El señor Markson, director del colegio a que asistía Guillermo, era un hombre muy alto, muy ancho de espaldas, de rostro muy congestionado, de voz muy alta y muy irascible. Tras esta máscara terrorífica, el señor Markson era, en realidad, un hombre muy tímido y de muy buenas intenciones. Le gustaban los niños mayores y se llevaba muy bien con ellos. Le disgustaban los niños pequeños y les dirigía miradas terribles y gritos más terribles aún.
Guillermo y sus amigos rara vez entraban en contacto con aquel ogro; pero, cuando lo hacían, guardaban recuerdo poco grato del encuentro.
A sus ojos, eran todos los maestros de la antigüedad y todos los ogros de los cuentos de hadas reunidos y sintetizados en una sola persona. Temblaban ante su mirada y bajo su tonante voz. Y menos mal, porque estas eran las únicas cosas capaces de hacerles temblar.
Discutían a tan terrible personaje, camino de casa, a la salida del colegio.
—Es el hombre de peor genio del mundo —aseguró Pelirrojo, con solemnidad—. Lo sé. Sé que no hay otro hombre que tengo tan mal genio como él.
—Le zurró a Rawlings nada más que por meterse en el arroyo del patio de recreo —contribuyó Enrique— y Rawlings es corto de vista, como ya sabéis. Y dijo que «no» había visto el agua hasta que se metió en ella; pero Markie le pegó lo mismo.
—Cuando me «mira» —contestó Pelirrojo— me siento la mar de raro.
—Sí, y cuando «chilla» como lo hace —dijo Douglas— a mí me hace saltar como… como…
—Como una rana —sugirió Pelirrojo.
—¡Rana lo serás tú!
—Yo no dije que tú «fueses» una rana —explicó el otro—. Sólo quise decir que «saltabas» como una rana.
—Bueno, pues yo no salto como una rana más de lo que hacen los demás —aseveró Douglas, con brío.
—¿Querréis dejar de discutir? —exclamó Enrique, que se había estado divirtiendo con la crítica del director del colegio y que no quería degenerase en riña entre Douglas y Pelirrojo.
—Apuesto —prosiguió— a que si alguna gente supiera cómo es en realidad y… y cómo grita y zurra a la gente… y se mete con uno… apuesto a que le meterían en la cárcel o le ahorcarían, o algo así. Hay leyes contra la gente que se mete con los demás en la forma que lo hace él.
Guillermo había escuchado en silencio aquella conversación. A él no le gustaba pertenecer a la mayoría de los aterrados. Prefería siempre pertenecer a la minoría de los que inspiraban terror o, por lo menos, de los intrépidos. Rio breve y desdeñosamente.
—Yo no estoy asustado de él —afirmó, pavoneándose.
Le miraron boquiabiertos ante tan patente embuste.
—Conque «no», ¿eh? —exclamó Pelirrojo, con intención.
—No; «no», señor. A mí no me asustaría decirle cualquier cosa, no, señor. No me asustaría… No me asustaría decirle lo que pienso de él ahora mismo… A mí no me asusta.
—Conque «no», ¿eh? —repitió Pelirrojo, desagradablemente impresionado por la inesperada actitud de Guillermo—. ¡Oh, no! —prosiguió, con sarcasmo—. A ti no te asusta. ¡Qué ha de asustarte! «Tampoco» te asustó el martes pasado, ¿verdad?
Guillermo se desconcertó, de momento, al oír aquella referencia a la ocasión en que había incurrido en la ira del monstruo, por arrastrar los pies durante las oraciones. Y el ogro le había llamado después a su despacho.
Pero en seguida se rehízo.
—Tal vez «creyeras» tú que me asusté —concedió en tono de bondadosa indulgencia—. Seguramente lo «creerías». Seguramente juzgas a todo el mundo por ti mismo y lo «creerías».
—Pues «parecías» asustado, por lo menos —dijo Enrique.
—Y «hablabas» como asustado —amplió Pelirrojo, imitando, después la voz de Guillermo—: «Sí, señor… No, señor… No lo hice a propósito…»
Guillermo les miró con aire de superioridad y desdén.
—Sí; seguramente «creeríais» que estaba asustado —dijo—. Claro, vosotros no oísteis lo que le dije luego, en su despacho. Apuesto —agregó, con risa breve, expresiva— que no volverá a meterse «conmigo», en adelante.
Su actitud dejó estupefactos a sus compañeros. Por un momento, tanta desvergüenza les hizo enmudecer. Pelirrojo fue el primero en recobrar la voz.
—Bueno —dijo—; ahora estamos cerca de su casa. Si no te asusta, ya puedes entrar. Anda, llama a la puerta y dile que a ti no te asusta.
—Lo sabe ya —contestó Guillermo.
Pero le habían arrinconado contra la verja, cerrándole el poso.
—Anda, entra y díselo otra vez —le azuzó Douglas— por si acaso lo ha olvidado.
Guillermo, acorralado, alzó la mirada hacia la casa del señor Markson, que llevaba el poco apropiado nombre de «El nido». Se arrepintió de haber tenido aquel desplante tan cerca de allí. De pronto se acordó de algo que le animó.
—Pues no tendría inconveniente —dijo, colocándose en una actitud heroica—. Lo haría si estuviese en casa. Pero está en el colegio. Se queda hoy allí hasta las seis.
—Bueno, anda entonces, entra en la casa y coge algo, nada más que para «demostrar» que no le tienes miedo —dijo Pelirrojo.
—Eso sería robar.
—Podrías devolverlo después —insinuó Douglas—. Puesto que no le tienes miedo, eso no tendría importancia.
—No; no pienso hacerlo.
Enrique cacareó el triunfo.
—¡Le tienes miedo! —exclamaron todos, burlones.
De pronto, a Guillermo se le subió la sangre a la cabeza. Y cuando a Guillermo se le subía la sangre a la cabeza ocurrían muchas cosas.
—Está bien —dijo—. Os… os lo «demostraré».
Sin pararse a pensarlo, se dirigió resueltamente a la puerta. Allí empezó a fallarle el valor. Comprendió que nada del mundo podría darle fuerzas a su brazo para que llamase a la puerta del temible ogro. Pero a la derecha estaba la sala. Y una de sus ventanas estaba abierta.
La sala parecía desierta. Haciendo de tripas corazón, y pensando en los amigos que le aguardaban, burlones, junto a la verja. Guillermo se metió en el cuarto, cogió la primera cosa que vio y, latiéndole violentamente el corazón y temblándole las piernas, atravesó corriendo el jardín para reunirse con el grupo de niños, que miraban boquiabiertos en dirección a la casa.
Se desvaneció su pánico a medida que se alejaba de la casa y empezó a pavonearse de nuevo. Alzó la mano para enseñar su botín. Era la efigie pequeña y (aunque Guillermo no lo sabía) de gran valor de una deidad china.
—¿Lo veis? —dijo—. He estado en su sala y me he traído esto.
Le miraron, mudos de asombro. Guillermo había logrado, una vez más, consolidar su posición de jefe.
—Es un trasto que he sacado de su sala —explicó, como quien no da importancia a la cosa—. ¿Seguís «creyendo» que le tengo miedo?
Enrique recobró el uso de la palabra.
—Bueno, pues ahora tienes que devolverlo —dijo— y… y tal vez eso no sea tan fácil como te fue llevártelo.
—Si tú crees que fue «fácil» cogerla… empezó a decir Guillermo, indignado.
Pero en aquel momento un hombre alto —de aspecto feroz, aun a distancia—, asomó por el otro extremo de la calle.
Guillermo se había equivocado. El señor Markson no se quedaba aquel día en la escuela hasta las seis.
Pero cuando el señor Markson llegó a la puerta de su casa, Guillermo y sus amigos no eran más que unos puntos lejanos en el horizonte.
* * *
Una vez en el refugio de su cuarto, Guillermo sacó del bolsillo el ídolo chino y lo miró con disgusto. No sabía cómo devolver aquel maldito trasto y estaba seguro de que habría jaleo si no lo devolvía. Se decía que ojalá no se le hubiera ocurrido coger aquel objeto y echó toda la culpa a Douglas, Pelirrojo y Enrique.
¡Si hubiesen creído, bajo palabra, que a él no le asustaba Markie, en lugar de obligarle a entrar y llevarse aquel maldito trasto…! Lo más probable era que Markie le pescase si intentaba devolverlo y… y habría «jaleo».
Estudió si era o no aconsejable esconderlo temporalmente en uno de sus cajones, entre sus pañuelos, o las camisas, o los cuellos. Luego abandonó la idea por poco práctica. Pudiera encontrarlo su madre y pedir explicaciones. Teniéndolo todo en cuenta, el lugar más seguro era su bolsillo, de momento.
Bajó la escalera, sombrío y decepcionado. Toda la gente de que hablan los libros —Odisea, Tarzán y los demás— podían hacer lo que querían sin que les ocurriese nunca nada, mientras que él ni siquiera podía decir que no le tenía miedo a Markie sin encontrarse cargado con un maldito ídolo que le costaría un disgusto si se enteraba alguien de que lo tenía él.
Erró por la planta baja, ocupada aún su mente con el problema de cómo devolver el ídolo chino antes de que el señor Markie lo echara de menos. ¿Y si le hubiese visto alguien entrar y cogerlo y se lo decía a Markie y Markie le llamaba a su despacho a la mañana siguiente? Al pensarlo, Guillermo se estremeció de horror. Su heroicidad había resultado de mucho efecto y muy grata de momento; pero las consecuencias pudieran ser muy desagradables.
—¿Qué ocurre, Guillermo? —preguntó solícita, la señora Brown, al entrar su hijo en la sala.
—¿Por qué? —inquirió Guillermo, con sobresalto, temiendo que su aspecto pudiera haberle delatado, de alguna forma.
—¡Pareces tan triste…! —contestó, cariñosa, su madre.
Guillermo omitió aquella vez su famosa risa —breve y acerba.
—¡Huh! —exclamó—. Apuesto a que «tú» también estarías triste si…
Decidió de pronto no dar explicaciones detalladas, y se interrumpió en seco.
—¿Si qué, Guillermo? —inquirió, con simpatía, la señora Brown.
—Si tuvieras las preocupaciones que yo tengo.
—Sí; pero… ¿qué clase de preocupaciones, Guillermo?
—Oh, que te moleste la gente, y que no crea lo que dices y… y el encontrarte con cosas con las que tú no querías cargar —contestó Guillermo, sombrío.
En aquel momento vio su imagen reflejada en un gran espejo y se desconcertó enormemente al observar que el ídolo chino le hacía abultar tanto el bolsillo, que pudiera provocar algún comentario. De un momento a otro podría preguntarle su madre qué era aquello. Aprovechó el momento en que ella se volvió hacia la ventana para sacarse el ídolo del bolsillo y colocarlo encima de una mesita que estaba cerca de él, junto a la pared. Lo colocó detrás de muchos otros adornos. Seguramente nadie lo vería allí. Por lo menos, con toda seguridad podría quedarse allí sin peligro hasta que tuviera ocasión de devolverlo.
Lanzó un profundo suspiro y se pasó una mano por la frente. La vida era muy dura… y se armaría un jaleo de mil demonios si alguien se enteraba… y la culpa de todo la tenían Enrique, Pelirrojo y Douglas… Aquello debía servirles de escarmiento, para que, en adelante, creyeran lo que les decía la gente. De todas formas, hallaba gran consuelo pensando: «¡Para que “vean” quién soy yo!»
Se reunió con su madre, junto a la ventana, frunciendo el entrecejo. De pronto, en su ceñudo semblante se dibujó una expresión de profundo horror… ¡El señor Markson se acercaba con Ethel… estaban entrando ya en el jardín de la casa de Guillermo! Y allí, sobre la mesa de la sala, donde seguramente no tardarían en entrar, reposaba el ídolo chino del señor Markson. Guillermo había tenido pesadillas más de una vez; pero ninguna tan terrible como aquella.
Ethel, aunque hermana de Guillermo, era, indudablemente, la muchacha más bonita de los alrededores y el señor Markson, a pesar de ser director de la escuela a que iba Guillermo, era, bajo su máscara de ferocidad, un hombre de corazón muy sencillo, a quien gustaban las muchachas bonitas, y se había sentido subyugado por Ethel, que le había sido presentada la semana anterior.
Entraron casi inmediatamente en el cuarto, seguidos de dos ancianas, amigas de la señora Brown. El señor Markson ni siquiera se fijó en Guillermo. Se dio cuenta, naturalmente, de que había allí un niño que podía ser o no discípulo de su escuela; pero, fuera de las horas de colegio, el señor Markson hacía como si los niños no existiesen.
Para Guillermo, el ídolo chino pareció, de pronto, llenar todo el cuarto. Parecía resaltar y cernirse sobre todo otro objeto, sin excepción. Parecía estar gritando a su dueño: «¡Eh, tú! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!»
Instintivamente, Guillermo se colocó delante de la mesa, interponiendo su pequeña, pero sólida figura entre el ya odioso ídolo y su legítimo dueño. Así colocado, congestionado el semblante, miró a su alrededor como desafiando a todo el mundo a que intentara desalojarle. Un gesto así debió de tener el famoso Horacio de la historia romana, cuando defendió el puente.
Ethel, el señor Markson, la señora Brown y una de las ancianas, se sentaron al otro extremo de la habitación y empezaron a discutir, animadamente, la próxima procesión histórica del pueblo. La otra anciana erró hacia donde estaba Guillermo y se sentó en una silla, cerca de él. Señaló otra silla vecina a la suya.
—Siéntate, niño —dijo—; haz el favor de no quedarte de pie, aunque es muy agradable ver a un niño tan cortés en estos tiempos.
Guillermo frunció aún más el entrecejo.
—Prefiero estar de pie, gracias —contestó.
Pero la anciana insistió:
—No; siéntate —dijo, con una sonrisa agradable—. Quiero hablar contigo. Me gustan mucho los niños. Pero tendrás que sentarte, o yo no me sentiré cómoda.
Guillermo se desconcertó momentáneamente. Luego celebró su aplomo.
—No… no puedo sentarme —dijo, con mucho misterio.
La anciana le miró, boquiabierta.
—¿Por qué, querido?
—Me hice daño en las piernas —aseguró Guillermo, inspirado—. No puedo doblar las rodillas. No puedo sentarme. «Tengo» que quedarme de pie.
La miró más ceñudo que nunca.
—¡Pobrecito mío! —exclamó la anciana, condolida—. ¡Cuánto lo siento! ¿Tienes que estar de pie siempre? ¿Qué dicen los médicos?
—Dicen… sólo dicen que… que tengo que estar de pie siempre.
—Pero… supongo que tendrán esperanzas de curarte, ¿verdad, hijo? —preguntó la anciana, con ansiedad.
—Sí; claro —la tranquilizó el muchacho.
—¿«Cuándo» estarás bueno? —prosiguió la señora, con interés.
—Cualquier día después de hoy —contestó Guillermo, sin pararse a pensar.
—Supongo que podrás «echarte», ¿verdad? —inquirió la anciana, muy angustiada, al parecer, por la misteriosa enfermedad del muchacho.
—Oh, sí —contestó él, que ya casi se estaba convenciendo a sí mismo de que la enfermedad era real—. Puedo acostarme por la noche.
—Bien, hijo, ¿no quieres echarte ahora a mi lado? Nos acercaremos a la ventana y puedes acostarte en el sofá y yo me sentaré en una silla junto a ti, y charlaremos un rato. ¡Se está tan bien allí, al sol!
Guillermo se humedeció los labios.
—Me… me parece que no me moveré —dijo.
—Pero ¿no puedes andar?
—Sí; puedo andar… pero… —se interrumpió y miró a su alrededor, buscando inspiración en las paredes y en el techo.
—¡Se está más bien allí, a la luz! —dijo la señora.
Guillermo tuvo otra inspiración y su rostro se animó.
—No debo ponerme a la luz —contestó—, porque tengo los ojos malos.
La anciana le miró, boquiabierta.
—¿Los… los ojos malos has dicho?
—Sí —repuso el muchacho, encantado de haber encontrado otra excusa plausible para no abandonar su puesto—. No puedo aguantar la luz. Tengo que quedarme en sitios oscuros, por la vista.
—¡Es… es terrible! —murmuró la señora, horrorizada—. Piernas malas y vista… ¡Es casi increíble!
Contempló en silencio el rostro rebosante de salud, mientras empezaba a germinar en su mente la sospecha de que aquello era, en efecto, increíble.
—¿No puedes sentarte ni doblar las rodillas? —repitió, con asombro.
—No puedo sentarme— aseguró Guillermo—. Me hice daño en las piernas.
—No —contestó Guillermo, sin pestañear.
—Y ¿no puedes soportar la luz en los ojos?
—No —repitió el chico, sin ruborizarse siquiera—; los tengo malos.
Bueno, pensó la bondadosa anciana; tal vez fuese verdad. Se daban casos de enfermedades terribles entre niños de muy tierna edad.
Cruzó hacia el otro grupo.
—Siento mucho enterarme de la mala salud de su hijo, señora Brown —murmuró.
Hubo un momento de silencio, durante el cual todos los del grupo miraron boquiabiertos a la anciana y luego a Guillermo, desde cuyo rostro, lleno de salud, volvieron a trasladar la mirada hacia la anciana. Fue Guillermo quien rompió el silencio. Dándose cuenta de que en aquel momento era mejor ser discreto que valiente, salió huyendo del cuarto, como una centella.
La pregunta que, aturdida, hizo la señora Brown pidiendo explicaciones, quedó ahogada por la exclamación de asombro que lanzó el señor Markson, que miraba, sorprendido, hacia la mesa que la huida de Guillermo había dejado al descubierto.
—¡Ah…! perdonen —dijo, y, cruzando el cuarto, cogió el ídolo chino—. ¡Es extraordinario! En casa tengo el hermano gemelo de este ídolo y me habían asegurado que era ejemplar único. ¿Me es lícito preguntar, sin que se me tache de impertinente, si adquirió usted este ídolo en Inglaterra, señora Brown?
La señora Brown se acercó a él y contempló el ídolo con expresión de perplejidad.
—Debe de haberlo traído mi esposo —dijo—. Estuve ausente la semana pasada, y hasta ahora no me había fijado en él. Pero cuando vuelve a casa, después de unos días de ausencia, siempre me encuentro curiosidades y antigüedades por todas partes. A mi marido le encantan esas cosas. Siempre anda trayendo más a casa…
—Muy interesante —dijo el señor Markson, examinando aún la figura—. «Muy interesante…» He de hablar con su esposo del asunto. Tenía entendido que la mía era única…
Se oyó un golpe de batintín y la señora Brown condujo a todos los invitados hasta el comedor, a tomar el té.
En cuanto los Invitados estuvieron encerrados en el comedor, Guillermo se dejó resbalar por el pasamanos de la escalera y entró en la sala. En su rostro se reflejaba la más profunda ansiedad. Era preciso que se llevara de allí la estatuita, antes de que el señor Markson la viera. Confiaba que no la hubiese visto antes del té, cosa probable, pues el batintín había sonado casi inmediatamente después de haber salido él del cuarto. Pero se preguntaba si la anciana aquella no le habría hablado a su madre de sus ojos y de sus piernas. ¡Caray! ¡Entre una cosa y otra, no le dejaban tranquilo un momento!
Se metió el ídolo en el bolsillo y, mirando cautelosamente a su alrededor para asegurarse de que nadie le veía, salió sigilosamente de casa y cruzó, corriendo, el jardín, desembocando en la calle. Sentía un alivio enorme. El peligro había pasado. Markie estaba tomando tranquilamente el té. No le costaría ningún trabajo volver a dejar el ídolo en su sitio, antes de que regresara Markie.
—Es Guillermo Brown, ¿verdad? ¡Guillermo! ¡Muchacho!
Guillermo se volvió furioso. Era la señora Franks, amiga de su madre.
Sin dejarse influir por su expresión, la buena señora le saludó, efusiva.
—Precisamente el niño que yo quería encontrar —dijo, con amplia sonrisa—. Quiero que le lleves un mensaje a tu mamá, querido. Ven conmigo a casa y lo escribiré.
Guillermo murmuró: «estoy muy ocupado» y «tengo prisa» y «vendré más tarde»; pero resultó inútil. La señora le rodeó, cariñosamente, el cuello con un brazo, y le empujó suavemente, obligándole a que le acompañase.
—Sé que quieres serle útil a tu mamaíta —aseguró con mimo, haciendo como si no viera su expresión maligna— y no te mantendré alejado ni un momento más de lo absolutamente necesario de tus juguetes y tus amiguitos.
Guillermo tragó saliva con harta elocuencia y, con el rostro congestionado de rabia, se dejó empujar calle abajo. La única satisfacción que se permitió fue salir del círculo de su brazo, la acompañó en silencio, negándose, incluso, a satisfacer su curiosidad acerca de cómo estaba su padre, cómo estaba Ethel y lo del brusco cambio de tiempo que se había operado a la sazón.
La odiosa imagen parecía estar declarando a voz en grito su existencia al mundo entero desde su inadecuado escondite en el bolsillo de Guillermo. Y cada minuto que transcurría, hacía más peligrosa su devolución. De un momento a otro, Markie acabaría de tomar el té y regresaría a su casa. Se sentó, rabiando interiormente, en la sala de la señora Franks, mientras esta escribía la nota. Descansó las manos sobre sus rodillas desnudas, plantó las enlodadas botas firmemente en la alfombra y volvió la desgreñada cabeza hacia la ventana, ceñudo el rostro.
De pronto, sus ojos se dilataron, horrorizados. Markie bajaba la calle otra vez; Markie cruzaba el jardín de la señora Franks; Markie tocaba el timbre. Un pánico enorme se apoderó de Guillermo. No sólo abultaba enormemente el ídolo chino en su bolsillo, sino que se le veía claramente la cabeza. Cualquier cosa antes de dejarse pillar por Markie con aquello en el bolsillo. La sacó y la colocó, con febril prisa, encima del piano, detrás de una pastora de porcelana de Dresde. Luego clavó la mirada al frente, rivalizando su rostro en falta de expresión e inmovilidad con el de la imagen.
La señora Franks no se fijó en lo que hacía; siguió escribiendo.
Entró el señor Markson. Echó una rápida mirada a Guillermo y luego hizo como si no existiera. Otro niño pequeño, tal vez discípulo de su escuela, no lo sabía ni le importaba. Cuanto menos caso se les hiciera a los niños pequeños, mejor. Lo que le interesaba era hablar con la señora Franks acerca de la próxima procesión histórica que debía celebrarse en el pueblo y que él estaba organizando. Pero, en plena conversación, su mirada vagó hacia el piano. Abrió de par en par los ojos y la boca. Guillermo seguía mirando hacia la ventana. La falta de expresión de su rostro rayaba en la imbecilidad.
—A… perdone —dijo el señor Markson, avanzando hacia el piano—; pero… ah… es extraordinario. «Muy» extraordinario.
Cogió el ídolo y lo examinó. Su perplejidad fue en aumento.
Guillermo seguía mirando fijamente hacia la ventana, mientras el señor Markson cogía el ídolo y lo examinaba.
—¡«Muy» extraordinario en verdad! ¡Tres en el mismo pueblo y a mí me «aseguraron» que el mío era único!
—¿A qué se refiere usted, señor Markson? —preguntó, amablemente, la señora Franks.
—¡Muy extraordinario, en verdad!— exclamó el señor Markson, cuya perplejidad iba en aumento.
—A esta figura china que hay encima del piano —contestó el señor Markson.
Hablaba como si estuviera soñando.
—¡Ah, la pastora! —exclamó animadamente la señora, fijando su miope mirada en el piano.
—No es una pastora, y usted perdone —dijo, cortésmente, el señor Markson—; es una deidad china.
—¡Hay que ver! —exclamó la señora Franks, admirada— y… ¡yo que siempre creí que era una pastora!
—No, señora; no, señora —dijo el señor Markson, examinando la estatuilla—. Perdone la impertinencia, señora Franks; pero ¿adquirió usted esta imagen en una tienda de antigüedades?
—No, señor Markson; mi tía me la legó; pero… —la señora estaba francamente sorprendida—. ¡Mire usted que ser una deidad china y creer yo, todos estos años, igual que mi tía, que se trataba de una pastora…!
Sonó la hora en el reloj de la iglesia del pueblo, recordando al señor Markson que se hacía tarde y que quería dar un paseo antes de la cena; de forma que, después de repetirle la señora Franks que estaría «orgullosa» de verdad en desempeñar el papel de matrona sajona, siempre y cuando, naturalmente, el traje fuese… ah… apropiado, el señor Markson se marchó tras dirigir una última mirada, llena de perplejidad, a la imagen china. Guillermo, que había estado conteniendo el aliento durante los últimos minutos, emitió un largo y sonoro suspiro que hizo revolotear todos los papeles de la mesa escritorio de la señora Franks.
—Guillermo, hijo, «no» soples de esa forma —dijo la señora, con reproche—. Llenaré el sobre y te lo puedes llevar.
Volvió a sentarse de espaldas a Guillermo y este, aprovechando la oportunidad, metióse de nuevo el ídolo en el bolsillo.
—Aquí la tienes —dijo la señora Franks, entregándole la carta.
Luego se acercó al piano, cogió la pastora de porcelana de Dresde y la examinó detenidamente por todas partes.
—¡Una deidad china! —exclamó, por fin—. ¡Qué idea más extraordinaria! No; no estoy de acuerdo con él. Ni pizca. ¿Y tú? ¡Una deidad china! (Su asombro fue en aumento). ¡Si no tiene nada de oriental! ¿Le encuentras tú algo? Ese hombre debe de tener estropeada la vista.
Guillermo murmuró algo inaudible, se despidió apresuradamente de ella, cogió la carta y salió a la calle.
Markie había dicho que iba a dar un paseo antes de cenar. Eso le daría tiempo de sobra para devolver el trasto. ¡Caramba! ¡Menudo mal rato había pasado en la sala de la señora Franks! Pero, gracias a Dios, había salido con bien. Dejaría otra vez la imagen donde la había encontrado y… y… bueno, no volvería a entrar en casa de Markie para nada. Estaba bien seguro de «eso». ¡Qué había de volver a entrar!
Se detuvo ante la verja de «El nido» y miró arriba y abajo de la calle. Estaba desierta. Latiéndole violentamente el corazón, atravesó el jardín. Las ventanas estaban cerradas; pero la puerta, no. Entró en el vestíbulo. Sacó el ídolo chino del bolsillo y permaneció un momento indeciso, con él en la mano. De pronto se abrió la puerta del cuarto que había al fondo del vestíbulo y apareció el señor Markson.
A este se le había antojado que amenazaba tempestad, por lo que renunció a su paseo.
—¿Quién es? —bramó—. ¿Qué quieres, niño? ¡Adelante! ¡Adelante!
Guillermo avanzó lentamente hacia el otro, con el ídolo aún en la mano.
El señor Markson le miró de arriba abajo. Guillermo imploró silenciosamente a la tierra que se abriera y le tragara; pero la tierra, despiadada, se negó.
De pronto, el maestro pareció reconocerle.
—¡Hombre! ¡Si tú eres el niño de la señora Brown! —dijo.
—Sí, señor —replicó Guillermo, con voz opaca.
Entonces la mirada del señor Markson cayó sobre la deidad china, que Guillermo intentaba, vanamente, ocultar entre las manos.
—¡Cómo! —exclamó—. ¿Has traído su idolito?
Guillermo se humedeció los labios.
—Sí, señor. Ella… ella… ella se lo manda.
—¿Me lo «manda»? —En los ojos del hombre brilló la codicia del coleccionista—. ¿Quieres decir… que me lo «manda»?
—Sí, señor —contestó Guillermo, inspirado de pronto—; se lo manda a usted… para que se quede con él.
—¡Cuán «extraordinariamente» bondadosa! He de escribirla inmediatamente. ¡Cuánta amabilidad! ¡He de…! aguarda un momento. Aún queda otra imagen. Le escribiré a la señora Franks también. Le preguntaré si no le es posible averiguar el origen de la que ella tiene (se hablaba a sí mismo más bien que a Guillermo). Insinuaré que estoy dispuesto a comprarla si algún día desea venderla. Siéntate y espera, niño.
Guillermo se sentó y aguardó en silencio, mientras el señor Markson escribía. El muchacho tenía la mirada clavada en el vacío. ¡Caramba, las cosas se estaban complicando por momentos! No veía manera de salirse del lío, ya. En buen berenjenal se había metido. El señor Markson pegó el sobre, escribió la dirección y se volvió hacia Guillermo.
En aquel momento entró una doncella con el correo en una bandeja. El señor Markson lo cogió. La criada se retiró y él se puso a leer la correspondencia.
—¡Qué lata! —dijo—. Hay aquí una carta que «tendré» que contestar esta misma noche. Hazme un favor, niño. Ten esta imagen y colócala en la sala, al lado de la otra. Luego llévale esta carta a la señora Franks, ¿quieres?
—Sí, señor —contestó, humildemente, Guillermo.
El señor Markson se sentó en su escritorio. Guillermo salió rápidamente del cuarto. En el vestíbulo se detuvo a considerar la situación. El señor Markson esperaría una contestación de la señora Franks. Incluso era posible que la llámese por teléfono. Habría complicaciones serias… serias para Guillermo, naturalmente. Y, de pronto, tuvo una nueva inspiración. Volvió a meterse la imagen en el bolsillo y tiró calle abajo. Recorrió unos cuantos metros, dio media vuelta, volvió a «El nido», entró y se dirigió al cuarto del fondo. El señor Markson seguía escribiendo. Guillermo sacó del bolsillo el ídolo chino.
—La señora Franks le manda a usted esto, señor —dijo, con su voz menos expresiva.
La más viva alegría se retrató en el semblante del señor Markson.
—¿Me lo «manda»? —exclamó, boquiabierto.
—Sí, señor —contestó Guillermo, hablando monótonamente, como si repitiese una lección—. Y dijo que hiciera usted el favor de no escribirle, ni darle las gracias, ni mencionar el asunto nunca, si tenía la bondad.
Al acabar de un tirón aquel discurso, Guillermo palideció y parpadeó. Pero Markie estaba que no cabía en sí de alegría.
—¡Qué delicadeza de sentimientos demuestra eso! —exclamó—. Es un ejemplo, en verdad, para estos tiempos de modales tan ásperos. ¡Cuán… cuán «excepcionalmente» bondadosa!
Alzó la figurita de porcelana en una mano.
—¡La tercera! ¡Qué suerte más inesperada! ¡La tercera! ¡Voy a ponerla con las otras dos!
Salió; cruzó el vestíbulo; entró en la sala. Pasó la mirada desde la imagen a la mesa vacía en que unas horas antes se hallara aquella misma figura. Miró de la mesa a la imagen, de la imagen a la mesa y, de nuevo, de la mesa a la imagen. Luego se volvió para pedirle una explicación a Guillermo.
Pero Guillermo ya no estaba allí.