Juana regresaba a su casa. Juana, la de los recatados hoyuelos en las mejillas y los rizos oscuros. Juana, el primer y mejor amor de Guillermo.
Había estado ausente mucho tiempo y Guillermo, que era fiel a sus antiguos amores y viejos amigos, sintió que su regreso exigía una celebración más que ordinaria. Los demás «Proscritos», que siempre hallaron «conforme» a Juana, se mostraron de acuerdo con él. Se reunieron, pues, en el viejo cobertizo para decidir qué forma había de asumir dicha celebración. Pelirrojo se mostraba partidario de la representación de una obra de teatro; pero sus compañeros no acogieron con entusiasmo la idea. Los «Proscritos» habían organizado representaciones teatrales en otras ocasiones; pero sin gran éxito. Siempre había ocurrido algo, aunque nadie supo nunca en qué parte exactamente. Por añadidura, una obra de teatro exigía cierta cantidad de estudio, para aprendérsela de memoria, y eso para los «Proscritos» olía demasiado a colegio, para resultar agradable. Verdad era que, en la última función, habían decidido no aprenderse nada de memoria y hablar según les dictara el corazón, llegado el momento; pero hasta los propios «Proscritos», pese a su optimismo, tuvieron que reconocer que la cosa no había resultado un éxito. El corazón, o se negó a dictarles, o les dictó al revés y ni remotamente se acercaron al argumento que habían acordado de antemano.
Enrique propuso fuegos artificiales; pero, aunque la idea encendió la imaginación de los «Proscritos», tuvieron que abandonarla, debido a la total carencia de dinero.
La proposición de Guillermo, de que hicieran una función de circo, fue recibida con aplausos, hasta que Douglas les echó una ducha de agua fría, diciendo:
—Sí, y ¿de dónde sacamos animales? ¿De qué sirve un circo sin animales?
Pero Guillermo echó a un lado aquella objeción.
—Podemos «conseguir» animales, fácilmente —dijo—. ¡Si apenas puede uno bajar por la calle sin encontrarse con animales…! Hay animales por todas partes.
—Sí; pero no son «nuestros» —protestó virtuosamente Enrique.
—Sea como sea —prosiguió Guillermo, sin insistir sobre aquel punto— «tenemos» animales, ¿no? Yo tengo a «Jumble» y a «Blanquita» y no me cuesta ningún trabajo coger unos cuantos insectos y domesticarlos y… y luego hay el gato de la familia de Pelirrojo, y…
—Y mi tía tiene un loro —intercaló Douglas.
—Y hay un cerdo en el prado, junto a nuestro jardín —se apresuró a decir Pelirrojo—. Apuesto a que lo adorno y aprendo a montar en él.
Bruscamente, el circo pareció convertirse en algo verdaderamente posible.
Para Guillermo, una función no era completa si no podía uno engalanarse con sombrero de copa y un albornoz o una bata que fuesen largos y arrastraran. Desde el punto de vista de Guillermo, semejante vestimenta representaba a cualquier tipo, desde Moisés a Napoleón.
Fue Douglas quien señaló una nueva dificultad.
—¿Dónde daremos la función? —dijo, sombrío—. Este no es un sitio «muy» a propósito.
En efecto, el cobertizo estaba hecho una verdadera lástima. El techo tenía goteras; al piso rara vez le faltaban sus buenos cinco o seis centímetros de barro; las ventanas estaban rotas, y las paredes se componían, principalmente, de ventilación. Los «Proscritos» sentían un entrañable afecto por aquel lugar; pero comprendían que, como teatro o circo, apenas era digno de ellos. Les pareció que pudiera resultar como una ducha de agua frío, metafórica y literalmente hablando, para los espectadores.
Al comentario siguió un sombrío silencio.
—¿Por qué no usar uno de nuestros jardines o cobertizos de herramientas? —propuso Enrique.
Semejante idea fue tratada con el desprecio que se merecía. Sólo a Enrique podía ocurrírsele proponer que se hiciera circo en territorio de personas mayores y casi a sus propias narices.
—¡Claro! —exclamó Guillermo, con sarcasmo—. ¡Y dejar que nos vean todos con el loro de la tía de Douglas… y vestidos con su ropa! ¡Ah, sí! Les encantará todo eso, ¿no te parece? Y no saldrán a interrumpir la función. ¡Qué han de salir!
—Está bien —murmuró, enfurruñado, Enrique—. Pues propón tú un sitio mejor, entonces.
Hubo silencio. Todos miraron a Guillermo. Durante un momento, la jefatura de Guillermo pareció tambalearse. Pero no en balde era Guillermo su jefe.
—¿Por qué no en el colegio de Rose Mount? —inquirió—. Estará vacío. Ahora son las vacaciones.
El colegio de Rose Mount era una escuela de niñas que, cosa de un año antes, se había abierto en las afueras del pueblo. La actitud normal de los «Proscritos» hacia dicho colegio era de una indiferencia rayana en el desdén. A Guillermo no se le había ocurrido aquel sitio como lugar apropiado para la función hasta que vio la mirada de los otros tres niños fija en él, con expectación. Entonces había tenido aquel destello de inspiración. Era época de vacaciones. La escuela estaría desierta. Habría alguien al cuidado del edificio, naturalmente. Esta persona bien podría ser la espina en la rosa; pero, al fin y al cabo, aquello no haría más que prestar a la situación el elemento de peligro y emoción sin el cual, para los «Proscritos», la vida carecía de interés.
Todos miraron a Guillermo con admiración. Pelirrojo dio voz al sentir de todos.
—¡Chico! —exclamó—. ¡Qué divertido va a ser! Sí; «usemos» el colegio.
Juana debía llegar el martes. Los «Proscritos» decidieron hacer unos ensayos preliminares en el cobertizo y no correr el riesgo de toparse con el vigilante del colegio de Rose Mount hasta el día de la función.
Los primeros días se destinaron a ir reuniendo los artistas. El cerdo de al lado se negó a dejarse poner riendas y a que Pelirrojo se le sentara encima. Y, se negó con tales bríos, que Pelirrojo, cojeando levemente y chupándose un dedo, se retiró de la desigual contienda, comentando amargamente que, de haber sabido él que los cerdos hacían aquellas cosas, se hubiera guardado muy bien de acercarse a ellos siquiera. No pudo conseguirse el loro para los ensayos, aunque Douglas les prometió que estaría a su disposición el día del magno acontecimiento.
—De veras —aseguró con sinceridad—: porque mi tía se marcha fuera ese día. Lo sé, y si su criada se entera, puede… bueno, pues que se entere… Y el loro habla. Dice «¡Basta ya!» y «¡Ay mi pelo!» y cosas así.
Guillermo anunció que le estaba enseñando un «truco» a «Blanquita». «Blanquita» era una rata blanca y el «truco» consistía en que se subiese por la chaqueta de Guillermo para coger una galleta que este se ponía en el hombro. Guillermo estaba orgullosísimo de su habilidad.
—Es la mar de inteligente, ¿verdad? —dijo, mirando cariñosamente al animal.
Se decidió, por fin, no incluir o «Jumble» (el perro de Guillermo) en el programa. «Jumble» desconfiaba profundamente de todo bicho que anduviera a cuatro patas y no formase parte de la raza canina, y los «Proscritos» estaban seguros de que si «Jumble» figuraba en el circo, «Blanquita» y «Ramsés» (el gato de la familia de Pelirrojo) no figurarían en él, por menos, no más de un segundo. «Jumble», a pesar de que tenía tantas mezclas que nadie hubiera sabido determinar su raza, tenía un espíritu orgulloso y guerrero.
Enrique se dijo que no estaba contribuyendo, como le correspondía, al éxito del circo; pero se animó considerablemente al recordar que a su hermanita le habían regalado, aún no hacía una semana, un mono con cuerda. Parecía de verdad y, cuando le daban cuerda, cruzaba solo un cuarto de la forma más realista que se puede uno imaginar. Le llamaban «Mico».
Les explicó todo esto a los demás «Proscritos».
—Parece un mono de verdad —aseguró—. Ella no se dará cuenta de que no lo es… por lo menos si lo hacemos a distancia. «Parece» un mono de verdad.
—Te verá darle cuerda —objetó Guillermo.
—No, porque me pondré de espaldas para hacerlo.
—Oirá el ruido de la cuerda.
—No lo oirá… Además, si lo oye, creerá que es que está tosiendo el mono.
Aquello pareció satisfacerles.
—Bueno —dijo Guillermo, haciendo recuento de los recursos con que contaban—: tenemos mi rata, el gato de Pelirrojo, el loro de la tía de Douglas y el mono de la hermana de Enrique. «Eso» debería resultar una función «estupenda».
Guillermo era notoriamente optimista.
Se decidió que Guillermo fuera el director de pista. Se hizo un látigo atando un cordón de cuero, de los usados para las botas, a la extremidad de un palo. Se empeñó en que podía hacerlo chasquear, aunque sus compañeros negaran que se oyera tal chasquido. Sólo cuando se cansaron de guardar silencio mientras Guillermo sacudía el cordón intentando producir algo que reconocieran sus compañeros como chasquido, dijo Pelirrojo:
—Bueno, pues «tal vez» haga ruido. «Tal vez» estemos todos sordos.
Y Guillermo tuvo que conformarse con esto.
En cuanto a la vestimenta de director de pista. Guillermo insistió en llevar chistera. La de su padre resultaba inaccesible. El señor Brown, cuyo sombrero de copa había sido utilizado por su hijo en más de una ocasión y había sufrido las consecuencias, acabó por volverse prudente y conservar dicho artículo de adorno bajo llave. El padre de Pelirrojo, sin embargo, era hombre menos desconfiado y Pelirrojo opinaba que, si escogía cuidadosamente la hora, podría conseguir sin dificultad el «préstamo» (esta palabra, en el vocabulario de los «Proscritos», tenía una aplicación extensísima) del sombrero de copa y transportarlo al colegio de Rose Mount, en la oscuridad, a tiempo para el día de la función.
A continuación, Guillermo, como director de pista, insistió en que se le proporcionase algo que le distinguiera, en la forma de vestir, de los demás. Y preferiblemente, que fuese algo de mucho vuelo. Aquí Douglas acudió en su ayuda. Este esperaba poder apropiarse una bata que su madre sólo usaba en ocasiones especiales y que no echaría de menos.
El ensayo hecho en el cobertizo no resultó un éxito sin precedentes, debido, entre otras cosas, a la falta de la mayoría de los accesorios y de algunos de los artistas.
Blanquita asistió al ensayo y, al principio, hizo su número bastante bien. Al ser puesta en libertad, se subió al hombro de Guillermo y se comió la galleta como los buenos. Ahí, sin embargo, paró su buen comportamiento. Después de comerse la galleta, demostró su ingratitud haciendo un esfuerzo por escaparse y, al cogerla Pelirrojo, le mordió un dedo y se puso a roerle uno de los botones de su chaqueta.
—¡Valiente «rata»! —exclamó amargamente Pelirrojo, chupándose el dedo—. Más parece un cascanueces.
—¡Vale tanto como tu gato! —contestó Guillermo, indignado, metiendo a la rata en una caja—. Y no tenía intención de hacerte daño. Sólo quería jugar.
—¡Jugar! —dijo Pelirrojo, con una carcajada corta e irónica—. ¡Jugar! Bueno, pues si vuelve a intentar jugar conmigo, me pondré a jugar con ella.
En aquel momento, «Ramsés» se escapó de su cesta, y, de no haber sido cerrada inmediatamente la caja de Blanquita, Dios sabe lo que hubiera ocurrido. «Ramsés» no había querido ir allá. «Ramsés» no tenía el menor deseo de tomar parte en la función. Dio un salto en dirección a «Blanquita». Por verdadero milagro no la alcanzó antes de que estuviera encerrada. Luego se tiró sobre Enrique y le arañó la cara, lanzó un bufido a Guillermo y otro a Douglas y, tras una caza emocionante. Pelirrojo acabó por acorralarlo y meterlo en la cesta.
—¡Hombre! —exclamó Pelirrojo, enjugándose la frente con un pañuelo mugriento, que empleó después para vendarse los arañazos—. ¡Vaya agradecimiento! Me tomé la mar de trabajo buscando una cesta en que cupiera bien, y así me lo paga.
—Bueno, pues no hemos hecho muchos números de circo, fuera de unos arañazos, unos mordiscos y cosas así —dijo Guillermo, pasando revista a los acontecimientos—. No hay gran cosa para hacer un «circo», que yo vea.
—Bueno, pues, ¿y tú? —inquirió Douglas—. ¿Y esos insectos a los que ibas a domesticar?
—Aún no los he recogido —contestó el otro, con dignidad—. No… no… (con brusca inspiración). No quiero que se «pasen» antes del día de la función.
Se volvieron hacia Enrique.
—¿Dónde está ese mono que anda, que dijiste ibas a traer?
—Pues la verdad —contestó Enrique—. Tengo que andar con mucho cuidado cuando le quito algo a mi hermana. Arma demasiado jaleo.
—Creí que aún no sabía hablar —murmuró Guillermo.
—No; pero sabe gritar y aullar y armar la mar de jaleo con sólo verme «tocar» sus cosas. Va a resultar horrible cuando sepa hablar además —acabó diciendo, sombrío—. Tendré que esperar a que se duerma la noche antes, para podérselo quitar. Y, aun así, armará bastante escándalo cuando se despierte y no lo encuentre.
Guillermo miró la caja que contenía a «Blanquita» y el cesto dentro del cual «Ramsés» seguía arañando, bufando y maullando, y suspiró. Luego, su inagotable optimismo acudió en su ayuda.
—Bueno, seguramente saldrá todo bien cuando llegue la hora —dijo.
* * *
Los «Proscritos» avanzaban cautelosamente por la carretera, en dirección al colegio de Rose Mount. Era la víspera del día de la función. Se esperaba que Juanita llegaría por la mañana y se la escoltaría hasta el colegio de Rose Mount, para la función, por la tarde. Juanita no sabía una palabra de todo aquello (los «Proscritos» no se distinguían en el redactado de cartas), pero confiaban que la niña acudiese, por encima de todo, en cuanto le dijeran lo que se esperaba de ella. Juanita era así.
Douglas llevaba, triunfalmente, el loro dentro de su jaula cubierta con una tela verde.
Guillermo iba cargado con su caja de insectos y la que servía de cárcel a «Blanquita».
Pelirrojo, cuyo rostro y manos eran ya una masa de arañazos, seguía llevando, con determinación verdaderamente británica, al enfurecido «Ramsés».
Enrique ocultaba bajo su chaqueta el mono que había sacado de la caja de juguetes de su hermana tan pronto esta estuvo metida en la cama. En cuanto a lo que pudiera ocurrir por la mañana, confiaba que el Destino le sería lo menos cruel posible. Tal vez no se acordaría su hermanita del mono. Quizá pudiese volverlo a dejar en la caja de los juguetes antes de que se hubiese dado cuenta de su desaparición. Pero no confiaba mucho en eso. La niña tenía una memoria terrible, cuando se trataba de una cosa semejante.
«Jumble» trotaba, tranquilamente, detrás. Parecía creer que iba a tomar parte en la función, aun cuando le habían echado para casa seis o siete veces. Cuando le echaban, se retiraba a las cunetas hasta que los «Proscritos» estuvieran algo lejos y se hubiesen (o así lo esperaba) olvidado de él («Jumble» era tan optimista como su amo); luego salía de nuevo a la cuneta y los volvía a seguir, manteniéndose a una discreta distancia.
Había olido a «Blanquita» y ardía en deseos de que no quedara la cosa allí.
Había oído a «Ramsés» y en su corazón se había despertado el deseo del combate.
Había visto a «Mico» y, aunque este carecía de olor y de ruido que pudieran despertar sus apetitos, su aspecto le había intrigado y tenía intenciones de investigar a «Mico» en cuanto se le presentara ocasión. «Jumble» temblaba de emoción desde el hocico hasta la punta de la cola.
Douglas llevaba el batín de su madre, echado al brazo. Había resultado tener más adornos y puntillas de lo que Guillermo consideraba compatible con su dignidad; pero era mejor que nada. Pelirrojo lucía la brillante chistera de su padre, encasquetada en la cabeza.
Entraron por la verja del colegio de Rose Mount con mucha cautela y avanzaron, al amparo de los matorrales, hasta la ventana de la cocina. Guillermo se asomó, mientras los otros le miraban desde la sombra. Una anciana dormía, sentada en una silla, al amor del fuego. La suerte favorecía a los «Proscritos». El vigilante y su mujer habían salido de vacaciones, dejando a la suegra encargada de la vigilancia. Era el aspecto de aquella señora en extremo animador. Parecía obesa y cómodamente colocada… como si fuese a dormir durante mucho rato aún. Tenía, por añadidura, aspecto de que, cuando se despertara, resultaría bastante sorda. El conjunto era por completo satisfactorio desde el punto de vista de los muchachos.
Animados enormemente, los «Proscritos» se dirigieron a la parte delantera de la casa. Abriendo la ventana de la sala con la navaja de Pelirrojo, entraron lo más silenciosamente que les fue posible y empezaron a trabajar por el cuarto de los artistas.
El loro de la tía de Douglas gritó «¡Basta ya!» en voz alta, prorrumpiendo después en áspera e irónica carcajada. «Ramsés» guardó silencio, de momento. O se había quedado dormido, o tramaba, en silencio, alguna diablura. A «Blanquita» se la oía claramente roer la caja, intentando abrirse paso para escapar. «Jumble» se sentó en la esterilla, delante de la chimenea, y empezó a rascarse. Enrique, distraído, colocó a «Mico» en su inmediata vecindad. «Jumble» dejó de rascarse, cogió a «Mico» por una oreja y le tiró a un extremo del cuarto, destrozando la puerta de cristal de una estantería de libros. Luego se sentó, meneando el rabo. Era evidente que, en aquel momento, se consideraba a sí mismo un superperro, un perro troglodita, un héroe, un conquistador. Al chocar contra la estantería, empezó a funcionar la cuerda de «Mico», con un sonido que parecía un gruñido. «Jumble» se lanzó al ataque de nuevo. Guillermo le sujetó a tiempo y Enrique sacó a «Mico» de entre los restos de la puerta de cristal.
—¡Ya podías hacer que se estuviera quieto tu perro! —exclamó Enrique, indignado.
—¡Hombre! ¡Me gusta! —contestó Guillermo, con no menos indignación—. Vas y dejas ese bicho al lado de un perro valiente como «Jumble» y crees que no va a pelearse con él. Apuesto a que «otros» perros se asustarían de «Mico»… un bicho tan feo, con una cara como esa. Apuesto a que «otros» perros hubiesen echado o correrlo toda prisa. Apuesto a que «pocos» perros se hubieran echado encima de esa manera. Apuesto a que «Jumble» es el perro «más valiente» del mundo. Todos debierais estar «orgullosos» de conocer a un perro como «Jumble»…
—¡Basta ya! ¡Basta ya! ¡«Basta» ya! —gritó, iracundo, el loro.
—Bueno, ¿no os parece que será mejor que empecemos a «hacer» algo? —inquirió Douglas.
—Bueno —contestó Guillermo, sin soltar a «Jumble».
El perro miraba con ojos relucientes el bulto de la chaqueta de Enrique, que representaba el «Mico» desaparecido.
—Bueno. Es inútil hacer un ensayo, porque seguramente alguno haría ruido y despertaría a la vigilante. Y no «necesitamos» ensayo. Ya hemos hecho una especie de ensayo a todo el mundo antes de que empecemos. Propongo que guardemos las cosas aquí, en algún sitio, donde podamos volverlas a encontrar mañana a la hora de la función, porque, si nos las volvemos a llevar a casa, apuesto a que las perdemos o que nos las quita alguien o a que ocurre «algo». Me parece que es más seguro dejarlas aquí, ya que las hemos traído. Las esconderemos en algún sitio, donde «ella» no las encuentre.
—Apuesto a que «ella» se ha despertado ya con todo el ruido que habéis estado haciendo —dijo Douglas, con severidad.
Guillermo abrió silenciosamente la puerta y escuchó. De la cocina no salía más ruido que un débil ronquido. La suegra del vigilante aún dormía.
—¡No hay peligro! —bisbiseó, cerrando la puerta.
—Bueno, y ¿dónde las escondemos? —preguntó Enrique, mirando a su alrededor—. A mí me parece que no hay sitio «muy» a propósito para esconder las cosas… Un sitio en que ella no las encuentre… cuando quite el polvo. Y si las encuentra las tirará o se las guardará, y «entonces», ¿qué va a ser de nuestro circo?
—¡Ay mi pelo! —gritó el loro.
—Tengo una idea —dijo Douglas, de pronto.
Le miraron con expectación. «Jumble» había sido colocado nuevamente en el suelo y, olvidando temporalmente al esquivo «Mico», se entretenía en arrancar trozos de estera y comérselos.
—Propongo —anunció Douglas, con solemnidad— que escondamos una cosa en cada cuarto, y así, aunque «ella» encuentre una de ellas, no es fácil que las encontrase todas.
La profunda y casi maquiavélica astucia de esta proposición ganó la admiración de los presentes.
—Está muy bien —murmuró Guillermo, con aprobación—. Sí; haremos eso. Empecemos por este cuarto. ¿Qué escondemos aquí?
—Escondamos tus insectos —propuso Pelirrojo.
Se acercaron a la caja que Guillermo, distraído, había dejado abierta. Estaba vacía.
—Se han escondido solos —aseguró Guillermo, como si le encantara aquella prueba de inteligencia que habían dado sus artistas—. No os preocupéis. Puedo encontrarlos otra vez mañana. O, si no, puedo coger más. ¿Qué escondemos ahora? Apuesto a que no nos será fácil esconder ese loro. Ocupa mucho sitio. «Ella» lo encontrará, por muy bien que lo escondamos… sobre todo si se empeña en hablar y armar jaleo.
—Oye, pero ¿no decías que «querías» que hablase? —exclamó Douglas, con enfado—. ¿De qué sirve un loro que no sepa hablar, en un circo? «Querías» que hablase el loro, y ahora gruñes porque habla.
—No gruño. No hago más que hacer constar un hecho. Sólo digo que es una lástima que no hable solamente cuando esté en el circo.
El loro lanzó una agria carcajada y gritó:
—¡Ay mi pelo! ¡Basta ya!
—Creo —dijo Enrique, con voz hueca— que hay un sótano. Bueno, pues si le metemos en el sótano, probablemente no lo oirá hablar y probablemente no le encontrará, porque probablemente no bajará al sótano, conque probablemente estará seguro.
Esta idea fue del agrado de los «Proscritos», principalmente porque proporcionaba una ocasión de explorar los sótanos. A los «Proscritos» les encantaban los sótanos.
—Bueno —dijeron—: bajemos a ver.
De puntillas, guiados por Guillermo, salieron al vestíbulo. Guillermo llevaba a «Jumble» debajo de la chaqueta, y la caja en que iba «Blanquita», debajo del brazo. Enrique tenía metido a «Mico» en la chaqueta. Pelirrojo transportaba a «Ramsés» —aún silencioso— en su cesta y llevaba puesto el sombrero de copa de su padre. Douglas sostenía en una mano la jaula del loro y en la otra el batín de su madre.
Había una puerta debajo de la escalera. La abrieron. Vieron escalones. Sí; no cabía la menor duda de que conducían al sótano. Con mucha cautela bajó la pequeña procesión. Sótanos gloriosos, sótanos enormes, perspectivas celestiales de sótanos que comunicaban unos con otros. Los exploraron, encantados; vagaron por ellos un buen rato, simplemente por amor a la exploración. Luego Guillermo, severo, les recordó a lo que habían bajado.
—Busquemos un rincón que esté bien, para el loro —dijo—; para que se duerma y no se ponga a hablar.
Encontraron un rincón oscuro. Douglas había llevado consigo una cantidad abundante de comida para el loro y se la echó en el cacharrito que había dentro de la jaula. El loro exhaló un profundo suspiro y soltó, a continuación, una aguda e irónica carcajada. Douglas miró el botín de su madre.
—Más vale que deje esto aquí también —dijo, tirándolo sobre un bastidor de colgar ropa que había cerca.
—Casi parece un fantasma —murmuró Guillermo, admirando el efecto—. Ponle el sombrero encima, también.
Pero Pelirrojo le había cogido el gusto al sombrero y no tenía intenciones de quitárselo aún. Se gustaba con él puesto. Hubiera querido ser él quien lo llevase al día siguiente, en lugar de Guillermo.
—No —dijo, con firmeza—: no hay que poner demasiadas cosas en el mismo sitio. Queremos que quede «algo» si a «ella» se le ocurre meter las narices por aquí. Vamos a echar una mirada por arriba.
Abandonando al loro, que aún reía sardónicamente, los «Proscritos», algo menos cargados, volvieron a subir al vestíbulo. Los ronquidos de la suegra del vigilante seguían repercutiendo, dulcemente, por la casa.
—¡Arriba! —susurró Guillermo, con sibilante voz.
En sus ojos relucía la expresión del explorador. Para Guillermo, la vida era una novela romántica, gloriosa. El piso de arriba, sin embargo, resultó, en conjunto, decepcionante. Parecía constar, exclusivamente, de dormitorios y cuartos de maestros. El único hallazgo de interés fue el de media docena de sellos italianos, en el marco de la ventana de uno de los dormitorios. Resultaron, sin embargo, taladrados y, por lo tanto, inútiles para coleccionar.
—Bueno —dijo Enrique, soltando los sellos con disgusto—: podemos dejar a «Mico» aquí, por lo menos.
—A ver cómo anda —dijo Pelirrojo, con brusco interés.
Guillermo estrujó a «Jumble» debajo de la chaqueta (procedimiento que le hacía muy poca gracia al perro, pero al que estaba ya acostumbrado), y Enrique empezó a darle cuerda al mono. Con gran alegría de los «Proscritos», «Mico» echó a andar, cruzando el cuarto hasta llegar a una silla que le cerró el paso. Allí, naturalmente, no tuvo más remedio que quedarse parado; pero era evidente que estaba dispuesto a continuar su paseo en cuanto le quitaran la silla de delante.
Enrique estaba a punto de quitarla, cuando «Jumble», que acababa de ver a su enemigo por un ojal, hizo un supremo esfuerzo por escapar y, arrancando el único botón que le quedaba a Guillermo en la chaqueta, se escapó. Pelirrojo le cogió justamente a tiempo y fue reintegrado al pecho de Guillermo, ladrando furiosamente y haciendo desesperados esfuerzos por escapar.
Guillermo, ahogando los gritos del perro como mejor pudo, le sacó del cuarto, seguido de los otros «Proscritos», abandonando a «Mico» contra la silla. «Jumble», que en realidad sabía perfectamente que se hallaba sin autorización en casa extraña y que debía guardar silencio, metió el hocico, como excusándose, en el sobaco de Guillermo. Los muchachos se asomaron a la escalera, escuchando atentamente. Por el hueco no subía más sonido que el eco de lejanos ronquidos.
—Más vale que no volvamos a ese cuarto —susurró Enrique—; dejaremos a «Mico» allí. Apuesto a que es un buen escondite. Apuesto a que «ella» no irá a husmear por allí. ¿Qué cuarto es ese?
Pelirrojo abrió cautelosamente la puerta.
—Un cuarto ropero —dijo—. Pondré el sombrero aquí. Es un buen escondite.
Douglas le había seguido. Guillermo y Enrique investigaban un cuarto que había al otro lado del descansillo.
Douglas miró inquisitivamente a su alrededor. Su mirada recorrió suelo, pared y techo, descansando, por fin, en la parte superior de la puerta.
—Apuesto a que podría hacer un «truco» aquí —dijo—. Sal un momento y no mires y entra cuando yo te llame.
Pelirrojo salió.
—¡Entra! —dijo Douglas, con ronco susurro, a los pocos momentos.
Pelirrojo volvió a la puerta. Estaba abierta unos centímetros. La abrió aún más. La chistera cayó sobre él, desde arriba, calándosele hasta las orejas. Douglas rio al ver el resultado de su treta.
—Se queda en equilibrio encima de la puerta —explicó—. Vamos a hacérselo a Guillermo.
Se subió a una caja y volvió a colocar el sombrero; luego, logrando escurrirse por la estrecha abertura, fue, con Pelirrojo, en busca de Guillermo.
Este se hallaba en el cuarto de las sábanas y ropa blanca, haciendo peligrosos experimentos con un torno que, al parecer, bajaba a las regiones de la cocina.
Emocionados por aquellas nuevas perspectivas, Douglas y Pelirrojo se olvidaron de la chistera. Sólo el temor de despertar a la anciana, allá abajo, impidió que Guillermo probara, personalmente, el descenso. En lugar de eso, metieron a «Ramsés» y a «Blanquita» en el montacargas, dentro de sus respectivas cajas, naturalmente, subiéndolos y bajándolos hasta que unos bruscos movimientos en la cesta de «Ramsés» demostraron que este volvía a recordar sus muchas quejas.
—Quizá sea mejor que nos marchemos —dijo Guillermo, de mala gana.
Cogieron de nuevo cesta y caja y descendieron al piso bajo. Entraron en un estudio grande que había al pie de la escalera. A lo largo de las paredes veíanse estanterías llenas de libros. Guillermo miró a su alrededor, sin entusiasmo.
—¡Qué aburrido parece esto! —dijo.
Luego su mirada cayó sobre una gran caja de madera, colocada encima de la mesa, junto a la ventana. La abrió; contenía unos papeles.
—Es un sitio bueno para «Blanquita» —murmuró—. Hay sitio de sobra y el ojo de la cerradura es grande; conque entrará aire de sobra. Lo arreglaremos lo más cómodamente posible y aquí lo pasará bien hasta mañana.
Extendió su pañuelo en el fondo, para contribuir a la comodidad del sitio destinado a encierro de la rata. Los demás «Proscritos» agregaron sus pañuelos. Por fin se depositó a «Blanquita» encima y, después de morderle un dedo a Guillermo, empezó a destruir, con una pasmosa falta de agradecimiento, todo lo que habían puesto para comodidad suya. Les fue posible oír, amortiguado, el rasgar de pañuelos al cerrar la caja.
—¡Hombre! ¡Esto sí que es bonito! —exclamó Pelirrojo, indignado—. ¡Vaya agradecimiento, después de todo lo que hemos hecho para que esté cómoda!
—Seguramente habrá creído que se los pusimos para que se los «comiera» —explicó Guillermo, siempre dispuesto a defender a sus animales—. A mí me parece que eso demuestra que es la mar de lista.
—Bueno; ahora no queda más que «Ramsés» —dijo Douglas.
El gato estaba completamente despierto ya. Bufaba e intentaba deshacer a zarpazos la cesta.
—Tendrá que volver a casa —dijo Pelirrojo—. Le echarían de menos y, además, lo destrozaría todo aquí antes de amanecer, si le dejáramos… Escuchad… me parece haber oído moverse a alguien…
Escucharon. Alguien andaba por la casa. Alguien abría la puerta de la cocina y salía al vestíbulo.
Rápidos como centellas, los «Proscritos» salieron por la ventana y, con la cesta que contenía a «Ramsés» a cuestas, desaparecieron en la distancia.
* * *
Era el día siguiente. Juanita ha vuelto. Estaba más encantadora que nunca. Los «Proscritos» se habían reunido a la puerta posterior de su jardín, en avergonzado grupo, aguardando que saliera. Habían tenido la intención de hacerle una visita de gala, y llamar osadamente a la puerta principal. Pero a última hora les había faltado valor y se quedaron, avergonzados, cerca de la verja del jardín, por la parte de atrás, dirigiendo furtivas miradas hacia su ventana y fingiendo un repentino y violento interés en el seto y en la cuneta de aquella parte de la carretera. Pero Juanita los vio y salió corriendo hacia ellos, sin fingida indiferencia y sin ninguna de esas cualidades a las que los «Proscritos» llamaban «darse postín».
—¡Oh! —exclamó, con ojos brillantes—. ¡Cuánto me «alegro» de volver a ver a todos!
Guillermo tragó saliva y parpadeó. Siempre había sospechado que Juanita era el supremo producto de su sexo; en aquel momento ya no lo sospechaba: estaba seguro de ello.
—¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó, intentando recobrar su acento habitual de indiferencia.
—Salgo a tomar el té con unos conocidos —dijo Juanita—. ¡Oh!, pero «sí» que es agradable veros a todos otra vez.
—Te teníamos preparada una especie de función, ¿sabes? —dijo Guillermo, con indiferencia—. Pero si estás invitada a tomar el té, es igual.
Juanita palmoteó.
—¡Oh! ¡«Claro» que iré a la función, Guillermo! «Claro» que iré. No saldré a tomar el té, ¡ea! Y, ¡qué «buenos» sois por haberme preparado esa función! Y ¡qué «buenos» por haber venido a verme!
Guillermo azotó la hierba, a su alrededor, con su vara de fresno (Guillermo siempre llevaba una vara de fresno para azotar la hierba, las vallas y los setos que pasaba).
—Dio la casualidad que pasábamos por aquí, ¿sabes? —dijo con estudiada despreocupación—. Así, pues, ¿i… irás?
—¡Oh, «sí», Guillermo! ¿A qué hora?
—A eso de las tres. Vendremos a buscarte.
—¡Oh, cuánto me alegro de volveros a ver a todos!— exclamó Juanita.
—¡Oh, Guillermo! ¡Qué «bien»!
Conque «eso» quedaba resuelto.
* * *
Los «Proscritos» se acercaron sigilosamente, en fila india, al colegio de Rose Mount. Querían investigar, primero, los pasos y posición de su enemigo, la suegra del vigilante, y asegurarse de que artistas y accesorios se hallaran donde los habían dejado. Se asomaron cautelosamente a la ventana de la cocina. Estaba vacía. Hasta ahí todo iba bien. Se dirigieron al otro lado de la casa. Y allí recibieron el primer susto. La sala, tan gloriosamente vacía el día anterior, se hallaba, en aquel momento, llena de mujeres que charlaban animadamente, en grupos. Una de ellas vio a los «Proscritos», abrió la ventana y gritó:
—¡Fuera de aquí inmediatamente, niños! ¿Habéis oído? ¡Fuera! ¡Marchaos en seguida o llamo a la Policía!
Los «Proscritos», mudos de asombro y llenos de desaliento, desaparecieron entre los arbustos.
—¡Vaya! —exclamó Pelirrojo.
—¡Caramba! —dijo Guillermo.
—¡Ay mi madre! —suspiró Douglas.
—¿De dónde han salido esas? —preguntó Enrique.
—Probemos al otro lado —indicó Guillermo, saliendo del estupor en que le había sumido la sorpresa.
Probaron el otro lado. La biblioteca también parecía llena de mujeres. Pelirrojo, acercándose demasiado a la ventana, con los ojos desmesuradamente abiertos de asombro y horror, fue visto por una de ellas, que gritó:
—¡Marchaos inmediatamente de aquí, niños malos! ¿No sabéis que esta es una casa particular? ¡Os he dicho que os marchéis!
De nuevo desaparecieron los «Proscritos» entre los matorrales.
—«¡Bueno!» —estalló Douglas— ¿qué hacemos ahora?
—¡Y el sombrero de mi padre está ahí dentro! —gimió Pelirrojo.
—¡Y el mono de mi hermana! —agregó Enrique.
—Y ¿qué hacemos para esta tarde?
—Y ¿quiénes son «esas»?
—Bueno, tenemos que hacer «algo» —dijo Guillermo, con firmeza.
—Sí —dijo Pelirrojo—: oye, ¿y si llamaras a la puerta y pidieras nuestras cosas?
—Oye, ¿y si lo hicieses «tú»? —contestó Guillermo.
—Pues no creas que me asusta.
—A «mí» tampoco.
—¿No? Entonces, ¿por qué no vas?
—Está bien, iré —dijo Guillermo—. Iré ahora mismo. Yo no tengo miedo. Yo no le temo a nadie en el mundo.
Decidido a justificar el elogio que había hecho de su carácter, el intrépido héroe salió de entre los matorrales y se acercó a la puerta principal. Llamó con innecesaria violencia, para demostrar a «cuantas» se hallaran dentro que a él no le asustaba nadie en el mundo. Una mujer pequeña y gruesa, con gafas de montura de concha, salió a abrir.
—¿Qué quieres, niño? —preguntó con voz severa.
—Señora —contestó Guillermo, entre desafiador y humilde; desafiador, para demostrar que no temía a enemigo alguno, llevase gafas de concha o no; humilde, para aplacar la severidad que brillaba en las facciones de la mujer—: ¿podemos entrar a recoger unas cosas…?
—¡Marchaos inmediatamente! —dijo la señora, con ira—. Sois los niños que vi merodear por aquí hace unos momentos. Y, si no os marcháis «ahora mismo», llamaré a la Policía.
—Es que… —dijo Guillermo, deponiendo su actitud de desafío y convirtiéndose en la humildad personificada—, es que hay unas cosas nuestras aquí…
—¡No hay «ninguna» cosa vuestra aquí! ¿Cómo te «atreves» a mentir de esa manera? Telefonearé a la Policía en este «instante» si no…
Guillermo se perdió otra vez entre los espesos matorrales.
—Es inútil —dijo, melancólicamente, a sus compañeros—; no nos quieren dejar entrar.
—¿Y qué será del loro de mi tía? —exclamó Douglas, indignado—. Se va a morir de hambre en el sótano. Y supongo que le habrán echado de menos ya en casa de mi tía y estarán armando la mar de jaleo. Y ahí se quedará meses y meses, muriéndose de hambre.
—Bueno, ¿y el sombrero de mi padre? —inquirió Pelirrojo—. Tiene que ir a una boda la semana que viene.
—Y ¿qué me decís de «Mico»? —se quejó Enrique—. Mi hermana se había olvidado de él al principio; pero cuando salí, andaba buscando algo, y apuesto que lo que buscaba era el mono. Y si tiene que quedarse ahí dentro meses y meses, ¡menuda se va a armar!
—Probemos la ventana de la cocina —dijo Douglas—. No había nadie en la cocina cuando llegamos, y apuesto a que podemos bajar al sótano desde la cocina.
Esta idea fue estudiada y aprobada, y a Douglas, como autor de ella, se le encomendó la delicada misión de explorar los alrededores de la cocina, para asegurarse de que no había peligro. Partió haciendo un alarde de cautela digno del «traidor» de una película.
Regresó desalentado.
—Oíd —susurró—: la cocina está llena de mujeres, ahora. Están haciendo cosas con huevos, libros de cocina y todo eso.
Un desaliento enorme se apoderó de los «Proscritos».
—Bueno —exclamó, patético, Douglas—: «Imaginaos» a mi pobre loro muriéndose de hambre en un sótano oscuro.
—¿Querrás callarte con tu loro? Tenía comida de sobra para mantenerse años y años. ¿Y la chistera de mi padre y el mono de la hermana de Enrique? Apuesto a que nuestros padres nos hacen pasar peor rato a nosotros, que tu tía a ti.
Aquella insinuación de inferioridad en el castigo hirió las susceptibilidades de Douglas.
—Apuesto a que no, pues —respondió, indignado—, porque ella se lo dirá a mi padre, y apuesto a que pasaré tan mal rato como el que «más».
—¡Caramba…! ¡Mirad! —exclamó Pelirrojo, excitado.
Estaba mirando, por encima de los matorrales, en dirección a un pequeño jardín de rosas, que existía, aislado, en los terrenos del colegio de Rose Mount. En él se hallaba una señora de edad difícil de calcular, apoyada en un reloj de sol, y ocupada, evidentemente, en intentar descifrar su inscripción.
—Escuchad —susurró Guillermo—: parece algo… algo tonta. Propongo que se acerque alguno a hablarle, para averiguar cuánto tiempo se van a pasar todas estas mujeres aquí.
Se decidió encargar a Pelirrojo de ello. A pesar de su cara patibularia. Pelirrojo pasaba entre sus compañeros por tener cierto partido entre las damas.
Así, Pelirrojo, con una amable sonrisa en los labios y vigilado por sus amigos, escondidos entre los matorrales, se acercó a la señora.
—Buenos días —dijo, quitándose ceremoniosamente la gorra.
Le era más fácil quitarse la gorra que volvérsela a poner. De resultas de numerosos chaparrones, la gorra se había encogido hasta el punto de quedar reducida a la mitad del tamaño del forro, de forma que le cabalgaba, con dificultad, sobre la cabeza.
—Buenos días —contestó, en tono afable, la señora.
Pelirrojo se sintió animado. Evidentemente, la vida no le había inspirado aún aquel odio hacia los niños que parecía inherente a la mayoría de las de su sexo.
—¿Podría usted hacer el favor de decirme —prosiguió Pelirrojo, con pegajosa, pero bien intencionada cortesía—… ah… qué hace toda esa gente, aquí?
—Se trata de un retiro, nene —contestó, bondadosa, la señora.
Creció la animación de Pelirrojo.
—¿Retiro? —repitió—. ¿Por qué? ¿Hay guerra algo así por ahí?
—No, niño —explicó la señora, con cariño—. Somos la «Sociedad para el estudio de filosofía psíquica».
—¡Ah! —dijo el muchacho.
—Y nos hemos reunido aquí para un curso de conferencias y debates. Vamos a hacerlo «todo» nosotras. Hemos dicho a la encargada del edificio que se marche a su casa, porque los espíritus nos han hecho saber que es denigrante pedir a un ser humano que atienda al servicio personal de otro. Tolstoi, claro está, tenía esa misma creencia, ¿no es cierto…?
—¡Uf! —contestó inexpresivamente Pelirrojo. Luego, tras una breve pausa, dijo—: ¿Van a estar mucho tiempo aquí?
—Espero que unas semanas. Estudias latín, ¿verdad, nene? ¿Podrías traducirme este lema?
Pero Pelirrojo había ya desaparecido. Regresaba a llevarles las tristes nuevas a sus amigos.
—«¡Semanas!» —exclamó Douglas, boquiabierto—. ¡Y el pobre loro ahí en el sótano, muriéndose de hambre!
—¡Y mi padre que tiene que ir a una boda la semana que viene! —gimió Pelirrojo.
—Y es «seguro» que me echarán a mí la culpa de lo de «Mico» —dijo Enrique—. Me echan a mí la culpa de «todo».
Pero, de nuevo, el ojo avizor de Pelirrojo había descubierto algo.
—Mirad —exclamó—: todas entran en ese cuarto y se sientan. Una de ellas va a soltar un discurso.
Se agazaparon junto a la ventana y se pusieron a escuchar.
—Amigas— dijo la mujer del «sweter» verde—: He convocado esta reunión por razones muy especiales.
Empujados por la curiosidad, los «Proscritos» se acercaron a la ventana. Esta estaba abierta. Se agazaparon debajo y pusiéronse a escuchar. Una mujer muy alta, con jersey verde, empezó a hablar.
—Amigas —dijo—; he convocado esta reunión por razones muy especiales… muy graves… Estamos de acuerdo en que no puede hacerse labor útil en una casa cuyos espíritus nos sean hostiles. Amigas… (Hizo una pausa dramática), los espíritus de esta casa nos son hostiles. Lo digo con harto sentimiento; pero no sin haberlo considerado bien de antemano. ¡Los espíritus de esta casa nos son hostiles! Todas sabemos cuán valiosos poderes psíquicos posee la señora Heron. Los poderes psíquicos de la señora Heron han sido de gran ayuda para nosotros en nuestras investigaciones. La señora Heron dice que jamás ha tenido una revelación tan clara ni tan inequívoca como anoche. La señora Heron os lo explicará ella misma.
La señora del «sweter» verde se sentó. Una señora pequeña, bizca, de ademanes teatrales y mirada intensa, se puso en pie.
—¡Amigas! —dijo con voz profunda y emocionante—. Anoche me acosté como de costumbre (pausa dramática). Me dormí (pausa dramática). Desperté y oí una voz… muy débil y lejana… Parecía llamarme… (pausa dramática). Me alcé. La voz me guió hacia abajo, muy bajo, muy bajo, haciéndose más alta y más clara a cada paso.
»Me encontré en un lugar subterráneo (pausa más dramática aún). Probablemente en los sótanos de este edificio. Allí (larga pausa superdramática), allí vi… “vi” con mayor claridad que he visto jamás revelación psíquica alguna… vi con mis ojos tan claramente como os veo a todas ahora… una figura alta, blanca… (Estaba demasiado emocionada yo para hacer pausas dramáticas). Allí oí una voz… la oí más claramente de lo que jamás he oído revelación psíquica alguna… oí tan claramente como oigo mi propia voz en este momento.
»La voz dijo: “¡Basta ya!” Di media vuelta, llena de terror. Confieso que estaba aterrada. La voz me siguió escaleras arriba. Gritaba: «¡Día de duelo!» Subí horrorizada la escalera. Y me siguió el sonido de una siniestra y amenazadora carcajada espectral. ¡Amigas! Siento que los espíritus de esta casa nos son hostiles. Siento que de nuestra estancia en esta casa puede resultar alguna calamidad terrible… Siento… pero, antes de continuar, permitidme que pregunte si alguna otra de nosotras ha experimentado algún fenómeno psíquico anoche.
Una mujer, de nariz indescriptible y expresión lúgubre, se puso en pie.
—Sí —dijo con voz profundamente emocionada—. Creí oír ruido durante la noche. Naturalmente, es posible que fuera nuestra amiga la señora Heron, que bajaba la escalera. Salí al descansillo. La puerta de enfrente a la mía estaba entornada. Yo la abrí e, inmediatamente, me fue lanzado algo, con violencia, contra la cara. Lo cogí. Era un sombrero de copa. Miré a mi alrededor. El cuarto estaba vacío. El sombrero yacía a mis pies. La habitación aquella era un cuarto ropero. Evidentemente, el sombrero había formado parte de la colección de artículos que había en el cuarto. Pero lo importante es, amigas mías, que «ninguna agencia humana», sino manos espectrales, me había tirado violentamente el sombrero de copa a la cara con palpable intención hostil cuando abrí la puerta del cuarto.
Se sentó. Las espectadoras estaban pálidas y tenían los nervios en tensión. La que ostentaba la presidencia prosiguió en voz temblona:
—Creo que lo que habéis oído resulta claro e irrefutable. Antes de proseguir… ¿tiene alguna otra persona algún fenómeno que denunciar?
Una señora pequeñita, de ovalado y pálido rostro y ojos completamente redondos, se levantó.
—Yo sí —anunció con orgullo—. Aun cuando he de confesar que me aterró por entonces, no puedo menos de experimentar cierto orgullo, porque es la primera vez que se me ha concedido la gracia de una revelación psíquica… Igual que nuestras dos amigas, creí oír ruido durante la noche. Me levanté y salí al descansillo. Había una puerta cerrada, enfrente. La abrí. El cuarto estaba vacío. Me era posible ver todos los rincones. Miré a mi alrededor. Entonces… (no había hecho yo nada más que apartar una silla que me estorbaba el paso al entrar) vi, de pronto, una… algo… que avanzaba hacia mí por el suelo.
—¿Qué clase de cosa era? —inquirió una voz histérica.
—No me es posible describirla —contestó la oradora, estremeciéndose—. Hubiérase dicho, a primera vista, que se trataba de algún animal pequeño; pero no se parecía a animal alguno que haya visto yo en mi vida. Su aspecto me llenó de horror. Se dirigía a mí. Salí, corriendo, del cuarto y cerré la puerta. Lo oí abalanzarse contra las maderas, con horrible estruendo… De no haber salido a tiempo, estoy convencida, amigas, que no estaría aquí, hablando con vosotras ahora. Una mirada bastó para convencerme de que no era un ser de este mundo.
Se sentó, entre gran revuelo. La presidente volvió a ponerse en pie.
—Creo —dijo— que habéis oído lo suficiente para quedar convencidas de que no podemos permanecer aquí sin correr graves riesgos. Ya sabéis que nos fue ofrecida la casa «Los tilos» en Lofton, para nuestro retiro y nuestras conferencias. Tengo el propósito de escribir diciéndoles que nos trasladaremos allí mañana. Escribiré a la directora, que con tanta amabilidad puso a nuestra disposición este colegio, para explicarle que las condiciones psíquicas no nos son favorables. No le diré más. Tengo todos los documentos referentes al ofrecimiento de «Los tilos» en la caja que traje aquí ayer cuando vine a examinar la casa. Está, si no me equivoco, en la mesa de la biblioteca.
La señora del reloj de sol, pálida de miedo —pero aún amable—, tuvo la bondad de levantarse para ir en busca de la caja. Regresó con ella unos momentos después y la depositó sobre la mesa de la presidente. Esta la abrió.
«Blanquita» estaba algo enfadada por su largo cautiverio. La noche anterior se había comido los pañuelos de los «Proscritos» y volvía a sentir apetito. Recordó la habilidad que siempre le había valido una galleta. El suéter de la presidente tenía un botón en el hombro y a «Blanquita» le pareció una galleta. Gateó vestido arriba hasta llegar al hombro, dio con una pata al botón, descubrió que era botón y no galleta, mordió a la presidente en una oreja, con justo enfado, se asustó de pronto por el revuelo que se armó, volvió a bajar por el vestido y desapareció tan bruscamente como había aparecido.
La presidente, sin conocimiento, fue transportada a la puerta principal, para que el aire fresco la hiciera volver en sí más aprisa, y la reunión continuó sin ella. La señora de la nariz indeterminada volvió a ponerse en pie.
—Tras lo que hemos visto con nuestros propios ojos… —empezó a decir con voz trémula.
—¡Oh!, pe… pe… pero —exclamó una de las mujeres— ¡si sólo era una rata blanca corriente!
—Era «algo» —la corrigió con misterio la que primero hablara—, «algo» que había asumido, temporalmente, la forma de una rata blanca.
—¡Oh!, pero…, ¿crees…? —jadeó la compañera.
—Sí; y propongo que abandonemos este lugar tan aprisa como podamos recoger nuestras cosas y marcharnos. Nos dirigimos a Lofton, y, si es necesario, nos alojaremos en el pueblo hasta que «Los Tilos» esté preparado para recibirnos. Creo que hemos recibido avisos que sería temerario desdeñar.
Hubo revuelo general al levantarse las componentes de la «Sociedad para el estudio de Filosofía psíquica» y correr a preparar sus cosas para escapar antes de que por cualquier circunstancia fuese demasiado tarde.
* * *
Era la tarde. La «Sociedad para el estudio de Filosofía psíquica» se había marchado. La suegra del vigilante, avisada, declaró serle imposible volver al colegio hasta aquella noche. El colegio de Rose Mount quedaba vacío. Pero no por completo. Los «Proscritos» se hallaban en el césped, delante del edificio. Habían rescatado al loro (que parecía divertidísimo por todo lo ocurrido) y el botín de los sótanos. Habían sacado a «Blanquita», mordiendo y arañando, de debajo de la mesa, y aplacado su belicoso espíritu con galletas y queso. Habían bajado a «Mico» y el sombrero de copa del piso de arriba, donde la noche anterior desquiciara el sistema nervioso de las estudiantes de Filosofía psíquica.
Pelirrojo había llevado allá a «Ramsés» (tan misantrópico como el día anterior). «Jumble» se presentó sin que nadie le llamase y, en aquel momento, se hallaba ocupado en perseguir a una avispa alrededor de un árbol.
Guillermo había recogido otro lote de insectos, enseñándoles a hacer números de circo. (A los insectos de Guillermo no les costaba trabajo aprender «números». Cualquier movimiento que hicieran era, según Guillermo, un «número»). Y Guillermo vestía, con todo esplendor, con el sombrero de copa y el batín.
Juanita se hallaba allí, sentada en una butaca que Guillermo había sacado para ella de la sala; Juanita, que había cumplido su promesa de acudir a toda costa; Juanita, que miraba a Guillermo con ojos brillantes, llenos de adoración, y que decía: «¡Oh, “Guillermo”! ¡Qué bien!»
Guillermo estaba delante. Los otros «Proscritos» se mantenían detrás de él, cada uno con un «artista» en la mano. Guillermo hizo «chasquear» su látigo, consiguió que se le enredara, inextricablemente, en un laurel vecino y, tras una breve y poco gloriosa lucha, se dio por vencido y lo dejó.
—Señoras y caballeros —anunció—; van ustedes a ver ahora la única rata artista que existe en el mundo.
Dicho esto, resplandeciente con su chistera y su batín, monarca glorioso e irresistible, Guillermo, pirata, piel roja, capitán de bandoleros, director de pista; Guillermo el Victorioso, Guillermo el que-eter-namente-quedaba-por-encima-de-todos, cruzó, pavoneándose, el césped, en busca de «Blanquita».