Los «Proscritos» echaron o andar, alegres, por la carretera. Era sábado. Era fiesta. El mundo se abría ante ellos…
—El miércoles fui a casa del dentista —dijo Pelirrojo con legítimo orgullo.
—¿Qué te hicieron?
—Apuesto a que armarías un jaleo enorme —intervino Guillermo, que consideraba deber suyo bajarles un poco los humos a sus compañeros cuando le parecía que les hacía falta.
—Me hice «sacar» un diente —anunció, triunfal. Pelirrojo—; y «no» armé jaleo.
—Apuesto a que te anestesiarían —dijo Guillermo con desdén.
—«Claro» que me anestesiaron —contestó Pelirrojo indignado—. ¿Querrías que me muriese de dolor? Eso es lo que le pasa a la gente que no se anestesia… se muere de dolor.
—No es que me importe a mí el «dolor» —se apresuró a añadir—; pero parece estúpido «morirse» de él.
—Apuesto a que tú no te morirías de dolor —dijo con sorna Guillermo.
—Bueno, pues ve tú a probarlo —le azuzó Pelirrojo—. Ve y hazte sacar mañana un diente sin anestesia y «a ver» si te mueres de dolor.
—Yo no puedo —aseguró Guillermo con seráfica expresión—; me harían pagar, y no tengo dinero.
—No veo yo cómo te iban a «hacer» pagar si te morías de dolor —murmuró Enrique.
—Bueno, pues no «pienso» hacerlo —afirmó Guillermo, irritado por la dureza de corazón de sus amigos—; os ahorcarían por asesinos si lo hiciese.
—No; sería al dentista a quien ahorcarían —anunció Enrique.
—Yo te prestaré el dinero para que vayas —ofreció Pelirrojo.
—No puedes; porque sé que no tienes un céntimo.
Esto resultó irrefutable, y el asunto pereció de muerte natural.
—Mi tía me mandó ayer una caja de herramientas —dijo Douglas.
Los «Proscritos» recibieron la noticia con interés.
—¿Qué clase de herramientas? —preguntó Guillermo.
—De esas para hacer calados en la madera —contestó Douglas con orgullo—. Es un juego completo estupendo.
—Bueno, y ¿dónde está? —exigió Pelirrojo—. ¿Por qué no las trajiste?
Douglas dejó de pavonearse.
—No las tengo ya. Me las han quitado.
Los rostros de los «Proscritos» expresaron justa indignación ante aquella nueva prueba de tiranía de sus mayores.
—¿Por qué? —preguntaron a coro.
—Le preparé una sorpresa agradable a mi madre —contestó Douglas con resignada indignación—. Tiene una estantería vieja para libros… toda de madera lisa, ¿sabéis? ¡más fea…! y yo me levanté temprano y la adorné con calados… la hice mucho más bonita… para que resultara una sorpresa agradable… —lanzó un suspiro—. Bueno —concluyó con sencillez—, pues me las quitaron.
—Una vez, cuando me empastaron una muela —dijo Pelirrojo, volviendo al tópico anterior—, no me dieron anestesia, porque sólo era «empastarla»; pero… ¡hiiii!, ¡«cómo» dolía! Por «poco» me muero de dolor… Bueno, pues mi padre me dio después un libro que se llamaba «Los exploradores de la selva» y… ¡chicos!, ¡era más que emocionante…! Andaban sin parar cruzando bosques que no había pisado antes ningún blanco, y que encontraron una tribu «sin explorar», que vivía allí, que nadie había descubierto antes… salvajes que vivían en el centro de un bosque sin explorar. ¡Chicos! ¡Ojalá hubiese sitios así en Inglaterra!
Hubo un momento de silencio. Al fin, dijo Guillermo:
—Bueno, y ¿cómo sabes tú que no los hay?
—Porque no los hay. Lo dirían los periódicos si hubiera.
—Tal vez los periódicos no lo sepan. Y si no, piénsalo un poco —dijo Guillermo, empezando a entusiasmarse con el asunto—. Con lo grande que es Inglaterra y todos los bosques que tiene… ¿Tú crees que hay quien haya pisado «palmo a palmo» todos esos bosques? ¡Huh! —rio con desdén—. «Apuesto» a que no. ¿Quién lo iba a hacer? Todo el mundo está demasiado ocupado para entretenerse en explorar palmo a palmo todos los bosques. Apuesto a que encontraríamos algunas tribus «sin explorar» si buscáramos bien. Apuesto a que nadie las ha «buscado» antes. Se dirían que no las había; pero apuesto a que las hay. Apuesto…
El camino que seguían entraba por aquel punto en un bosque, cuyo confín se perdía en la distancia.
—¡Mirad este bosque! —exclamó dramáticamente Guillermo—. ¡Miradlo! ¡No se ve dónde acaba! ¿Creéis que se ha tomado nadie la molestia de «explorarlo» palmo a palmo? Apuesto a que hay… hay… grandes extensiones de terreno sin explorar aquí, donde nadie ha puesto nunca el pie; y apuesto a que se encontrarían tribus sin explorar también, si alguien se molestase en buscarlas.
Sus compañeros le miraron boquiabiertos. Luego Pelirrojo dio expresión a sus sentimientos mediante un simple pero sentido:
—¡Caramba!
Enrique ya tenía puesto un pie en el barrote más bajo de la verja que separaba el bosque del camino.
—¡Vamos! —dijo.
—Naturalmente —agregó Guillermo, algo desconcertado por el inmediato efecto de su elocuencia—. Pero no sabemos, «de verdad», si hay alguna tribu.
—No; mas podemos averiguarlo —contestó Pelirrojo, asumiendo la expresión sombría que consideraba indispensable en un intrépido explorador.
—Pudieran ser tribus peligrosas, ¿sabes? —objetó Douglas, echándose hacia atrás.
—Bueno, tú quédate aquí si tienes miedo —le contestó Pelirrojo.
—No tengo miedo por mí —se apresuró a declarar Douglas—. Por quien temo es por vosotros.
—Vamos, pues —dijo Guillermo, asumiendo el mando e intentando salvar la verja de un brinco, sin lograrlo.
—Las buscaremos bien buscadas —agregó, levantándose del suelo y escupiendo la tierra que había tragado al caer—. ¡Vaya si las buscaremos!
* * *
La maleza se hizo más espesa. Los muchachos caminaban en fila india.
—Bueno, apuesto a que ningún blanco ha pisado «esto» antes —murmuró Guillermo, abriéndose paso por entre una zarza.
—Oíd —dijo Pelirrojo—: ¿verdad que tendría gracia que nos encontrásemos una tribu de salvajes habitantes de los árboles? Ya sabéis, de esos que viven por las ramas.
—Tú quieres decir monos —contestó Douglas, sombrío.
—No, señor —protestó Pelirrojo, indignado—; yo ya sé lo que me digo y «no» quiero decir monos. Hablo de «personas» que hacen una especie de nidos en los árboles.
—Entonces, quieres decir pájaros.
—Bueno, pues sean lo que sean, vamos a reunirnos con ellos —interrumpió Guillermo— y viviremos como los salvajes, sin tener que volver al colegio.
—Quiera Dios que no sean caníbales —dijo Douglas, tan sombrío como siempre.
—Quizá —insinuó Enrique— crean que somos dioses y nos hagan reyes. Leí una vez un cuento en que ocurría algo así.
Los «Proscritos» no parecieron creer probable aquello.
Guillermo expresó sus dudas con las siguientes palabras:
—La gente de tu libro debía de tener un aspecto algo diferente al nuestro para que hubiese quien creyera que eran dioses. Sea como sea, creo que nos «uniremos» a ellos y viviremos como salvajes también.
—Espero que estaréis todos al tanto por si aparece algún animal salvaje —interrumpió Enrique—. Me parece que acabo de ver un leopardo que desaparecía en la distancia.
—Si hubiese «sabido» lo que íbamos a hacer, me hubiera traído mi escopeta de aire comprimido —anunció Guillermo.
—Sí, y si no me hubieran quitado mis herramientas, tal vez me hubiesen salvado la vida —exclamó Pelirrojo con amargura—. Sirven para hacer agujeros a las cosas.
—¡Hiii! —exclamó Douglas, que acababa de abrirse paso por entre una mata de espino para ir a caer, después, en un pantano—. ¡Hiií! ¡Esto es lo que llaman una selva im… impenetrable!
—¿Una selva qué? —inquirió Guillermo.
—Impenetrable —repitió Douglas con firmeza.
Guillermo tenía una vaga idea de que había algo raro en aquella palabra; pero, como no estaba seguro, la dejó pasar.
* * *
Llevaban caminando cerca de una hora. Tenían la ropa hecha jirones, los cuellos torcidos y llevaban agregada a su persona una buena carga de barro; pero estaban convencidos de que habían explorado tierra que ningún blanco había pisado antes de ellos. No habían hallado rastro de tribu salvaje alguna y empezaban a perder toda esperanza.
—Tal vez se hayan muerto todos de hambre, porque no parece haber gran cosa que «comer» por aquí —murmuró Guillermo, que empezaba a sentir apetito.
—Oye, y ¿no habríamos encontrado sus huesos si hubiese ocurrido eso? —preguntó Douglas.
—Lástima que no hayamos tropezado con animales salvajes —exclamó Enrique—. Hubiéramos podido matarlos y comérnoslos.
—Debíamos haber traído provisiones —aseguró Douglas—. Estamos a muchos kilómetros de la civilización y no tenemos nada que comer.
Miró a su alrededor.
—Supongo —prosiguió entre esperanzado y desesperado— que ninguno de vosotros «trae» nada de comer.
Todos se registraron los bolsillos. La única cosa comestible era una nuez minúscula que encontró Guillermo en un bolsillo.
—Será difícil de repartir —murmuró, pensativo.
—Guardémosla hasta que nos estemos muriendo de hambre por completo —dijo Pelirrojo.
—Tal vez acabemos por tenernos que comer unos a otros —aseguró Douglas, sombrío.
Aquella insinuación pareció animarles.
—Echaremos suertes para que la cosa sea justa —estipuló Enrique.
—Trabajo os iba a costar pescarme a mí —aseguró Guillermo, contoneándose.
—Sentémonos a descansar —propuso Enrique.
Se sentaron, y después de un campeonato de tirar piedras, en el curso del cual Pelirrojo se las arregló para hincharse un ojo él solito, y que ganó Guillermo, empezaron a estudiar las posibilidades del lugar.
—Yo no tengo ganas de penetrar más, ¿y vosotros? —dijo Douglas.
—Debimos traer una bandera para clavarla aquí —anunció Pelirrojo, aplicándose un puñado de hierbas al ojo con al esperanza de que tuvieran propiedades medicinales—. Se hace siempre, ¿sabes? Para demostrar que se ha descubierto.
—Mañana traeremos una —contestó Enrique—. Mi hermana tiene una bandera inglesa pequeña.
—Oíd —dijo Guillermo—: este es un sitio estupendo para el escondite. Vamos a jugar a eso. ¿Quién se queda?
—Pelirrojo —propuso Enrique sin vacilar—, porque tiene la ventaja de que ya tiene un ojo casi cerrado.
—Cualquiera «diría» —se quejó Pelirrojo con amargura— que no te doy ni pizca de lástima.
—Y no se equivocaría —aseguró Enrique, tranquilamente—. ¡Si la gente que exploró el monte Everest tuvo que soportar dedos helados y cosas así! Debieras estar contento de no tener más que un ojo hinchado.
—Pues ¿y «tú»? A ti no te pasa nada.
—No; yo he tenido más suerte aún —asintió Enrique, sin la menor emoción—; pero debiste traer un poco de anestesia, para no morirte de dolor.
Puesto que parecía inminente una pelea, Guillermo intervino.
—Veamos —dijo—; tú cuenta hasta cien, Pelirrojo.
El interpelado cerró el ojo que podía abrir y sus compañeros corrieron a esconderse.
* * *
Después de correr unos minutos, Guillermo quedó desconcertado al observar que había llegado a una carretera. El bosque se había acabado. Empezó o sentir dudas acerca de que aquel terreno estuviese tan sin explorar como él había supuesto; pero las desterró como fuera de lugar. Su preocupación, de momento, era hallar un buen escondite. Podía discutirse la otra cuestión más adelante. Había un automóvil en mitad de la carretera, desocupado, completamente solo. Era de cuatro plazas; pero las dos de atrás estaban cubiertas con un toldo atado al respaldo de los asientos delanteros y de los de atrás.
Los ojos de Guillermo brillaron. ¡Qué escondite más estupendo!
Abrió la portezuela y se metió debajo del toldo. Rio para sí. Estaba seguro de que allí no le encontraría nadie. Aguardó, lleno de gozo…
De pronto oyó voces. Alguien se acercaba. Alguien subía al coche. Alguien lo ponía en marcha. Se quedó mudo de horror. Exhaló un sonido extraño, de protesta; pero lo ahogó el trepidar del motor. Se dio cuenta de que el coche había emprendido la marcha. Se asomó cautelosamente. Dos damas, ambas de edad madura, serias y severas, ocupaban los asientos delanteros. Llevaban gran cantidad de hojas y de matas que, evidentemente, habían recogido en el bosque. Una de ellas se volvió por completo y, al ver su perfil, Guillermo decidió, apresuradamente, no dar a conocer su presencia y volvió a ocultarse bajo el toldo. El automóvil prosiguió su marcha. Guillermo empezaba a inquietarse. ¿Cómo les iría a sus valerosos guerreros en la selva virgen sin él y dónde… dónde… oh, dónde iría él a parar?
El coche se deslizó por un enarenado jardín y entró en un garaje. Las dos señoras se apearon.
—Yo creo que estas hojas son, precisamente, lo que necesitábamos —dijo una de ellas.
—Son magníficas —contesto la otra—; cumplirán su cometido admirablemente.
Salieron del garaje sin dejar de hablar. Guillermo aguardó a que sus voces se hubieran apagado en la distancia; luego, con mucha cautela, salió de su escondite. Se encontró en un garaje muy grande. Se dio cuenta, con inquietud, de que no estaba, ni mucho menos, presentable. La selva virgen había dejado en él sus huellas; con sus matorrales llenos de espinas le había desgarrado cuello, chaqueta y cabello. Le había ensuciado rostro, ropa, rodillas y botas en los pantanos, con encantadora imparcialidad.
Se arrastró fuera del garaje. El jardín era grande y la casa también. No; no tenía aspecto de ser una casa corriente. Las ventanas carecían de cortinas. Dentro se veían, sentadas, muchachas de todos los tamaños, con cabello cortado o en trenzas. Sorprendido y curioso, se acercó más.
Una mujer pequeña, que llevaba lentes, salió por una de las puertas y le llamó.
—¡Ven aquí, muchacho! —ordenó, imperiosa.
Guillermo dudó si obedecer o dar media vuelta y salir de estampía. Pero una niña pequeña, de cabello oscuro y mejillas adornadas con hoyuelos, miró por la ventana y le dirigió una sonrisa. Ante aquello, obedeció.
Entró en una clase que tenía una plataforma a un extremo. Gran número de muchachas se hallaban sentadas ante caballetes. La señora de los lentes cogió a Guillermo por una oreja y le condujo a través de la clase.
—El modelo que yo esperaba no ha podido venir, niñas —dijo—; conque os voy a pedir que dibujéis al niño del jardinero.
—Debe de ser un niño nuevo —murmuró una muchacha alta y delgada—. Es la primera vez que lo veo.
—No hables, Gladys —dijo la maestra—. Que sea un niño nuevo o viejo, no hace al caso. Lo importante es que le tenéis que dibujar. Siéntate, muchacho.
Guillermo, que ya había visto a la muchacha morena junto a la ventana, se sentó humildemente.
Una muchacha de primera fila se estremeció.
—¡Qué «sucio» está! —exclamó.
—Es igual —repuso la maestra—. Quiero que le dibujéis tal como es: un niño feo y sucio, nada más.
Al parecer, había considerado a Guillermo como una cosa tan inanimada como una escultura; pero la mirada, llena de ferocidad, que le dirigió el muchacho, la hizo comprender su error. Pareció desconcertarse algo.
—Ah… procura poner cara más agradable, niño —dijo con voz débil.
—Me disgusta tener que dibujar cosas «horribles» —dijo la muchacha de primera fila con un nuevo estremecimiento.
Una expresión de furia incontenible apareció en el rostro de Guillermo. Abrió la boca para contestar indignado. Pero, antes de que pudiera hablar, la muchacha morena sentada junto a la ventana dijo:
—Yo no le creo feo.
La expresión de furia de Guillermo se convirtió en tímida y estúpida sonrisa.
—No habléis de él, niñas —dijo la maestra—. «Dibujadle».
Trabajaron en silencio. Guillermo miró a su alrededor. La mirada crítica y ceñuda de dieciséis muchachas no le producía embarazo alguno. Sólo cuando su mirada tropezó con la de la niña morena, cubrió el rubor su embadurnado rostro.
—Me parece que he conseguido dibujar bien su «fealdad» —dijo, muy seria, una muchacha baja y chata—; pero no cojo bien su expresión de enfado.
—Deja que lo vea, niña —dijo la maestra.
Cogió el apunte y lo examinó, colocándose, accidentalmente, de forma que interrumpió la trayectoria de la mirada de Guillermo. Este alargó el cuello y miró, con interés, su retrato. Luego su interés volvió a convertirse en aquella furia intensa que sus facciones sabían expresar tan bien. Verdad era que el dibujo evocaba más bien la figura de un gorila que la de un ser humano.
—Siií —murmuró la maestra, dubitativa—; has logrado, en efecto, cierto parecido…
Guillermo volvió a abrir la boca, indignado. La morenita exclamó, de pronto:
—Yo no creo que parezca enfadado.
Guillermo cerró la boca y su ferocidad tornó a convertirse en estúpida sonrisa.
—No hace más que «cambiar» de expresión —se quejó una muchacha en la última fila.
—No cambies, niño —ordenó la maestra.
En aquel momento sonó un timbre y las muchachas corrieron hacia la puerta.
—Despacio, niñas —aconsejó la maestra, disponiéndose a seguirlas—. Niño, quédate en la clase, ponla en orden y guarda los caballetes.
Guillermo se quedó y, con gran alegría suya, descubrió que la niña de los hoyuelos y cabello oscuro se había quedado atrás también. Permanecía junto a su caballete, con la mirada fija en el exterior. Guillermo empezó a mover caballetes de un sitio a otro, sin un plan de campaña determinado.
—No soy el niño del jardinero —le dijo a la muchacha.
Esta no contestó.
—Soy un explorador.
La niña no hizo comentario alguno.
—He explorado sitios que ningún blanco había pisado antes.
La niña seguía sin contestar.
—He corrido grandes peligros. He estado a punto de morirme de hambre y de que me comieran las fieras.
Silencio.
—He explorado sitios que ningún blanco había pisado antes.
Guillermo recogió del suelo un apunte suyo; lo miró; parpadeó y tragó saliva. Luego lo arrugó, lo hizo una pelota y lo tiró con rabia al cesto de los papeles.
—Una vez me arranqué todos los dientes sin anestesia —prosiguió, mintiendo a conciencia, con cierto deseo mal definido de reconquistar su dignidad.
Silencio aún.
—He venido aquí disfrazado, encargado de una misión secreta —continuó con misterio.
De pronto, la niña sepultó el rostro en las manos y se echó a llorar.
—¡No llores! —exclamó Guillermo, angustiado—. ¿Qué te pasa? ¿Te duelen las muelas?
—¡Noo!
—¿Te ha tratado alguien mal?
—¡Nooooo!
—Dímelo si te han tratado mal —prosiguió, amenazador, el niño—. Los mataré. No me importa cuánta gente tenga que matar. He estado donde ningún blanco ha…
—Estoy muy triste —gimió la niña—. ¡Quiero volver a mi caaasa!
—Bueno, bueno, pues «vete» a casa —aconsejó Guillermo, animador y casi con ternura—; tú «vete» a tu casa. Yo… yo te «llevaré» a tu casa.
—No… no puedo.
—¿Por qué no?
La niña se secó los ojos.
—Porque tengo que trabajar en una función que damos esta tarde y, si no me presento, comprenderán que ha ocurrido algo, y me co-cogerán antes de que llegue a la estación y me obligarán a voolveer…
—No será verdad —contestó Guillermo—. Yo… yo te ayudaré. Te digo que no habrá quién se atreva a pararme a mí. He estado donde ningún blanco había pisado antes, y me he hecho cortar una pierna sin anestesia y…
—Sí —dijo la niña, sin impresionarse—; pero ¿no comprendes que no puedo irme en seguida, porque aún no he comido y tengo hambre, y si me escapo después de comer se darán cuenta y me cooogerán?
Rompió a llorar de nuevo.
—No llores —exclamó Guillermo, desesperado—. No te preocupes. Yo me cuidaré de ti. Oye (el rostro se le iluminó de pronto, como inspirado), yo haré tu papel en la función y así no sabrán que te has ido y podrás llegar a tu casa.
La niña dejó de llorar y le miró. Luego volvió a descorazonarse y exhaló un gemido.
—¡Pe… pe… pero si tú no tienes cara de haaada! —sollozó.
—Puedo «imitarla» —aseguró el muchacho—. Apuesto a que sí… Mira… mírame ahora…
Puso la vista en blanco y compuso sus facciones de forma que un observador imparcial hubiera creído mezcla de timidez e imbecilidad.
—¡Oh, noooo! —gimió la niña—. ¡No es eso! ¡No se parece! Deja… «¡por favor!».
Decepcionado, Guillermo desterró la expresión con que había querido imitar a las hadas, seres, por cierto, hacia los cuales experimentaba profundo desdén.
—Bueno —dijo—; si no lo hago bien, ¿no podría taparme la cara o algo así?
Cesó el llanto de la muchacha. Brillaron sus ojos. Palmoteó de alegría.
—¡Oh!, ¡me «había» olvidado! —exclamó—; hay un velo. No te verán la cara. ¡Oh, qué bueno eres! ¿Lo harás de «verdad»? Escucha y te diré «exactamente» lo que tienes que hacer. Yo soy el Hada Narciso… Te traeré la ropa en seguida. Hay un gorro de pétalos de narciso y un velo que tapa la cara; conque no hay «peligro». Tienes que esconderte detrás de un montoncito de verdor, a un lado del escenario. La señorita Pink y la señorita Grace fueron al bosque esta tarde, en automóvil, para traer las hojas y las matas. Tú ve temprano, a eso de las dos, y luego, cuando lleguen las demás, estarán tan ocupadas preparándose que no te molestarán. Te dejaré un libro y puedes hacer como qué lees. Y cuando empiece, esperas a que alguien llame al «Hada Narciso» y entonces sales, haces una reverencia, y dices: «Aquí estoy… hablad. Reina». Y, cuando se haya acabado eso, te sientas en el taburete, al lado del trono de la reina y no vuelvas a hablar. Es muy fácil. ¡Oh! ¡Qué bueno eres, querido!
El pecoso rostro de Guillermo volvió a encenderse.
—¡Oh! ¡No tiene importancia! —declaró con modestia—. No es nada comparado con lo que yo haría por ti. Pero… ¡si he estado donde ningún blanco había pisado antes…! Eso no es «nada». Y si te cogen y te vuelven a traer (soltó una risa seca, siniestra), ya pueden prepararse, no te digo más.
Ella le miró con ojos como estrellas.
—¡Oh, qué «bueno» eres! Me… me iría en seguida; pero ¡tengo un hambre…! y… hay tarta de meladura, hoy.
* * *
Los invitados entraron en el salón de fiestas del colegio. Los padres de Guillermo, los señores Brown, ocupaban dos asientos en el centro de la segunda fila. La sala estaba adornada con hojas y maleza.
—Me gusta asistir a todas estas cosas, ¿a usted no? —dijo la señora que ocupaba el asiento contiguo al de la señora Brown—. En realidad, no «quería» que hubiese un colegio de niñas tan cerca del pueblo; pero, ya que se instaló a pesar de todo, es preferible ser sociable y he de reconocer que siempre son la mar de amables en eso de mandar invitaciones para estas cosas.
—¡Ah, sí! —contestó la señora Brown—; y está muy bonito esto.
Se alzó el telón y las dos señoras siguieron su conversación en voz baja.
—«Muy» bonito —agregó la señora Brown.
—¿Verdad que sí? —asintió la otra—. ¡Oh! Resulta agradable asistir de vez en cuando a una de estas fiestas…
—Si quiere que le diga la verdad —confesó la señora Brown—, me gusta salir de casa a veces, porque, francamente, en casa estoy siempre con el alma en un hilo. Nunca sé qué nueva sorpresa me tendrá preparada Guillermo. En un sitio como este me siento «segura». Es agradable estar en un lugar donde una «sabe» que Guillermo no puede aparecer de pronto, haciendo alguna de las suyas.
—¡Hada Narciso! —llamó el hada heraldo en el escenario.
Una figura surgió de detrás de una barrera de verdor, dio un paso, con desgarbo, al frente, tropezó con la barrera y rodó por el suelo, con barrera y todo. El amarillento gorro se le cayó, dejando al descubierto una cabeza desgreñada y un rostro severo, cubierto de pecas y de barro.
—¿Cómo es su niño? —preguntó la vecina de la señora Brown, que no estaba mirando al escenario—. No creo haberle visto nunca.
—¿Cómo es su niño?— preguntó la vecina de la señora Brown—. No creo haberle visto nunca.
Pero la sonrisa de la señora Brown había desaparecido. Su rostro reflejaba el más profundo horror. Estaba boquiabierta. Su vecina siguió la dirección de su mirada. La extraña aparición no pareció desconcertarse en absoluto por el contratiempo sufrido. Ni siquiera se preocupó de recoger su gorro. Se quedó en el centro del escenario y dijo con voz alta y feroz:
—No me toca hablar a mí— replicó Guillermo, mirando con altivez al Hada Narciso.
—Aquí estoy…
Hubo un silencio mortal. El Hada Campánula, que se hallaba cerca, inspirada por una determinación irreductible de seguir adelante, pese a cuantos desastres pudieran ocurrir, apuntó:
—Hablad…
Guillermo la miró con altivez.
—Acabo de hablar —contestó.
—¡Hablad, Reina! —susurró Campánula, desesperada.
—No me toca a mí —contestó la reina, en un susurro.
Campánula taconeó impaciente.
—Di «Hablad, Reina» —le ordenó a Guillermo.
—¡Ah! —exclamó Guillermo—. Lo siento. Me comí ese trozo. Me olvidé que tenía que decir algo más. ¡Hablad, Reina! Ya no hay más, ¿verdad? ¿Dónde está el taburete?
Miró a su alrededor; luego, con toda tranquilidad, se sentó en el taburete, sublimemente inconsciente de que todos los actores y el público estaban paralizados de asombro.
Lenta, muy lentamente, la señora Brown recobró el uso de la palabra. Sus horrorizados ojos dejaron de mirar el escenario. Asió con fuerza el brazo de su esposo.
—¡Juan! —exclamó, temblorosa— ¡es… es… es Guillermo!
El señor Brown había estado observando también, boquiabierto, la inesperada aparición de su hijo. Se rehízo con un esfuerzo.
—No digas tonterías —contestó por fin—. En mi vida he visto a ese muchacho. ¿Lo oyes? Es la primera vez que vemos a ese niño.
—Pe… pe… pero si eso no es verdad, Juan. ¡Es Guillermo!
—¿«Quién» es Guillermo? —exclamó el señor Brown, desesperado—. Guillermo, no existe. Reniego de él temporalmente. He decidido no conocerle hasta que volvamos a encontrarnos en nuestra propia casa. No sé cómo ha llegado aquí ni qué piensa hacer… ni me importa. He renegado de él. Te digo que no le conozco.
—¡Oh, Juan! —gimió la señora Brown—. ¡Es terrible!
* * *
Todo el mundo estuvo de acuerdo, más tarde, en que alguien debía haber hecho algo en seguida. Pero la directora del colegio estaba fuera del salón, vigilando los preparativos para el té, y la maestra que se cuidaba del telón era miope y algo sorda y además estaba pensando en otras cosas en aquel momento; por ello no se dio cuenta de que ocurriera nada anormal. Y la maestra que hacía de apuntadora dijo que supuso se habían hecho modificaciones en el programa sin avisarla; no sería la primera vez que ocurría algo así; ¿cómo iba a saber ella, pues, que aquello no estaba en el programa? Sea como fuere, el caso es que la función siguió adelante. Pero ya nadie se preocupó de la trama. Todo el interés del público se concentró en la curiosa aparición, inadecuadamente cubierta de muselina amarilla, que había tomado asiento al pie del trono.
La aparición en sí no parecía darse cuenta de que era blanco de todas las miradas. Miraba a su alrededor, severa, aburrida, desdeñosa… De pronto se iluminó su semblante, como si acudiese a su memoria un recuerdo agradable. Se remangó la túnica amarilla hasta la cintura, revelando unas botas cubiertas de barro, piernas enlodadas y pantalones manchados de cieno. Se metió una mano en el bolsillo y sacó una nuez que se dispuso a partir con grandes contorsiones faciales.
En aquel preciso momento entró la directora del colegio por la puerta del fondo de la sala. Una sonrisa de orgullo adornaba su rostro. Su mirada erró hacia el escenario. La sonrisa de orgullo desapareció, siendo sustituida por uno; expresión de horror y de sobresalto. El Hada Narciso había partido la nuez y procedía, con toda suerte de señales de concentración y contento, a extraer la pulpa de la misma.
Con el aire de quien se lanza a efectuar un salvamento heroico, la directora atravesó, corriendo, la sala y bajó el telón.
—¡Ah…! ¿quién es ese niño? —preguntó el señor Brown, dirigiéndose a una maestra que estaba junto a él.
Era la profesora de dibujo.
—El niño de nuestro jardinero —contestó la buena señora—; pero no sé «qué» hace andando por el escenario.
—¿Lo ves? —le dijo el señor Brown a su esposa, bailándole la risa en los ojos—; es el niño del jardinero.
—¡No lo es! —gimió la señora Brown—; es Guillermo. Tú «sabes» que es Guillermo.
La directora, roja de rabia, se metió detrás del telón y echó mano al Hada Narciso.
—¿Qué significa esto, mal niño? —preguntó.
El Hada Narciso abandonó su nuez a medio comer, esquivó lo que, con razón, sospechaba era una mano vengadora y salió huyendo.
—¡Cogedlo! —jadeó la directora—. ¡Coged a ese niño!
* * *
Todos los artistas, seguidos de todo el personal, emprendieron en masa la persecución de Guillermo. Recogiendo los vuelos de su túnica amarilla, el muchacho salió disparado como flecha. Enfiló la puerta del fondo de la sala y, una vez fuera, cruzó el jardín en dirección a la verja. Con toda seguridad se hubiese adelantado mucho a sus perseguidores, de no haber chocado con una niña pequeña y un hombre alto que, en aquel momento, entraban en el jardín. Los tres rodaron por el suelo. Luego se incorporaron, mirándose unos a otros. El hombre, que había recibido en pleno estómago el impacto de la cabeza de Guillermo, se frotó la parte dolorida. Pero la niña dio un grito de alegría y dijo:
—¡Oh! ¡Es ese niño tan bueno, papá!
Luego, dirigiéndose a Guillermo:
—Me encontré con papá camino de la estación. Yo no sabía que iba a venir, y ahora me siento «completamente» feliz. Me ha hecho un regalo muy bueno y me he acordado de que juego la semana que viene en el partido de pelota y me sabría «muy mal» perderme eso.
En aquel momento, la profesora de gimnasia, que formaba la vanguardia de la persecución, llegó y cogió a Guillermo por una oreja; la profesora de dibujo llegó un momento después y le agarró de la otra. A continuación se presentó una niña mayor y, no queriendo ser menos, le cogió por el cuello. El resto de los perseguidores llegó en aquel momento y cada uno le agarró por el trozo de su anatomía que encontró desocupado. Asido así, por todos los puntos disponibles, fue conducido ante la directora. Un grupo de invitados salía por la puerta lateral. Entre los primeros se hallaban los señores Brown. El señor Brown dirigió una mirada al hijo que en tan ignominiosa situación se hallaba, dio media vuelta y se perdió entre los demás invitados. La señora Brown, angustiada y sin saber si seguir a su marido o a su hijo, acabó optando por el primero.
—¡Oh, Juan! —exclamó, retorciéndose las manos—; ¿no piensas hacer algo?
—¡Quiá! —contestó él—. Ya te dije que había renegado de él.
Pasó una hora. Habían vuelto a congregarse los invitados. Se había dado un concierto y varios recitales. Fueron distribuidos los premios. La directora, a instancias del hombre alto, había perdonado su travesura a Guillermo. Los invitados tomaban el té en el jardín. Guillermo estaba sentado junto a una mesa pequeña, en compañía del hombre alto y de la niña. Se sentía enormemente feliz. Estaba consumiendo una cantidad increíble de pasteles y, de vez en cuando, la niña le sonreía dulcemente.
—No volveré a ser tan tonta, papá —dijo—. Habíamos celebrado un banquete a media noche y me comí miles y, miles de dulces y eso «siempre» me hoce sentirme un poco triste al día siguiente, y…
—Un momento —la interrumpió su padre—; acabo de ver a un amigo. ¡Hola, Brown!
El señor Brown se acercó a la mesa. Guillermo perdió todo su aplomo. Parpadeó. Quedó boquiabierto. ¡Caramba! ¡Su padre! Se inclinó como si fuera a coger algo del suelo y permaneció en aquella postura, esperando así pasar inadvertido.
—Le presento a mi hija, Brown —dijo el hombre alto, después de saludarle. Luego cogió a Guillermo por el cuello y le obligó a alzar la cabeza. El muchacho intentó rehuir la mirada de su padre.
—No estoy muy seguro de quién es este muchacho —prosiguió el hombre—; de manera que no se lo puedo presentar como es debido. Lo único que sé de él es que ha estado donde ningún blanco ha pisado antes y que se ha hecho sacar todos los dientes sin anestesia… pero, quizá le conozca usted, ¿no?
—No conocía esas dos hazañas suyas —contestó, sonriente, el señor Brown—; pero… (su mirada sardónica obligó a su hijo a mirarle) no es esta la «primera vez» que nos vemos.