Grandes Fiestas. Y entonces las tres, la Comisión de Grandes Fiestas en pleno, prorrumpieron en carcajadas.

Charlotte apartó de nuevo la mirada, sonriéndose como si le hiciera gracia lo de las gnomas y la Comisión de Grandes Fiestas, pero en realidad se alegraba de pensar en la clasificación social: no estaba en el último puesto, como las gnomas, pero tampoco atrapada en la clase media con eternos deseos de grandeza, la Comisión de Grandes Fiestas.

¡Y ella que había sufrido tanto creyendo que se había puesto en ridículo delante de sus amigas! Al contrario, para ellas había ascendido de categoría, se había convertido en alguien interesante, una persona a la que tener en cuenta (y envidiar), una chica guapa que sabía de qué iba la cosa… Y todo porque un chulazo se había molestado en perseguirla, daba igual lo pérfidos que fueran sus motivos.

Se reclinó en la silla, elevó la barbilla e invitó al mundo entero (a todos aquellos chicos y chicas vestidos con ridículos uniformes que aludían a Una Vida Activa, aunque se dedicaban a pulular por la enorme caja de diseño ultramoderno que era Mr. Rayón) a echar un buen vistazo a Charlotte Simmons. Y sin darse cuenta empezó a pensar en la hendidura del mentón, en la mueca irónica, en los exóticos ojos color avellana, en aquella mata de pelo castaño de niño bien… Aunque todo eso no le hacía menos abominable, por supuesto.

—¡Alto ahí! ¡Alto ahí! ¡Me cago en Dios, Sócrates! Cono, mira que eres… —No concluyó el insulto en ciernes.

Los jugadores se quedaron de una pieza. Se quedaban de una pieza cada vez que oían uno de los «coños» o los «putos» del entrenador. Vernon Congers, que acababa de vencer a Treyshawn y Jojo en el duelo por un rebote, se quedó paralizado con el balón cerca del hombro derecho y los codos desplegados en un ángulo extraño, exactamente como los tenía en el momento en que el entrenador había gritado su «¡Alto ahí! ¡Cono!». Buster Roth siempre tenía su artillería de improperios preparada para una descarga fulminante.

Y por aquí llegaba el míster, cruzando la pista a paso lento y amenazador, oscilante y esparrancado, como si tuviera los muslos tan musculados que no pudiera juntarlos aunque quisiera, y traía el rostro fruncido en toda la plenitud de la típica mueca desdeñosa Buster Roth. A Jojo no le hacía ninguna gracia que el entrenador se pusiera así. Sabía que se avecinaba la Perdición. Se sentía atrapado en los dominios de la Perdición, la cancha, con su parquet claro iluminado por los focos LumeNex hasta resplandecer. La pista era un pequeño rectángulo en el fondo mismo del bol infernalmente negro de la Perdición. A su alrededor se alzaban acantilados de asientos sumidos en la oscuridad cual muros de infinita altura.

Cuando estaba a una decena de pasos, el entrenador fulminó con la mirada a Vernon Congers como si acabara de cometer un terrible error y le dijo con voz grave y furiosa:

—Dame el balón, coño.

Congers, como un zombi, se lo pasó haciéndolo describir un arco poco pronunciado. Buster Roth lo atrapó y se lo colocó sobre palma de la mano derecha. Luego empezó a lanzarlo a unos diez centímetros de altura y cogerlo, diez centímetros y cogerlo, diez centímetros y cogerlo, mientras fulminaba a Jojo con la mirada. Sin pronunciar palabra giró sobre los talones, cogió impulso y lanzó la pelota hacia la fila doce de las gradas del Buster Bowl, donde cambió de trayectoria al chocar con un respaldo y rebotó entre los asientos y descansillos de hormigón, algo más arriba.

Se volvió hacia Jojo de nuevo, más furioso que nunca.

—Bueno, bueno, amigo Sócrates —empezó con tono normal, si bien un tanto sarcástico—. Eres un pensador de renombre, así que ¿por qué no me cuentas lo que crees que estás haciendo aquí, Sócrates…? ¡¿Uno de tus putos diálogos peripatéticos?! ¡¿Es que los filósofos griegos pasáis directamente de saltar a por un balón, coño?! ¡¿Por qué no te mueves un poco, coño, como si aún tuvieras sangre en las venas, en vez de quedarte plantado como una puta estatua griega?! ¡¿Quién coño te has creído que es tu entrenador, el profesor Nathan Margolies?! ¡¡Se supone que tienes que cubrir los tableros, joder, no estar ahí plantado como un pasmao de setenta años atragantado de cicuta!! Si tanto te apetece hacerte el muerto, joder, ¡¿por qué no te pones a actuar en un puto drama griego?! ¡¡He oído por ahí que Sófocles ha montado un casting, coño!! ¡¡El muy cabrón tiene noventa años y tampoco le gusta saltar arriba y abajo!! ¡¡Seguro que unos mamones como Sófocles y tú hacéis buenas migas!! ¡¡Él tiene noventa años y tú setenta y uno, coño, y estás a punto de palmarla de una sobredosis de cicuta!! ¡¿Por qué no…?!

Jojo era consciente de que tenía que quedarse allí calladito y dejar que acabara de despotricar. Todos habían pasado por eso en un momento u otro, así que no había por qué sentirse humillado. Aun así, aquella diatriba tenía un no sé qué… Era como si el entrenador la tuviera ensayada o algo así. Seguro que había estado leyendo sobre un montón de cosas, como lo de los diálogos peripatéticos y lo de que Sócrates había muerto a los setenta y un años y Sófocles había escrito obras de teatro a los noventa. ¡Leyendo! Al entrenador no le hacía gracia que uno de sus jugadores hubiera desoído sus instrucciones y se hubiese matriculado en un curso de Filosofía de nivel trescientos. No le hacía la más mínima gracia. Aquella invectiva en concreto tenía algo extraño, algo malsano.

De repente el entrenador se volvió hacia los demás jugadores. Hablaba en su tono de voz «normal», lo que en su caso venía a ser un tono de voz insidioso y sarcástico:

—Ah, se me olvidaba. Quizás alguno de vosotros no ha saludado todavía al jugador anteriormente conocido como Jojo. A ver, sed educados y dad la bienvenida a todo un filósofo de primera fila, todo un pensador, el profesor Sócrates Johanssen…

Con el rabillo del ojo Jojo alcanzó a ver en la banda a tres alumnos encargados que no se perdían detalle, que estaban atiborrándose de todo aquello, devorándolo ansiosos y con avidez. Los alumnos encargados eran estudiantes que se prestaban voluntariamente a ser los esclavos del equipo, a hacer todo el trabajo sucio que no habría querido un mexicano muerto de hambre, a limpiar lo que ensuciaban los jugadores, a recoger sus coquillas y sus prendas de entreno sudadas y ponerlas a lavar, a fregar las vomitonas cuando se emborrachaban tras los partidos fuera de casa. Uno de ellos era una muchachita taciturna de anchas caderas llamada Delores. Era morena y llevaba el cabello largo y con raya en medio, lo que le daba aspecto de india, y vestía unos gruesos pantalones de chándal gris claro, lo que le daba aspecto de india con forma de bolo. A Jojo le daba rabia. A lo mejor eran neuras suyas, pero durante los entrenamientos, cada vez que metía la pata, la pillaba riéndose con disimulo y cuchicheando con algún otro encargado. Nunca le sonreía a él, sino que se divertía a su costa. Una vez, nada más pasar por su lado, la oyó decir claramente: «Mira el corto ese»; y otro día: «Ahí va el cerebrito con patas». Si era toda una lumbrera, ¿qué hacía trabajando gratis allí?, porque su trabajo, por muchas pretensiones que le pusiera, era poco más que hacer de limpiarretretes.

—Muy bien —prosiguió Buster Roth, mirando directamente a Jojo—, veo que te has puesto cachas durante el verano. Estupendo. Pero si esos musculitos no son más que peso muerto, coño, podemos meter en tu lugar al puto Arcón. Puestos a tener en la pista a un pavo que no mueve un dedo, al menos es más grande que tú.

Jojo detectó cuchicheos y risillas sofocadas en las bandas y en un par de jugadores en la pista. Reuben Sayford, llamado el Arcón, era un placador ofensivo de más de ciento cincuenta kilos del equipo de fútbol americano. A Jojo se le aceleró la respiración. El entrenador era el entrenador, pero se estaba pasando un pueblo y medio.

Buster Roth dejó de hablar pero siguió mirando a Jojo de un modo extraño. Luego dobló el índice en forma de gancho varias veces y dijo:

—Ven aquí.

Jojo estaba sudando a raudales. La parte superior de la camiseta de tirantes de color malva se le había empapado hasta tal punto que parecía llevar un babero oscuro. El entrenador se volvió hacia Vernon Congers, que también había tomado parte en la lucha por el rebote y no estaba a más de cuatro pasos de Jojo.

—Congers —lo llamó, al tiempo que lo reclamaba con otro gesto del dedo ganchudo—, ven tú también. Los dos se plantaron delante del entrenador. Congers también sudaba, y la transpiración daba a su piel amarronada un brillo lustroso. Sus músculos de gimnasio destacaban en altorrelieve, en especial los deltoides, que le sobresalían de los hombros como un par de gordas manzanas.

En una voz de lo más corriente, el entrenador ordenó:

—Cambiaros la camiseta.

Todas las implicaciones de esas tres palabras golpearon a Jojo al unísono. Se quedó pasmado, mudo de asombro, paralizado. Degradado al segundo equipo. Seis días antes del partido inaugural, ¡que iba a disputarse allí mismo, en Dupont! Se enfrentaban a un equipo de pacotilla, el Cincinnati, pero era el primer encuentro de la temporada. ¡Los estudiantes, los antiguos alumnos, los donantes del Club de los Charlies! ¡La prensa! ¡Los ojeadores de la Liga! ¡Todos verían a Jojo Johanssen chupar banquillo! ¿Qué equipo de la Liga iba a considerar siquiera la posibilidad de fichar a un ala pívot venido a menos? Esos mismos que lo habían mirado como a un dios, los estudiantes, los hinchas corrientes, los adictos al deporte pegados al televisor, todos esos pavos que querían un poquito de «¡Va, va Jojo!», un autógrafo, una sonrisa, un saludo, o sencillamente la oportunidad de estar en el mismo sitio que él, de respirar el mismo aire que él… ¡hasta ésos apartarían la mirada! ¡Jojo Johanssen, un pobre desgraciado! Eso suponiendo que alguien se acordara de él… Congers ya se quitaba la camiseta amarilla, dejando al descubierto los abdominales, que destacaban como adoquines, y los oblicuos, que coronaban la convexidad pélvica como piezas de armadura.

Jojo siguió mirando al entrenador, como si en cualquier momento fuera a decir: «Vale, chaval, era una broma. Sólo quería llamarte la atención». Pero el entrenador no solía decir las cosas en coña. No le chispeaban los ojillos de alegría. El momento se prolongó… se prolongó… se prolongó… se prolongó… hasta que, al cabo, Jojo no tuvo otra opción que empezar a quitarse la camiseta malva. El caballero deshonrado rendía la espada y la cota de malla. Todas las miradas estaban centradas en él mientras los focos LumeNex iluminaban el escenario de parquet claro… Ya puestos, podría haber sido el mundo entero, porque de todos modos el mundo entero se enteraría pronto. Un silencio de muerte, ni el más mínimo sonido… Pero ¿qué podía decirse cuando se presenciaba el desmoronamiento de un hombre? La humillación definitiva fue ponerse la camiseta amarilla de Congers y notar cómo el sudor que había dejado en ella su cuerpo negro, vigoroso, magnífico y triunfante, enfriaba su propio armazón agotado, exangüe y pálido hasta la blancura más absoluta.

Se reanudó el partido de entrenamiento y, en un sentido puramente intelectual, Jojo fue consciente de que había llegado la hora de demostrar de qué madera estaba hecho, de acosar a Congers en defensa como nunca había sido acosado un ala pívot, de correr más que él, de saltar más que él, de forcejear más que él, de amagar mejor que él, de sacarlo de la cancha a fuerza de canastas, de machacar a aquel hijoputa. Sí, desde luego, eso lo sabía intelectualmente, pero tenía el ánimo por los suelos, y eso era lo único que entendía su cuerpo. Fue Congers quien se encargó de correr más que él, de saltar, de forcejear, de amagar, de sacarlo de la cancha a fuerza de canastas y también de machacarlo. En cuestión de quince minutos no podría haber quedado más claro que, por enésima vez, Buster Roth, genio y señor del Buster Bowl, había demostrado ser un juez implacable de la calidad del ganado deportivo. Jojo abandonó la cancha con la peor sensación de humillación sufrida jamás por un deportista.

Como no podía ser de otro modo, los demás hacían un diligente esfuerzo por no mirarlo, Mike incluido. Sí, su amigo, con toda intención, se mantenía absorto en una charla con Bousquet. En el margen de la visión periférica de Jojo, no obstante, había un par de ojos bien grandes pegados a él. Volvió la cabeza. Era Delores, la alumna encargada con cara de india y culo gordo. Era la única persona sentada todavía en el banquillo.

—No te rindas, Jojo —le dijo.

Si lo hubiera dicho motivada por una preocupación sincera, ya habría sido bastante malo, porque lo único que le faltaba en ese momento era que una «alumna encargada» volcara en él su compasión. Pero, para más recochineo, le pareció que una sonrisa asomaba a las comisuras de su boca.

Se le formó una neblina roja delante de los ojos. Viró en dirección a ella y le soltó:

—¿A qué demonios viene eso?

Desconcertada, la chica encogió hombros y enarcó cejas. Sin embargo, no apartó la vista de él ni un instante, siempre con aquella mirada… ¿irónica?

—Estás intentando quedarte conmigo, que te tengo calada.

—Bueno, no hace falta que me cuelgues el muerto. —La calma de su voz no sirvió sino para empeorar las cosas.

—Pero ¿qué muerto? —No esperó respuesta. Levantó la barbilla y añadió—: ¿Por qué haces esto? Venga, ¿por qué?

—¿El qué?

—Esto. Este «trabajo» tuyo, esta… —iba a decir «mierda», pero se lo pensó mejor—: historia de ser alumna encargada.

—Bueno…

—No te ganas el respeto de nadie con eso. Ya lo sabes, ¿verdad?

La chica se encogió de hombros con despreocupación, cosa que enfureció a Jojo, que se le acercó un poco más.

—¡Todo el mundo se ríe de vosotros, si quieres que te diga la verdad! ¡Todo el mundo se pregunta cómo podéis rebajaros hasta el punto de aguantar esta mierda! Alumno encargado… Alumno encargado, ¡y una polla! ¡Alumno esclavo, más bien! ¡Alumno encargado de traer el orinal de la pota! —Se le aproximó más todavía—. ¡El equipo entero se descojona de vosotros!

En ese instante Jojo era la viva imagen de la superioridad. La mole de dos metros ocho se alzaba sobre el bolo de cabello indio y cutre chándal gris sentado en el banquillo situado a sus pies.

Se la veía asustada, pero no cedió. Con una vocecilla insignificante, replicó:

—Eso no es verdad, y siento lo que te ha pasado en la pista… pero yo no he tenido la culpa.

Naturalmente, tenía razón, lo que empeoró aún más la situación.

—¡Dices que no es verdad! ¿Y si hacemos un pequeño experimento? ¡Si escupo en el suelo, eres tú la que se va a arrodillar a limpiarlo!

Ella levantó la mirada hacia aquella enorme cabeza blanca coronada de cabello rubio, que parecía florecido de ira. No se atrevió a abrir el pico; el gigante estaba a punto de estallar.

Jojo hinchó el pecho, elevó el mentón cuanto pudo e inspiró, purgando los senos frontales, las vías nasales y los pulmones con tanta furia como si tuviera intención de absorber el banquillo, a la chica, todo el Buster Bowl y la mitad del sudeste de Pensilvania por la nariz. Mantuvo la mueca forzada hasta que se le ensanchó el cuello, estriado de músculos, tendones y venas, colmó el pecho hasta el último milímetro de su capacidad y escupió. La chica se quedó mirando el extremo de la pista, allí donde había caído un prodigioso bolo de flema viscosa entreverada de pus amarillento.

—Límpialo —ordenó él, a medio camino entre el siseo y el gruñido, y echó a andar para largarse de allí.

Delores no se movió ni emitió sonido alguno. En ese momento, Buster Roth, que salía de la pista camino de su despacho, pasó por su lado, miró atónito una vez y luego otra, se paró y mantuvo la mirada fija en la virulenta porquería del suelo.

Se volvió hacia Delores:

—Dios bendito, ¿qué diablos es eso? ¡Límpialo!

Delores señaló a Jojo, que ya se alejaba, y lo acusó:

—Que lo limpie él.

Roth se quedó tan pasmado de que alguien en Dupont, sobre todo una criatura tan insignificante como aquélla, se atreviera a contestarle, que perdió el habla.

—Es suyo —aclaró ella.

Los cálculos químicos analógicos del cerebro de Buster Roth casi resultaron visibles. Estaba claro que la chica no mentía. No cabía duda de que el gigante rubio había sido el guarro que había escupido aquello. Así pues, podía elegir entre ordenar a la muchachita que hiciera lo que le decía u obligar a Jojo a hacerlo. Pero, claro, la chica era de inteligencia muy viva, una trabajadora incansable que hacía la mayoría de las cosas antes de que se lo pidieran, la mejor alumna encargada que tenía a sus órdenes desde hacía muchísimo. Por otro lado, ¿de verdad quería hacer que la humillación de Jojo fuera total y absoluta ordenando a aquel hombretón de ciento trece kilos que se pusiera a cuatro patas en el Buster Bowl y limpiara semejante escupitajo? Joder… era un dilema insoluble. Así pues, sin decir palabra y sin mirar siquiera a ninguno de los dos, Buster Roth fue detrás del banquillo, cogió una toalla arrugada del suelo, regresó y la dejó caer sobre la porquería nauseabunda. Luego se puso a restregarla con el pie. No iba a quedar perfecto, pero maldita la gana que tenía de tirarse por el suelo. De ese modo al menos dejaría de ser identificable.

Cuando terminó, esa zona de la pista había quedado cubierta de un barnizado mucoso de un par de palmos de diámetro. Los poderosos focos LumeNex del Buster Bowl realzaban su viscoso relieve, o quizás eran imaginaciones suyas. En cualquier caso, ya se ocuparía luego de hacer que otro encargado limpiara los restos.

Jojo, que descendía por la rampa camino de los vestuarios, había oído la conversación y su humillación había caído en picado hacia los abismos del remordimiento. ¿Cómo podía haber hecho algo así? ¿Cómo podía haber tratado a esa chica de esclava y todo lo demás? ¡Y ella le había plantado cara, y también a Buster Roth! Se la imaginó diez kilos más delgada, de caderas esbeltas y desnuda.

Nada más echar un vistazo al pavo que se les acercaba, Hoyt lo identificó como un colgado.

—Eh —le dijo a Vanee, que estaba sentado delante de él a una mesa de Mr. Rayón—, ¿quién es ése? —Señaló discretamente con la cabeza.

Vanee volvió la mirada en esa dirección con todo el disimulo de que fue capaz.

—Ni flores.

Hoyt echó otro vistazo. El tío iba con un anorak rojo con la leyenda «Medias Rojas de Boston» en la pechera. Lo llevaba abierto, dejando a la vista una «animada» camisa remetida en unos pantalones de franela negra. Y qué decir del pelo; moreno, rizado, más largo de la cuenta… y con raya en medio. ¡Con raya en medio! Todo el mundo sabía que el pelo largo era cosa de siniestros, que se llevaba corto y sin raya. ¡Es que iba por la vida con raya en medio! Además, era delgado sin parecer en absoluto fibroso, y mucho menos cachas. Para el caso, era como si llevara un cartel colgado del cuello en el que pusiera: «Colgado».

El pardillo fue directo a su mesa, miró a Hoyt con unos ojazos timoratos abiertos de par en par y saludó:

—¡Hola! ¿Eres Hoyt? —Y se las arregló para esbozar una mueca que quería ser afable, pero, le temblaba el labio inferior.

—Pues sí —respondió el aludido, al tiempo que le sostenía la mirada en actitud desafiante.

El colgado se volvió hacia Vanee y esbozó otra sonrisa.

—Y tú… ¿Vanee?

Éste no dijo ni palabra. Se limitó a asentir… con un gesto de superioridad que venía a decir: «¿Y bien…?».

El colgado pasó la mirada de Vanee a Hoyt y luego de Hoyt a Vanee y anunció:

—Soy Adam. No quiero… esto… —No le vino a la cabeza qué no quería, así que sonrió al tiempo que apartaba los ojos.

—Entonces, ¿por qué hostias lo estás haciendo? —replicó Hoyt entre dientes.

—¿Qué? —preguntó el colgado.

Hoyt hizo un leve movimiento con la mano como para restarle importancia.

El colgado se armó de valor y continuó:

—¿Os importa si os pregunto algo un momento?

Vanee miró a Hoyt, que mantuvo la vista fija en el pardillo un par de milésimas de segundo y dijo:

—Adelante.

—Gracias —repuso el colgado. Casi sin mirar, se inclinó hacia atrás, cogió una silla de la mesa contigua, la acercó y se sentó, echándose hacia delante con los antebrazos apoyados en los muslos y las manos cogidas entre las rodillas—. Soy del Daily Wave. —Miró fugazmente a un lado y otro y luego a Hoyt y Vanee—. Varias personas le han contado a mi jefe de redacción que vosotros… —sonrió como si fuera a sacar a colación el asunto más divertido del mundo— bueno, que le gastasteis una broma de la leche al gobernador de California la primavera pasada, cuando vino para la ceremonia de entrega de diplomas.

Miró a derecha e izquierda más rápido aún y se aferró a su sonrisa como si le fuera la vida en ello. Evidentemente lo hacía para disimular un acceso de parpadeo atáxico y el hecho de que se le había disparado la nuez, que ascendió y descendió grotescamente al tragar saliva de manera involuntaria.

Hoyt vio que Vanee lo fulminaba alarmado y le preguntó al colgado, como si aquello lo trajera sin cuidado:

—¿Quién te ha contado eso?

—Supongo que… Bueno, no me lo han contado a mí exactamente. Se lo contaron a mi jefe, eso fue lo que ocurrió. Y él me pidió que lo comprobara. Así que he venido a… —Tampoco consiguió dar con el verbo necesario, por lo que recurrió a encogerse de hombros varias veces. Arrugó los hombros, arrugó las cejas y con los labios esbozó una sonrisilla inocente.

—¿Tú sabes de qué va eso, Vanee? —preguntó Hoyt.

Su amigo negó con la cabeza, pero con más vehemencia de la cuenta, a decir verdad.

—El gobernador de California… —prosiguió Hoyt, dirigiéndose al colgado—. ¿Qué se supone que le ocurrió al gobernador de California?

—Bueno, justo antes de la ceremonia de entrega de diplomas, uno o dos días antes… —empezó el colgado—. A ver, ¿cuándo fue el concierto de Swarm? Tengo que contrastar todo esto… Por eso os lo pregunto… —Arqueó las cejas como para transmitir una súplica desesperada—. Para enterarme bien. Total, lo que esa gente le contó a mi jefe… Bueno, no fue sólo una persona, porque, o sea, no le habríamos dado mucha importancia si hubiese sido sólo una persona. Pero es que es uno de esos rollos de los que habla todo el mundo…

—¿El qué? —insistió Hoyt, que empezó a dar vueltas el índice en un ademán que venía a decir: «Venga, suéltalo de una vez».

—Bueno… Lo que esa gente, esos estudiantes que digo… Son todos estudiantes… A ver, o sea, tampoco sé así bien si son todos estudiantes, pero eso es lo que me dijo mi jefe… Es que mi jefe no ha ido en plan a buscar el reportaje, no ha ido nadie, vamos… Vinieron ellos a contárnoslo… —El colgado se interrumpió. Ya no recordaba la sintaxis de la frase que había empezado—. Total, que nos dijeron que había sido después del concierto de Swarm en el auditorio, que se ve que ya era después de medianoche, más o menos, y vosotros volvíais al campus por el Bosquecillo y visteis al gobernador allí mismo, en el Bosquecillo, y una tía se la estaba chupando… —Hizo una pausa para mirar a Hoyt y Vanee, como para darles la oportunidad de responder—. ¿Voy bien hasta el momento?

—Vaya, vaya —comentó Hoyt, en un tono aburrido en plan sarca uno—. ¿Y qué pasó entonces?

—Bueno… entonces… según me han dicho… No digo que sea necesariamente cierta ni una cosa ni la otra… He venido para preguntároslo… —una mirada de una sinceridad de brazas y más brazas de hondura— porque, según he oído, el gobernador tenía un par de guardaespaldas que también estaban en el Bosquecillo, aunque no allí mismo, ni mirando ni nada por el estilo, pero que os vieron y fueron corriendo, y vosotros os echasteis encima de ellos y les disteis una paliza.

—¿Dos gorilas? —farfulló Vanee—. Y nosotros nos echamos encima…

«Vanee —pensó Hoyt—, qué coooorto eres».

—Por eso os lo quería preguntar a vosotros personalmente —recalcó el colgado—. ¿No pasó así? Lo único que me interesa es… pues eso… enterarme de cómo pasó. —El colgado estaba ya convencido de que iba por buen camino. Tendría que haber sido subnormal para no darse cuenta.

—Vanee —dijo Hoyt con otra sonrisa en plan sarca uno—, eres un pervertido de la hostia, tío. —Y al colgado—: ¿Y ésa es la «broma de la leche»?

—Supongo que «broma» no es la expresión más exacta —se excusó el colgado—, pero, bueno, digo «broma» en el sentido de que no fuisteis allí a pegar a nadie, ni a ver cómo se la chupaban al gobernador de California… Y la gente que nos lo contó lo llamaba «la Noche de la Gran Mamada», en plan de historia un poco insólita, divertida, que había pasado, y ya. Bueno, a ver, ¿fue así o no? ¿La historia se acerca al menos a la realidad?

Hoyt prácticamente notaba la mirada de Vanee taladrándole la cabeza, suplicándole…

—Voy a decirte lo que tienes que hacer —contestó al colgado—: ¿por qué no llamas al gobernador de… qué estado has dicho… California? A ver qué te cuenta.

—Ya lo he llamado —respondió el colgado.

Vanee no pudo reprimirse:

—¿Que lo has llamado? ¿Y qué ha dicho?

—No me pasaron con él personalmente. Hablé con una especie de… portavoz, una tía. Me soltó que la historia ni siquiera se merecía declaraciones. Así, tal cual. Claro que, para mí, eso no es lo mismo que negar que haya ocurrido.

Vanee, con la voz todavía teñida de inquietud:

—O sea que sabe que tenéis previsto escribir sobre el tema, ¿no?

—Bueno… claro —repuso el colgado—. Se lo dije yo.

«Vanee, pero qué coooorto eres», pensó Hoyt, y al colgado le dijo:

—¿Quién se supone que es la tía de la historia, la que se la estaba chupando al gobernador de California?

—No sé cómo se llama, pero uno de los informadores… Bueno, que tenemos el nombre de pila de su novio de ahora.

—¿Y cuál es? —indagó Hoyt.

—Crawford, o algo así. ¿Tenéis idea de quién puede ser?

«Crawdon McLeod», pensó Hoyt. Eso sí que era raro. ¿Quién hostias podía haberles hablado a aquellos colgados de Crawdon y Syrie?

—¿Crawford…? No conozco a ningún Crawford.

—Espera un momento —intervino Vanee—. Vamos a ver, que lo piense. Has entrado aquí… ¿Y cómo sabías quiénes éramos? ¿Cómo sabías dónde estábamos?

«Vanee, Vanee, colega Vanee…».

—Pues llamé a la hermandad de Saint Ray y pregunté por vosotros —explicó el colgado—. Me han dicho que estabais aquí.

—¿Cómo sabías qué pinta tenemos?

—Se lo pregunté a unos tíos. —Señaló vagamente en dirección a la entrada—. ¡Sois muy conocidos!

Una gran sonrisa del colgado, una gran sonrisa aduladora. La adulación dejó a Hoyt con un conflicto de impulsos. Por un lado, ya era hora de que aquel pardillo se enterase de que los colgados estaban en un nivel bajo, muy bajo. Por el otro, ¿tan tremendo era ser muy conocido? ¿Era una perspectiva tan aterradora la posibilidad de ser más conocido aún? «¡Pues mirar a un puto caramono gilipollas, eso es lo que estamos haciendo!». ¿Qué tendría de malo que semejante frase, esa frase tan memorable, quedara impresa para la posteridad?

—La verdad es que nunca leo el Daily Wave —comentó al colgado—. ¿Tú lees el Daily Wave, Vanee? —Se dirigió a su colega con una inflexión en plan sarca tres.

—Pues no —replicó Vanee, aunque el «no» le salió un poco más fuerte de la cuenta, con un tonillo pedante—. O sea, que escribes en el periódico de la uni, ¿no? —le preguntó al colgado.

—Sí…

—Y ¿qué hacéis si queréis publicar un artículo de una historia de la hostia, pero no tenéis un puto dato contrastado al que agarraros?

El colgado se sobresaltó al oír el repentino tono agresivo. Sus labios hicieron unas cosillas graciosas, como si no pudiera controlar los músculos que los hacían desplazarse hacia un lado y otro.

Temeroso de nuevo, contestó:

—Esperamos llegar a… verificar los hechos. A ver… —Aquellos ojazos otra vez, suplicantes, suplicantes—. Por eso mismo quería hablar con vosotros en persona. Para un reportaje así intentamos contrastar todos los hechos con los protagonistas, pero siempre podemos ceñirnos a lo que digan los demás testigos, y supongo que si no nos queda más remedio pues ponemos lo que digan y ya está.

—¿Qué otros testigos? —quiso saber Vanee, todavía asustado.

—Bueno, no sé, vosotros, el gobernador y la chica no erais los únicos presentes.

—¿Y quién más había?

—Los guardaespaldas.

—¿Los guardaespaldas? —repitió Vanee.

—Bueno, estaban, ¿no?

—Pero ¿cómo? ¿Más de uno? —insistió Vanee.

—¿Desmentís que hubiera guardaespaldas? —Y luego a Hoyt—: ¿Puedes desmentirlo o confirmarlo?

Hoyt no se lo podía creer. Aquel mierdecilla había recuperado la valentía. Vanee lo miraba fijamente, pasmado.

—«¿Lo desmientes o lo confirmas?». —En boca de Hoyt, los términos legales rezumaron desprecio—. Ni desmiento ni confirmo una polla… «¿Lo desmientes o lo confirmas…?». —Meneó la cabeza y frunció los labios al sesgo como para decir: «Qué… moñas que eres».

Suplicante, suplicante:

—¡Os lo tengo que preguntar! ¡No depende de mí, depende de vosotros! ¡Mi jefe va a seguir con el artículo pase lo que pase! Preferiríamos sacar vuestra versión del asunto, pero depende de vosotros.

—¿Qué depende de nosotros? —replicó Vanee—. No sé ni de qué hablas. —Otra vez petulante.

—¿Ves a ésos de ahí? —preguntó Hoyt, y señaló a un par de estudiantes, un par de bolas de sebo sentadas tres mesas más allá, que bromeaban y reían sin disimulo—. Vete a preguntarles. Igual fueron ellos.

Los ojazos del colgado se columpiaron de Hoyt a Vanee y luego a Hoyt de nuevo. Silencio. Ambos miraban a aquel pardillo con aire de: «Bueno, ¿y ahora qué?».

El colgado se levantó y dijo:

—Bueno, gracias por hablar conmigo, tíos… Y esto… —Se retorció para quitarse la mochila que llevaba colgada de los hombros y rebuscó en su interior hasta dar con una tarjeta de visita del Daily Wave y un bolígrafo—. Si queréis poneros en contacto conmigo, aquí está el número del Wave, y voy a daros también mi móvil. —Cosa que hizo, sirviéndose del bolígrafo, antes de entregarle la tarjeta a Hoyt y repetir—: Gracias.

Hoyt no dijo nada ni se guardó la tarjeta en ninguna parte, sino que se limitó a sostenerla despreocupadamente entre el índice y el corazón. Cuando el colgado ya se volvía y empezaba a alejarse le dedicó una sonrisita de nivel sarca uno. La mochila era de color malva, con una D amarilla de Dupont en la solapa. Qué cuelgue tan tremendo pasearse por ahí con mochilas, cazadoras y demás parafernalia de la universidad, como si el mero hecho de ser alumno de Dupont ya fuera un gran logro de por sí. En realidad, claro que lo era, pero la gracia del esnobismo a la inversa estaba en mirar por encima del hombro a quien lo diera por hecho.

Vanee lanzó un suspiro hipertenso y miró fijamente a su amigo con ojos acusadores.

—¡Hostia, Hoyt!, ¿cuántas veces te he dicho que dejes de hablar del tema? Ahora ese cagón del Wave nos…

—Tranqui —lo serenó Hoyt—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

—Que nos den por el culo, ni más ni menos. Ese imbécil de mierda va diciendo que les dimos de hostias a dos guardaespaldas, como si lo hubiéramos provocado nosotros. Dos, tío… Hostia puta, el mamón está hablando de dos… ¿Y a quién coño le hace falta verse involucrado en una mierda de historia sobre el gobernador de California y la mamada que le hizo la puta esa de Syrie Stieffbein?

—Traaaanqui, Vanee, colega. ¡A ver si te relajas! ¡No fuimos nosotros los que hicimos que perdiera los estribos el gorila!

—Ya, pero este pavo va a darle la vuelta al asunto, coño. Ya se la ha dado. ¡Y ahora van a publicar la versión del guardaespaldas! ¡Ya te puedes imaginar cuál va a ser! ¿Por qué no lo has negado todo, igual que yo? Lo has dejado seguir. Lo has dejado seguir tanto que ahora el pavo está convencido que estamos metidos hasta el cuello.

Hoyt respondió con una sonrisa ladeada:

—¿Yo? ¡Tío, no te enteras! El mamón dice: «un par de guardaespaldas», y tú vas y sueltas: «¿Qué dices de dos guardaespaldas? No eran dos. Yo sólo vi uno».

—¡Yo no he dicho eso!

—Pues como si lo hubieras dicho.

Vanee lo miró fijamente.

—¿Sabes qué? Que me da que te gustaría que alguien sacara el asunto a relucir. Fijo.

Hoyt volvió la palma de las manos hacia arriba.

—¿Quién ha mandado a hacer puñetas al pavo ese? ¿Quién le ha dicho que se vaya a tomar por culo? —Aguantó la mirada de su interlocutor hasta que éste la apartó, pero, hummm… al colega Vanee no le faltaba razón.

—Déjame ver la tarjeta de ese mamón —pidió Vanee.

Al tiempo que se la pasaba, Hoyt le echó un vistazo de reojo. Adam Gellin.

—Ni zorra idea de quién es —aseguró Vanee, y se la devolvió.

Hoyt se encogió de hombros con una indiferencia tan marcada como le fue posible. Pero no le daba igual. Tomó nota mental del nombre; aquel mamón se llamaba Adam Gellin.

¡La puta! ¿Por qué hostias se había puesto a pensar de repente en las notas? Él podía ser una leyenda en vida, la hostia en bicicleta, vale, guais, pero ¿qué coño iba a hacer en junio?