GUILLERMO ENTRE LOS POETAS

Los «Proscritos» estaban agazapados detrás de un matorral, en el bosque, observando a Roberto, hermano de Guillermo.

Era evidente que Roberto no sabía que se le vigilaba. Llevaba un libro en la mano del que, a medida que andaba, leía con voz apasionada, a la vez que movía elocuentemente su mano libre. Con frecuencia se detenía para leer y gesticular mejor.

—¡Oh, Amor! —exclamó en voz profunda y emocionada, plantándose en actitud declamatoria, junto a un roble.

»¡Oh, Amor!

¡Oh, Vida!

¡Oh, para mí el mundo entero!

¡Mi corazón late… late…

como tú de placentero!…»

Sin dejar de leer, echó a andar de nuevo, dando unas zancadas imponentes.

«¡Oh, alma mía!…»

Tropezó con unas matas y rodó por el suelo. Una risa mal contenida se oyó tras el matorral que servía de refugio a los «Proscritos». Roberto se levantó y miró con desconfianza a su alrededor. Pero los «Proscritos» se habían retirado a tiempo. Al no ver a ser humano alguno en las cercanías, Roberto, tranquilizado, reanudó su paseo. Durante unos momentos había creído que «aquellos sinvergüenzas» le seguían. Entretanto, los «sinvergüenzas» le seguían, en efecto, corriendo de matorral en matorral, observando todos sus movimientos.

Roberto, como resultado de un ataque de dengue durante el cual se encontró completamente solo, había «descubierto» la poesía. Se leyó todos los libros de aventuras que había en su casa y, por consiguiente, se vio obligado a recurrir a un libro de poesías que le prestó su hermana Ethel y había quedado sorprendido y encantado por las posibilidades que ofrecía. Era delicioso leer versos en alta voz y le pareció que debía de ser bastante fácil escribirlos. De momento, se estaba limitando a leerlos.

En cuanto mejoró, empezó a dar largos y solitarios paseos por el bosque, leyendo en alta voz y subrayando las poesías con grandilocuentes ademanes.

No sabía que los «Proscritos», siempre curiosos por conocer lo que hacía Roberto, habían empezado a seguirle en sus expediciones poéticas, encontrando el espectáculo de fascinador interés.

El día anterior había resultado especialmente interesante. Roberto, dudando, de pronto, de que su aspecto fuera el debido (parecía, efectivamente, bastante sano a pesar del dengue, y no muy intelectual), se había apropiado unos lentes de su padre. Estaba encantadísimo con el aire de inteligencia que prestaban a su fisonomía; la lástima era que le estaban demasiado grandes y que se veía obligado a sujetarlos con la mano mientras los llevaba puestos. A los «Proscritos», sin embargo, les divertía de lo lindo. El espectáculo de Roberto, con un libro abierto en la mano, sujetándose los lentes con la otra, leyendo en alta voz a medida que caminaba y tropezando con matas de vez en cuando, el espectáculo no podía ser más maravilloso.

Roberto se dispuso a dar la vuelta. Los «Proscritos» se ocultaron, rápidamente, detrás de su matorral. Roberto, después de tropezar con un árbol, dio la vuelta y pasó junto a ellos sin dejar de leer.

—Mi sangrante corazón —leyó— presa de viva emoción…

Las cabezas de los «Proscritos», asomando por el matorral después de haber pasado el otro, le miraron con interés. Le siguieron hasta la linde del bosque. No ocurrió cosa alguna que fuese emocionante de verdad, salvo que, con la mirada fija en el libro, vadeó un arroyo que, al parecer, no había tenido intenciones de cruzar, porque, al meterse en el agua, dijo: «Tu rostro es un lucero para mí… “¡Retuétano!”» y es de suponer que «¡Retuétano!» no formaría parte del verso.

En la linde del bosque se metió el libro en el bolsillo, depuso su aire de poética intensidad y emprendió el camino de casa en forma normal.

Cuando su figura hubo desaparecido, por fin, los «Proscritos» salieron de su escondite.

—Estuvo bastante bien hoy, ¿eh? —dijo Guillermo, como quien acaba de presenciar un espectáculo.

En realidad, fue Guillermo quien dio a conocer a los «Proscritos» el divertido espectáculo de Roberto leyendo poesías solo, en el bosque.

—No estuvo mal —repuso Pelirrojo, con cierto aire de crítica—; pero no tan gracioso como cuando llevaba puestas las gafas.

—Bueno, tal vez se las ponga mañana —dijo Guillermo, esperanzado.

Pero no fue así. Roberto no fue siquiera al bosque al día siguiente. Los «Proscritos» anduvieron por las proximidades de la casa de los Brown, ansiosos de dar comienzo a su diversión diaria; pero Roberto no parecía estar dispuesto a proporcionarla. En lugar de meterse en el bolsillo su libro de poesías y salir al bosque, se pasó la mañana al amor del fuego, leyendo el periódico, sin enterarse de que cuatro rostros, llenos de ansiedad, le miraban, subrepticiamente, por la ventana.

Por fin dijo Guillermo:

—Bueno, se ve que hoy no piensa salir a hacer el ganso… Será mejor que juguemos a pieles rojas.

Así, se fueron a jugar q indios.

Pero, sin saber por qué, ya no hallaron interés en el juego aquel. En lugar de ser indios, no hacían más que preguntarse qué haría Roberto y si se estarían perdiendo algún espectáculo interesante. Por fin, Guillermo tiró la solitaria pluma de gallina que representaba su rango de jefe de Mil Guerreros y dijo:

—¿Pensará salir más tarde, o lo estará haciendo en un sitio distinto?

Pelirrojo contestó, sombrío:

—A lo mejor está resultando más gracioso que nunca y nos lo estamos perdiendo todo.

Inmediatamente los «Proscritos» dejaron de ser indios y volvieron a dedicarse o Roberto.

Miraron cautelosamente por la ventana de la sala en que vieran anteriormente a Roberto; pero este ya no se encontraba allí.

—¡Ya os lo decía yo! —exclamó Pelirrojo—. Se ha marchado a algún sitio a ser gracioso sin nosotros.

En aquel momento, la señora Brown entró en el cuarto. Vio a su hijo y a los amigos de su hijo agrupados ante la abierta ventana y le dijo a Guillermo:

—¿Qué queréis?

—Buscamos a Roberto.

—¿Para qué le buscáis?

A la señora Brown le encantaba siempre el ver muestras de amistad entre sus dos hijos. A veces pensaba que su querido Guillermo no admiraba ni respetaba a su hermano mayor como debía y que Roberto no quería a su hermanito como era menester. No obstante, la señora Brown siempre confiaba en que todo se arreglaría.

—¿Para qué le buscas, querido? —volvió a preguntar.

Guillermo guardó silencio unos momentos. No podía decirle a su madre que quería observar los momentos de poético éxtasis de Roberto. Por lo tanto, contestó:

—Pues… pues se me ocurrió que me gustaría hablar con él.

El rostro de la señora Brown expresó una satisfacción enorme. «Siempre» había sabido que, tarde o temprano, Roberto despertaría en Guillermo el amor y la admiración que un hermano mayor debe inspirar a uno menor.

—Acaba de salir a ver a uno de sus amigos… creo que a Héctor —dijo—. Ve allí a verle. Estoy segura de que le encantaría charlar un rato contigo.

Ni la propia señora Brown creía, en realidad, lo que acababa de decir; pero, como ya he dicho, la señora Brown confiaba, enteramente, en que acabarían las cosas por arreglarse.

Los «Proscritos» salieron juntos en dirección a casa de Héctor. Pelirrojo, que era el hermano menor de Héctor, iba a la cabeza.

—No es posible que esté haciendo cosas graciosas allí —comentó—. Sólo estará hablando, o jugando al «tennis», o haciendo cualquier otra cosa corriente.

Pero los «Proscritos» querían estar completamente seguros. Habían seguido y gozado del espectáculo de Roberto como poeta tantos días, que les sabría mal dejarle escapar. Querían cerciorarse de si, en efecto, había desistido de divertir (involuntariamente) a los que tuvieran la suerte de contemplarle. Una cautelosa exploración de los alrededores no logró revelar el paradero de Roberto ni de Héctor.

Las cabezas de los cuatro muchachos se asomaron a cada una de las ventanas del piso bajo; pero la sala, el comedor y el saloncillo estaban desiertos.

Entonces dijo Enrique:

—Me parece que oigo hablar a alguien en el invernadero.

Los «Proscritos» avanzaron, en fila india, hacia la parte posterior del invernadero, donde había una ventana a mano.

Dentro se veía a Roberto y a Héctor; pero no estaban solos. Les acompañaba Jorge, hermano de Douglas, James Jameson (fiel satélite de Roberto) y… Oswaldo Franks. Los ojos de los «Proscritos» se dilataron de horror al ver a Oswaldo Franks. Este era el hermano mayor de Alberto Franks y Alberto era enemigo declarado de los «Proscritos».

Oswaldo, bajo su expresión de superioridad, era tan malo como Alberto. También era grueso, pálido, cobarde y odioso. Pero hablaba muy bien, principalmente sobre cuestiones de arte y de literatura, y Guillermo había concebido hacía tiempo la horrible sospecha de que Roberto le admiraba. ¡Que un hermano suyo admirara… «admirar»… a un hermano de Alberto Franks! Guillermo rechinó los dientes al pensarlo. Y allí estaba Oswaldo sentado con Roberto y sus amigos, como si fuera uno de ellos. Guillermo dirigió una mirada furiosa a su hermano. La única cosa que le redimía era que Roberto presidía la reunión y no Oswaldo. Estaba de pie, soltando lo que, al parecer, era apasionado discurso.

Los «Proscritos» aguzaron el oído para enterarse de lo que decía.

—Por lo tanto creo —le oyeron decir a Roberto— que debiéramos formar una sociedad, una… ah… una sociedad para estudiarla y escribirla… me refiero a la Poesía, claro. A lo mejor; algunos de nosotros resultamos ser poetas famosos. Todo es una… una especie de práctica… igual que el conducir un automóvil. Quiero decir que, cuando uno empieza a aprender a conducir, todo le parece muy difícil… el cambiar de marchas, el guiar y todo eso… pero cuando uno lo ha hecho unas cuantas veces, resulta muy fácil, hasta que se acostumbra uno a hacerlo tan bien como cualquiera o… por lo menos… —agregó Roberto, recordando el encuentro imprevisto que había tenido su coche con un farol la semana anterior— por lo menos «casi» tan bien.

»Bueno, pues, lo que quiero decir es que, seguramente, ocurre lo mismo con la poesía. Si imponemos la regla de que todos los miembros de la sociedad han de escribir un poema cada semana, bueno, pues empezará a resultar más fácil, como ocurre con eso de conducir un automóvil y, probablemente, algunos de nosotros acabaremos por ser poetas famosos. Si es que a uno le interesa, claro está. Y no veo yo cómo puede dejar de sentir persona alguna interés en la Poesía. Es tan… tan noble. Le hace a uno sentirse como si quisiera llevar una vida mejor.

»He leído mucha Poesía últimamente, y eso es lo que me ha hecho sentir a mí. Me siento ahora un hombre completamente distinto de lo que era antes de leer poesía. Como es natural, todos aprendimos poesías para los exámenes en el colegio; pero no surtió ese efecto en nosotros, porque éramos demasiado jóvenes para querer ser nobles… o, si no, porque no era aquella clase de Poesía la que debíamos leer. La Poesía como es debido eleva. Le eleva a uno. Bueno, pues lo que intento decir es que propongo que nosotros, jóvenes (no quiero decir que seamos “jóvenes” en realidad), que nosotros…

Roberto se interrumpió un momento, ceñudo. Buscaba, desesperadamente, palabras con que expresarse. Por fin se despejó un tanto su rostro; las había encontrado.

—Nosotros, los devotos de la Poesía —dijo—, debemos formar una banda de poetas como Keats, y Shelley, y Wordsworth, y Shakespeare, y los otros… y reunirnos para leer y escribir poemas.

Se sentó, ruborizándose, abrumado, de pronto, por la fuerza de su propia elocuencia.

Era evidente que había causado profunda impresión en sus compañeros.

—No me disgusta la Poesía —confesó James Jameson—. Igual me da hacer poesías que cualquiera otra cosa, porque hace un tiempo de perros y uno se cansa de andar rondando por casa. Una vez —agregó con modestia—, «por poco» gané un premio con una aleluya.

Luego se puso en pie Oswaldo Franks y empezó a hablar del Arte de la Poesía de una manera que eclipsó por completo a Roberto y a James Jameson. No se puede negar que Oswaldo tenía el don de la palabra. Ni su mayor enemigo hubiera podido negarlo. Hubiese dado ciento y raya al charlatán más elocuente. Habló con facilidad acerca de la Poesía en todos sus aspectos. Nada de lo que dijo resultó muy original; pero poseía el supremo don de decirlo con cierto aire de inteligencia. Acabó diciendo que debían hacer las cosas bien y formar una especie de sociedad y que, puesto que a Roberto se le había ocurrido la idea, Roberto debía ser el presidente. Agregó que él no tenía el menor inconveniente en asumir los cargos de Secretario, Tesorero y Vicepresidente. Los demás, dijo, serían los miembros de la sociedad. Aunque, como ya he dicho, Oswaldo no dijo nada nuevo, su forma de hablar surtió bastante efecto. Hablaba con aire de profunda sabiduría.

Antes de que los otros se dieran cuenta de lo que se hacían, ya había nombrado presidente a Roberto y Secretario, Tesorero y Vicepresidente a Oswaldo.

—Ahora propongo —siguió Oswaldo, que ya asumía hasta el cargo de presidente— que celebremos una reunión de hoy en una semana, que cada uno de nosotros escriba un poema de antemano y que nos encontremos en algún sitio para leer nuestros poemas y decidir cuál es el mejor y dar un premio a quien lo haya escrito.

—¿Qué clase de premio? —inquirió Roberto, con ceñuda expresión que él se imaginó presidencial.

Empezaba a tener el desagradable convencimiento de que Oswaldo se estaba dando una importancia algo excesiva.

—Una especie de medalla o insignia —contestó Oswaldo— que llevaremos puesta la semana en que nuestro poema sea el mejor y que entregaremos a la semana siguiente a quien haya escrito la poesía mejor. Por consiguiente, si me entregáis una pequeña cantidad… un chelín, por ejemplo… me encargaré de conseguir la insignia. ¿Estáis todos conformes con eso?

—¿Están todos «unánimes»? —preguntó Roberto, con gesto y aire presidenciales.

—Yo creo —objetó Jorge, lentamente— que un chelín cada uno resulta algo excesivo. Opino que podríamos comprar una insignia por menos de cinco chelines.

Oswaldo Franks se quitó una mota de polvo del pantalón con despectivo ademán (copiado de un actor famoso al que había visto trabajar la semana anterior), y sonrió.

—No debemos hacer la cosa con mezquindad, ¿no os parece?

Todos se apresuraron a asentir. Roberto, considerando que el momento exigía comentario suyo, inquirió:

—¿Estamos todos «unánimes» en que no debemos hacer la cosa con mezquindad?

Se oyó un rumor de aquiescencia. Jorge se deshonró temporalmente por querer hacer la cosa con mezquindad; pero él no se inmutó por eso.

—¡Mira que cinco «chelines» por una medalla! —exclamó—. Apuesto a que podríamos comprar una por medio chelín.

—¿Quieres que dimita a favor tuyo? —preguntó Oswaldo, con sarcástica sonrisa.

—Sí —contestó, tranquilamente, Jorge.

La respuesta inesperada desconcertó a Oswaldo.

Pero se rehízo en seguida.

—¿Me retira la reunión su voto de confianza? —dijo, dibujándose, de nuevo, en sus labios una sonrisa levemente burlona.

La reunión murmuró que no y dirigió una mirada de enfado a Jorge.

—¿Estamos todos «unánimes» sobre ese punto? —inquirió Roberto, intentando conquistar algo de la importancia que estaba monopolizando Oswaldo.

»Ahora —agregó, repentinamente inspirado— tenemos que decidir dónde podemos reunirnos.

—Hemos de encontrar un sitio —intercaló Oswaldo— donde esos arrapiezos no nos encuentren.

Al decir «esos arrapiezos», como sabía muy bien su auditorio visible no menos que el oculto, se refería a aquellos hermanos menores que, sin que lo supieran los poetas, les estaban mirando por la ventana. Los poetas gimieron al oír la alusión.

—¡Granujas! —exclamó Héctor, con pasión—. «Sé» que me estropeó la bicicleta, aunque él jura que no la ha tocado siquiera. Ha salido con ella y se ha caído. Lo sé. Los pedales están atascados y no puedo usarla. ¡Me gustaría retorcerle el pescuezo a ese sinvergüenza!

—Todos son iguales —dijo Roberto—. Le hacen a uno la petaca con las sábanas, le sueltan impertinencias y le quitan las cosas en cuanto se descuida.

El auditorio invisible sonrió.

—Bueno, pero aún no hemos decidido dónde vamos a reunirnos —dijo Héctor—. No hemos quedado más que en que ha de ser donde esos golfillos no nos encuentren. No queremos que sospechen «nada». Ya sabéis lo que son.

Los poetas suspiraron. Sabían, efectivamente, lo que eran.

—Mi cobertizo de hacer trabajos de carpintería es bastante grande —dijo Jorge—. Podríamos reunirnos en él divinamente. Y nadie nos molestaría.

—Bueno —anunció Oswaldo—, entonces quedamos en eso.

Roberto empezaba a sentirse profundamente resentido contra Oswaldo, por el empeño de este en asumir las atribuciones del presidente.

—Quedamos en eso, pues —dijo, en tono de agresiva autoridad—. ¿Estamos todos «unánimes»?

Al parecer, todos lo estaban.

—Me parece que no queda más por decidir, ¿verdad?

—Aún no hemos decidido qué nombre llevará la sociedad —continuó Oswaldo, arrostrando las sílabas y con aire de superioridad.

Roberto se enfadó consigo mismo por no haber pensado en aquello. En compensación, dijo:

—¿Y si la llamáramos Sociedad de Poetas?

—Demasiado vulgar —contestó Oswaldo, repitiendo el gesto de quitarse una mota de polvo del pantalón.

Roberto rechinó los dientes.

—¿Y… Sociedad para la Propagación de la Poesía? —sugirió Héctor.

—… En el extranjero… —complementó Jorge, distraído.

—Propongo —dijo Oswaldo— el nombre de «Sociedad de Poetas del Siglo XX». ¿Tiene alguno algo que objetar?

Nadie hizo objeciones. Todos (Roberto se apresuró a asegurarse) estaban «unánimes».

—Entonces, ya nada queda por decidir —dijo Roberto—. Propongo que yo… que tú leas un poco de poesía unos momentos.

Pronunció estas palabras en son de triunfo. Estaba convencido de que, con ellas, consolidaba su cargo de presidente. Había soltado la sugestión antes de que a Oswaldo pudiera ocurrírsele.

Sacó un libro del bolsillo, tosió, adoptó una postura adecuada al caso, y empezó:

Nunca decaeré

porque ahora viejo esté.

Ni romperé el espejo

porque me llame viejo.

Se sentía algo nervioso —mucho más nervioso que cuando recitaba algo para la Naturaleza (e, inconscientemente, para los «Proscritos» ocultos entre la Naturaleza). Se detuvo, volvió a toser, y estaba a punto de continuar, cuando Oswaldo alargó una mano para coger el libro.

—Pareces tener la garganta bastante mala, Roberto —dijo, condoliéndose—. Continuaré yo, ¿quieres?

Se apoderó del libro y empezó a leer, inmediatamente, en voz baja y dramática. Roberto parpadeó. Los «Proscritos» se alejaron.

* * *

Durante los días que siguieron, los «Proscritos» abandonaron sus tareas usuales para poder observar a los «Poetas del Siglo XX». El sacrificio valía la pena.

Los poetas habían adoptado el aspecto y los modales poéticos convencionales. Dejándose llevar por Oswaldo, gradualmente abandonaron la corbata y se acogieron a la chalina. Por algún medio misterioso, sólo de ellos conocido, lograron que sus cuellos parecieran mucho más bajos de lo que eran en realidad; además se abstuvieron de cortarse el pelo.

Ethel, la hermana de Roberto, poseía una chaqueta de terciopelo negro. Roberto empezó a ponérsela furtivamente cuando estaba seguro de que su hermana no estaba en casa ni había peligro de que volviese de momento. Cuando la llevaba, se sentía completo presidente de la Sociedad de Poetas del Siglo XX. Se sentía byronesco. Incluso simulaba una ligera cojera [1].


Guillermo observaba a su hermano, mientras este leía poesías enfundado en la chaqueta de terciopelo de Ethel.

Hacía posturas ante el espejo. Despojó su cuarto de cuanto era innecesario, para hacer que se pareciese más a una buhardilla. Paseaba de un lado a otro de la habitación, leyendo poesías. Se sentaba, con la cabeza (cuyo cabello se iba haciendo ya largo) envuelta en una toalla húmeda, ideando temas para poesías. Hasta se compró un diccionario de rimas.

Durante todo aquel tiempo, Guillermo fingía seguir su vida de costumbre. Roberto hubiera quedado sorprendido y horrorizado de haber tenido noticia que Guillermo no le perdía de vista ni un momento.

Los ojos del muchacho se pegaban al ojo de la cerradura mientras Roberto se ponía la toalla húmeda y se paseaba o hacía posturas enfundado en la chaqueta de terciopelo de Ethel. Guillermo le seguía al bosque en sus expediciones para entrar en comunión con la Naturaleza. Guillermo, cuando Roberto se hallaba fuera del piso, se introducía en su cuarto y leía sus poemas con crítica expresión.

Con gran dificultad lograron los «Proscritos» acceso (extraoficialmente) a la siguiente reunión de los Poetas del Siglo XX. Afortunadamente, el cobertizo que Jorge tenía destinado a trabajo de carpintería estaba bastante bien hecho (el propio Jorge estaba orgullosísimo de él), y poseía un desván. Era tan pequeño como puede serlo un desván y los «Proscritos» estaban tan justos en él, que el entumecimiento les duró un día entero, y Pelirrojo se quejó de que tuvo en la boca el gusto al pelo de Guillermo una semana entera.

Ese desván, al que se llegaba por uno precaria escalera de mano, poseía una grieta en el suelo a través de la cual los «Proscritos» —apiñados hasta formar una masa compacta podían ver durante breves segundos algo de lo que ocurría abajo, mediante el sencillo expediente de empujarse unos a otros la cabeza para que no les estorbase. Tuvieron que ocupar sus puestos su buena media hora antes de que empezara la reunión.


El desván tenía una grieta en el suelo.

Los Poetas del Siglo XX llegaron a la hora en punto; A Roberto, en su calidad de presidente, le fue adjudicado el banco de carpintero como asiento. Héctor se sentó encima de un soporte que Jorge había empleado la mañana entera en hacer, y lo rompió. Jorge, teniendo en cuenta las circunstancias, no se enfadó demasiado. Jameson ocupó el suelo y Oswaldo se arrellanó en el taburete. Lo hizo como si el taburete fuese mucho más importante que el banco de carpintero de Roberto.

Roberto hubiera deseado presentarse aquella tarde con la chaqueta de terciopelo de Ethel; pero su hermana estaba en casa y no le había sido posible hacerlo. Llevaba, sin embargo, una enorme chalina negra (la de Oswaldo era anaranjada y, al parecer de Roberto, excesivamente chillona) y se había peinado, además, el cabello hacia la frente, para que pareciese más largo.

El presidente abrió la sesión, diciendo:

—Bueno; estamos todos aquí, de manera que podemos empezar, ¿no os parece?

—Más vale que leamos el acta de la reunión anterior —dijo Oswaldo, arrastrando las sílabas.

Aquello desconcertó a Roberto, que desconocía las reglas de una reunión pública.

—¡Uh! —exclamó, con incertidumbre.

Oswaldo sonrió.

—¿La damos por leída, pues? —inquirió.

—Ah… eh… sí. Sí; claro que sí —contestó Roberto, con gesto de nerviosismo y ferocidad.

—Entonces leamos nuestros poemas y luego pongamos a votación cuál es el mejor. Que empiece Jorge.

Jorge, al parecer, a pesar de sus buenas intenciones, no había podido escribir un verso aquella semana. Se le había secado la pluma estilográfica y perdido la botella de tinta para la misma y no había querido estropear la pluma llenándola con una tinta cualquiera. Además, creyó que pudiera infringir alguna regla si escribía con lápiz.

Roberto asumió una expresión severa al oír aquello.

—Sí —dijo—; pero eso no te impedía inventar un verso. ¿Por qué no lo hiciste y hubieras podido recitarlo?

—Ya lo hice —contestó Jorge, sin ruborizarse—; por lo menos creo que lo hice. Sé que tenía la intención de hacerlo. Pero, como no tenía la pluma llena y me era imposible escribirlo, lo olvidé.

Roberto se dirigió entonces a James Jameson. Este se puso en pie, apresuradamente, para leer su poema. Era muy largo y muy morboso. Trataba de un deshollinador que se murió de hambre. Estaba de acuerdo con los convencionalismos de la escuela anticuada; pero se había tomado muchas libertades con metro y rima. A los que escuchaban, les parecía que nunca se iba a acabar.

Los Poetas del Siglo XX miraban con aburrimiento hacia el frente, mientras verso tras verso se describían los sentimientos del deshollinador que se moría de hambre. El propio James Jameson se sentía profundamente emocionado por el asunto de su obra. Hubo un momento terrible en que todos creyeron que iba a empezar a describir el entierro; pero no fue así, y allí terminó el poema.

James Jameson se sentó embargado por profunda emoción, mezcla de orgullo por su hazaña y de tristeza por la suerte del deshollinador. Hubo un largo silencio.

Roberto tosió y tomó, mentalmente, nota de que en adelante habría que dictar alguna regla relacionada con la longitud de los poemas.

Jorge siguió cepillando, furtivamente, un trozo de madera. Era muy aficionado a la carpintería y no deseaba perder tiempo. Estaba construyendo una jaula de conejos, muy ornamental, para una prima suya, muy bonita, por quien sentía algo más que admiración.

Afortunadamente, James Jameson tomó el silencio con que era recibido su poema como tributo a su elocuencia. Se imaginaba que su auditorio estaba tan emocionado como él.

A continuación le tocó a Héctor. Este había escrito un poema. Les aseguró, apasionadamente, que había escrito un poema; pero que lo había perdido. Opinaba que alguien lo habría tirado confundiéndolo con un papel sin valor. No; no le era posible recitarlo. Recordaba que su tema era un témpano de hielo; pero nada más. Se acordaba de eso, porque le había costado un trabajo enorme encontrar consonante de témpano de hielo. A última hora, había tenido que darse por vencido. Se había visto obligado a dejar un espacio en blanco.

Roberto propuso, con cierta severidad, imponer una multa de medio chelín al que no presentara un verso. Todos se mostraron conformes menos Jorge, que no escuchaba. Jorge empezaba a experimentar dudas horribles acerca de su jaula. Después de todo, en su vida había visto una conejera adornada con tanta profusión. Podría ser muy hermosa, pero… ¿resultaría práctica? ¿Les gustaría a los conejos? Aunque en verano sería muy fresca, en invierno daría paso a demasiada corriente de aire.

—¿Estás de acuerdo, Jorge? —inquirió, severamente, Roberto.

—Oh… ah… sí —se apresuró a contestar.

Claro está que podría hacer una cubierta de lona para el invierno.

Le tocaba a Roberto. Este sacó un papel del bolsillo y se puso en pie. Parecía tomar la cosa muy en serio y sentir cierto embarazo.

—¡Buen chico! —susurró Guillermo, arriba.

—El mío es… ah… muy corto —dijo Roberto—. La primera estrofa está escrita en «vers libre». «Vers libre» (se apresuró a explicar, bondadosamente) es francés y significa «verso sin rimas».

Luego empezó a leer:

La flor de leche

de primavera es heraldo.

Se llama flor de leche

porque es blanco como la leche.

Flor de leche,

emblema de pureza

y de elevadas aspiraciones.

Roberto se interrumpió, poniéndose encarnado hasta las orejas.

—Naturalmente —dijo, con modestia— esa clase de poesía es muy fácil de escribir, porque no hay que sujetarse a reglas. Sin embargo, hoy en día se considera verso bastante bueno. Muchos poetas famosos lo escribieron, porque es muy fácil y no hay que sujetarse a reglas. Pero he escrito la otra estrofa de la otra manera… con rima, reglas y todo eso, quiero decir. Esta es la segunda estrofa:

Oh, flor que entre la nieve

tu talle asomas, tierno.

Nos dices con voz silente

que se ha marchado el invierno.

—Para que esté bien de metro —explicó Roberto, ruborizado aún— hay que decir «marchao», como dice la mayoría de la gente, y hacer sinalefa con «el». Pero eso se puede hacer. No hay inconveniente. Se puede hacer cualquier cosa así. Eso se llama licencia poética…

Era evidente que la explicación impresionaba profundamente a los demás.

—¡Buen chico! —volvió a susurrar Guillermo, en el desván.

—¡Calla! —dijeron los otros Proscritos.

Entonces se levantó Oswaldo. En su rostro se había dibujado una sonrisa, mezcla de burla y desdén, al empezar Roberto a leer su poema. Sacó un papel del bolsillo. La biblioteca de la madre de Oswaldo contenía un ejemplar de las obras poéticas de L. Martínez de Ribera, y Oswaldo se había asegurado de que en la biblioteca de Roberto (de la que suponía —con razón— que había sacado Roberto cuanto sabía acerca de la poesía) no había uno igual.

—«Sinfonía crepuscular» —anunció como título. Y empezó a leer:

Y yo me senté a la puerta

para que al pasar me viera…

Ella pasó… Atardecía

y creí que amanecía

cuando pasó por mi vera.

Un ramillete de flores

al brazo. En la falda, pomas

y en el seno florecido

juguetes de palomas

que quieren huir del nido.

La boca roja… Los dientes

blancos, menudos… El pelo

como si tornasolara

y dos trocitos de cielo

asomándose a su cara.

Yo la miré… Me miró…

adiviné su pesar

y ella adivinó mi pena…

y no se quiso parar

por no dejar de ser buena.

El sol se cubrió la cara

con la cresta de unos montes.

Ella se alejó de mí…

Yo, soñando en horizontes,

me quedé solo… La vi

como al volver una esquina

volvió los ojos atrás

y miró como se mira

cuando no ha de verse más

a quien se quiere… La ira

se me agarrotó en el alma…

¡La vi por la vez postrera

y ya no la he vuelto a ver!

¡Alma…! ¡Si a verla volviera

lo volvería a querer

aunque otra vez la tuviera

que perder…!

Oswaldo calló. Se oyeron exclamaciones de asombro. Hasta el propio Jorge se arrancó de su contemplación mental de las desventajas de una conejera con adornos tallados. Reinó un silencio de muerte. Los Poetas del Siglo XX contemplaron a Oswaldo con respeto y sorpresa. Oswaldo les dirigió una sonrisa de superioridad.

Ni que decir tiene que la votación fue una comedia pura y simple. Todos, según pudo averiguar Roberto tras salir de su estupefacción mediante un violento esfuerzo, estaban «unánimes». No cabía la menor duda de que Oswaldo era un gran poeta. Este sacó una insignia muy llena de adornos y se la entregó a Roberto, que se lo devolvió después, solemnemente.

Y así acabó la primera reunión de los Poetas del Siglo XX.

* * *

Al día siguiente, Albertito Franks, tan obeso, pálido y desagradable como de costumbre, recibió a los «Proscritos» con un alarido de desdén.

—¡Ah! ¡Mi hermano sabe hacer mejores versos que los vuestros! ¡Mi hermano ganó la insignia y vuestros hermanos no! ¡Vergüenza, vergüenza!

No aguardó a que le atacaran. Corrió, tan aprisa como se lo permitieron sus gordezuelas piernas, a refugiarse tras la verja del jardín de su casa. Luego, apoyado en ella, continuó su canto triunfal.

—¡Bah! Vuestros hermanos se creen que saben hacer versos y no saben. ¿Quién ganó la insignia? ¡A una Flor de leche! ¡Qué risa! Sí, y «tu» hermano (esto, a Guillermo) cree que es el presidente, ¿verdad? ¡Valiente presidente está hecho! ¡No sabe ni lo que es un verso! ¡No…!

Olvidando todo respeto a la propiedad particular, los «Proscritos» se lanzaron a la carga, irrumpiendo en el jardín. Pero Alberto llegó antes que ellos a la puerta de su casa. Se retiraron, furiosos, haciendo como que no veían el pálido rostro de Alberto, que Ies hacía muecas de burla por la ventana de la sala.

Aquel incidente deprimió bastante a los «Proscritos». Opinaban que los Poetas del Siglo XX habían rebajado, considerablemente, su prestigio.

Y Albertito estaba encantado y se aprovechaba de ello. Se daba postín, se pavoneaba, se burlaba, les provocaba, reunía a sus amigos en torno (Humberto Lane y otros chicos de su calaña), y todos gozaban a costa de los «Proscritos».

—¡Bah! ¿Quiénes son los que creen saber hacer versos? ¡Beeeeeeee!

El amor propio de los «Proscritos» sufrió enormemente. Ellos estaban acostumbrados a triunfar sobre sus enemigos. No tenían costumbre de que otros les vencieran. Se decían, con resentimiento, que ya podían haber hecho un esfuerzo Roberto y los otros e impedir que Oswaldo se pavoneara por la calle con su insignia y su sonrisa de superioridad.

Pero los «Proscritos» se animaron al acercarse el día fijado para la próxima reunión de los Poetas del Siglo XX. No era posible, se decían, que el verso de Oswaldo fuera otra vez el mejor. Seguramente los otros habrían hecho esfuerzos extraordinarios. Era imposible que se les expusiera otra vez a las burlas de sus enemigos…

Se ocultaron en el desván con tiempo sobrado. Les consumía la ansiedad. Si Oswaldo volvía a ganar la insignia aquel día, la vida se les haría insoportable.

Los Poetas del Siglo XX se fueron reuniendo poco a poco. También ellos parecían llenos de ansiedad. También ellos se daban cuenta de lo solemne de la ocasión. Tampoco querían ellos que Oswaldo volviera a quedar vencedor. Roberto parecía más lleno de ansiedad aún que los otros, como si llegara dispuesto a vencer o morir. Se había pasado toda la noche anterior preparando su poema. Oswaldo fue el último de entrar, con la insignia puesta, y sonriendo.

Le quitó por completo la dirección a Roberto. Evidentemente, se consideraba ya presidente, además de tesorero, secretario y vicepresidente.

Jorge fue el primero en leer su poema. Jorge se sentía bastante triste. Había tenido que empezar la conejera de nuevo. La linda prima había rechazado, desdeñosa, el obsequio, diciéndole que sus conejos se morirían en semejante armatoste y, además, le preguntó si lo que pretendía era tomarle el pelo.

Por lo tanto, había escrito un poema acerca de un pobre amante que puso fin a su vida ahorcándose de la copa de un alto pino y cuyos huesos pelados habían sido hallados a la mañana siguiente por la doncella que le desdeñó. Recibió en silencio el comentario de Héctor, de que «Se le habían pelado los huesos muy aprisa» y se sentó con la vista clavada, melancólicamente, en el suelo.

La amenaza de la multa de medio chelín o el intolerable aire de superioridad de Oswaldo había surtido efecto en los poetas. Todos ellos se habían presentado con algo. Leyeron sus composiciones, rabiosos, con un ojo clavado en Oswaldo, para ver si desaparecía su sonrisa de superioridad al escuchar. Pero no ocurrió tal cosa.

Su melancolía fue en aumento, salvo en el caso de Jorge. A este se le había ocurrido, de pronto, una idea brillante. Convertiría la conejera en caja de labor para su linda prima. La forraría de satén encarnado o algo por el estilo. Eso le gustaría, con toda seguridad. Se animó considerablemente.

Roberto estaba leyendo su poema. Se titulaba «A la Primavera», y a pesar de que contenía sentimientos expresados ya millones de veces por otros poetas y que, por lo tanto, eran verdaderos, no sonaba tan bien como había esperado Roberto cuando lo compuso aquella madrugada. Era mejor poema que el de sus compañeros; pero, evidentemente, no le causaba al superior Oswaldo ni la más mínima inquietud.

Luego le tocó la vez a Oswaldo. Aquella vez se salvó de milagro. Confiando demasiado en la ignorancia poética de sus compañeros, se había apropiado un poema de lord Byron y empezaba a leer en voz emocionante:

¡Oh, tú, que en plena juventud…!

cuando James Jameson le interrumpió.

—Oye —dijo, frunciendo el entrecejo—; estoy casi «seguro» de que aprendí algo así en el colegio… por lo menos aprendí algo que se le parecía mucho.

Oswaldo, sin embargo, llegaba preparado para una contingencia así. Examinó el papel con atención y luego sonrió.

—«¡Claro!» —exclamó—. Me confundí. Este es un poema de lord Byron que había traído para leeros después de la reunión.

Se lo guardó y sacó otro papel del bolsillo. Aquel otro papel contenía un soneto de Mateo Arnold, con el que tuvo más suerte. Los poetas no conocían más que un verso de aquel autor, por habérselo tenido que aprender de memoria en el colegio, y por fortuna para Oswaldo, no fue aquel. Escucharon en silencio, desanimados. Al final, todos ellos estaban «unánimes», según comprobó Roberto. Oswaldo entregó de nuevo la insignia a Roberto y este se la impuso, nuevamente, con toda solemnidad.

La reunión, sin embargo, no se acabó con la lectura del verso de Oswaldo, aun cuando este no tenía inconveniente alguno en que acabara. Oswaldo estaba gozando enormemente con aquello de leer poesías y ganar insignias. Pero Héctor tenía algo que proponer. Había encontrado un periódico para jóvenes llamado «EL joven cruzado». Se acababa de publicar el primer número y se ofrecía un premio a la mejor poesía. Héctor propuso que todos tomaran parte en el concurso, a ver si alguno de ellos se llevaba el premio.

La esperanza secreta de Héctor no era que se llevase ninguno de ellos el premio, sino, más bien, que no lo ganase Oswaldo. Opinaba que Oswaldo estaba encontrando las cosas demasiado fáciles. Sospechaba que en el concurso patrocinado por un periódico, el gran Oswaldo se podría quedar a la cola. El propio Oswaldo, al parecer, sospechaba algo parecido.

—En mi opinión —dijo— sería mucho mejor que «aguardásemos» un poco antes de empezar a tomar parte en concursos.

Pero, con gran sorpresa suya, los otros no se mostraron conformes con él. Empezaban a encontrar las reuniones de la Sociedad de Poetas del Siglo XX algo monótonas. Un concurso como aquel podría poner fin a la monotonía.

Oswaldo cedió, con su sonrisa de superioridad.

—Está bien —murmuró, con voz bondadosa y condescendiente—; si ello os causa placer…

—Pongo la cuestión a votación —dijo Roberto, que, haciendo un noble esfuerzo por salvar los jirones de su dignidad presidencial, había sacado de la biblioteca pública un libro titulado «Cómo conducir reuniones», y lo había estudiado atentamente.

El asunto se puso a votación y fue aprobado.

Héctor tenía un ejemplar del periódico y Roberto empezó a leer las condiciones del concurso. Empezó, sólo, porque, de nuevo, cuando Roberto, que aún encontraba algo embarazoso, aunque encantador, su cargo de presidente, se detuvo para toser nervioso. Oswaldo volvió a condolerse con él por el estado de su garganta, le quitó el periódico de la mano, y acabó de leerlo.

La poesía debía ser un soneto. Podía versar sobre cualquier asunto (la sonrisa de Oswaldo se hizo más expansiva al leer esto), y debía ser obra exclusivamente del concursante. Los poetas escucharon con interés, y tomaron notas en las solapas de sobres usados.

—¿Qué «es» un soneto? —preguntó Jorge.

Los demás fingieron no oírle. Roberto decidió ir a la biblioteca inmediatamente después de la reunión, y sacar un libro que le explicase, exactamente, en qué consistía un soneto.

* * *

Los «Proscritos» emprendieron el regreso a sus casas sumidos en melancólico silencio.

—Bueno, pues lo ha vuelto a conseguir —dijo Pelirrojo, por fin, en tono que expresaba la desanimación de todos.

—Ahora se burlarán de nosotros más que nunca —dijo Douglas.

—Sí —contestó Enrique—; y seguramente ganará el premio del periódico y «entonces» no habrá manera de aguantarlos.

—Y no es como si quisieran pelearse de verdad —agregó Guillermo.

—Y ¡«él» que anda por ahí con la insignia y todo! —gimió Pelirrojo.

—Bueno, pues, en cuanto a mí —dijo Guillermo, con severidad, expresando el inevitable resentimiento del que apuesta por el perdedor—, yo creo que «debían» hacer un esfuerzo. ¡Si yo sería capaz de escribir versos mejores que algunos de ellos…! De todas formas, yo creo que los versos de Roberto son «estupendos» y, si yo fuese uno de ellos, votaría por él. Sólo porque no entienden la poesía de Oswaldo les suena tan bien. Nada más. «Apuesto» que Roberto sería capaz de hacerla igual si quisiera. A mí, personalmente (prosiguió con lealtad), me gusta más la clase de poesía de Roberto que la suya.

—¿Por qué no hacemos «nosotros» una especie de sociedad de poetas? —sugirió Pelirrojo.

En realidad, a Guillermo ya se le había ocurrido aquella idea.

—«Podríamos» —contestó— y apuesto a que haríamos mejores versos que «ninguno» de ellos. Pero… bueno, aún no podemos. No, mientras Alberto Franks y los otros anden burlándose así. Tenemos que seguir vigilando la Sociedad de Roberto y tal vez podamos «ayudar» alguna vez. Apuesto a que podría yo ayudar a Roberto a hacer un poema «estupendo»; pero —esto con tristeza— sé que no me dejará. Yo sé inventar páginas y «páginas» de poesía.

—Bueno, pues podemos hacer poesía para no perder la «práctica» —dijo Pelirrojo.

Todos asintieron.

—Yo sé inventar toda clase de poesía —aseguró Guillermo, pavoneándose—. Sé hacer de la Naturaleza, como:

El día es bonito

y hay muchas hojitas

en ese arbolito.

y de aventuras, como:

De un porrazo le mató.

Y la sangre, poco a poco,

por la herida se escapó.

y… y… «cualquier» clase, así, sin pensarlo, sin pararme a buscar rimas ni nada. Apuesto a que si yo perteneciese a su sociedad, Oswaldo no se llevaría la insignia todas las veces, como ahora.

Pero tenían que pasar por delante de la casa de Franks y guardaron silencio al acercarse. Sí —era evidente que Oswaldo había llegado a casa con la insignia.

Un grupo de niños burlones, que aullaban triunfalmente, se hallaba congregado a la puerta. Alberto Franks y sus amigos les aguardaban. Sus burlas no se distinguían por su originalidad.

—«¡Bah!» ¿Quiénes son los que no saben hacer versos? «¡Bah!» Creyeron que se la iban a llevar esta vez, ¿eh?

—¡No pudieron! No saben hacer versos. Tenemos la insignia otra vez —cantaron—. Tenemos la insignia otra vez. TENEMOS LA INSIGNIA OTRA VEZ.

El ataque de los «Proscritos» fue tardío. Alberto Franks y compañía alcanzaron el asilo de la entrada lateral de su casa justamente a tiempo. Sin poder contenerse, los «Proscritos» cargaron otra vez contra ellos, cruzando el jardín hasta la puerta de la casa; pero les obligó a retirarse un indignado y forzudo jardinero. Alberto Franks y compañía contemplaron con alegría, desde la ventana, la ignominiosa retirada. Los «Proscritos» se alejaron, ahogados de rabia.

—Tenemos que «hacer» algo —dijo Guillermo, sombrío.

* * *

Los «Proscritos» yacían sobre la hierba en el prado próximo a su cobertizo. Seguían de mal humor. Habían estado ocupadísimos durante los últimos días, desempeñando el papel de ángeles de la guarda de los Poetas del Siglo XX. Guillermo había visitado diariamente, en secreto, el cuarto de Roberto para ver qué progresos hacía. Según dijo, condescendiente y solemnemente a los «Proscritos», progresaba mucho, aun cuando les dio a entender que él hubiera podido mejorarlo, si Roberto hubiese tenido la prudencia de solicitar su ayuda. Seguía aprovechando cuantas ocasiones se le presentaban para improvisar versos. La costumbre aquella empezaba a molestar o los «Proscritos». Cómodamente echados, comían hierba y meditaban profundamente acerca de los problemas de los Poetas del Siglo XX.

Parecía ser que ninguno había podido averiguar cosa alguna referente al soneto de Oswaldo; pero como este seguía ostentando su sonrisa de superioridad, suponían que el propio Oswaldo estaba satisfechísimo de su trabajo.

Alberto Franks y compañía no experimentaban duda alguna sobre el asunto.

—¡Bah! —habían gritado el día anterior, desde lugar seguro—. ¡Bah! ¿Quién se va a llevar el premio del periódico? Apuesto a que creéis que se lo va a llevar Roberto. Pues os equivocáis. Se lo va a llevar Oswaldo. ¡Pobre Roberto! ¡Pobre Roberto…! ¡Cree que sabe hacer versos! ¡Pobre desgraciado!

—Si por lo menos nos dieran ocasión de acercarnos bien a ellos —exclamó Guillermo, por centésima vez.

—Bueno; pensemos qué «hacer» —dijo Enrique, con impaciencia.

Pelirrojo interrumpió.

—Hay unas setas muy pequeñitas aquí donde estoy echado —dijo, con interés.

Abandonaron la discusión para examinarlas.

—¡Son hongos! —exclamaron, despectivos.

Pelirrojo palideció.

—Los he estado comiendo —dijo con voz débil.

—Bueno, pues me apuesto lo que quieras a que estás muerto mañana —dijo Guillermo.

—¿Cuántos te has comido, Pelirrojo? —inquirió Enrique, con interés.

—Tres o cuatro.

—Pobre Pelirrojo —murmuró Guillermo, alegremente—; es seguro que morirás. —Y sintiéndose repentinamente inspirado, agregó—: Apuesto a que invento un verso sobre eso.

Pelirrojo la diñó,

porque dijo: Esas son setas.

Y unos hongos se comió.

—Haz el «favor» de callarte —le interrumpió Pelirrojo—. Apuesto a que si fueses «tú» quien se fuera a morir…

Pero en aquel momento Douglas suministró asunto que hizo olvidar lo de las setas. Había encontrado un ejemplar de «El joven cruzado» por casa y se lo había apropiado. Los «Proscritos» se inclinaron sobre el periódico con interés, estudiando las condiciones del concurso. Es decir, todos los «Proscritos» menos Pelirrojo, que, sentado en la hierba, tenía la mirada fija, melancólicamente, en la lejanía. Evidentemente pensaba en su próxima muerte. Dijo:

—Sí; «vosotros» ya podéis despreocuparos…

—El hombre que escribe este periódico —dijo Guillermo, excitado— se llama señor Boston, y la semana que viene va a venir un señor Boston a dar una conferencia en el Salón del Pueblo… sobre algo que se llama Representación Proporcional.

—Es el mismo —aseguró Douglas—; va de un lado a otro hablando de política, además de escribir el periódico. Se lo oí decir a Jorge.

—¿Va a venir aquí? —murmuró Guillermo, lentamente—. ¿Va a venir el hombre que va a juzgar los poemas?

—Sí.

—¡Caramba! —exclamó Guillermo. Luego, tras una pausa, repitió—: ¡Caramba!

Todos le miraron con expectación.

Hasta el propio Pelirrojo se olvidó de los hongos que había comido y preguntó:

—Bueno, ¿qué?

—Pues —contestó, lentamente, Guillermo— que debiéramos hacer «algo».

* * *

Don Eugenio Boston, director de «El joven cruzado», y aficionado a la Política, llegó por tren cosa de una hora antes de lo que se esperaba y salió a dar un paseo. A nadie encontró por el camino y llegó al Salón del Pueblo un poco más tarde de lo que se esperaba, dio una interesante conferencia sobre la Representación Proporcional y se volvió a su casa.

Para don Eugenio Boston resultó una tarde agradable y sin incidentes.

Cuando llegó el tren que se esperaba conducía a don Eugenio Boston, Guillermo entró, furtivamente, en la estación. Su ceñudo rostro expresaba inquebrantable resolución.

Contempló el tren con feroz mirada y escudriñó con aire de detective a la caza de criminales a los viajeros que se apeaban. Por fin su mirada descansó en uno de ellos. Aquel podía ser muy bien un conferenciante. Era hombre vestido con meticulosidad, llevaba barba, tenía aspecto de intelectual y colgaba de su mano un maletín. Y, cosa extraña, a pesar de que no era don Eugenio Boston, era conferenciante.

Se trataba de un tal señor Farqueson, a quien sus padres habían tenido el mal gusto de llamar Augusto, y el objeto de su viaje era dar una conferencia sobre el Asia Central, en un pueblo situado a unos cuantos kilómetros de distancia. Por carta le había dicho al pastor protestante del pueblo que iría andando desde la estación; pero tenía la esperanza de que alguien acudiría a recibirle. Miró a su alrededor. Era un hombre muy afable, muy dulce; pero muy corto de vista. Guillermo se acercó a él.

—¿Es usted el conferenciante? —inquirió, con rostro ceñudo.

—Ah… sí, hijo mío. Sí que lo soy.

Le desconcertaba algo la ferocidad del semblante del muchacho.

—¿Has… ha… venido a esperarme? —inquirió afablemente.

—Sí.

El asunto estaba resultando mucho menos complicado de lo que se esperaba Guillermo.

—Me pareció que resultaría bastante agradable dar un paseo —dijo el señor Farqueson, tanteando el terreno—; pero si has traído vehículo de alguna clase…

—No —contestó Guillermo—; no he traído ninguna de esas cosas.

Emprendieron el camino.

Guillermo había contado con que el conferenciante no conociera el camino, y no se equivocaba. Echaron a andar juntos por la carretera real, en dirección contraria al lugar en que se hallaba situado el Salón del Pueblo. Don Augusto Farqueson conversó acerca del Asia Central; pero Guillermo no respondió.

Saltó por encima de una puertecilla a un prado y don Augusto Farqueson le siguió, con menos agilidad.

—Se tratará de un atajo, ¿eh? —dijo, jadeando ligeramente.

Guillermo, silencioso aún, le condujo a través del prado, colina arriba.

Don Augusto Farqueson empezó a jadear más; pero, con verdadera determinación británica, siguió hablando del Asia Central. Preguntó Guillermo si le interesaba el Asia Central. Guillermo contestó que no. Don Augusto apenas podía dar crédito a sus oídos. A pesar del cansancio, empezó a hacer cuanto pudo por despertar el interés del muchacho. Llegaron a otra puerta. Era algo difícil de saltar y daba a un campo arado. Don Augusto, desde el barrote superior de la puertecilla, lo miró con desmayo. Luego dirigió una mirada a sus minúsculas botas, que titilaban de puro brillantes.

—Está… ah… algo lleno de barro, ¿no te parece? —inquirió.

El público tenía derecho a cruzar aquel campo y, normalmente, existía un camino bien definido. Pero daba la casualidad de que el labrador dueño de la finca la había arado recientemente, y había dejado que el propio público se encargase de pisotear la tierra y formar de nuevo el camino. Guillermo y don Augusto eran los primeros en intentar hacer uso de aquel paso, porque el campo había quedado terminado aquella misma tarde y aún no lo había cruzado nadie.

—No se preocupe —contestó Guillermo, saltando al suelo.

Don Augusto le imitó con mayor lentitud. Empezaba a dudar del muchacho, de que aquel campo arado fuese paso público y de que se encontrase camino de Bassenton. Había algo… algo «extraño» en el niño aquel. Con mucho cuidado posó uno de sus pies pequeños, calzados con relucientes botas, sobre la revuelta tierra.

—Tal vez —exclamó, suplicante— no haya paso por aquí. Quizá fuese más prudente volver a la carretera real.

Pero Guillermo no opinaba igual y siguió andando por el barro. Don Augusto le siguió, dando traspiés. No volvió a hablar del Asia Central. De momento, había perdido todo interés en el asunto. No hacía más que tropezar contra los montoncitos de tierra que había entre surco y surco. El barro le había manchado el oscuro traje que llevaba. Tenía las antes relucientes botas cubiertas de barro, igual que la extremidad de los pantalones. Además empezaba a anochecer y se sentía muy poco feliz.

No obstante, siguió, con vacilantes pasos, al extraño muchacho. Aquello era como una pesadilla. En lugar de encontrarse en una habitación grande, caliente, brillantemente iluminada, hablando del Asia Central a un público agradable y lleno de interés, avanzaba entre montes y valles de barro, tras un niño al que empezaba a detestar.

Nunca debió haber seguido a aquel muchacho. Empezaba a dudar que le hubiesen enviado a buscarle. Había notado algo raro en él desde el primer momento. Debió de haberse puesto en guardia contra él. ¡Si el chico ni siquiera había demostrado el menor interés por el Asia Central…! Ello debiera haberle bastado para hacerle comprender que no era lo que aparentaba. De pronto, el muchacho se detuvo y le aguardó, con expresión de ferocidad. El pobre don Augusto Farqueson avanzó lentamente, con más aprensión que nunca.


—Tal vez— exclamó, suplicante— no haya paso por aquí. Quizá fuese más prudente volver a la carretera real.


Pero Guillermo siguió adelante por el barro.

—Tiene que dárselo a Roberto —dijo el niño.

—Ah… ¿darle qué a Roberto? —preguntó, débilmente, el conferenciante.

—El premio… el premio por lo poesía. Ese Oswaldo… le digo a usted que es mala persona, ¿sabe? Sólo es porque las hace sonar algo fuerte por lo que creen que son mejores que los de Roberto; pero no lo son.

—Ah… ¿cómo? —inquirió el señor Farqueson, más débilmente aún.

—Ya sabe —contestó Guillermo, con impaciencia—. Han formado una sociedad… es igual que conducir un automóvil… y es tan noble… y le hizo a Roberto sentirse distinto y por eso hizo la sociedad, los jóvenes… la devoción de los versos… porque elevan mucho… igual que conducir un automóvil. Pero Roberto se sienta y trabaja duro de verdad «… buscando rimas y todo lo demás y no veo yo por qué se lo ha de llevar Oswaldo, sólo porque las haga sonar como si dijéramos “fuerte”. No son «mejores» que las de Roberto. No son tan “buenas” como las de Roberto».

—Cla… claro que no —murmuró don Augusto.

Hablaba muy, muy débilmente. La cosa se agravaba por momentos. El muchacho estaba loco. Aquella era la explicación de todo. Claro que debía haberse dado cuenta desde el primer momento. ¡Si había observado algo raro en él, allá en la estación…!

No sabía dónde se encontraba. Iba a llegar tarde. Con toda seguridad se hallaría a muchos kilómetros del lugar en que había de dar su conferencia. Estaba solo, con un niño loco, en un campo arado, y anochecía. Era terrible.

—¿Promete usted dárselo a Roberto? —inquirió Guillermo.

Naturalmente que no era más que un niño; pero ya es sabido que la fuerza de un loco es diez veces mayor que la de una persona cuerda. Por lo tanto, la de aquel niño loco sería por lo menos cinco veces mayor.

—A… claro que se lo doré o Roberto —contestó, conciliador.

—¿Lo promete por su honor?

—Sí, lo prometo. Y ahora, hijo mío (ero preferible seguirle lo corriente. Recordaba haberlo oído decir); ahora, hijo mío, ¿tienes la «amabalidad» de llevarme otra vez a…?

—¿Qué va a ser? —preguntó Guillermo.

Don Augusto Farqueson sacó un pañuelo y se enjugó, furtivamente, el sudor.

—Ah… ¿qué va a ser qué, hijo mío? —preguntó, con una mueca que quiso ser sonrisa.

—El premio —contestó Guillermo—. ¿Qué va a ser?

La sonrisa del buen señor se convirtió en una mueca.

—He… hemos de esperar y verlo, ¿no te parece? —dijo con juguetona alegría que convencía muy poco, y volviéndose a enjugar la frente.

—Así, ¿no se lo dará usted a Oswaldo?

—Ah, no… No, de ninguna manera; no se lo daré a Oswaldo.

—Gracias —dijo Guillermo. Luego, añadió—: Bueno, andemos.

Avanzaron por montes y valles de barro hasta llegar a otra puertecilla. Esta daba a un prado grande en el que se alzaba un cobertizo en ruinas. Era evidente que el muchacho le conducía a aquella construcción. Don Augusto le siguió porque estaba demasiado aturdido para hacer otra cosa. El niño se detuvo en la puerta y el conferenciante miró con curiosidad, por encima de su hombro.

Había tres muchachos más allí.

—Está aquí —dijo Guillermo, triunfal— y ha prometido darle el premio a Roberto y no a Oswaldo.

Los tres muchachos le aclamaron. Don Augusto Farqueson permaneció a la puerta, parpadeando, horrorizado. ¡Cuatro chicos… todos locos… locos de atar! Debía de existir algún manicomio de niños, no muy lejos, del que se habrían escapado. Era terrible. Cuatro niños locos, cada uno de ellos con la fuerza de cinco hombres. Hizo un cálculo mental rápido.

Sí; resultaría igual que luchar con veinte hombres. Más valía que se escapara mientras aún tuviera tiempo.

Dio media vuelta y echó a correr. Corrió más aprisa de lo que había corrido desde su infancia. Salió por fin, jadeante, a la carretera real. Corrió por la carretera. Llegó a un edificio iluminado, a cuya entrada había varias personas que miraban la carretera. Era el auditorio, que esperaba su llegada. La suerte le había guiado, bondadosamente, hasta el propio Salón de Bassenton.

* * *

Cuando Roberto regresó de la conferencia dada por el señor Boston aquella noche, Guillermo le aguardaba. Su rostro tenía una expresión inescrutable, como el de una esfinge.

—¿Estuvo bien, Roberto? —preguntó, cariñosamente.

—Sí.

—¿Te… te habló?

—Claro que no.

—¿Llegó tarde?

—Un poco. ¿Por qué?

Guillermo sonrió para sus adentros.

* * *

El hecho de que Roberto ganara, efectivamente, el premio, requiere cierta explicación. Tanto el periódico como su circulación estaban en la infancia. Sólo se presentaron doce trabajos al concurso.

De todos ellos, sólo uno se atenía algo a las reglas de la Poesía y fue descalificado porque el autor se olvidó de enviar su nombre y dirección. La mayor parte de los otros quedó descalificada por una u otra razón. Algunos se olvidaron de firmar el papel en que aseguraban que el poema era obra exclusivamente suya. A otros no se les había ocurrido averiguar qué era un soneto. Oswaldo firmó el papel y envió un soneto perfecto. Pero, por exceso de confianza, había escogido un soneto bastante conocido, de Shakespeare, y también a él se le descalificó. Quedó Roberto solo. Lo que este había mandado no era Poesía; pero seguía las reglas que gobiernan la composición de un soneto, y el director, con cierto pesar, adjudicó el premio a Roberto.

Luego escribió un artículo bastante largo usando por tema a Oswaldo. Hizo resaltar la inmoralidad del mismo por firmar un papel en el que aseguraba ser autor de uno de los sonetos de Shakespeare. Expuso a Oswaldo a la execración. Le abrumó de frases despectivas, mencionando bien claro su nombre.

El premio era una pequeña copa de plata, que Roberto recibió por correo certificado al día siguiente de ser anunciado el resultado del concurso. Fue un final agradable a las actividades de los Poetas del Siglo XX. Porque se acabaron, naturalmente. El tiempo había mejorado; ninguno de los Poetas del Siglo XX quería ser ya poeta. Estaban orgullosísimos de Roberto, y Roberto estaba orgullosísimo de sí mismo.

Pero su orgullo no era nada comparado con el de los «Proscritos».

El día anterior a la publicación del resultado del concurso, Alberto Franks y compañía les habían seguido por la carretera (a una distancia prudencial), gritando burlonamente:

—¿Quién va a llevarse el premio? ¡NOSOTROS vamos a llevarnos el premio!

Porque Alberto Franks y compañía se habían identificado por completo con Oswaldo.

Pero ahora les tocaba la vez a los «Proscritos». Con gran atrevimiento, Guillermo se apoderó de la copa, que se hallaba en lugar de honor en el cuarto de Roberto, y la ató a un palo muy largo. En un estandarte hecho por ellos escribieron las palabras «HEMOS GANADO EL PREMIO». Guillermo y Pelirrojo (cuya digestión no parecía haber sufrido en absoluto por haber ingerido hongos) llevaban el estandarte. Douglas cargó con el palo y la copa. Enrique tocaba, desafinando, una corneta. No vieron a Oswaldo. Este, después de leer el artículo que le dedicaba «El joven cruzado», se había retirado a la vida privada hasta que se disipara su poco envidiable fama. Pero se encontraron con Alberto Franks y compañía. Pasaron por delante de ellos, orgullosos y triunfantes, cantando la leyenda del estandarte y tocando la corneta. Y, como recompensa, presenciaron el delicioso espectáculo que ofrecían sus enemigos al marcharse abyectos y avergonzados.

Tras tan satisfactoria procesión triunfal, los «Proscritos» regresaron a sus respectivos domicilios.

Luego Guillermo bajó a la salita donde Roberto se hallaba sentado, leyendo por centésima vez su soneto, que aparecía, en letra de molde, en la sección de «El joven cruzado» dedicada al concurso. El rostro de Roberto brillaba de orgullo.

Pensaba que era una verdadera lástima que no pudiese adoptar la profesión de poeta famoso. Pero, ya que el tiempo había mejorado, entre el «tennis», el río, la temporada de fútbol que empezaba inmediatamente después de acabar la del «tennis» y del río, a uno no le quedaba tiempo para aquellas cosas. Había demostrado que podía ser poeta, y eso era lo principal. No estaba muy seguro de que valiera la pena serlo indefinidamente. Ocupaba demasiado tiempo.

Los Poetas del Siglo XX se habían reunido por última vez el día anterior (Oswaldo no había asistido), ovacionando a Roberto hasta enronquecer. Luego destituyeron, solemnemente, a Oswaldo de todos sus encargos y disolvieron la sociedad. Todos estaban de acuerdo en que, aunque había resultado interesante hasta cierto punto, valía más deshacerla.

Roberto vio a Guillermo acercarse y volvió, apresuradamente, la página. No quería que su hermano le pillara leyendo su propio verso. Pensó en lo bien que habían logrado guardar el secreto de la sociedad e impedir que «aquellos arrapiezos» se enteraran. «Aquellos arrapiezos» no habían tenido ni idea de su existencia hasta enterarse de que había ganado un premio.

Guillermo carraspeó y se acercó más. Creía llegado el momento de decirle la verdad a Roberto. Su hermano había de saber que se lo debía todo a él. Debiera hacer que Roberto se sintiera tan agradecido, que estuviese dispuesto a hacer cualquier cosa que él le pidiese. Y había muchas cosas que Guillermo quería de Roberto. Por ejemplo, tenía muchas ganas de conocer más de cerca el mecanismo interior del automóvil de su hermano.

Además, Roberto tenía un telescopio y un ukelele. Quería tener ambas cosas a su disposición durante un día entero, por lo menos. Seguramente, cuando le dijese a su hermano todo lo que le debía, Roberto estaría dispuesto a concedérselo todo. Surgió en su mente un cuadro de agradable intimidad en compañía de los objetos propiedad de Roberto. Probablemente, Roberto «rebosaría» agradecimiento y le pediría que escogiese a su gusto. Pensó escoger el telescopio.

Miró el periódico por encima del hombro de Roberto y, para iniciar la conversación, señaló hacia una fotografía publicada en el centro de la página. Era el retrato de un hombre joven, musculoso, de rostro afeitado.

—¿Quién es ese, Roberto? —preguntó, afablemente.

—El director del periódico —contestó su hermano, con brevedad.

Guillermo se quedó boquiabierto. Parpadeó. Ningún esfuerzo de la imaginación hubiera bastado para hallar parecido entre el original de aquel retrato y el hombre a quien Guillermo había conducido al cobertizo y obligado a prometer que concedería el premio a Roberto.

—No… no será el hombre que leyó los poemas y dio el premio, ¿verdad, Roberto? —dijo, casi suplicante.

—Claro que sí —contestó el otro, impaciente.

—No… no será el hombre a quien fuiste a oír una conferencia.

—Sí que lo es.

—¿Se… se parecía a este? —preguntó Guillermo, con voz desfallecida.

—«Sí»; ¿por qué?

—No… nada —contestó Guillermo.

Se alejó, bastante pensativo.

Decidió no pedirle a Roberto el telescopio.

Había hecho cuanto había podido; pero…

De todas maneras, reuniría a los otros y podrían pasar por delante de la casa de Alberto Franks otra vez con estandarte y trompeta.

«Aquello», por lo menos, estaba bien… «estupendamente bien». Lo otro debía de haber descarrilado Dios sabe cómo; pero… Bueno, al fin y al cabo, todo el mundo se equivoca alguna vez. Hasta Moisés, Napoleón y gente así se equivocaban a veces.

La expresión pensativa de Guillermo desapareció, e iluminó su semblante una sonrisa de triunfo.

Sí; harían otra procesión.

«Allí» sí que no cabía engaño.