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Esa única promesa

El condado de Alleghany está encaramado en lo alto de las colinas occidentales de Carolina del Norte, tan elevado que los golfistas lo bastante intrépidos como para ir hasta allí a practicar su deporte preferido lo llaman «golf de montaña». El único cultivo comercial importante del condado es el de abetos, mayormente de la variedad utilizada como árbol de Navidad, y la principal actividad industrial que se realiza es la construcción de casas de veraneo. En todo el condado existe una única población. Se llama Sparta.

Los veraneantes llegan atraídos por la belleza primitiva del río Nuevo, que conforma la frontera occidental del condado. Y «primitiva» es precisamente el adjetivo más indicado en este caso. Los paleontólogos calculan que el Nuevo es uno de los dos o tres ríos más antiguos del mundo. Según la sabiduría popular, se llama Nuevo porque el primer hombre blanco que tuvo oportunidad de verlo fue un primo de Thomas Jefferson, Peter, que encabezaba una partida de topógrafos que se dirigían a la cima de las montañas Azules, una sierra que forma parte de los Apalaches, y para él la sola existencia de aquel río resultaba una novedad. Jefferson llegó a lo más alto de la cordillera, miró hacia abajo por el otro lado y contempló el mismo panorama imponente que en la actualidad sigue cautivando a los forasteros aficionados a la naturaleza: un arroyo montañoso ancho y de aguas sumamente cristalinas flanqueado por densos bosques vírgenes de un verde intenso que contrastan con el inmenso y pálido telón de fondo de las montañas Azules, que desde la distancia adquieren en efecto una coloración azulada.

No hace demasiado, la sierra formaba un muro que aislaba el condado de Alleghany de los habitantes del resto de Carolina del Norte de manera tan absoluta que éstos lo llamaban «la provincia perdida» (eso cuando se acordaban de llamarlo de alguna forma). Las autopistas modernas han hecho accesible la zona, pero sigue persistiendo un aire de lejanía, una atmósfera primitiva, precisamente lo que les encanta a los veraneantes, a quienes van de acampada, a los piragüistas, los pescadores, los cazadores, los golfistas y a quienes disfrutan comprando artesanía local. No hay centro comercial, ni cine, y ni un solo corredor de bolsa. Para los residentes en Sparta, la palabra «ambición» no evoca imágenes de yuppies agresivos y codiciosos enfundados en trajes anodinos y con corbatas «llamativas», como sucede en Charlotte o Raleigh, las grandes ciudades de Carolina del Norte. Las familias con hijos en tercer o cuarto curso del único centro de enseñanza secundaria, el Instituto Alleghany, no se dejan arrastrar, como las de las zonas urbanas, por el torbellino de la obsesión universitaria (esto es, la manía feroz y absorbente de lograr matricular a sus retoños en centros de prestigio). ¿Qué padres de Sparta aspirarían siquiera a que un hijo suyo asistiera a una universidad como Dupont? Seguramente ninguno. De hecho, cuando corrió la voz de que una alumna de cuarto del instituto, una tal Charlotte Simmons, iba a empezar sus estudios en Dupont en otoño, la noticia mereció aparecer en portada en The Alleghany News, el periódico semanal.

Aproximadamente un mes después, un sábado por la mañana de finales de mayo, durante la celebración de la ceremonia de entrega de diplomas del instituto, en el gimnasio del centro, esa jovencita en concreto, Charlotte Simmons, se había convertido ya en toda una figura de relumbrón. El director, el señor Thoms, estaba encaramado a la tarima, en el estrado situado en un extremo de la cancha de baloncesto. Ya había anunciado, al enumerar las distintas menciones honoríficas, que Charlotte Simmons había obtenido las de Francés, Inglés y Creación Literaria. Después pasó a presentarla como la alumna que iba a pronunciar el tradicional discurso de despedida:

—… Una jovencita que… Bueno, por lo general aquí en el centro nunca hacemos referencia a las puntuaciones obtenidas en el SAT)[1], en primer lugar porque se trata de información confidencial, y en segundo lugar porque tampoco es nuestra intención hacer excesivo hincapié en esas pruebas… —Se detuvo y esbozó una amplia sonrisa que dirigió a todo el público presente—. Pero, sólo por una vez, tengo que hacer una excepción. No puedo evitarlo. Se trata de una jovencita que ha obtenido la nota máxima de mil seiscientos puntos en el SAT y también ha logrado el máximo de cinco puntos en cuatro pruebas de aptitud para alumnos avanzados; una jovencita que fue seleccionada para convertirse en uno de los dos escolares presidenciales de Carolina del Norte y que se desplazó a Washington, a la Casa Blanca (acompañada por Martha Pennington, de nuestro Departamento de Inglés, que fue distinguida como su mentora), junto con los otros noventa y ocho estudiantes y sus mentores, en representación de los otros estados de nuestra nación, y cenó con el presidente, y le dio la mano; una jovencita que, además, ha sido una de las figuras de nuestro equipo de cross; una jovencita que…

La jovencita merecedora de tanto elogio estaba sentada en una silla plegable de madera, en primera línea de las filas del último curso, mientras el corazón le latía veloz como el de un pájaro. No es que la preocupara el discurso que estaba a punto de pronunciar, ya que lo había repasado tantas veces que había acabado por memorizarlo e interiorizarlo del mismo modo que se había aprendido todas las frases de su personaje, Bella, en la función escolar de Luz de gas. En realidad la inquietaban dos temas muy distintos: su aspecto y sus compañeros. Iba completamente cubierta, excepto el rostro y el pelo, por la toga verde claro de cuello blanco y el birrete del mismo tono de verde con borla dorada que el centro suministraba a los alumnos para la ocasión. Sin embargo, el rostro y el pelo… Aquella mañana había dedicado horas, literalmente, a lavarse la melena (que era castaña y lisa y le llegaba por debajo de los hombros), a secársela al sol, a peinársela, a cepillársela, a darle cuerpo y a preocuparse por ella, ya que le parecía que era su mejor baza. En cuanto a la cara, se consideraba guapa, pero tenía un aire demasiado adolescente, demasiado inocente, vulnerable, virginal… Sí, virginal, se le había pasado por la cabeza el adjetivo más humillante del mundo, mientras la chica que se sentaba a su lado, Regina Cox, no dejaba de torcer el gesto cada vez que se escuchaban las palabras «una jovencita que». ¿Por qué le tenía Regina tantísima manía? ¿Cuántos compañeros había a su lado o a su espalda, vestidos con sus togas verdes, que también le tenían manía? ¿Por qué se enrollaba tanto el señor Thoms y repetía hasta la saciedad lo de «una jovencita que»? En aquel momento de gloria, mientras la observaba prácticamente todo el mundo que conocía, sentía casi tanta culpa como orgullo, pero no por eso dejaba de experimentar ese orgullo, y era cierto que alguien había definido la culpa como el miedo a ser objeto de envidia.

—… Una jovencita que este otoño se convertirá en la primera alumna del Instituto Alleghany en asistir a la Universidad de Dupont, que le ha concedido una beca integral. —Los mayores que estaban sentados en filas de sillas plegables situadas tras ella emitieron murmullos de aprobación—. Señoras y señores… Charlotte Simmons, la encargada de pronunciar la alocución de despedida.

Una tremenda ovación. Al ponerse en pie para dirigirse hacia los escalones del estrado, Charlotte empezó a obsesionarse con su cuerpo y con sus movimientos. Inclinó la cabeza para demostrar modestia. Con otra punzada de miedo a ser objeto de envidia se encontró observando el color dorado de la banda académica que le rodeaba el cuello por detrás y bajaba hasta la cintura por ambos lados, para demostrar al mundo entero, o como mínimo al condado, que pertenecía a la Beta, la sociedad honorífica del Instituto Alleghany. Entonces se percató de que no parecía modesta, sino jorobada, así que se enderezó, movimiento que fue suficiente para que el birrete, que le quedaba apenas unos milímetros grande, se inclinara ligeramente. ¿Y si se le caía? No sólo quedaría como una idiota de remate, además tendría que inclinarse para recogerlo y volver a ponérselo, y a saber cómo le quedaría el pelo. Sujetó la base rígida del gorro con una mano, pero ya había alcanzado los escalones, y la necesitaba para recogerse la toga, por miedo a pisarse los bajos al subir, y la otra estaba ocupada sosteniendo el discurso. Llegó por fin a lo alto del estrado. Los aplausos continuaban, pero ella estaba obsesionada con que pudiera caérsele el birrete, y no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde de que tenía que sonreír al señor Thoms, que se le acercaba con una enorme mueca de felicidad y le tendía mano. Se la estrechó, a lo que él reaccionó poniendo la otra encima de la de Charlotte, inclinándose hacia ella y susurrándole:

—Te queremos mucho, Charlotte, y estamos contigo.

Acto seguido entrecerró los ojos y asintió con la cabeza varias veces, como si quisiera decirle: «No te preocupes, tú tranquila, ya verás lo bien que lo haces», y fue en ese momento cuando Charlotte se dio cuenta de que parecía nerviosa.

Ya estaba en la tarima, de cara a todos los asistentes, sentados en sillas plegables en la cancha de baloncesto. Seguían aplaudiendo. Lo primero que tenía ante ella era el rectángulo verde formado por sus compañeros de cuarto, ataviados con sus gorros y togas. Regina aplaudía, pero de forma mecánica, con lentitud, y seguramente sólo porque estaba en primera fila y no quería que se le notara demasiado la procesión que iba por dentro; además, no sonreía en absoluto. Tres filas más atrás, Channing Reeves, con la cabeza ladeada, sí sonreía, pero arqueaba una comisura de la boca, lo que le daba un aire sarcástico, de superioridad moral, y tenía las manos quietas. Laurie McDowell, que también lucía la banda dorada de la Beta, aplaudía con entusiasmo y la miraba con una sonrisa sincera, pero, claro, Laurie era amiga suya, de hecho su única amiga en toda la clase. Brian Crouse, con su flequillo de un rubio casi pelirrojo (¡ay, su adorado Brian!), aplaudía de una forma que parecía espontánea, pero al mismo tiempo la miraba con la boca entreabierta, como si ella no fuera una compañera del instituto —y algo más que eso— sino una especie de… de prodigio de la naturaleza. Aplausos y más aplausos, todos los mayores sonreían radiantes y aplaudían a rabiar. Por allí estaban la señora Bryant, que llevaba la tienda Artesanía de las Montañas Azules; la señorita Moody, que trabajaba en el Bazar de Baer; Clarence Dean, el joven encargado de la oficina de correos; el señor Robertson, el hombre más rico de Sparta y propietario de la granja de abetos Robertson, que también sonreía de oreja a oreja y aplaudía con vehemencia, y eso que Charlotte ni siquiera lo conocía, y por aquel lado, en segunda fila, mamá, papá, Buddy y Sam; papá con su americana vieja que parecía que se la hubieran puesto a la fuerza, con el cuello de la camisa por fuera, bien a la vista, y mamá con su vestido azul marino de manga corta con lazos blancos, los dos de repente muy rejuvenecidos, como si no fueran un matrimonio cuarentón, aplaudiendo con formalidad, para que nadie pudiese decir que cometían pecado de orgullo, pero sonriendo, apenas capaces de contener la satisfacción y la felicidad que los desbordaba, y junto a ellos Buddy y Sam, con sus camisas nuevas y la mirada clavada en su hermana como dos criaturas absolutamente maravilladas. En la misma fila, dos sillas más allá de los niños, estaba la señorita Pennington, engalanada con un vestido con un estampado exagerado que era desde luego lo peor que podía ponerse una mujerona de sesenta y tantos años tan corpulenta y desgarbada como ella, pero así era la señorita Pennington, un ejemplar único (¡ay, la buena de la señorita Pennington!), y entonces Charlotte revivió y se sintió como el día en que su mentora la llamó a la tarima, tras una clase de Lengua de primero, y le comunicó, con aquella voz grave y áspera, que tenía que ponerse a pensar en su futuro más allá del condado de Alleghany y de Carolina del Norte, en las grandes universidades y en un mundo sin límites, «porque tú estás destinada a llegar muy lejos, Charlotte». La señorita Pennington aplaudía con tal ímpetu que su ingente seno se zarandeaba, y al darse cuenta de que Charlotte la miraba cerró el puño (un puño diminuto, lo que llamaba la atención), se lo llevó casi hasta la barbilla y lo apretó en un furtivo gesto de triunfo al que Charlotte no se atrevió a responder ni con una simple sonrisa, por miedo a que Channing Reeves, tan estupendo él, y los demás se creyeran que estaba disfrutando de tantos aplausos y le tuvieran aún más manía.

El estruendo fue apagándose. Había llegado el momento.

—Señor Thoms, miembros del profesorado, antiguos alumnos y amigos del instituto —la voz no estaba mal, sonaba firme—, padres, compañeros del centro y de clase…

Vaciló. ¡La primera frase iba a quedar fatal! Había tomado la firme decisión de que su discurso fuera distinto, no una simple repetición de la ristra de sensiblerías de despedida de todos los años, pero lo que estaba a punto de decir… Hasta ese momento no se había dado cuenta de cómo iba a quedar, ¡y ya era demasiado tarde!

—John Morley, vizconde de Blackburn —¡por qué había decidido empezar soltando un nombre tan pomposo!—, afirmó una vez: «El éxito depende de tres cosas: de quién lo diga, de lo que diga y de cómo lo diga. Y de las tres la menos importante es lo que diga».

Se detuvo, tal como había previsto, para permitir al público reaccionar ante lo que debía ser una introducción ocurrente al discurso, pero se sintió descorazonada, ya que sus palabras no habían sido más que una ridiculez surgida de labios de una esnob que se las daba de intelectual… Pero para su gran asombro hicieron lo que exigía el guión y rieron de forma apropiada, con entusiasmo incluso.

—Así que no puedo garantizar que esto vaya a ser un éxito.

Otra pausa. Más risas, de nuevo siguiendo el guión. Y entonces se percató de que eran los mayores. De ellos procedían las reacciones. En el rectángulo verde de sus compañeros de clase unos pocos reían y otros tantos esbozaban sonrisas. Muchos (Brian incluido) parecían desconcertados, y Channing Reeves se volvió hacia Matt Woodson, sentado a su lado, e intercambiaron sonrisitas cínicas con las que prácticamente se decían: «¿El vizconde de qué? Pero ¿de qué va esta tía?».

Así pues, apartó la vista de sus pares y la dirigió a lo lejos, hacia los mayores, para seguir adelante.

—No obstante, voy a intentar repasar algunas de las lecciones que hemos aprendido los alumnos durante estos cuatro años, lecciones que van mucho más allá de los límites de lo meramente académico…

¿Por qué no se había ahorrado el «mucho más allá de los límites de lo meramente académico»? Le había parecido grandilocuente al escribirlo, pero al pronunciarlo ante toda aquella gente le había sonado forzado y pedante.

¡Pero los mayores estaban embelesados, encantados con ella! ¡La miraban con un respeto reverencial, sedientos de cualquier cosa que quisiese ofrecerles! Empezó a comprenderlo. La consideraban una niña prodigio, un fenómeno surgido por algún extraño milagro de la tierra rocosa de Sparta. Estaban predispuestos a dejarse impresionar por cualquier cosa que saliese de sus labios.

Prosiguió, ya con más seguridad:

—Hemos aprendido a apreciar muchas cosas que antes no valorábamos. Hemos aprendido a observar el entorno tan especial en que vivimos, como si fuera la primera vez que lo veíamos. Existe un antiguo canto apache que dice: «Oh, gran espíritu de las montañas Azules, hogar de nubes azuladas, cuánto agradezco la bondad que allí encuentro». Siglos después, los alumnos de cuarto también damos gracias, damos gracias por la forma en que…

Se lo sabía al dedillo y las palabras empezaron a brotar como si estuvieran grabadas, mientras su mente se dedicaba a pensar por cuenta propia. Por mucho que intentara evitarlo, la mirada se le iba siempre hacia sus compañeros… hacia Channing Reeves. ¿Por qué tenía que importarle lo más mínimo lo que pensaran de ella aquel chico y su círculo de amistades y admiradores? Channing se le había insinuado dos veces, sólo dos, pero ¿por qué tenía que preocuparse por eso? En otoño, él no iba a ir a ninguna universidad. Seguramente se pasaría el resto de sus días mascando y escupiendo tabaco Red Man mientras despachaba en la gasolinera Mobil o, cuando lo echaran de allí por holgazán, trabajando en los bosques de abetos con los mexicanos, que desde hacía un tiempo tenían a su cargo todos los trabajos pesados, con una sierra mecánica en una mano y el pitorro de un esparcidor en la otra, encorvado por el peso del tanque de veinte litros de fertilizante líquido sujetado a la espalda a modo de mochila. Y por las noches se dedicaría a perseguir como un animal en celo a Regina y a chicas como ella, que trabajarían distribuyendo el correo en las oficinas de la granja Robertson…

—Hemos aprendido que las victorias no se miden de acuerdo con los fríos parámetros de los ingresos y el poder adquisitivo…

… Regina… Qué patética era. Sin embargo, formaba parte del grupo de gente guay, de gente guapa, que daba esquinazo a Charlotte porque era una palizas, una pelota de los profesores, porque no sólo sacaba matrículas en todo, sino que además se esforzaba, porque no bebía ni fumaba porros ni se iba con ellos por la noche a las carreras de coches tuneados de la carretera 21, porque no decía palabrotas, porque era una estrecha… Sí, sobre todo porque no había cruzado esa frontera escarpada ante la que se veían todas las chicas y por tanto seguía siendo «una estrecha»…

—Hemos aprendido que al cooperar, al aunar esfuerzos, se consigue mucho más que en solitario, y…

¿Por qué tenía que sufrir por todo aquello? Ridículo. ¡Y sin embargo le era imposible evitarlo! Si todas aquellas personas mayores que la observaban con tanta admiración supieran lo que opinaban de ella los demás alumnos (sus compañeros de promoción, en cuyo nombre se atrevía a hablar), si supieran lo mucho que se desmoralizaba con sólo ver todas aquellas caras exánimes e indiferentes del rectángulo verde… ¿Era justo que se hubiera convertido en una marginada sólo por no haber hecho idioteces tan inútiles y autodestructivas?

—… que veinte que actúen movidos por puro interés personal…

… Y encima Channing se había puesto a bostezar, ¡a bostezar delante mismo de ella! La rabia la embargó. Le daba igual, ¡que pensaran lo que les pareciera! Tenía claro que Charlotte Simmons existía en un plano situado muy por encima de ellos. No tenía nada que ver con esa gente, sólo coincidían en el simple hecho de que, por casualidad, ella también había crecido en Sparta. No volvería a verlos nunca más… En Dupont encontraría a gente como ella, gente que de verdad tendría vida intelectual, gente cuya concepción del futuro implicaría algo más que buscar plan para el sábado por la noche…

—… Pues, como escribió el gran naturalista John Muir en John de las montañas: «Las montañas son fuente de hombres, no sólo de ríos, de glaciares, de terreno fértil. Los grandes poetas, filósofos, profetas, hombres de primera cuyas ideas y cuyos actos han cambiado el mundo, procedían de las montañas, eran gente de montaña que se curtió allí arriba, en los bosques que son el crisol de la naturaleza». Gracias.

Fin. Sonoros aplausos y más aplausos. Charlotte permaneció en la tarima durante un instante. Recorrió todo el auditorio con la mirada y acabó en sus compañeros. Apretó los labios y los observó fijamente. Si alguno hubiera sido lo bastante espabilado como para descifrar su gesto (Channing, Regina, Brian… Brian, ¡de quien tanto había esperado!), habría leído en él lo siguiente: «Sólo una de nosotros va a bajar de la montaña con todo un futuro por delante. Los demás podéis quedaros aquí arriba, vais a quedaros aquí arriba, a poneros “ciegos” y a ver cómo crecen los abetos».

Recogió los papeles, que no había mirado ni una sola vez, y descendió del estrado, y por primera vez se permitió disfrutar plenamente de la admiración infinita, el aplauso interminable, de los mayores.

Los Simmons jamás habían dado una fiesta en su casa, junto a la carretera condal 1709, y la madre de Charlotte no tenía la menor intención de reconocer que eso era lo que estaba a punto de suceder. Como firme devota de una confesión rural, la Iglesia del Evangelio de Cristo, consideraba que las fiestas eran demostraciones de indolencia ideadas por gente carente de moderación y con más dinero que personalidad. Así pues, lo de aquel día era sencillamente «una visita de amigos» tras la fiesta de entrega de diplomas, por mucho que los preparativos se hubieran iniciado tres semanas antes.

Hacía un día precioso. «Gracias a Dios», se dijo Charlotte, pensando sobre todo en la mesa de merendero, colocada junto a la antena parabólica. Todo el mundo estaba en la parte trasera de la casa, disfrutando del sol en el jardín, aunque, claro, no era exactamente un jardín, más bien un pequeño claro de tierra reseca con trechos de hierbajos que se fundían con la maleza del linde del bosque. El aire se había impregnado del aroma, curiosamente dulce, de las salchichas que estaba preparando su padre en una parrilla portátil endeble y avejentada. Los invitados podían servirse las salchichas de la parrilla, y ensalada de patata, huevos duros con salsa picante, magdalenas saladas con jamón, tarta de ruibarbo, ponche de frutas y limonada de la mesa de merendero, que habitualmente estaba dentro de casa. Si hubiera llovido y toda aquella gente (la señorita Pennington, el sheriff Pike, el señor Dean, encargado de la oficina de correos, la señorita Moody, la señora Bryant y la señora Cousins, que había pintado el mural al estilo Grandma Moses[2] de la tienda de la señora Bryant) hubiese tenido que hacinarse dentro con todos los parientes de Charlotte y los amigos de sus padres y hubiera descubierto que la única mesa que los Simmons tenían en casa para comer era de merendero, y no sólo eso, sino además de las que llevaban bancos (dos tablones pelados, fijados uno a cada lado en lugar de sillas), a la pobre le habría dado un infarto. Ya era bastante terrible que su padre se hubiera puesto una camisa de manga corta, porque quedaba a la vista de todo el mundo la sirena tatuada que le cubría la parte carnosa del antebrazo derecho, consecuencia de una juerga durante sus días de militar. ¿Por qué una sirena? Su padre no se acordaba. Ni siquiera estaba bien dibujada.

La casa era una cajita de madera de una sola planta con una puerta y dos ventanas que daban a la carretera. El único toque ligeramente ornamental eran los reparos fijos que protegían las ventanas, hechos de listones clavados a la parte superior del marco. La puerta daba directamente a la habitación principal, que a pesar de sus escasos veinte metros cuadrados debía hacer las veces de salón, taller, salita de televisión, zona de juegos y comedor. Ésa era la ubicación habitual de la mesa de merendero. Los techos eran bajos y la casa entera estaba impregnada del olor rústico de las estufas de carbón y los calentadores de queroseno. Durante los primeros seis años de vida de Charlotte habían vivido bajo tierra en lo que después se convertiría en los cimientos de la casa. Por entonces a Charlotte no le había extrañado, ya que no eran ni mucho menos la única familia en esas condiciones; muchas empezaban así si querían llegar a tener casa propia. La gente se compraba un pedacito de tierra, tal vez la décima parte de una hectárea, cavaba los cimientos, colocaba un tejado de cartón alquitranado encima, le hacía un agujero para sacar la chimenea de la estufa de carbón panzuda (que se utilizaba para calentarse, además de para cocinar) y vivía en aquel foso hasta que lograba reunir el dinero suficiente para construir en la superficie. Cuando por fin lo conseguía, el resultado solía ser, más o menos, lo que se veía allí: una casa que era poco más que una cajita, con la fosa séptica medio oxidada a un lado y la tierra reseca y los hierbajos en la parte de atrás.

Laurie McDowell se alejaba de la mesa de merendero con un plato de cartón cargado de comida y un tenedor de plástico blanco; parecía tener intención de acercarse a charlar con la señora Bryant. Laurie era una chica alta y esbelta con una abundante melena rubia ensortijada y una carita que irradiaba grandes dosis de buena voluntad (y bondad), si bien tenía una nariz chata de una anchura inusitada para un contexto tan grácil y elegante. Su padre era ingeniero del Estado y su casa, un palacio en comparación con la de Charlotte. Sin embargo, Laurie no era motivo de preocupación para Charlotte, puesto que ya había estado allí muchas veces y sabía a qué atenerse. No se había invitado a nadie más de la promoción. Allí sólo había parientes y amigos de verdad, y estaban disfrutando de una merienda con todas las de la ley, o eso parecía, y montando un buen alboroto en torno a la estrella del momento, Charlotte Simmons, que lucía el vestido estampado sin mangas que había llevado debajo de la toga ceremonial.

—¡Bueno, bueno, qué gozada, jovencita! —exclamó el antiguo capataz de su padre en la fábrica de calzado Thom McAn de Sparta (trasladada hacía un tiempo a México, o quizás a China), un hombretón barrigudo que respondía al nombre de Otha Hutt—. Ya me habían comentado lo espabilada que eras, ¡pero no me imaginaba que fueras capaz de subir al estrado y soltar ese discursito!

El sheriff Pike, aun más corpulento que Hutt, metió baza:

—¡Mira que lo has hecho bien! ¡A partir de ahora voy a decir que somos primos lejanos, y que nadie se atreva a llevarme la contraria!

—Pues yo me acueddo a la pefeccccción de cuando no levantabas un palmo del suelo —intervino uno de sus primos auténticos, Doogie Wade—, y, jolines, ¡ya entonccccces tenías un piquito de odo que pada qué!

El primo Doogie era un joven alto y huesudo, de unos treinta años, que había perdido los dos incisivos centrales superiores un sábado por la noche, aunque no recordaba exactamente dónde o cómo, y que escupía cada vez que tenía que pronunciar una ce.

La tía Betty apuntó que no quería que Charlotte se olvidara de todo el mundo en cuanto llegara a Dupont, a lo que su sobrina respondió:

—¡Ay, por eso no tienes que preocuparte, tía Betty! ¡Mi hogar siempre estará aquí!

La señora Childers, que se dedicaba a hacer arreglos y dobladillos, la llamó «encanto» y le dijo lo guapa que estaba y que seguro que no le costaría nada encontrar buenos mozos en Dupont, por muy elegantón que fuera el sitio.

—¡Ay, no sé! —replicó Charlotte, sonriendo y sonrojándose, y no sólo porque era lo que dictaban los cánones, sino también porque le pasaron por la cabeza imágenes de Channing y Brian. ¡Gracias a Dios no había nadie más del instituto, sólo Laurie!

Cuidándose de que Charlotte lo oyera, Joe Mebane, que tenía una pequeña cafetería en mitad de la carretera 21 que servía picadillo de hígado y riñones para desayunar y ofrecía en el escaparate una amplia selección de tabacos de mascar, le gritó a su padre, que estaba ocupado con la parrilla:

—¡Eh, Billy! ¿De dónde habrá sacado ese cerebro esta chica? ¡Será del lado de Lizbeth!

El padre de Charlotte le dedicó una sonrisa forzada y volvió a concentrarse en sus salchichas. Tenía sólo cuarenta y dos años y era atractivo, con el aire rubicundo y tosco de un hombre dedicado al trabajo manual al aire libre. Tras el cierre de la fábrica Thom McAn y el despido de parte del personal de la zona de carga de Lowe’s en North Wilkesboro, la única ocupación que le quedó fue encargarse del mantenimiento de una casa situada al otro lado de la sierra, en Roaring Gap, residencia de veraneo de una gente de Hobe Sound, Florida. En realidad vivían de lo que ganaba la madre de Charlotte trabajando a media jornada en la oficina del sheriff. El hombre estaba deprimido, pero tampoco cuando era feliz se le daban especialmente bien las réplicas ocurrentes. Estaba claro que su diligencia en la parrilla era para tener que hablar lo mínimo con toda aquella gente. No era que fuese tímido o que tuviese dificultades para expresarse, al menos en el sentido habitual. Charlotte era lo bastante mayor (ya podía mantener la distancia necesaria) para comprender que su padre era un producto de las montañas de Carolina, con las mismas virtudes y los mismos defectos de sus antepasados. Lo habían educado para que nunca mostrara emociones y, en consecuencia, en una crisis tenía menos posibilidades de dejarse llevar por ellas que los hombres normales y corrientes. Pero, además, y debido a todo ello, rehuía de forma instintiva las situaciones en que debía verbalizar un sentimiento, y cuanto más intensa era la impresión más se esforzaba por no tener que explicarla. Siendo Charlotte una niña, le expresaba el amor que sentía por ella levantándola en brazos, siendo cariñoso y haciéndole gorgoritos, pero ahora no lograba pronunciar las palabras necesarias para decirle a una adolescente hecha y derecha que la quería. Charlotte no conseguía descifrar las prolongadas miradas que le dirigía a veces: ¿eran de amor o de asombro ante el prodigio inexplicable en que se había convertido su retoño?

El cartero Dean decía:

—¡Por tu bien espero que te guste el baloncesto, Charlotte! Por lo que me han contado, en Dupont todo el mundo está obsesionado con el baloncesto.

Charlotte apenas escuchaba a medias lo que le comentaba. Se le habían ido los ojos hacia sus dos hermanos (Buddy, de diez años, y Sam, de ocho), que se perseguían, esquivando a los mayores y abriéndose paso entre ellos, riendo y chillando, excitados por aquel acontecimiento extraordinario, una fiesta, que estaba teniendo lugar en su casa. Buddy pasó corriendo entre la señorita Pennington y su madre, que intentó, aunque sin mucho afán, que frenara un poco. Qué contraste tan pronunciado existía entre la señorita Pennington y la madre de Charlotte, la primera con su pelo cano y ralo y su presencia tan corpulenta (a Charlotte jamás se le ocurriría una palabra como «obesa» al pensar en la señorita Pennington), y la segunda con su estupenda y esbelta figura, de aire tan juvenil, y su cabello castaño oscuro y abundante, trenzado y recogido en un elaborado moño. De niña, se quedaba fascinada observando a su madre mientras se lo peinaba de aquella forma.

En aquel momento, ambas estaban enfrascadas en una conversación y Charlotte sintió una punzada de ansiedad. ¿Qué pensaría la señorita Pennington de todo aquello? Durante los últimos cuatro años había dedicado muchas horas a charlar con su profesora, tanto en el instituto como en la casa de ésta en Sparta, pero nunca en la suya. ¿Qué opinaría del primo Doogie y de Otha Hutt, con sus «qué gozada», y, ya puestos, de su madre, que pronunciaba mal tantas palabras? Seguramente, la señorita Pennington no ganaba mucho más que los Simmons, y su casa, heredada de sus padres, tampoco era mucho más grande. Sin embargo, tenía buen gusto (un concepto relativamente nuevo para Charlotte) y cultura. Su casa estaba «decorada» y en ella todo tenía su razón de ser. Por la parte de atrás tenía aún menos terreno que ellos, pero en su caso sí se trataba de un jardín de verdad, con césped por todas partes rodeado de boj y parterres, de todo lo cual se cuidaba la propia señorita Pennington en persona, y eso que cualquier esfuerzo físico le quitaba el aliento. Charlotte había dejado de hablarle constantemente de ella a su madre, pues le parecía que ésta se ponía celosa. Con aquellos circunloquios tan suyos, su madre le preguntaba si la señorita Pennington era fina, si era una mujer de mundo, si era erudita, y a Charlotte el instinto la empujaba a contestar con mentirijillas del tipo «Ay, pues no sé».

Mientras el señor Dean seguía hablando de Dupont y los campeonatos nacionales de baloncesto, con esa inclinación por demostrar sus conocimientos tan propia de los hombres, Charlotte volvió a mirar de reojo a su madre. Tenía rasgos marcados y regulares y debería haber sido guapa, pero su gesto se había comprimido y curtido dentro de los ceñidos límites representados por aquel diminuto lugar perdido en la carretera condal 1709. Es más, era lo bastante inteligente y perspicaz como para saberlo en gran medida. Había encontrado dos formas de liberarse de sus ataduras: por un lado tenía sus fervientes creencias religiosas, y por el otro, a su hija, cuya extraordinaria inteligencia había reconocido cuando apenas contaba dos años. Durante su etapa en la escuela primaria, habían disfrutado de una relación modélica entre madre e hija. Charlotte no le ocultaba nada, absolutamente nada, y su madre la había apoyado y guiado en todas y cada una de sus crisis de crecimiento. Pero al poco tiempo de ingresar en el instituto alcanzó la pubertad y un muro se instaló entre ambas. Puede que fuera lo mismo a cualquier edad, pero desde luego en una etapa como ésa no hay nada más apremiante en la vida de una mujer que su sexualidad y el complejo interrogante de lo que esperan de ella los hombres. Desde la primera vez en que Charlotte sacó el tema hasta la última ocasión en que lo mencionó, las creencias religiosas de su madre, su certeza moral tan absoluta, obligaron a zanjar las conversaciones apenas iniciadas. A juicio de Elizabeth Simmons, en ese campo no existían dilemas ni ambigüedades, y no tenía paciencia ante frases que empezaran por «Pero, mami, si es que hoy en día» o «Pero, mami, si todo el mundo». Charlotte podía hablar con su progenitura de la menstruación, de higiene, de desodorantes, de pechos, de sujetadores y de la depilación de piernas o axilas, y punto. Si se trataba de temas como la posibilidad de enrollarse con Channing o Brian, aunque fuera de la forma más inocente, o el hecho de que ya quedaban poquísimas chicas que «se reservaran» para el matrimonio, su madre cortaba abruptamente la conversación en cuanto ella intentaba iniciarla, daba igual que fuera de una forma muy indirecta, porque no había nada de que hablar. Su madre tenía más fuerza de voluntad que ella, y Charlotte no se planteaba ponerse a experimentar en ese campo contraviniendo los dictados maternos. Así pues, se forjó el concepto mental de que vivía la vida a su aire, sin la menor intención de rebajarse al nivel de Channing Reeves y Regina Cox, y si la llamaban «colgada» llevaría esa etiqueta con mucho orgullo y se diferenciaría de ellos moralmente tanto como ya lo hacía en lo intelectual. Y entonces llegó, a pesar de los pesares, el momento aciago en que hasta alguien tan encantador como Brian perdió interés en ella.

A medida que dejaba de hablar con su madre, Charlotte confiaba cada vez más en la señorita Pennington, y su madre se daba cuenta de ello, lo que para la chica suponía un motivo más para sentirse culpable. Conversaban sobre los estudios, la escritura y la literatura, y la profesora le proponía lecturas, entre ellas libros de historia y filosofía, algunos en francés, que jamás formarían parte del programa de estudios del Instituto Alleghany. La señorita Pennington había convencido a la profesora de Biología, la señora Buttrick, y al de Matemáticas, el señor Laurans, de que le recomendaran libros de texto avanzados en sus disciplinas y repasaran con ella las preguntas y soluciones que aparecían al final de cada tema. Pero, sobre todo, la señorita Pennington le hablaba de su futuro y de por qué debía concentrarse en el objetivo de Harvard, Dupont, Yale o Princeton y en los innumerables triunfos que la esperaban más allá de esas universidades. No obstante, era una solterona y, a pesar de su poco atractivo aspecto, una mujer decorosa de modales exquisitos que se interesaba por temas más elevados que la cuestión de hasta dónde debería llegar una chica con Brian Crouse si, por casualidad, se encontraba a solas con él en un coche o en algún otro sitio cuando ya hubiera caído la noche. La única persona con la que podía hablar de todo eso era Laurie, y Laurie estaba igual de confundida y era igual de inocente que ella.

Seguía observando a la señorita Pennington cuando escuchó (o eso le pareció), por encima del murmullo de voces y del discurso del señor Dean sobre los mejores jugadores de baloncesto del momento en Dupont, el rugido ronco de un coche que aceleraba en seco delante de la casa, uno de esos vehículos tuneados que utilizaban los chicos para disputar carreras. Entonces el ruido cesó y ella volvió a concentrarse en seguir el hilo al señor Dean, por si se veía en la necesidad de responder.

No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que una voz masculina, fuerte y socarrona exclamara:

—¡Eh, Charlotte, pero si no me habías dicho que dabas una fiesta!

Por el lateral de la casa, junto a la fosa séptica, aparecieron cuatro chavales: Channing Reeves, Matt Woodson y sus amigos Randall Hoggart y Dave Cosgrove, dos jugadores grandullones de fútbol americano. Un par de horas antes, los cuatro habían vestido las togas y los birretes verdes, pero ahora Channing y Matt llevaban camisetas, vaqueros desgarrados, zapatillas de deporte y gorras de béisbol con la visera hacia atrás, y Randall Hoggart y Dave Cosgrove iban con bermudas, chanclas y camisetas blancas de tirantes, un atuendo pensado para exponer sus voluminosos brazos, pectorales y pantorrillas y así lograr el efecto deseado. Channing, Matt y Randall mascaban sus buenos trozos de tabaco y escupían al suelo, con habilidad de expertos, grandes gargajos de jugo de tabaco amarronado mientras se acercaban a Charlotte pavoneándose.

—¡Sí, tía, pero ya sabemos que si te hubieras acordado nos habrías invitado! —exclamó Matt con la misma voz fuerte y de superioridad que había utilizado Channing, hacia el que se volvió en busca de aprobación.

Los cuatro empezaron a mirarse de reojo y a carcajearse, complacidos por su mutua audacia y por la sutileza de su sarcasmo. Dave Cosgrove llevaba en la mano una lata de cerveza de medio litro (lo que se conocía como «una alta»), pero las voces, las sonrisitas, las risotadas y su actitud fanfarrona dejaban muy en claro que habían estado bebiendo desde la entrega de diplomas y quizá desde antes.

Charlotte se quedó atónita, y al instante (antes siquiera de llegar a comprender por qué) se sintió humillada y avergonzada. La fiesta enmudeció. Sólo se oía el chisporroteo de una salchicha en la parrilla. Y entonces a Charlotte le entró miedo. Sonriéndose de satisfacción, los cuatro intrusos se dirigieron hacia ella a grandes zancadas, haciendo caso omiso de los mayores y del menor respeto que pudiera corresponderles. Charlotte se sentía anclada al suelo, como en un sueño. Channing se plantó ante ella, que se asustó al ver con qué insolencia mostraba la frente por encima de la cinta de la gorra; le daba más miedo que el bulto infecto de la mejilla.

Con una mirada lasciva, Channing le dijo:

—Venga, dame un abrazo de felicitación por haber terminado el instituto.

Mientras hablaba, estiró las manos e intentó aferrarle los brazos. Charlotte se soltó de un tirón, pero él insistió y ella se puso a gritar:

—¡Suéltame, Channing!

De repente apareció un brazo enorme entre los dos. Era el sheriff Pike, y al punto todo su corpachón se interpuso entre ellos.

—A ver, chicos —intervino—, media vuelta y a casita. Que no tenga que repetirlo.

Channing se sobresaltó al ver al sheriff, cuyos brazos eran tan gruesos que tensaban las mangas del polo que llevaba. Titubeó, pero enseguida decidió que no podía quedar mal ante sus camaradas.

—Va, venga, sheriff —replicó, mientras lograba sonreír de oreja a oreja—, llevamos cuatro años esforzándonos para acabar el instituto. ¡Si ya lo sabe! ¿Qué tiene de malo que queramos celebrarlo y vengamos a ver a Charlotte? ¡Hoy ha sido la representante de toda la promoción, sheriff!

—Estáis borrachos, eso es lo que tiene de malo. Una de dos: u os vais a casa ahora mismo u os vais derechitos a la comisaría. ¿Qué decidís?

Sin dejar de mirar a Channing, el sheriff Pike alargó el brazo y aferró la lata de cerveza de Dave Cosgrove, que tragó aire con tanto ímpetu que aparentó hincharse, pero entonces miró fijamente al sheriff y luego a alguien situado más allá, y soltó la lata sin decir ni pío. En aquel instante Charlotte se dio cuenta de que tres hombres se habían colocado a su lado, un paso por detrás del sheriff Pike: su padre, el gran Otha Hutt y el primo Doogie. Su padre empuñaba el enorme tenedor de la parrilla. Doggie ocupaba más o menos la mitad de espacio que el sheriff, y en realidad también que Randy y Dave, pero la forma en que entrecerraba los ojos con una mueca espantosa que dejaba al descubierto los dientes hacía que los pocos que conservaba parecieran colmillos. En el condado todo el mundo sabía lo mucho que le gustaban las reyertas. Los tortazos, las patadas, los mordiscos, los codazos en la nuez o las habituales peleas a pedradas de los sábados por la noche: para Doogie Wade todo tenía su aliciente.

El sheriff se llevó la lata de cerveza a la nariz, la olisqueó y anunció:

—Si alguno de vosotros no está borracho, que se lleve a los demás en el coche. Si no, os vais a patita.

—Venga, sheriff, hombre —lo intentó Channing, pero el arma de la que estaba más orgulloso, la insolencia, se había desvanecido. Escupió incluso, pero ya sin el entusiasmo demostrado instantes atrás.

—Qué guarrada —comentó el sheriff, observando el escupitajo amarronado—. Y eso es otra cosa, este terreno no es vuestro y no podéis ir escupiendo por ahí.

—Pero, sheriff, ¿cómo puede aguantarse un…?

Antes de que pudiera añadir una sola palabra más, el padre de Charlotte, situado justo al lado de ella, intervino con una voz extraña, grave, peligrosamente monocorde:

—Channing, si vuelves a poner los pies en esta casa, saldrás a patadas. Y si vuelves a intentar ponerle la mano encima a mi hija, te dejarás la hombría por el camino.

—¿Es una amenaza? ¿Lo ha escuchado, sheriff?

—No ha sido ninguna amenaza, Channing —repuso el señor Simmons con el mismo tono frío—, sino una promesa.

Por un instante, silencio sepulcral. Charlotte vio cómo Buddy y Sam observaban a su padre. Era un momento que no olvidarían jamás. Quizá sería el instante en que la ley de la montaña haría mella en su interior, por mucho que estuvieran en pleno siglo XXI, tal como le había sucedido a su padre, a su abuelo, a su bisabuelo y a su tatarabuelo en los siglos anteriores. Seguramente los hermanos pequeños de Charlotte se regodearían con aquel momento, que serviría para definirles sin una sola palabra de explicación lo que significaba ser un hombre. Pero Charlotte veía algo más, que sería lo que ella a su vez no podría olvidar jamás. El gesto de su padre era casi inexpresivo, de una frialdad extrema, impasible, desligado ya de las variables de la razón. Había clavado la mirada en los ojos de Channing. Era el rostro de alguien a punto de estallar, en un estado en el que sólo cabía una salida para una discusión: la violencia física. ¿Lo veían Buddy y Sam? Si era así, sin duda les serviría para admirar aún más a su papá. Sin embargo, para Charlotte aquellas palabras («te dejarás la hombría por el camino») fueron la puntilla a aquella espantosa y humillante escena.

—No te preocupes por eso, Billy —dijo el sheriff al padre de Charlotte, y añadió mirando directamente a Channing—: El chico no es tonto. Como acaba de decir, ya ha terminado el instituto. Y sabe que a partir de ahora nadie querrá saber nada de él si se comporta como un idiota malcriado. ¿Verdad, Channing?

En un intento de salvar al menos una pizca de su honor mancillado, el chico no dijo ni sí ni no, no movió la cabeza en sentido vertical ni horizontal, y la última mirada que le digirió al sheriff no indicó ni respeto ni falta de él. Mantuvo los ojos alejados del padre de Charlotte en todo momento. Se limitó a dar media vuelta y a ordenar a sus camaradas, con una voz que tampoco sugería ni que se rindieran ni que se mantuvieran firmes:

—Vamonos. Ya me he hartado de tantas gilipo…

Ni pronunció la palabra ni dejó de pronunciarla. Se batieron en retirada y lograron mantener sus andares fanfarrones hasta dejar atrás la fosa séptica y rodear la casa. Ninguno de ellos escupió ni una sola vez.

Charlotte se quedó allí plantada con los dedos apretados contra las mejillas. En el momento en que los intrusos desaparecieron de la vista, se inclinó y se entregó a unos sollozos desesperados que parecían brotar de lo más profundo de su ser. Su padre alzó las manos e hizo un esfuerzo por decidir qué hacer con ellas y qué decirle a su hija, mientras que el sheriff, Otha Hutt y el primo Doogie observaban la escena, paralizados, muy a la antigua, por las lágrimas de una mujer. La madre de Charlotte tomó las riendas de la situación. Le pasó el brazo por los hombros y la aferró hasta que ella apoyó la cabeza contra la suya; así lo había hecho siempre cuando su hija era más joven.

—Eres mi niñita, cariño —le dijo con una ternura desbordante—. Eres mi niñita, la más buena y la más maravillosa, ya lo sabes. Esos gamberros de tres al cuarto no se merecen que derrames una sola lágrima por ellos. ¿Me has oído, cariño? Son unos gamberros. Conozco a Henrietta Reeves de toda la vida. Se recoge lo que se siembra. Y que te quede clara una cosa, hija: no volverán a meterse contigo. —Con qué entusiasmo aprovechaba la oportunidad de volver a tratarla como a una niña, un genio embrionario en el vientre de la devoción maternal—. ¿Has visto qué cara puso el muy desvergonzado cuando tu padre lo miró a los ojos? Esa mirada de tu padre le llegó hasta el fondo. Ese muchacho no volverá a propasarse contigo, cariño mío.

«Propasarse». ¡Qué terriblemente desencaminada iba su madre! La conducta de Channing y sus secuaces era irrelevante. Lo que importaba era el hecho de que hubieran querido hacerle daño de esa forma. Ser guapa, salir con chicos, tener muchos amigos… ¿De qué le servía la belleza si había fracasado estrepitosamente en los otros dos puntos? Y la solución de su padre al problema (su «promesa» de hombre de las montañas), castrar a Channing si se atrevía a volver a acercarse a su niña, por el amor de Dios ¡qué cosa tan grotesca! ¡Qué vergüenza! Antes de que cayera la noche ya se habría enterado todo el condado. Menuda jornada de gloria para Charlotte Simmons. No lograba dejar de llorar.

Laurie se acercó y la madre de Charlotte dejó que se ocupara de consolarla. Laurie abrazó a su amiga y le susurró que, tras su supuesto atractivo físico y su supuesta personalidad de líder nato, Channing Reeves era un cabrón y un desalmado, y que en el fondo todo el mundo lo sabía en el instituto. «Ay, Laurie, Laurie, Laurie, ni siquiera tú entiendes lo de Channing». Charlotte aún recordaba su mirada. «¿Por qué yo con Channing no…?».

La señorita Pennington estaba a pocos metros, contemplando los acontecimientos, sin saber si debía inmiscuirse y hacer o decir algo que pudiera interpretarse como maternal. Cuando Charlotte por fin se serenó, los invitados trataron de proseguir con la celebración, para darle a entender que no pensaban permitir que cuatro patanes borrachos aguaran la fiesta. No sirvió de nada, claro. No había forma de resucitar aquel cadáver. Uno a uno, los asistentes fueron despidiéndose y escabullándose, hasta que el éxodo fue generalizado. Los padres de Charlotte se dirigieron hacia el otro lado de la casa, donde estaban aparcados los coches en el arcén de la carretera. Sumisa, se disponía a seguirlos cuando la abordó la señorita Pennington por detrás y la detuvo. En su amplio rostro había una sonrisa que parecía sugerir que de todo aquello podía extraerse una lección.

—Charlotte —le dijo con aquella voz grave—, espero que te hayas dado cuenta de lo que ha sucedido aquí hoy.

—Ah, sí, creo que sí —respondió ella, alicaída.

—¿De veras? Bueno, pues cuéntamelo. ¿Por qué han venido esos chicos?

—Porque… Ay, no lo sé, señorita Pennington, no quiero… Si da igual…

—Escúchame bien, Charlotte. Están resentidos, y también fascinados, sumamente fascinados. Si no te das cuenta, me decepcionas. Y han ido y se han emborrachado lo bastante como para montar un espectáculo. En la ceremonia de entrega de diplomas les han dicho que una compañera de promoción es excepcional, que una compañera de promoción está a punto de irse del condado y aterrizar al otro lado de las montañas Azules, mucho más allá, y siempre existe gente a la que eso le provoca resentimiento. ¿Te acuerdas de lo que hemos leído sobre el filósofo alemán Nietzsche? A las personas así las llamaba «tarántulas». Su única satisfacción es derribar a quienes tienen por encima, ver caer a los poderosos. Te toparás con ellos allí donde vayas, y tendrás que ser capaz de reconocer su verdadera naturaleza. Y esos chicos… —Meneó la cabeza y dio un golpecito desdeñoso al aire—. También he sido profesora suya, ¿sabes?, y no me hace gracia decirlo, pero ni siquiera vale la pena acordarse de ellos.

—Ya lo sé —repuso Charlotte en un tono que dejaba claro que, en realidad, no lo sabía.

—¡Charlotte! —exclamó su profesora, y alzó las manos como si fuese a agarrarla por los hombros y darle una buena sacudida, aunque jamás habría demostrado sus emociones tan vehementemente—. ¡Espabila! Hazte a la idea de que vas a dejar todo esto atrás. Dentro de diez años esos chicos intentarán dárselas de algo contándole a todo el mundo lo bien que te conocían y lo encantadora que eras. Tal vez ahora se les haga muy cuesta arriba, pero apuesto a que en realidad hasta ellos se sienten orgullosos de ti. Todo el mundo espera que llegues muy lejos. Voy a contarte algo que seguramente debería callarme. Empecé a decírtelo en Washington, pero me pareció que me equivocaba, que convenía esperar a que terminaras el instituto. Pues bien… Hoy has recibido tu diploma. —Se detuvo y recuperó la sonrisa que indicaba que podía extraerse una lección de aquel episodio—. Creo tener una idea de la opinión de casi todos los alumnos sobre los profesores de secundaria en general, pero nunca me ha molestado, y jamás he tratado de explicarles lo mucho que se equivocan. Para un maestro, ver que un chaval consigue algo, ver que un alumno alcanza un nuevo nivel de comprensión de la literatura o de la historia o… o… de cualquier cosa, un nivel al que no habría llegado sin su ayuda, supone una satisfacción, una recompensa que no puede expresarse con palabras, o al menos a mí me resulta imposible. En cierta medida, da igual si mucho o poco, el maestro ha contribuido a crear a una persona nueva. Y quien tiene la fortuna de encontrar a un alumno, un solo alumno, una única alumna, como Charlotte Simmons, y de dedicar cuatro años a trabajar con ella y a ver cómo se convierte en lo que eres tú hoy, Charlotte, pues eso justifica toda la lucha y la frustración de cuarenta años dedicados a la enseñanza. Eso convierte toda una carrera profesional en un éxito, así que no voy a permitir que eches la vista atrás; debes mantenerla bien fija en el futuro. Tienes que prometérmelo. Sólo me debes eso, esa única promesa.

A Charlotte se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió deseos de abrazar a aquella mujerona de voz ronca, pero se contuvo. ¿Y si su madre aparecía por la esquina de la casa y la veía?

El señor Simmons, su esposa, Charlotte, Buddy y Sam, los cinco a solas, cenaron sentados a la mesa de merendero, que el hombre de la casa y Doogie habían logrado volver a meter dentro. Pesaba una tonelada. Comieron en un ambiente bastante fúnebre, ya que ni Charlotte ni sus padres conseguían olvidar lo ocurrido y los chicos se percataban de ello.

En cuanto terminaron, estando aún sentados en los tablones que hacían las veces de bancos de la mesa, el padre encendió el televisor. Había noticias, de modo que Buddy y Sam salieron a jugar al jardín. Un corresponsal ataviado con una sahariana, micrófono en mano, contaba, situado ante una choza, algo que estaba sucediendo en Sudán. Charlotte se sentía tan deprimida que le daba igual, así que se fue a su habitación, que en realidad era apenas un rincón de metro y medio de ancho que se había separado de uno de los dos dormitorios al nacer Buddy. Se recostó en la cama y empezó a leer sobre Florence Nightingale en un libro titulado Victorianos eminentes, sacado de la biblioteca a instancias de la señorita Pennington, pero tampoco lograba interesarse por Florence Nightingale. Sin pensar en nada en concreto se puso a estudiar el polvo que flotaba en un rayo de luz del sol, que estaba tan bajo que mirar por la ventana le hacía daño en los ojos. Ahí fuera, seguramente ya en aquel momento, por todo el condado la gente debía de estar hablando de lo sucedido aquel día en casa de Charlotte Simmons. Estaba convencida. Sintió un arrebato de pánico. Sólo conocerían la versión de Channing Reeves: había ido con Matt, Randall y Dave a visitar a Charlotte después de la ceremonia, y se habían encontrado con que los Simmons estaban celebrando una fiesta y no los querían por allí, así que les habían soltado al sheriff y el padre de Charlotte había amenazado a Channing con un tenedor de parrilla enorme y le había dicho que lo castraría si intentaba acercarse a su preciosísima niña prodigio…

En ese instante una voz grave la llamó desde el salón:

—¡Eh, Charlotte, ven aquí! ¿Quieres ver esto?

Con un gruñido, se levantó y fue hasta allí.

Su padre, aún sentado a la mesa de merendero, señalaba el televisor.

—Dupont —anunció con una sonrisa que, evidentemente, tenía por objetivo disipar los nubarrones.

Charlotte se quedó de pie junto a la mesa y miró el televisor. Sí, era Dupont, algo que observó con sensación de vacío. Un plano largo del Patio Mayor con la imponente torre de la biblioteca en un extremo y una muchedumbre en el centro. Charlotte sólo había estado una vez, para hacer la visita oficial durante el trámite de matriculación, pero no costaba mucho reconocer el famoso patio y los formidables edificios que lo rodeaban.

«… En su aparición de hoy en la universidad en la que estudió, entre la pompa de la ceremonia de entrega de diplomas número ciento cincuenta de la historia del centro», decía la voz del locutor.

Un plano mucho más corto de un público muy numeroso. Por un amplio pasillo central, una procesión de togas malva y birretes de terciopelo del mismo color se dirigía hacia un estrado levantado ante la Biblioteca Conmemorativa Charles Dupont, una estructura majestuosa como una catedral, con un torreón imponente y un arco múltiple de tres pisos de altura situado sobre la entrada principal. A la cabeza de la procesión, una figura vestida de malva llevaba una larga maza dorada. Al comprobar el boato de la ceremonia, Charlotte parpadeó de asombro, a pesar de su convencimiento de que todo estaba echado a perder. Un plano más corto… El estrado… Togas color malva de un extremo a otro sobre un fondo de llamativos estandartes medievales. En el centro, una elegante tarima de madera brillante con una intrincada cornisa tallada, y un mar de micrófonos, y en lo alto, un hombre imponente de mandíbula angulosa, mirada penetrante y un espeso cabello cano. Estaba pronunciando un discurso. Se veía cómo movía los labios y gesticulaba con los brazos ondeando las voluminosas mangas malva, pero únicamente se escuchaba la voz en off del locutor:

«El gobernador de California ha sentado las bases de lo que con toda probabilidad será su programa si se cumplen los pronósticos y busca la nominación como candidato republicano a la presidencia el año próximo, lo que él denomina “reevaluación” y sus oponentes más severos tachan de “conservadurismo social reaccionario”». Un primer plano de él diciendo: «Durante los próximos cien años, será inevitable que nuevos sistemas de valores sustituyan a los anquilosados, y es tarea vuestra definirlos». El rostro del enviado especial inundó la pantalla: «El gobernador ha urgido a la actual generación de estudiantes universitarios a crear un nuevo clima moral para ellos mismos y para el país. Hace ya dos días que llegó a Chester con el fin de pasar tiempo con los alumnos antes de hablar hoy en la ceremonia de entrega de diplomas».

El noticiario prosiguió con la decapitación accidental de dos trabajadores en una fábrica de chapas metálicas de Akron, pero Charlotte seguía a más de sesenta kilómetros al sureste de Filadelfia, en Chester, estado de Pensilvania, en la Universidad de Dupont. No eran las noticias locales, sino las nacionales, y el que había hablado no había sido un orador cualquiera, sino un político famoso que estaba en boca de todo el mundo, y era ex alumno de Dupont, y estaba hablando allí, ¡en el Patio Mayor!, ¡vestido con el color malva de Dupont!, instando a la generación universitaria actual, ¡la generación de Charlotte!, a crear un nuevo orden moral. Una oleada de optimismo hizo revivir sus ánimos debilitados. Sparta, el Instituto Alleghany, las camarillas, los chicos que se enrollaban con las chicas, el alcohol, el resentimiento, las tarántulas… La señorita Pennington llevaba razón: eran cosas que sucedían en las montañas al anochecer, mientras se cernían las sombras sobre el condado, cosas que ya estaban superadas, mientras que ella…

—Imagínate, Charlotte —comentó su madre con una sonrisa alentadora tan de corazón como la de su padre—, la Universidad de Dupont. Allí estarás tú dentro de tres meses.

—Ya lo sé, mamá. Eso mismo estaba pensando. Casi ni me lo creo.

También ella sonreía. Y, para alivio de todos, incluida ella misma, su gesto era sincero.