Chulazos
Bettina, Charlotte y su nueva amiga Mimi, otra chica de primero, acababan de regresar de PowerPizza y estaban en el cuarto de la primera, con su habitual batiburrillo de sábanas y mantas arrugadas, almohadas retorcidas, ropa y toallas desparramadas por todas partes, catálogos, manuales y hojas de instrucciones abandonados, estuches de CD, revistas de belleza, paquetes de lentillas vacíos, cargadores sin nada que cargar y pelusa, pelusa y más pelusa.
—¡Ese sitio es carísimo! ¡Menudo atraco a mano armada! —exclamó Charlotte.
—¿Y eso qué más da? —repuso Bettina—. Lo importante es que no me van a entrar los vaqueros nunca más.
—Sí, me he quedado suuuuperllena —corroboró Mimi—. Pero estaba de muerte.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Charlotte.
Silencio. Ésa era, desde luego, la cuestión, y daba pie a otra de mayor envergadura.
La compañera de cuarto de Bettina, Nora, había salido, como siempre. En cuanto se hacía de noche, salía. Y Bettina, con un polo y unos vaqueros Diesel apretados que le hacían las piernas aún más rollizas de lo que eran, se había acomodado en la silla de escritorio, de aspecto sumamente moderno, de la ausente. Mimi, que también llevaba vaqueros Diesel desgastados, muy a la moda, y una sudadera, se sentó en una cama con la espalda contra la pared y las rodillas pegadas al pecho. Era una rubia corpulenta y de pelo abundante, una de esas chicas que los hombres de Dupont llamaban «una Monet», porque gustaban mucho a diez metros de distancia pero bastante menos de cerca, que era cuando uno se daba cuenta de que tenía una nariz demasiado larga. Charlotte, vestida con una camiseta, un jersey y sus pantalones cortos, se sentó en el borde de la otra cama. Llevar pantalones cortos por la noche tan avanzado octubre era un poco exagerado, pero estaba decidida a enseñar las piernas y, además, se había dado cuenta de que sus únicos vaqueros, los oscuros que le había comprado su madre antes de su marcha de Sparta, no estaban desgastados, no eran de tiro bajo y sí estrechos de pantorrilla, o sea en las antípodas del estilo Diesel. Y allí estaban las tres, evaluando la situación, que se resumía así: era viernes por la noche y estaban encerradas en una habitación de la residencia sin el más remoto plan.
—Tengo que… Me voy al gimnasio —anunció por fin Mimi.
—¿A las diez y media de la noche del viernes? —se sorprendió Bettina—. Seguro que está cerrado. Además, qué cuelgue. No somos tan patéticas.
—Bueno, pues ¿qué propones tú?
—¿Alguna tiene cartas o algún juego de mesa? —sugirió Charlotte.
—¡Va, venga! ¡Que ya no estamos en el insti! —bufó Bettina.
—¿Y una competición de chupitos, de ésas que el que pierde tiene que beber? —propuso Mimi.
—¿Chupitos de alcohol? —preguntó Charlotte, intentando tragarse el susto.
—Sí. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí… —contestó Charlotte, que no lo sabía en absoluto.
—¿Y de dónde vamos a sacar el alcohol? —preguntó Bettina.
—Es verdad —reconoció Mimi.
Más silencio. Charlotte sintió un inmenso alivio. No quería quedar como una mojigata delante de sus dos nuevas (y únicas) amigas, pero tampoco tenía ninguna intención de beber alcohol. La fuerza de la moral de su madre le atenazaba los brazos en ese tipo de cuestiones. ¿Bebería alcohol Bettina? Charlotte sintió un ansioso deseo de que no fuera así. Bettina era el motor, la energía, el animal social, el espíritu emprendedor que había reunido a las tres un viernes por la noche para que, con independencia de las circunstancias, al menos no estuvieran solas. Pero Mimi era la que tenía experiencia. Mimi había asistido como externa a un colegio privado de Los Ángeles. Era la que estaba al día de temas de los que Charlotte ni siquiera había oído hablar, desde hacer virguerías con un ordenador hasta «meterse rayas» de cocaína, pasando por «ir de fiesta» a las raves (al parecer, orgías a las que asistía gente que tomaba una droga denominada «éxtasis») y por asuntos de índole sexual como «la seducción de los siete minutos», que Charlotte aún no comprendía, aunque no quería preguntar demasiado por miedo a quedar como una inocente de remate. En pocas palabras, Mimi era la mundana del trío, la ingeniosa, la cínica divertida, la que estaba de vuelta de todo. También parecía disponer de mucho dinero que gastaba en cosas como ir a cenar a restaurantes sólo porque le apetecía. Para Charlotte, en cambio, ir a PowerPizza ya era toda una extravagancia. El verdadero motivo por el que había dicho que el sitio era carísimo había sido inventarse una excusa por haber pedido tan poca cosa.
Bettina se puso en pie y encendió el televisor de su compañera. Una voz en off gritaba: «¡Lo ha logrado! ¡Lo ha logrado! ¡Observen cómo la aferra por la garganta! ¡Ahora quiere arrancarle la cabeza!».
—¡Qué guarrada, lucha en el barro! —exclamó, y se volvió hacia sus amigas—. ¿Esto, la CNN o un capítulo viejo de Sensación de vivir?
—Eh… pues Sensación de vivir, supongo —contestó Mimi.
—¿Qué? ¿Te recuerda a casa? —la pinchó Bettina.
—Qué va, ni de lejos. Es todo suuuuperfalso si sabes un poco cómo es Beverly Hills. Pero aun así me gusta.
Bettina miró a Charlotte.
—Ah, vale, sí. Sensación de vivir, muy bien.
—Pues adjudicado. Sensación de vivir —sentenció Bettina, y empezó a apretar botones del mando a distancia.
Comenzaban a llegar gritos procedentes del patio, los chillidos inconfundibles, una vez más, de chicas que pregonaban su falsa angustia ante las payasadas de los chicos, que también metían bastante ruido con su estruendosa respuesta coral de risas varoniles, bramidos y exclamaciones. Para Charlotte, aquellos berridos se habían convertido en el himno de las vencedoras, es decir, de las chicas lo bastante atractivas, lo bastante experimentadas y lo bastante hábiles como para triunfar en Dupont, un éxito que, por lo visto, se medía en función de los chicos.
—¿Por qué gritan de esa forma? —preguntó.
—Porque es viernes —contestó Mimi—. Que no te enteras.
—Vale, pero tampoco hace falta desgañitarse así.
Silencio. Por fin Bettina se levantó y puso los brazos en jarras.
—Menuda ridiculez. No podemos tirarnos el viernes por la noche viendo Sensación de vivir. ¿Qué vamos a decir cuando nos pregunte la gente qué hemos hecho durante todo el finde? ¿Que hemos visto la tele?
—Podemos ir a la bolera —aventuró Charlotte.
—Vaaaale —convino Mimi, alargando la palabra con voz cansina—. ¿Alguna tiene coche?
—No.
—No.
—Bueno, pues como que va a ser difícil.
—Vale, pero vamos a algún lado —insistió Bettina—. No sé, a una fiesta de alguna hermandad o lo que sea. Se ve que hay una en Saint Ray.
—¿Estás invitada? —quiso saber Charlotte, mirando también a Mimi para incluirla en la pregunta.
—Da igual —contestó Bettina—. A veces no dejan entrar a algún tío, pero las tías siempre pasan.
—Pero no conocemos a nadie —objetó Charlotte.
—Pues por eso mismo. Vamos a conocer gente. ¿Cómo vamos a hacer amigos si no salimos nunca de este pabellón repleto de colgados?
—¿Está muy lejos? ¿Cómo vamos a ir? ¿Y a volver?
—Con un poco de suerte, no hará falta volver —terció Mimi.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlotte.
—Pues que a lo mejor conocemos a unos chulazos y no nos hace falta volver a casa.
—Ese tema lo domina Nora. —Bettina señaló con la cabeza el lado del cuarto correspondiente a su compañera—. Antes me mandaba siempre al sexilio. Y ahora… —Se encogió de hombros.
—Ya, si la tengo calada —asintió Mimi—. Seguro que hace como quince días que no duerme aquí, ¿verdad?
—No es mala tía, pero sí un poco puta. ¿Has visto lo que se ha puesto hoy para ir a cenar fuera?
—Sí —contestó Mimi—. No sé cómo podía andar con esa falda tan estrecha.
—A lo mejor había quedado con un chico —sugirió Charlotte.
—Ya, con su chulo —respondió Mimi.
—¿De verdad tenemos que quedarnos a dormir allí? —dijo Charlotte.
—No, claro que no —la tranquilizó Mimi—. Venga, vamos. En serio. Será guay.
—Pero ¿y si se hace muy tarde? ¿Cómo volvemos?
La pregunta provocó tal suspiro por parte de Mimi que Charlotte renunció a insistir en la incertidumbre del transporte y regresó con docilidad a la primera barricada que había tratado de levantar:
—¿Seguro que vamos a poder entrar?
—¡Claro que sí! ¡Venga!
—Ni se fijarán en nosotras —garantizó Bettina, y volviéndose hacia Mimi añadió—: ¿Qué nos ponemos?
Charlotte la interrumpió:
—¿Has ido alguna vez a una fiesta de ésas?
—¡Pues claro! Claro que he ido —contestó Mimi—. Son superguapas. Los tíos de tercero y de cuarto están más buenos que los de primero. No tienen esa pinta de recién salidos del colé.
—¿Y estaba todo el mundo borracho?
—Oye, ¿de dónde eres? ¿Tú qué crees? No, la gente sólo bebía zumo de manzana todo el rato.
Charlotte se quedó estupefacta. Sabía que debía comportarse con naturalidad, pero no podía disimular su nerviosismo.
—¡Venga! —la animó Mimi.
—Bueno, no sé. Si vamos todas…
—Yo te dejo mis pinturas —ofreció Bettina, entusiasmada con la aventura que las esperaba.
—Oye, ¿me dejas ese top rojo con la espalda abierta? —le pidió Mimi.
—Si, tía.
—¿Tú crees que me quedará bien?
—Que sí, es superfavorecedor.
—¿Y yo qué me pongo? —preguntó Charlotte.
—Pues pantalones negros —aconsejó Bettina—. Y un top de un color fuerte. Así llamarás la atención.
—Yo no quiero llamar la atención. Prefiero integrarme todo lo que se pueda.
—Pues ve toda de negro —dijo Mimi.
—No sé… Es que he visto una revista y se ve que en Nueva York todo el mundo va de negro. Y yo no soy de Nueva York.
—Pilla lo que quieras de mi armario —ofreció Bettina.
—No creo que haya nada que me vaya bien. Voy a tener que ir un momento a mi habitación. Está aquí al lado.
—Vale. Pero no te eternices.
En la 516 la luz estaba encendida, pero no había ni rastro de Beverly, aunque Charlotte no lo había esperado ni por un segundo. La mitad de Beverly estaba hecha una cuadra, igual que la habitación de Bettina. Había unos vaqueros tirados en el suelo al pie de la cama, como si se los hubiera quitado dejándolos deslizar desde la cadera hasta plegarse en torno a los pies; parecían una tarta de algodón azulado desgastado, redonda y aplastada. Eran Diesel, por supuestísimo. La mitad de Charlotte, en cambio, era un dechado de orden para los niveles del Patio Menor. Para empezar, no tenía suficiente ropa como para dejarla tirada por ahí, por mucho que hubiera sido perezosa o distraída. Y además, para alguien que había vivido toda la vida en un dormitorio de tres metros por dos, ocupado en su mayor parte por la cama, dejar las cosas por los suelos y tener que sortearlas al pasar resultaba más incómodo que recogerlas, aunque, por supuesto, la férrea autoridad materna tampoco dejaba mucho margen de acción. Charlotte seguía con la mirada clavada en los vaqueros abandonados, pero ya no los veía. Iban a colarse en una fiesta de una hermandad de Dupont. ¿Y qué esperaba que bebiesen, zumo de manzana? Respiraba aceleradamente y le escocían las axilas y la cara. Sin comerlo ni beberlo, se había comprometido a pasar por un mal trago que no valía la pena. Qué locura, ¿no? Una de las cosas que hacían de Charlotte Simmons Charlotte Simmons era que jamás había cedido a la presión de sus condiscípulos. Nadie podía obligarla a hacer nada que no quisiera. Pero Mimi ya estaba harta de sus dudas y miedos. Si no las acompañaba, se irían solas las dos y a lo mejor se daban cuenta de que no la necesitaban. Y entonces Charlotte se quedaría sin amigas. En el instituto sólo había tenido una amiga de verdad, Laurie; cuatro años en el mismo centro y sólo una amiga. ¿Qué significaba aquel distanciamiento implacable, aquella incapacidad de entregarse al cariño y la camaradería de los demás? ¿Podía compensarse todo eso destacando en los estudios, recibiendo aplausos una y otra vez por ser un genio? Se estremeció, invadida por un sentimiento que no lograba explicarse. Era el miedo al aislamiento, congénito en el ser humano.
En Dupont desde luego no destacaba, al menos de momento. Nada había alterado su inexpresable convencimiento de que acabaría siendo la alumna más notoria de aquella famosa universidad, pero ¿cómo iba a enterarse todo el mundo aunque llegara a serlo? En el instituto, el reconocimiento era constante de una u otra forma. Si destacabas en determinada asignatura, si recibías preparación avanzada especial, si te elegían para representar al centro en una competición académica, si sólo sacabas sobresalientes, todo el mundo estaba al tanto. En Dupont, en cambio, si eras tan fantástica, ¿quién se enteraría y a quién le importaría, sobre todo si cursabas primero? En aquella eminente institución, ¿qué importancia tenía eso en comparación con el triunfo como chica? ¿Qué iba a ponerse? No tenía pantalones negros y tampoco top negro, aunque se moría de ganas de ponerse precisamente eso. Lo de los vaqueros ni siquiera se lo planteó en serio. Volvió a mirar los de Beverly, tirados de aquella forma en el suelo, desgastados casi hasta la perfección… Seguro que ni los echaba en falta. Pero ¿y si se daba cuenta? Además, seguro que le iban largos. Ansiosa, recorrió la habitación con la mirada. Mimi y Bettina ya debían de estar impacientes. No encontró una opción mejor, así que se puso el vestido estampado, el mismo que había llevado bajo la toga verde el día de la entrega de diplomas. No era lo más adecuado, pero al menos se le veían las piernas, aunque no lo suficiente… Ayporfavor. En un arrebato de desesperación, se lo quitó y le subió el dobladillo unos ocho centímetros con imperdibles. Ya debían de estar maldiciéndola… Se miró en el espejo de cuerpo entero de su compañera. Le había quedado un poco rudimentario, pero desde luego enseñaba mucha pierna… ¿Algo más? En la cómoda de Beverly estaba su neceser de maquillaje. Encendió las luces del espejo de bombillas. El rostro que vio, iluminado de aquella forma, parecía de otra persona, una persona que no estaba nada mal. Puso la mano encima del estuche. La quitó. Prefería morir a que Beverly descubriera de alguna forma que le había pirateado maquillaje. Además, tampoco estaba muy segura de cómo se utilizaban los productos ocultos en el neceser prohibido. Salió de la habitación como un soldadito a punto de lanzarse, mal equipado, a una batalla peligrosa por un único motivo: no ser menos que sus compañeras.
En el cuarto de Bettina se encontró con dos chicas más que impacientes. Mimi llevaba vaqueros y el top rojo de Bettina con la espalda abierta, y ésta, también vaqueros y una camiseta ajustada, de las caras y elegantes, pero lo que más destacaba era el maquillaje. Las dos tenían los ojos marcados con las sombras de la noche, como los de Beverly cada vez que salía. Las dos eran rubias, pero de repente tenían cejas y pestañas negras.
Mimi le dio un buen repaso y comentó:
—Se nota que no quieres llamar la atención.
—¿Voy fatal? —se preocupó Charlotte. ¡Qué inepta era!—. ¿Estoy horrible?
—Estás estupenda —contestó Mimi—. Muy guapa. Anda, vamos.
—Pero vosotras lleváis vaqueros.
—Vas a tener que agenciarte unos vaqueros en otro momento, pero esta noche no. Esta noche estás estupenda.
—Sí, superbién —corroboró Bettina—. Tienes un tipazo para llevar eso. Creo que deberíamos irnos ya.
—Estoy horrorosa, ¿verdad? Bueno, me parece que voy a…
—¿A qué? —espetó Mimi. Era más un reto que una pregunta.
—No… Que voy a ir así. Eso.
Al poco estaban andando a oscuras por el paseo Ladding, en la zona más antigua del recinto universitario. Se trataba de una avenida enlosada de una anchura exagerada y flanqueada por enormes árboles centenarios y mansiones de finales del diecinueve, levantadas muy cerca unas de otras y actualmente utilizadas sobre todo como dependencias administrativas y, en un caso concreto, si Bettina llevaba razón, como sede de la hermandad de Saint Ray. La luz de las farolas antiguas y ornamentadas transformaba los árboles y edificios en sombras monstruosas e indescifrables. El lugar estaba envuelto en un silencio tan profundo que costaba hacerse a la idea de que fueran a toparse con una gran fiesta.
Esa idea fue un rayo de esperanza para Charlotte. A lo mejor Bettina se había equivocado y la hermandad no estaba en el paseo Ladding, o la fiesta no era aquella noche sino otro día, o ya se había terminado, o lo que fuera. Más adelante, en plena oscuridad, se oyó un repiqueteo, como si alguien hubiera tirado una lata vacía a la calzada, seguido del «¡uuuuuh!» al que recurrían los chicos para fingir un falso asombro. Y de ese modo se extinguió la última esperanza de Charlotte.
Enseguida oyeron risas y voces no muy fuertes, y después música, apenas una vibración apagada. Sin embargo, a Charlotte volvió a acelerársele el corazón. Se acercaron un poco más y la luz de la entrada bastó para arrancar de las sombras una impresionante mansión estilo neoclásico. El pórtico, cercano a la calzada, tenía columnas como las de Monticello. Las ventanas eran de una altura excepcional, pero estaban cubiertas por gruesas cortinas, de modo que sólo se escapaba una tenue luz.
En el jardincito de la entrada había unos quince o veinte chicos y chicas reunidos en pequeños grupos, sobre todo chicos, que charlaban y reían con las voces contenidas de quien está pendiente de algo que le provoca un estado de nerviosismo. Justo en ese instante una voz femenina soltó de sopetón:
—¡Pues qué bien, te parece que te has enamorado! Me la trae floja. Para ti todas las tías tienen la misma pinta del cuello para abajo, que te tengo calado.
El comentario se mereció un coro masculino de «¡uuuuuuuuuh!».
Frente a ellas apareció un chico alto y delgado, de pelo castaño claro. Llevaba una melena con raya en medio que le cubría las orejas y vestía bermudas caqui, chanclas y un polo con el emblema de un equipo de golf de Dupont. En la cara se le notaba lo borracho que estaba y lo divertido que se creía.
—¿Dónde habéis…? O sea, ¿dónde habéis estado? O sea, que dónde habéis estado. —Parecía dirigirse a Charlotte. Su voz, acorde con lo divertido que se creía, degeneró en una serie de ruidos de animalito—: Enh, enh, enh, enh, enh, enh, enh.
Mimi murmuró:
—Haz ver que estás hablando con alguien.
Ascendieron cuatro o cinco escalones bajos hasta el pórtico y cruzaron una puerta de dos hojas muy señorial para toparse con (¡toma ya!) aullidos, golpes sordos, chillidos, gruñidos y demás agonías de guitarras eléctricas, bajos eléctricos, teclados eléctricos, baterías amplificadas, sintetizadores digitales y cantantes jóvenes chillando a grito pelado por alguna extraña razón; un buen escándalo, en resumen, una tormenta que rugía sobre una nube de chicos y chicas que aullaban y gañían, que se retorcían por un lado y por otro, que revoloteaban como gorgojos en un delirante desfile a media luz, mientras un olor a podrido, acre, intenso y dulce iba extendiéndose como gas entre el calor (¡qué calor tan horroroso!) de tantos cuerpos aplastados unos contra otros y entrando en combustión a golpe de adrenalina…
Presa del pánico, Charlotte se volvió hacia Bettina y Mimi con la intención de gritar: «¡Vamonos!», pero la presión de los que entraban detrás de ellas la empujaba ya hacia el centro del enjambre. Mimi adoptó un aire distante y empezó a moverse como una dama sofisticada. Bettina arqueó las cejas e hizo una mueca que venía a decir: «¡Estoy igual de desconcertada que tú! ¡Tira pa’lante!».
Les cortaba el camino una pesada mesa de madera al otro lado de la cual se sentaban dos chicos con camisas azules ligeramente desabrochadas y enormes cercos de sudor bajo las axilas. ¡Pero qué calor hacía! A su espalda se erguía un chaval corpulento con los brazos cruzados y cara de póquer; tenía el cuello más ancho que la cabeza y llevaba una ajustada camiseta verde que marcaba la magnitud de su pecho y las bolas de músculo de los brazos, resplandecientes de sudor. Los de las camisas azules decían que no con la cabeza a tres chicos, dos de ellos negros, que se apoyaban en la mesa con la palma de la mano. Charlotte vio a una chica recia con vaqueros de cintura baja y el ombligo al aire colarse como pudo y seguir adelante sin hacer caso de los de la mesa, y a su espalda Bettina le metía prisas:
—¡No te pares! ¡No te pares!
Así pues, también ella se coló. Tenía la impresión de estar cometiendo una imprudencia, se sentía culpable, estaba asustada y no soportaba el calor. Bettina y Mimi también pasaron y las tres lograron apiñarse.
Mimi se pegó a Charlotte para hablarle por encima del estruendo general.
—¿Lo ves? ¡No es nada del otro mundo! —La seguridad, sin embargo, no se reflejaba en su rostro.
Se quedaron allí unos instantes tratando de orientarse. La tormenta acústica que se abatía sobre ellas procedía… ¿de dónde? Estaban tocando dos grupos, uno en cada extremo de la casa. En la oscuridad, en la otra punta del pasillo, parpadeaban luces estroboscópicas sobre una multitud de caras, blancas un momento y al siguiente en la más absoluta oscuridad, de modo que las propias caras parecían encenderse y apagarse entre risas, gritos y aullidos. Chicos que hacían ostentación de su estado etílico zigzagueaban entre la gente llevando vasos de plástico de medio litro, sonriendo con la boca abierta y dando manotazos a diestro y siniestro. Había dos a los que les temblaban espasmódicamente la cara, los ojos, el cuello y las manos, mientras otros tres los miraban desternillándose de risa. Aquel comportamiento febril dejó muda de asombro a Charlotte. Estaba ante docenas de chicos y chicas que se desgañitaban, sumidos en un éxtasis debido… ¿a qué? Se le iba la vista de una chica a otra en aquel palpitante crepúsculo discotequero.
Había muchas maquilladas que hablaban con los chicos… Había muchos labios brillantes que hablaban con los chicos… Había muchos ojos que refulgían como piedras preciosas en sus sombrías cuencas y miraban, cautivados, a los chicos… Había muchas faldas de cuero treinta o más centímetros por encima de la rodilla, muchos vaqueros de tiro bajo y muchos pantalones negros, muchos tops sin espalda ni cintura y muchos ombligos al desnudo que se exhibían ante los chicos… El cuerpo de aquellas muchachas, en las partes al descubierto, parecía untado de aceite. En realidad era simple sudor. Al verlo Charlotte sintió el calor en su propia piel. Tenía las axilas mojadas. ¿Quizás el sudor amarillearía el vestido? No podía permitirse echar a perder un vestido, aunque fuera tan patético como aquél, aunque tuviera el dobladillo remetido con alfileres… Se sentía como una cría, con la cara pálida y sin pintar, el pelo largo de niña pequeña y el vestidito estampado, aferrada a Bettina y Mimi como si le fuera la vida en ello. Hasta se notaba húmedo de sudor el pelo.
¿Y los destinatarios de los ardides de seducción que veía por todas partes? Los chicos presentaban el mismo aspecto de todos los días, aunque también sudaban. Camisas con los faldones por fuera de los vaqueros, pantalones caqui, camisetas, polos, bermudas, zapatillas de deporte y chanclas. «Exactamente la misma ropa que un crío de doce años», se dijo Charlotte. Críos con la cara ensombrecida por barbas de una semana, con el pelo sin raya y despeinado, cayéndoles sobre la frente casi como si llevaran flequillo, aunque algunos se habían puesto gomina para darle forma…
Pasó por delante un grupo de chicas bien apiñadas que le tapó la visual. No parecían muy contentas. Reconoció a un par de las clases de primer curso. Todas llevaban vaqueros y prácticamente se pisaban los talones al atravesar la apretujada muchedumbre… Un pequeño rebaño de alumnas de primero. El calor era cada vez más tremendo. Empezaban a sudarle los antebrazos. Se sentía sucia y asquerosa, y eso que acababa de llegar. Desde el otro lado avanzaba otra manada de novatas como si fueran un único organismo con muchas piernas enfundadas en algodón azul y muchas caritas inexpresivas, o si no inexpresivas sí nerviosas, como ella misma, que ni siquiera tenía la suerte de llevar vaqueros. ¡Un vestido estampado de día para una niña de pueblo! ¿Cómo podía haber dejado que Mimi la amedrentara de aquella forma y le impidiera regresar a su cuarto para quitarse aquella ridiculez?
Se volvió hacia Bettina y Mimi, pero la segunda ya no estaba. Acercó la boca al oído de Bettina.
—¿Dónde se ha metido Mimi?
La otra se encogió de hombros y señaló con ambigüedad el meollo de la masa que las rodeaba.
—¡Bettina! ¡Bettina!
Entre los cuerpos que se empujaban y restregaban, una chica saludaba con la mano y sonreía. Llevaba los labios de un rojo intenso y los ojos hundidos en unas órbitas amoratadas que le daban un aire fantasmagórico. Iba acompañada de tres o cuatro amigas. A Charlotte dos le sonaban de clases de primero.
—¡Hadley!
Bettina pronunció el nombre a grito pelado y Charlotte comprendió por qué. También ella habría chillado si hubiera tenido la inmensa fortuna de encontrarse con una amiga en mitad de aquel revoltijo de borrachos que la rescatara del destierro social en aquel planeta extraño al que, para empezar, nadie la había invitado.
Bettina se dirigió hacia su Hadley y se volvió fugazmente hacia Charlotte para dirigirle una sonrisa y levantar el índice, como indicando que regresaría en un momento, pero ella supuso que no sería así, y acertó, porque al cabo de unos instantes la masa de juerguistas ya las había engullido a las dos y a sus acompañantes.
Apenas a metro y medio, un chico de caderas anchas y cejas pobladas y oscuras se abrió paso a codazos entre la multitud, borracho con orgullo, enarbolando un vaso de plástico y berreando:
—¡¡Quiero pillar cacho!! ¡¡Tengo que pillar cacho!! ¿Alguien sabe dónde se puede pillar cacho?
Disfrutaba inmensamente de las risotadas que provocaba en los chicos y de la falsa conmoción en los rostros de las chicas. Dos de sus amigos le contestaron, también desgañitándose:
—Pero ¿de qué vas, IP? ¡Tú no pillas cacho ni a la de tres! ¡Confórmate con hacértelo a mano!
Nuevas risotadas.
La crudeza de aquella gracia dejó a Charlotte aturdida y asustada, presa de un miedo que se acrecentaba por momentos, el miedo a que se produjera una catástrofe de naturaleza desconocida. Charlotte Simmons se había convertido en una náufraga en aquel alboroto infernal ¡y todo el mundo iba a darse cuenta! ¡Debía de parecerles patética! Una niñata de pueblo vestida como una gazmoña en un sitio así, sin maquillaje, un animalillo desamparado en plena tormenta.
Se puso de puntillas y buscó a Bettina y Mimi entre la multitud. Estaba decidida a abrirse paso como fuese para pegarse a una de ellas, por muy patético que quedara.
¿Y por qué no se iba de una vez, por el amor de Dios?
Pero sólo de pensar en el camino de vuelta, a solas y en plena oscuridad, para regresar al hoyo del que acababa de salir… Se imaginaba ya a Bettina o Mimi, a las dos, preguntándole al día siguiente:
«¿Qué te pasó ayer?», pero sin que les importara en absoluto y sin la menor intención de volver a llevarla a ningún otro sitio nunca más. Tenía que aguantar y afrontar la ardua tarea de convencer a aquel pelotón de chicos gritones y chicas chillonas de que estaba tan loca de alegría como todos.
Trató de sonreír con aire de suficiencia y de fijar la vista con gesto seguro en algún punto de la pared, como si acabara de ver a alguien a quien conocía muchísimo, aunque probablemente todo el mundo vería lo que de verdad había en sus ojos: una mirada de insondable pavor. Los gemidos electrónicos, los gañidos, los golpes secos, la percusión, los berridos, los chillidos, cada vez más ensordecedores…
Allí cerca, al lado de una pared, una cola de chicas. Algunas se decían cosas al oído, la única forma de hacerse entender en medio de aquel jaleo, pero otras no hablaban con nadie. Se limitaban a hacer cola. Bueno, daba todo igual, pero así al menos estaría acompañada. Se colocó al final de la fila. Enseguida le resultó evidente que se trataba de la cola del baño. Patético… Pero al menos tenía una función identificable, por muy temporal que fuera, por muy humilde que fuera. Pescaba retazos sueltos de conversaciones, sin entender qué decían. La que iba delante de ella, una morena de pelo corto a lo garçon, tenía cara de preocupación y aire distraído; parecía estar sola. Charlotte se propuso entablar conversación con ella… pero ¿cómo? ¿Qué podía decirle a una desconocida en la cola del baño? ¿Se atrevería a acercar la boca al oído de alguien a quien no había visto en la vida? Bettina no se lo habría pensado dos veces. Bettina, la que le había preguntado sin más: «¿Sexiliada?». Charlotte ni siquiera concebía abordar así a alguien.
La cola iba avanzando poco a poco, poco a poco, mientras la fiesta hervía en su apogeo. A Charlotte no le importaba. Cuanto más lenta fuera la ceremonia, más tiempo se alargaría la coartada. Cuando por fin llegó a la puerta del baño se encontró con un cartel improvisado pero de grandes dimensiones que ponía: SALA DE POTAS. ¿Potas? Dentro alguien tenía arcadas y vomitaba. ¿Serían dos personas? Al poco salió una chica alta y flaca, pálida como el papel. «¡Beverly!», pensó Charlotte sorprendiéndose, pero no, no era ella. Al otro lado de la puerta la serenata de arcadas no amainaba. La única forma que le quedaba de matar más tiempo antes de tener que afrontar la humillación social otra vez era entrar de verdad en el baño. Por fin le llegó el turno. Había dos cubículos, uno de ellos cerrado… El sonido inconfundible de alguien que devolvía, un hedor penetrante a vomitona que parecía algo tangible que impregnaba el aire… Dio media vuelta y regresó al guirigay.
Volvió a abrirse paso entre la multitud en busca de Bettina y Mimi. Se topó con un corrillo de chicas y pasó casi pegada a una de ellas, de aspecto exótico y con una melena morena lisa, muy larga y con raya en medio que le enmarcaba la cara.
—Pero ¿qué dices, tía? —gritaba—. ¡Qué va! ¡Si no hicimos nada!
En ese instante un chico corpulento y risueño dio un paso atrás y empujó a Charlotte, cuyo hombro a su vez chocó contra el de la chica, que volvió la cabeza y la miró con ceño desde su capucha de pelo.
—¡Lo siento! —se disculpó Charlotte.
La otra estudió su cara y su vestido estampado sin decir nada, ni siquiera una palabra de reproche. Luego se centró de nuevo en sus amigas y, como si Charlotte se hubiera desvanecido por arte de magia, dijo:
—Las tías de primero es que me dan una rabia… Yo voy a tercero y no tengo novio, pero no me paso todo el día por ahí de guay en plan: «Tío, pégame un polvo». ¡Y ellos como que flipan! Les va la carne fresca cantidad.
Más desesperada que nunca por encontrar refugio, Charlotte se retorció y serpenteó entre la gente para seguir avanzando.
Otra cola, ésta de chicos y chicas. ¿Qué esperaban? Daba igual. Charlotte se colocó al final e inició otro lento avance arrastrando los pies. El objetivo parecía una mesa tras la cual dos negros con chaqueta blanca servían bebidas. Bebidas… Dios mío, ¿qué iba a pedir cuando le tocase turno? Al ir acercándose vio botellas de litro de Coca-Cola light, ginger ale, Sprite y agua mineral, y una gran jarra de zumo de naranja. Al llegar a la mesa comprobó con alivio que no servían ninguna bebida alcohólica. Se alejó de allí con un vaso de plástico lleno de ginger ale, algo intrigada. Si sólo ponían refrescos, ¿cómo había tanta gente borracha? El alboroto seguía en su apogeo.
Se colocó en un extremo de la masa humana y bebió a pequeños sorbos. Un vaso, tenía un vaso en la mano… No era gran cosa, pero al menos quedaba equiparada a la gente que hacía cola, o incluso un pelín por encima. Tener una copa en la mano era la demostración (no espectacular, pero demostración al fin y al cabo) de que se había integrado en la fiesta, de que no vagaba por ahí como alma en pena.
Siguió bebiendo sorbito a sorbito, cada vez más despacio. Observó el gentío, ya sin esperanzas de dar con Bettina y Mimi. El estrépito, los chicos dando tumbos, la música implacable, el olor a sudor, los destellos epilépticos de las luces estroboscópicas… Qué agotador resultaba todo, qué agobiante. Se le hundieron los hombros y se le quedó cara flácida.
Sintió una mano en el brazo. Se volvió y se topó con un chico que aparentaba más de veinte años. Era asombrosamente guapo, aunque tenía la cara colorada y la frente cubierta de sudor. Todo él le pareció imponente: la hendidura del mentón y la mandíbula recta, el pelo castaño claro perfecto, los ojos color avellana que sin duda se burlaban de ella, la sonrisa que denotaba apenas una pizca de suficiencia, la camisa blanca con cuello de botones (tan recién lavada y planchada que aún se veían las marcas del doblez) y los pantalones caqui, que no estaban sucios, desgastados y deformados como los de los demás chicos, sino lavados y planchados impecablemente, con la raya bien visible. Irradiaba autoridad por todos los poros. Charlotte había quedado atrapada en su red. No quería ni pensar en las palabras que él estaba a punto de pronunciar, que serían «¿quién te ha invitado?» y luego «¿pues entonces qué haces aquí?».
—¡Hola! —exclamó el chico, inclinando la cabeza hacia ella para que lo oyera—. ¿Te molesta que te pregunte una cosa? Seguro que estás superharta de que la gente te diga que te pareces a Britney Spears.
Pero ¿a qué venía aquello? Llevaba un vaso de plástico blanco en una mano, ¿estaría borracho? Charlotte tardó unos instantes en plantearse la posibilidad de que en realidad estuviera ligando con ella. Enrojeció como un tomate y sonrió para evitar que se le notara el nerviosismo. Por fin logró decir:
—Pues no.
¡Pero con qué vocecilla! ¡Y con una sonrisita tan torpe y tan tonta! ¡Y una ambigüedad tan burda! El chico quizás entendería que no se cansaba de que la confundieran con Britney Spears. ¡Qué violenta se sentía entre aquel enjambre de chicas estupendas con el ombligo al aire y falditas de cuero de cintura baja!
El chico volvió a ponerle la mano en el brazo, como si sólo pretendiera sostenerse mientras se acercaba un poco más.
—Bueno, a mí me parece que eres clavada, y los de Saint Ray no decimos mentiras.
Sí, seguro que estaba borracho, y era tan atractivo que la intimidaba. Buscó frenéticamente algo interesante que decir de forma despreocupada, pero se quedó muda y siguió plantada con una sonrisa en los labios que no comunicaba otra cosa que la vergüenza de una niñata sin experiencia en encuentros de ese tipo.
Él le dio unas palmaditas en el brazo y añadió:
—No, mujer, que es broma. Sí que te pareces a Britney Spears, pero, si quieres que te sea sincero, lo que pasa es que me apetecía saludarte. —Clavó los ojos en los de ella desde una distancia de quince centímetros. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó, como si fuera un mentor a punto de hacer una pregunta muy importante a su joven discípula—. ¿Te lo pasas bien?
«¿Te lo pasas bien?». No había dejado de sufrir desde el momento en que había entrado en aquella casa, pero ¿cómo iba a ser franca con alguien que parecía de vuelta de todo? Ni siquiera logró quitarse la sonrisa forzada.
—Supongo —respondió—. Más o menos.
Él apartó la mano del hombro, puso la palma hacia arriba y la miró boquiabierto.
—¡Que lo supones! ¡Más o menos! —La mano regresó a su sitio—. ¿Y cómo podemos remediar eso?
Ella seguía sonriendo.
—Es que estoy buscando a dos personas.
—¿Chicos o chicas?
—Dos chicas de mi pabellón, del Patio Menor.
—Ah, qué alivio. En ese caso, ¿bailamos?
La sola idea la aterró. No sabía prácticamente nada sobre bailes modernos, su experiencia en ese campo se limitaba a los bailes country del Grange Hall, en Sparta. No obstante, si recibía las atenciones de un chico tan atractivo no tendría que seguir preocupándose por si estaba de más en la fiesta.
Tardó un poco, pero acabó asintiendo con la cabeza y diciendo con voz tenue:
—Vale.
—¡Perfecto! —exclamó él.
Le dio más palmaditas en el brazo, bebió un sorbo del vaso, le colocó la otra mano en la parte baja de la espalda y empezó a guiarla entre la multitud. Bueno, lo único que hacía era ayudarla, ¿no? No resultaba fácil avanzar entre tanta gente. Hacía un calor espantoso y sudaba tanto que la presión de la palma de su acompañante le pegaba el vestido al cuerpo. ¡Gemidos! ¡Ruidos sordos! La percusión le hacía temblar el tórax.
Se dirigían hacia la parte de atrás, donde parpadeaban las luces estroboscópicas. Entre aquel oleaje estruendoso de polos, camisetas de manga corta o de tirantes, tops sin mangas, tops sin espalda y tops prácticamente transparentes, apareció un chico gordinflón con una camisa de vestir azul, pantalones caqui y un gran vaso de plástico en la mano. Sonrió de forma exagerada y gritó:
—¡Eh, Hoyto!
—¿Qué haces, Boo, colega? —saludó el acompañante de Charlotte. Hubo una pausa tensa mientras el gordinflón, que no dejaba de sonreír con cara de borracho y la boca abierta, le daba un buen repaso a Charlotte.
—¡Pues dar una vueltecita para que conozca la casa! —afirmó su acompañante, gritando para que se le oyera, y le quitó la mano de la espalda para rodearla con el brazo—. Boo, te presento a… eh… —Se volvió hacia ella—. ¿Conoces a Boo? —Y le dio un ligero apretón.
El gordinflón soltó una risita, miró la hora y gritó a pleno pulmón:
—¡Vale, Hoyto, siete minutos, se acaba el tiempo!
Charlotte levantó la vista y preguntó:
—¿Qué quiere decir con «siete minutos, se acaba el tiempo»?
Perfecto. La tía no se enteraba.
Su acompañante inclinó el vaso hacia atrás tres veces, como si estuviera bebiendo, para indicar que su amigo iba borracho. Y, ya con palabras, añadió:
—Ni idea.
A cada pocos metros, o eso parecía, algún compañero gritaba: «¡Hoyt!», «¡Hoyto!», «¡Hoytman!» o alguna otra variante de su nombre. Sin darse cuenta, Charlotte levantó la vista y le sonrió, no de alegría sino para que la gente creyera que conocía de verdad a aquel chico, evidentemente muy popular, que le ponía la mano en la espalda.
Se les acercó un joven robusto e imponente enfundado en un polo que resaltaba su complexión.
—¡Eh, Hoytster! ¿De dónde has sacado la copa?
—Si no estoy bebiendo nada —aseguró el aludido—. Es agua.
Bajó e inclinó el vaso, y sí, tenía razón, era agua. Charlotte sintió un alivio tremendo.
—Mu-y in-te-rrrre-san-te —comentó el joven robusto e imponente con una especie de acento extranjero—. Ya veo que esta noche has pasado por Colombia.
Hoyt negó con la cabeza.
—Venga, Harrison.
Éste se llevó el índice a la base de la nariz, sorbió de forma exagerada y se sonrió.
Ya estaban muy cerca de las caras pálidas iluminadas, ahora sí, ahora no, por las luces estroboscópicas. Charlotte veía también brazos y manos que se encendían y se apagaban, toda una masa de gente que bailaba en una enorme terraza cubierta de cristal que se reflejaba como un espejo, de modo que parecía que había luces parpadeantes desde allí hasta el paseo Ladding y más allá hasta el infinito. La música estaba tan alta que le dolían los oídos. Montones de gente blanquecina que se encendía y se apagaba por fases. Cinco negros, los músicos, relucían de sudor y también por fases. Un cantante, de delgadez cadavérica y con rastas, echaba la cabeza atrás y parecía tragarse un micrófono también por fases mientras repetía algo a gritos, entre gemidos. Junto a una pared, cerca del grupo musical, entre destellos, un chico y una chica bailaban encima de una mesa también por fases. Eran dos cabezas que se meneaban, que aparecían y desaparecían (luz, oscuridad, luz, oscuridad) por fases, unos brazos que se agitaban como aspas de molino por fases, unas piernas que se abrían y se cerraban por fases, pero los dos estaban unidos por la cadera. Ambas pelvis se sacudían y se erguían por fases, sin separarse en ningún momento. Ella llevaba unos vaqueros de cintura tan baja que, cuando se retorcía lo suficiente, se vislumbraba el final de la hendidura entre unas nalgas sudorosas y resbaladizas. Los socarrones «uuuuh», «uuuuh», «uuuuh» de los chicos arremolinados en torno a la mesa hacían cabrillas sobre la cresta del estruendo. Hoyt también aparecía y desaparecía por fases, lo mismo que los brazos de la propia Charlotte, cuya vista fue acostumbrándose gradualmente al fenómeno. Entonces descubrió parejas en la pista que también bailaban así, pubis contra pubis. Dio un respingo. ¡Estaban simulando el acto sexual! ¡Allí delante de todo el mundo! Se acordó de una expresión repugnante de Regina, «follar en seco». ¡Estaban frotándose los genitales! ¡Algunas chicas se encorvaban para que ellos pudieran simular el coito por detrás, toma, toma, toma, toma, como perros en un corral!
Hoyt volvió a pasarle el brazo por detrás, inclinó la cabeza hasta casi pegarla a la de ella y preguntó:
—¿Te apetece bailar?
Charlotte fue incapaz de responder, tan horrorizada se sentía, y rechazó la propuesta con un brusco gesto de la cabeza.
—¡Eh, no puedes hacerme eso! —exclamó él con tono jocoso. ¿O quizá no? Charlotte abrió la boca pero sólo logró componer una sonrisa forzada (al fin y al cabo, no era culpa suya) mientras volvía a sacudir la cabeza.
»¡Venga, mujer! ¡Habías dicho que te apetecía! Te he traído hasta aquí, con la de gente que hay, para que pudiéramos bailar. ¡No me hagas este feo! ¡Una canción! ¡Nada más! —Tenía que gritar para hacerse oír.
Una vez más, Charlotte agitó la cabecita y movió los labios para decir que no.
Él dobló el cuello y la miró fijamente con la lengua clavada en la mejilla, como diciendo: «¿Te crees tú que voy a dejar que te niegues?».
—¡Vamos! —La agarró de la mano y tiró de ella hacia la pista.
—¡Eh! —chilló ella. Un arrebato de rabia irrefrenable—. ¡Suéltame! ¡Déjame! ¡He cambiado de opinión, no quiero bailar!
Él la soltó, sorprendido por aquel arranque, y levantó las manos en actitud defensiva.
—¡Vale, tía! Tranquila, que no pasa nada. —Sonrió de oreja a oreja—. ¿Quién quería bailar? ¡He dicho que iba a darte una vueltecita para que vieras la casa y voy a dártela!
«Mucho mejor», pensó ella. Tenía que respetarla. Aquel pequeñísimo estímulo se llevó por delante su mirada de furia e incluso se le escapó una sonrisita de contrición, pero aun así seguía molesta. Toda aquella gente que se frotaba los genitales como perros en celo… ¿Cómo se había atrevido siquiera a proponerle que bailaran? ¡Ella valía mucho más que toda esa pandilla junta! ¡Y más que él! ¡Menudo engreído!
Cuando volvió a colocarle la mano en la parte baja de la espalda y encauzarla desde la terraza hacia el gran salón, Charlotte fue consciente de que debía zafarse, pero… ¡Bettina y Mimi! Estaban en medio de la multitud con varias chicas, entre ellas Hadley, la amiga de la primera, ¡y Bettina la estaba mirando fijamente! La distancia les impedía decirse algo a gritos, pero Charlotte vio que arqueaba las cejas y hacía una mueca que prácticamente decía: «¡Qué fuerte! ¡Menudo chulazo te has buscado!». Mimi se quedó helada y la miró con gesto de sorpresa y envidia. Bettina y ella aún seguían metidas en una manada de novatas.
De inmediato, Charlotte miró a Hoyt, le sonrió y buscó desesperadamente una pregunta que hacerle para que volviera la cara hacia la suya y así Bettina, Mimi y su manada creyeran que estaban pasándoselo de maravilla. Aquel tal Hoyt representaba el triunfo social.
—Eh… ¿Qué… eh…? —¿Por qué no se le ocurría ninguna pregunta?—. Esto… eh…
—¡Vamos, no te cortes! —contestó él, sonriendo y moviendo la mano para animarla a acabar la frase.
—¿Cómo… eh… se llama ese grupo?
—¡The Odds! —gritó él.
—¿Qué?
—¡Que se llama The Odds! ¡El grupo! ¡Joder, aquí no hay quien oiga nada! ¡Vamos abajo!
—¿Abajo?
—¡A la cámara secreta! —explicó, enarcando las cejas con exageración varias veces para dejar claro que bromeaba.
Pero ¿y si no bromeaba? ¿Por qué había tenido que decirle eso de la cámara? Por otro lado, seguía flotando en la nube en que la habían colocado las caras de asombro de Bettina y Mimi con su desconcierto y su clara envidia. ¡Mimi, que la había hecho sentirse tan tímida, tan paleta y tan incómoda, como si ella no estuviera a la altura de un lugar tan selecto! Charlotte estiró el cuello para echarles otro vistazo, convencida de que la observaban con suma atención, pero ya no las vio.
Distraídamente, respondió a Hoyt:
—Muy bien.
Fuera lo que fuese aquella cámara secreta, de repente se sentía animada como para adentrarse en ella. ¡Menudas caras habían puesto aquellas dos!
Cuando quiso darse cuenta, Hoyt ya la había guiado por un mal iluminado y neblinoso pasillo de paredes revestidas de nogal tallado. En las juntas entre panel y panel había medias columnas nervadas del mismo tipo de madera. Los paneles eran tan oscuros que absorbían la poca luz existente. La neblina se convertía en una bruma espesa y los asistentes a la fiesta iban de un lado para otro parloteando y cacareando de forma demencial.
Hoyt se detuvo detrás de dos chicos y dos chicas que rondaban una mesa pegada a una pared. Sentado a ella había otro gorila, blanco, inmenso y joven, aunque ya con muchas entradas, con una camiseta verde lo bastante ceñida como para marcar unos buenos músculos, además de un triángulo oscuro de sudor en el canalillo en que se juntaban las dos mitades respingonas del pecho. Estaba en pleno altercado.
—Bueno, ¿y cómo crees que hemos pasado antes? —le decía un chico alto de cuello ancho y cara de tipo duro atenuada sólo por los rizos castaños que le caían por la frente.
El gorila cruzó los brazos, con lo que dio la impresión de que doblaban su volumen, se recostó en la silla y se encogió de hombros.
—Ni idea. Yo sólo sé que para bajar hay que ser miembro o tener entrada.
El de la cara de duro, que tenía la mirada hueca de un borracho, empezó a desgranar una ristra de protestas acaloradas. Hoyt dio un paso al frente y preguntó al centinela parapetado tras la mesa:
—¿Algún problema, Derek?
—Dice que tenían entradas —explicó el centinela Derek—, pero que ésos —señaló con un gesto de cabeza a los controladores del piso superior— se las han quitado antes.
Hoyt retiró el brazo de la cintura de Charlotte, se acercó a la mesa y preguntó con tono desafiante:
—¿Quién os ha invitado? ¿Quién os ha dado las entradas?
Una pausa. Con la expectativa de una confrontación subida de tono, la gente empezó a pararse para contemplar la escena. Por fin el chico contestó:
—Se llama Johnson.
—¿Eric Johnson? —preguntó Hoyt.
—Ajá, Eric Johnson.
—Vale, pues en esta hermandad no hay ningún Johnson ni ningún Eric.
Risas entre los curiosos. Al comprender que le hacían quedar como un tonto ante sus amigos y ante el público congregado, el chico se vio empujado a iniciar la batalla de los machos.
—Bueno, ¿y puede saberse quién eres tú?
—Dios, a efectos de esta conversación soy un Saint Ray —replicó Hoyt con una mirada acusadora y una ligera inclinación del mentón.
El chico apretó los dientes. Charlotte, lo mismo que los demás, enseguida calibró la corpulencia de los dos con vistas a un combate abierto. El que intentaba colarse era más alto y más robusto, tenía pinta de más fuerte y los hombros más anchos.
—Qué mono —contestó—, pero ¿quieres saber qué me parece todo esto?
—Pues la verdad es que no, a no ser que te apetezca explicarme por qué no te comportas y te vas a tomar por culo.
El chico dio un paso al frente, abrió la boca ligeramente, clavó la punta de la lengua en el labio inferior y entrecerró los ojos, como si tratara de decidir exactamente de qué forma iba a desmembrar a su adversario. Hoyt mantuvo la mirada insultante. El gorila a cargo de la mesa se puso en pie y colocó una mano abierta ante el pecho del intruso. Su antebrazo desnudo era del tamaño de una pata de jamón.
—Tranquilo, colega —dijo—. No podemos dejaros bajar y no te interesa meterte en una pelea. ¿Vale? Haz lo que te ha dicho aquí el amigo y lárgate.
Furioso e impotente, el aludido se dio la vuelta y se alejó. Sus acompañantes, perplejos, lo siguieron. Los curiosos, que no se habían perdido ni una coma, se sintieron decepcionados de no poder presenciar derramamiento de sangre alguno, huesos rotos ni dientes saltados.
Después de cinco o seis pasos, el expulsado giró sobre los talones y señaló a Hoyt con el índice.
—¡Me quedo con tu cara! ¡Y la próxima vez no te protegerá nadie!
El amenazado se llevó la mano del vaso a la boca e hizo tres veces el gesto de tomar un trago: «A ti lo que te pasa es que estás borracho». Los curiosos soltaron más carcajadas.
Charlotte revivió el enfrentamiento de su padre y el sheriff Pike con Channing Reeves y su pandilla. A pesar de que había soltado alguna palabrota, la actitud firme y serena de Hoyt la había impresionado.
El gorila Derek se sonrió, sacudió la cabeza y comentó, dirigiéndose a Hoyt:
—Me encantan estos tíos que te dicen que van a volver para dejar las cosas claras.
A continuación apoyó la mano contra el panel de nogal tallado que tenía a su espalda. La pared cedió y se abrió hacia dentro. Era como una puerta secreta de una película. El gorila les indicó con un gesto que pasaran y después echó un vistazo a los curiosos rezagados para que no se hicieran ilusiones.
Hoyt volvió a pasarle el brazo por la cintura, como si sólo quisiera hacerla cruzar el umbral. Charlotte se puso rígida por un instante, pero no se soltó. Hoyt solamente quería… ser un buen anfitrión.
—¿Adónde vamos? —insistió.
—Abajo —insistió él.
—¿Y abajo qué hay?
—Ya lo verás.
—¿Qué voy a ver?
—¡Ya lo verás! —exclamó Hoyt, pero se percató de los recelos de la chica y suspiró—. Va, vale, te lo cuento, pero te quedas sin sorpresa y… No, no puedo hacerlo. No puedo contártelo, pero sí te digo que verás mucha gente. No vamos a quedarnos mucho. Sólo quiero que lo veas.
Charlotte sintió aprensión… No, directamente miedo puro y duro. Titubeó. El temor a lo desconocido y la perspectiva del triunfo social combatían al borde de un precipicio que daba al abismo de la perdición… y ganaron las ganas de integrarse. Siguió los pasos de Hoyt. La puerta se cerró a su espalda con estrépito. De repente el ruido de la fiesta disminuyó. En aquel lugar desconocido la temperatura era cinco o diez grados inferior. Estaban en un descansillo por el que se accedía a una escalera estrecha y poco iluminada con escalones forrados de goma negra que descendían en torno a una pared curva. Empezaron a bajar y girar. Resultó que la escalera conducía a una bodega de reducidas dimensiones consistente en un suelo de hormigón pintado de gris sala de máquinas, paredes de un beige desgastado y una amplia puerta metálica del mismo color con un ventanuco cuadrado. El techo era tan bajo que a Charlotte le pareció una masa inmensa a punto de aplastarla. Hoyt apretó un botón junto a la puerta y por el ventanuco apareció un rostro enfurruñado que, al verlo, se relajó. Al instante se abrió la puerta.
—¡Eh, Hoyto!
El rostro pertenecía a un chicarrón, de repente risueño, que vestía los pantalones caqui de rigor (¿o de moda?) y, para no ser menos, una camisa con cuello de botones con los faldones por fuera. El olor agrio a humedad, de extraña intensidad, que Charlotte había detectado arriba se multiplicaba allí abajo por diez, y se dio cuenta de que era una habitación, del tamaño del salón de una casa, saturada, restaurada, eternamente empapada de cerveza derramada por el suelo. Unas luces empotradas en el techo, también bajo, iluminaban un suelo de madera sin alfombrar y el humo del tabaco parecía colgar de las vigas. Tanto el techo como las paredes eran de un marrón oscuro con profusión de grumos de pintura. Los altavoces emitían la melodía entrecortada de un agudo saxofón jazzístico y una voz que hablaba en lugar de cantar y no hacía más que repetir «Chocolate City». Algunos estudiantes bulliciosos estaban apiñados en torno a algo que quedaba oculto contra la pared del fondo…
—¿Qué hay, Hunter? —saludó Hoyt al portero—. ¿Algún problema?
—De momento no —contestó él, antes de embarcarse en un largo discurso sobre «los controladores» (que al parecer aquella noche estaban por todas partes), sobre cómo distinguirlos de los estudiantes de verdad y sobre por qué había que ir con muchísimo cuidado de todos modos.
A lo largo de aquella conversación, ninguno de los dos, ni Hoyt ni Hunter, acusó en ningún momento la presencia de Charlotte, y eso que el primero seguía sujetándola por la cintura.
Cada vez estaba más molesta, y no se tranquilizó cuando Hoyt la hizo entrar en la sala sin soltarla en ningún momento. «¡Que me quite la mano de encima de una vez!». Sin embargo, aquel cuarto subterráneo lleno de gente que bebía y fumaba le dio claustrofobia, y además él era su protector y su carta de presentación, así que dejó que la condujera así hacia lo desconocido. Los estudiantes estaban arremolinados en torno a una antigua barra de madera oscura con reposapiés de latón. Contentos (excesivamente contentos) por haber llegado a un territorio al que no podían acceder los demás, parloteaban, reían y chillaban. La parte inferior de una botella surgió describiendo un arco por encima de las cabezas del enjambre. Charlotte tardó un instante en darse cuenta de que la sujetaba un chico que dirigía el chorro de su contenido, fuera el que fuese, directamente hacia su propia garganta.
Gritos de «¡Hoyt!» y de «¿Qué pasa, Hoyto?». La fiesta había llegado a ese punto en que la conversación se desmigaja y pierde toda gramaticalidad para convertirse en simples expresiones de celebración de la juventud, la borrachera y la inmunidad ante las críticas, en compañía de camaradas también jóvenes, también borrachos y lo que fuera. A un lado había una pareja tumbada en un sofá, sumida en un profundo abrazo, cuerpo contra cuerpo. Nadie parecía fijarse en ellos.
Tras la barra había dos negros cuarentones con camisa blanca arremangada dejando los antebrazos al descubierto y corbata negra muy apretada en torno a la garganta. Los dos tenían grandes cercos de sudor bajo las axilas. Ante ellos, sobre la barra, tenían una hilera de botellas de whisky, ron, vino, vodka y otras bebidas más difíciles de distinguir. Todo (fuera cerveza, vino o vodka) se servía en vasos de plástico idénticos.
Sin dejar de aferrar a Charlotte, Hoyt le ofreció:
—¿Te apetece beber algo?
—Nada, gracias.
Sonrisa forzada.
—Va, mujer. ¡Si ni siquiera has querido bailar conmigo! ¡Al menos tómate una copa! —Lo dijo a gritos y la gente de la mesa se volvió hacia ellos.
Poco más que un susurro:
—Es que no bebo.
A grito pelado:
—¿Ni siquiera cerveza?
Con voz ronca:
—Eh… no. Pero tú tampoco estás bebiendo nada.
Sin dejar de berrear:
—¡Si te tomas una copa me animo!
Se había dado la vuelta más gente. Charlotte sintió que le subían los colores. Intentó pronunciar «no», pero sólo alcanzó a decirlo con un movimiento de la cabeza. Decidió sonreír para indicar al auditorio que todo era en broma, pero en la cara se le había dibujado (y era consciente de ello) la sonrisa forzada de quien acaba de meter la pata hasta el fondo.
—Bueno, pues entonces tómate una copita de vino. ¡Eso no cuenta! No es beber-beber.
Todo el mundo parecía divertirse con el diálogo.
—No le hagas ni caso —le aconsejaron—. ¡Ése es alcohólico con nombre y apellido!
Con el rabillo del ojo, Charlotte vio que el comentario procedía de un chaval fornido (pantalones caqui, camisa azul con cuello de botones, faldones por fuera) que estaba cerca de la barra y rodeaba con un brazo a una chica de aspecto delicado, minifalda, cara de sueño y mirada apagada. Daba la impresión de que si él apartaba el brazo se desplomaría como un saco. Pero Charlotte no se atrevió a mirar al chico, porque no se le ocurría la menor respuesta.
Mirándola de nuevo, el espectador añadió:
—¿Ya sabes que por mucho que vaya de Teresa de Calcuta tu apuesto acompañante tiene un pasado más parecido al de Liza Minnelli?
—Ja, ja, ja —dijo Hoyt en tono cortante, sin reírse—. ¿Por qué no nos cantas algo, Julián? Dicen que los borrachos podéis cantar incluso cuando ya os sale espuma por la boca.
Seguía con el brazo en torno a Charlotte. La miró, sonrió, le dio un buen achuchón y empezó a llevarla hacia el bar.
La pobre no tenía ni idea de qué decirle a aquel Julián que no dejaba de dirigirse a ella… o a lo mejor no era a ella. Estaba coloradísima de vergüenza por los achuchones que le daba Hoyt delante de todo el mundo como marcando territorio. Tuvo ganas de dejar muy claro que no era propiedad suya, pero ¿se atrevería a montar una escena en aquella bodega secreta o lo que fuera? Y lo peor era que estaba desvaneciéndose por momentos una de sus principales virtudes: el hecho de ser una de las poquísimas estudiantes que jamás cedía a la presión de sus condiscípulos. No podía permitirse que toda aquella gente, todos aquellos alumnos de segundo ciclo tan bien considerados socialmente, se dedicaran a observarla como si fuera un bicho raro, una novata de primero que no sabía de la misa la mitad. Al cabo de un instante oyó su propia voz diciéndole:
—A lo mejor una copita de vino.
—¡Así me gusta! —se alegró él, y sin soltarla la llevó hasta el grupo de gente que había en la barra.
El grandullón Julián se les acercó y soltó:
—Qué morro tienes, Hoyt.
Como si ella no estuviera delante.
Hoyt se inclino hacia él y le dijo en voz baja:
—Vive y deja mojar, Julián, colega. —Se volvió hacia Charlotte y añadió—: ¿Tinto o blanco?
—No sé. ¿Tinto?
La soltó un momento y empezó a abrirse camino a la fuerza hacia primera línea de la barra. De pronto se detuvo y miró hacia un lado. Y acto seguido gritó a pleno pulmón:
—¡Eh! ¡Que no tenemos por qué enterarnos de todo!
El chico del sofá había encajado una pierna enfundada en vaquero entre los muslos enfundados en vaquero de su compañera, que había subido una pierna hasta prácticamente rodearlo por la cintura, y se movían con pequeñas embestidas. La gente se echó a reír y tres o cuatro chicos les gritaron también en tono jocoso que se fueran a otro lado. La pareja se desenredó y se incorporó a medias para mirar con cara de tontos a su público. La chica sostenida por Julián empezó a hacer un ruidito con los labios apretados, como si se escapara el aire por la boquilla de un globo sujetada con dos dedos. Le temblaban los labios y tenía los ojos abiertos, pero sin ver nada. Y así, sin más, se derrumbó. Julián evitó por los pelos que fuera a dar con sus huesos en el suelo.
—¡Qué putada! —exclamó. Levantó el cuerpo inerte y se lo echó al hombro—. Me cago en el Rohypnol.
Se dio media vuelta para llevársela y quedó visible un reguero fangoso que le bajaba a la chica por la parte trasera de una pierna. Era repugnante. Heces.
—Hoyt… Hoyt… —empezó Charlotte, horrorizada.
—Puaj —exclamó él—. No te preocupes —le sonrió—. Esa tía está chalada. Se mete relajantes musculares.
Al cabo de poco rato, Hoyt regresó de la barra con dos vasos de plástico, uno para ella y otro para él, que levantó como proponiendo un brindis. Aún terriblemente avergonzada y convencida de que la sala en pleno estaba pendiente de lo que hiciera, Charlotte alzó también su vaso, contra el que Hoyt hizo chocar el suyo. Como no se le ocurría nada más, ella se lo llevó a los labios y bebió un sorbo. No era tan repugnante, pero aun así sintió una punzada de culpa. El único motivo por el que sostenía aquella bebida alcohólica era el miedo a quedar como una majadera delante de un montón de borrachos a los que no había visto en su vida. Sin embargo, bebió otro sorbo, esta vez más largo, y después otro aún más largo. Hasta entonces no había reparado en que Hoyt ni siquiera se había llevado el vaso a los labios.
No hacía más que vigilar de refilón el interior del vaso de ella y, con la sonrisa más afable y más sincera que pudiera imaginarse, mirarla a los ojos. Luego echó a andar hacia la puerta metálica.
—Ya te he dicho que no íbamos a quedarnos mucho —recordó el hombre del que una siempre podía fiarse—. Ven, voy a enseñarte lo de arriba.
Charlotte asintió y engulló otro trago.
Por fin se había relajado; confiaba plenamente en él. Qué cambio: en lugar del escalofrío de ansiedad que se había apoderado de ella nada más poner un pie en aquella casa, de repente corría algo cálido y tranquilizador por sus venas. Aquel chico tan guapo, Hoyt, que la había estimulado y asustado a un mismo tiempo, había resultado todo un caballero, además de todo un «chulazo», como diría Mimi. ¡Qué cara se le había quedado! ¡Y a Bettina! Eso era lo que veía al mirar a Hoyt a los ojos. No le importó que la agarrara de la mano y se la llevara escaleras arriba.
Hoyt giró el pomo de la puerta secreta, que no se abrió. Seguro que el segurata la había cerrado, le dijo a Charlotte. Debía de haber visto a un controlador o a alguien sospechoso. Al parecer, la universidad enviaba fisgones a recorrer el recinto para informar si se servía alcohol en lugares donde hubiera menores de veintiún años, lo cual era ilegal, claro, y costaba bastante mantenerlos a raya. Por eso las copas del bar secreto del sótano y los refrescos de la planta baja se servían en vasos de plástico blanco idénticos, para que los controladores no supiesen si la gente bebía cerveza o Sprite. La administración había empezado a aplicar la ley sobre el alcohol con mucha rigidez a las hermandades, en una venganza dirigida contra el sistema en sí. Trataban de todas las formas habidas y por haber de expulsarlas del recinto universitario y deshacerse de ellas, y…
Charlotte no escuchaba nada desde la referencia a que se servía alcohol en lugares donde había menores. En ese mismo instante estaba infringiendo la ley. ¡Ni se le había pasado por la cabeza! Pero el arrebato de pánico se disolvió en otro sorbo de vino. Mientras enunciaba su exégesis, Hoyt había vuelto a abrazarla, y ya no la molestaba en absoluto. Se había convertido en su protector.
Al siguiente intento, la puerta se abrió y les llegó de pleno la arremetida de la música. El gorila se volvió sin levantarse de la silla, sonrió con ironía y le dijo a Hoyt algo parecido a «No hay moros en la costa, Hoyto».
La multitud del gran salón había aumentado. Chicos y chicas, prácticamente blancos en su totalidad, se apelotonaban en el espacio disponible entre pared y pared. El calor era aún peor. Las chicas emitían carcajadas con la boca abierta ante cualquier cosa y ante nada en particular. La música recordaba a un accidente en cadena sin principio ni fin en plena autopista, con retazos de gritos y chillidos.
Un rato antes no había querido que nadie viera que Hoyt le ponía la mano encima, y mucho menos Mimi y Bettina, pero la conmoción del ascenso social repentino (¡un chulazo estaba totalmente pendiente de ella!) había arrastrado todo lo demás. ¿Y qué si alguien veía que la llevaba agarrada por la cintura? ¿Qué tenía eso de malo, en el fondo? ¿Había un chico más guapo en toda la fiesta? «¡Míralo bien, Mimi!». La actitud condescendiente de su nueva amiga llegaría a su fin si la veía pegadita a aquel chulazo… Echó un vistazo a la sala casi con la esperanza de verlas a las dos, pero había tantos cuerpos, tanto ruido, una neblina húmeda tan delirante, y las luces estroboscópicas seguían palpitando…
Hoyt la conducía hacia la escalera noble, justo delante, con una barandilla que ascendía hasta el piso superior describiendo una curva exuberante. Se puso tiesa por una punzada de remordimientos provocada por la Gran Duda… ¿De verdad era sensato ir a ver «lo de arriba», fuera lo que fuese? Pero ya había compañeros de ambos sexos que subían y bajaban, en realidad, un flujo considerable. Tampoco era que el chico y ella fueran a quedarse solos en aquel piso.
Abrirse paso no resultó sencillo. A cada paso los chicos intentaban acercarse a Hoyt: «¡Eh, Hoyt!», «¿Qué pasa, Hoyto?». ¡Charlotte Simmons se había colocado como por arte de magia en el epicentro mismo de la vorágine!
Las parejas de caderas entrelazadas seguían contoneándose como antes, sudando tanto que brazos y caras refulgían frenéticamente con cada destello estroboscópico.
De cerca, la escalera no era tan majestuosa. Muchas capas de pintura habían estropeado la gran barandilla curvada, y la moqueta de los escalones, de más de un metro de ancho, estaba tan raída por el centro que prácticamente se veía la madera pelada.
—¡Eh, Hoyt! ¿Qué pasa? ¿Vas de paseo por ahí o tienes otros planes?
Las palabras, mal articuladas, procedían de un chico regordete que las gritaba desde abajo con una mirada lasciva. Dos gruesas cejas negras se le juntaban encima de la nariz. Un momento: ¿no lo había visto ella antes? El vaso de plástico que llevaba en una mano se inclinaba peligrosamente. Tenía chorreada la pechera de la camisa.
Hoyt no le hizo caso.
—¿Quién es ése? —preguntó Charlotte—. ¿Y qué quería decir?
Él se encogió de hombros para indicar que no tenía ni idea y dijo crípticamente:
—Se llama IP. Es uno de nuestros errores.
La escalera desembocaba en un rellano el triple de grande que el salón de la casa de Charlotte en Sparta. Nunca había visto un techo tan alto en el piso de arriba de una casa. En el centro, donde en su época tenía que haber habido una araña, había un fluorescente que emitía una luz cruda, azulada y gaseosa. Por un ancho pasillo vio montones de estudiantes agrupados en torno a las puertas abiertas, riendo a mandíbula batiente y estallando en vítores, alaridos y aplausos con los que evidentemente fingían dar su aprobación a alguien a modo de chanza, o en gemidos y rechiflas para mostrar su decepción, también simulada, sin dejar de beber de sus grandes vasos de plástico.
—¿Qué hacen? —quiso saber Charlotte.
Hoyt ni siquiera se detuvo. Ni por un instante aflojó la presión que ejercía su brazo contra la espalda de ella y siguió guiándola hacia el tramo de escalera que llevaba al siguiente piso.
—No sé —suspiró él, moviendo la cabeza para dar a entender que daba igual, porque seguramente se trataba de algo absurdo, tedioso e infantil que no valía la pena investigar—. Venga, que te enseño las habitaciones. Vas a flipar.
El siguiente rellano daba a un pasillo igual de ancho que el inferior, pero con las puertas cerradas y sin nadie a la vista. Hoyt la hizo avanzar ejerciendo más fuerza que nunca con el brazo. De alguna puerta que otra salían risitas apagadas, o bien reales o bien enlatadas y procedentes de la televisión, acompañadas de alaridos alcohólicos de voces masculinas, del farfulleo de alguna conversación y de los profundos gruñidos de bestias animadas al ser pulverizadas en algún video juego…
Hoyt se detuvo ante una puerta, esperó unos instantes en silencio a ver si oía algo y después la abrió. Era un gran dormitorio repleto de estudiantes de ambos sexos sentados al borde de las camas o en el suelo, en medio de una nube de humo de olor intenso y dulzón, sin decir palabra. Observaron a los recién llegados con unos ojos cautelosos y bien abiertos que recordaban a los de un mapache sorprendido en su escondite en plena noche, salvo una chica que se llevó a los labios un deforme cigarrillo sostenido entre pulgar e índice y aspiró una buena bocanada con los ojos cerrados.
—Paz —saludó Hoyt mientras cerraba la puerta y se alejó.
Abrió otra. Estaba a oscuras. La luz del pasillo bastó para revelar una litera. Accionó el interruptor de la pared. Una manta rojiza con estampado de indios norteamericanos metida por debajo del colchón de arriba y por debajo del de abajo formaba una especie de tienda. Charlotte oyó el susurro de una voz masculina:
—¿Quién coño anda ahí?
Hoyt apagó la luz y cerró la puerta.
—¿Has oído algo? ¿Alguien ha dicho algo?
—Sería algún tío que está durmiendo, no sé —contestó Hoyt.
Siguió avanzando a toda prisa por el pasillo, tirando de ella. Otra puerta. La abrió y asomó la cabeza. La luz estaba encendida. Dos camas. Una estaba hecha un asco, con las sábanas, la manta y la almohada revueltas y el forro del colchón arrugado. En la otra, la manta estaba estirada sobre la almohada como si alguien hubiera querido hacerla con esmero, pero por debajo había unos extraños bultos. Hoyt le indicó que entrara y cerró la puerta. Rodeándole los hombros con delicadeza, señaló la pared del fondo.
—Mira qué ventanas. Tienen más de dos metros y medio de altura.
Eran grandes, desde luego, pero su eminencia en la jerarquía de las ventanas quedaba en entredicho por culpa de las persianas viejas, sucias y manchadas que caían ante ellas cuan largas eran, sin poder evitarlo y sin esperanzas de volver a subir jamás, desde lo alto de unos ejes de madera al descubierto cuyos resortes habían pasado a mejor vida.
—… Y mira la altura del techo —seguía él—. Y esas cosas, ¿cómo se llaman? Cornisas, no sé, molduras. ¡Y esta casa se construyó para ser una hermandad! Fueron dos antiguos alumnos, hace no me acuerdo cuánto, los que pusieron la pasta. Nunca volverá a construirse algo por el estilo. Eso te lo garantizo.
—¿Ésta es tu habitación? —preguntó Charlotte.
—No. La mía está abajo, donde toda la gente. En realidad es más grande que ésta, pero, vamos, ésta es un buen ejemplo. ¿Sabes qué?, le tengo muchísimo cariño a esta casa.
Apretó los labios y sacudió la cabeza, como si estuviera sintiendo una emoción demasiado profunda para expresarla. Después le dirigió la sonrisa de un hombre que ha visto de todo durante su paso por el mundo. La miró fijamente a los ojos (con intensidad, con más y más intensidad) y casi pareció que era tímido.
En aquel instante se abrió la puerta del cuarto y en el umbral resonó una conversación animada casi convertida en un agudo canto. Sin soltar un ápice a Charlotte, Hoyt giró sobre los talones. Estaba entrando un chico alto y delgado de cabello rubio y alborotado. Rodeaba con el brazo a una chica castaña, pequeña y guapa que prácticamente se salía de una camisetita de tirantes finos y unos vaqueros de tiro bajo, atuendo que le dejaba el ombligo al aire.
—¡Joder, Vanee, sal de aquí! —vociferó Hoyt—. ¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!
La chica se quedó inmóvil, con una sonrisa tonta congelada en la cara.
—¡Vaaaale, tío! —contestó Vanee sin liberarla—. Tranqui, tranqui, tranqui. Es que Howard y Lamar me habían dicho…
—¿Tú ves a Howard y a Lamar por alguna parte? Aquí estamos nosotros. Nos la hemos pillado.
El intruso miró el reloj y añadió:
—No sé, Hoyt, a mí me parece como que hace rato que se han acabado los siete minutos.
—Vanee…
Vanee levantó la palma de las manos hacia su amigo y cedió:
—Vale, de buen rollo. Pero cuando acabéis me avisas, ¿vale? Estamos en el piso de en medio.
«¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!». «¡Vale, cuando acabéis me avisas!». A Charlotte se le helaron las manos. Tenía la cara al rojo vivo. Se soltó del abrazo de Hoyt y le dijo:
—¡Me parece que no te has enterado! ¡No hemos pillado esta habitación, te la habrás pillado tú! ¡Y no vamos a acabar nunca porque no vamos ni a empezar!
Hoyt miró un instante a Vanee y a la morenita y luego echó la cabeza atrás y a un lado, suspiró y abrió los brazos con gesto de indefensión hasta quedar en posición de crucificado.
—Ya lo sé…
—¡Tú qué vas a saber! —chilló ella—. ¡Eres un guarro!
—¡Eh! ¡Tampoco hay que gritar! Es que… ¡Cono!
Era el macho eterno, de conducta modificada perpetuamente por la Mujer que Monta una Escena.
—¡Grito si me apetece! ¡Y me voy!
Y dicho eso echó a andar, ya con lágrimas en las mejillas, pasando por delante de él, de Vanee y su morenita…
—¡Eh! ¡Espera…! —llamó Hoyt sin convicción.
Charlotte ni siquiera se volvió. Se echó su larga melena castaña por el hombro con rabia y siguió adelante con paso firme. Al bajar a toda prisa la gran escalera curvada se topó con la bacanal de la planta baja. El jaleo era tremendo. En el salón principal se abrió paso a codazos, con desesperación, entre la gente, que se empujaba y berreaba y aullaba y se recreaba con la música a gritos. Borrachos chillando estroboscópicas chicas por fases chicos en celo follando en seco putas ése es un cutre tiene el rabo pequeño esa tía lo que es una chupapollas ay me cago en la puta qué putada qué hortera se metió un pedazo raya con una pajita verde directamente del tacón de los manolos que llevaba tengo que tirarme a alguien se ha enrollado con Jojo…
¿«Se ha enrollado con Jojo»? Ese fragmento de conversación le llamó la atención, pero estaba fuera del influjo de la fuerza gravitatoria del cotilleo, completamente enfrascada en su huida precipitada… Cruzó la puerta de doble hoja y salió al paseo Ladding ¡y respiró el aire puro del Señor! Dejaba atrás aquella atmósfera mancillada por la decadencia y la lujuria…
Aún quedaban cinco o seis chicos y chicas muy perjudicados que se arrastraban, daban tumbos, aturdidos, doblados por la mitad en el escaso césped delantero del edificio de la hermandad de Saint Ray, vomitando y pegando gritos en putañés. Charlotte echó a correr por el paseo y se adentró en la oscuridad y en las sombras monstruosas, hasta que empezó a dolerle la garganta y ya no pudo contener los lagrimones. Redujo la marcha hasta acabar andando, dejó caer la cabeza, se sostuvo la frente con la mano y empezó a sollozar con sacudidas. «¡Sal de aquí! ¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!». «Vale, de buen rollo. Pero cuando acabéis me avisas, ¿vale?». Santo cielo. ¿Se enterarían Bettina y Mimi? ¿Descubrirían la verdad sobre su «chulazo», la profunda humillación de Charlotte y lo tonta que era?
Se sentía la criatura más insignificante, allí en mitad de la oscuridad infinita e insondable del paseo Ladding, completamente sola, sumida en un mar de sollozos convulsos, caminando trabajosamente hacia el Patio Menor, sin un objetivo claro, aquella cría de las montañas (no podría haber sentido más lástima de sí misma) con un viejo vestido de algodón estampado y con el dobladillo subido ocho centímetros con alfileres para enseñar más las piernas.
Las oscuras moles de los edificios del paseo, que resultaban amenazadoras, el silencio sepulcral, roto sólo por sus sollozos, que trataba de contener pero por fin dejaba escapar, que contenía y soltaba… Porque soltarlos comportaba cierto placer morboso y autodestructivo, ¿no?, había cierto gusto enfermizo en abandonarse al torbellino de engaños a que la había sometido Hoyt Comosellamara… El regreso a Edgerton era una tragedia, en gran parte porque parecía que no iba a terminar jamás.
Cuando salió del ascensor en el quinto piso y se encontró con el vestíbulo totalmente silencioso le pareció un santuario, o al menos el único al que podía acudir Charlotte Simmons, y se permitió un buen sollozo lastimero. Luego enfiló el pasillo y… oyó susurros… ¡Santo cielo! Seis, siete, ocho chicas sentadas en hilera con el trasero en el suelo, la espalda contra la pared y las piernas, las de casi todas, estiradas para formar una fila de vaqueros envejecidos, pantalones cortos, zapatillas de deporte, chanclas, pies descalzos, rodillas huesudas… Ojos, todos los ojos, clavados en ella. Eran alumnas de primero que vivían en aquel piso. ¿Qué hacían en mitad del pasillo en plena noche? ¿Y qué pensarían de ella? Lagrimones, ojos hinchados… Tenía la impresión de que su nariz había doblado de tamaño, tan congestionada estaba de tanto llorar. Y seguro que habían oído el gemido que había soltado al salir del ascensor. Su presencia era un reto. Para dejarla llegar a su cuarto tendrían que mover las piernas. Si se veía obligada a hablar con ellas, a pedirles que la dejaran pasar… ¡No; sería incapaz! ¡Se echaría a llorar otra vez! Se mordió el labio inferior y se ordenó ser fuerte, muy fuerte, venga, sin rendirse, aguantando. El primer par de rodillas y vaqueros raídos se plegó para dejarle paso. Eran de lo más enclenque y pertenecían a una chica de origen chino, esquelética, con la cara sumamente pálida y el pelo color manzanilla y cortado a lo gargon. Se llamaba Maddy y era horrorosa, a pesar de que había ganado una competición de ciencias muy importante a nivel nacional, el premio Westinghouse o algo así. Charlotte no la soportaba, pero no logró escapar de aquellos ojazos desproporcionados, que se alzaron hacia ella para que la asquerosa de Maddy preguntara:
—¿Qué te ha pasado?
Charlotte mantuvo la cabeza gacha y se limitó a sacudirla, que era todo lo que se sentía capaz de hacer para indicar que no le había pasado nada. Sólo sirvió para azuzar la curiosidad de Maddy.
—Te hemos oído llorar.
Las rodillas que quedaban por delante fueron doblándose hacia sus respectivos pechos una a una. En todos los casos, enormes ojos escrutaban su rostro, desencajado (Charlotte lo sabía muy bien) como el de una chica a punto de prorrumpir en lágrimas a la mínima que intentara abrir la boca. A su espalda, la pequeña Maddy se resistía a tirar la toalla:
—¿Podemos ayudarte en algo?
Un par más de miembros de aquel extraño colectivo de chicas ahora diminutas, ahora flacas, ahora desgarbadas, ahora obesas, ahora directamente feas, se obstinaron:
—Sí, ¿qué te ha pasado?
No supo quién había sido porque evitaba mirar a ninguna de aquellas… aquellas brujas congregadas en el suelo únicamente para atormentarla. Pero entonces cometió el error de dirigirles una mirada furtiva y estableció contacto con una chica negra y gorda que se llamaba Helene y que, al levantar las rodillas, preguntó:
—Eh, ¿de dónde vienes? —Lo que quería decir en realidad era: «¿Quién te ha hecho eso?».
A Charlotte no se le ocurrió ninguna forma de responder con un movimiento de la cabeza y, además, tenía interiorizada la idea, por osmosis social, de que era protorracista no hacer caso a los estudiantes negros, por mucho que la chica en cuestión tuviera un padre, como por lo visto sabía todo el mundo en la planta, que era uno de los principales promotores inmobiliarios de Atlanta, seguramente más rico que todos los Simmons de las montañas Azules de toda la historia juntos. Así pues, hizo un esfuerzo para reforzar la presa que contenía el torrente y pronunció sólo dos palabras:
—Una hermandad.
No hizo falta más. La presa reventó y Charlotte recorrió los metros que le quedaban tambaleándose, sollozando y temblando. Las brujas la remataron por la espalda:
—¿Qué hermandad?
—¿Había una fiesta?
—¿Seguro que no quieres que vayamos a ayudarte?
—¿Ha sido un tío?
Cuando por fin giró el pomo de su puerta ya se oían los cotorreos, los susurros, las risillas, la falsa compasión de aquel colectivo contrahecho.
«Lo que me faltaba», se dijo entre lágrimas. El desmoronamiento de Charlotte Simmons acababa de convertirse en el gran entretenimiento del viernes por la noche de aquella panda.