Acabo de enviarle por mail a Aithne el trabajo de historia, en el momento en el que veo a Liadan correr hacia el castillo desde la ventana del despacho del director McEnzie. Aún no han abierto pero ella les grita a los guardias de la garita que necesita entrar ya. Ésta es una institución para gente importante, y los trabajadores no se atreven a negar nada a los alumnos, así que la dejan pasar. Me apresuro a bajar a su encuentro, pues ha tenido que suceder algo grave y me siento angustiado.
La intercepto en lo alto de la escalinata que lleva a la primera planta y veo que respira con dificultad, debe de haber venido corriendo desde casa.
La abrazo unos minutos pero no puedo esperar más a saber qué pasa. La separo sujetándola de los hombros y la miro a la cara, no me gusta la desesperación que veo.
—No puedo más —me dice con la voz entrecortada—. Ya no lo soporto. No puedo más.
—Shhh —la chisto; me da miedo que el conserje, que está abajo, pueda oírla.
—No, Alar, ya me da igual todo —insiste—. Sé que voy a morir dentro de poco.
—Liadan, pero qué estás diciendo —le pregunto horrorizado—. Vamos.
Le rodeo los hombros con un brazo y me la llevo a la biblioteca, porque he oído unos pasos sutiles en la planta de abajo que atestiguan que alguien estaba escuchando. A Liadan, tal como ha dicho, todo le da ya igual, pero no a mí, que no pierdo la esperanza. Ella sigue hablando mientras nos dirigimos a la biblioteca vacía y me explica que ha encontrado mi última conversación con Aithne entre los apuntes de ésta. Y está completamente desquiciada, lo veo en su expresión. La conozco, es la imagen de la desesperación, acechando para apoderarse de ella; lo vi también en los ojos de mis hombres, el día de aquella última batalla. Todos sabíamos que íbamos a morir allí, y esa certeza te cambia.
—No, mi amor —le digo después de sentarla en la mesa de los archivos, acariciándole los suaves cabellos—. Del psiquiatra nos ocuparemos Aithne y yo.
—¿Con el trabajo de historia? —Me pregunta escéptica—. Alar, ya no aguanto más.
Las lágrimas resbalan por su rostro y yo estoy tan desesperado como ella aunque se lo oculte. Me siento tan impotente aquí encerrado, mientras ella vive fuera de estas puertas un infierno, que no sé qué va a ser de mí. Lo más importante ahora es que no pierda las ganas de vivir, ella que puede hacerlo. No entiende el regalo que está dispuesta a dejarse robar.
—Liadan, tu muerte no va a solucionar nada —le aseguro—. No puedes…
—¡No! —me espeta—. Nada se va a arreglar. Esa mujer no me va a dejar en paz hasta que sucumba. Y el psiquiatra tampoco va a descansar hasta que pueda asegurar que sufro locura. Dime, Alar, ¿qué le pasó a la chica del diario?
Por un momento no sé cómo reaccionar, perdido por ese hilo de pensamientos. No me acostumbro a la suspicacia de Liadan y creía que ya lo había olvidado. Me mira fijamente, y ante mi silencio, sabe que ha acertado.
—¿Qué le pasó, Alar? —me exige.
—Vivió hace unos decenios —le confieso—. No era capaz de verme como tú, pero era muy sensible a nuestra presencia. Ella simplemente creía sentir cosas que sus compañeros no apreciaban. De hecho, creo que era capaz de percibirme aunque no estuviéramos en la misma habitación. Pero todo eso no lo supe hasta que encontré su diario en el despacho de dirección después de que muriera, cuando Malcom aún no había sucedido al director anterior. La chica se fue volviendo loca, porque no podía estar segura de si aquellas cosas que sentía eran verdad o no.
—Así que tú llevaste el diario y eliminaste todo el contenido que pudiera llamar la atención sobre ti. Y le hiciste eso de llevarlo al otro lado, de forma que ya nadie lo puede ver…, excepto yo, claro. Pero como tienes una obsesión por los libros, no pudiste tirarlo y lo trajiste a la biblioteca. ¡Dios mío! Si incluso lo guardas en la sección de biografías.
Me alzo de hombros, pues tiene razón aunque yo no me había parado a pensarlo.
—¿Y cómo murió? —me pregunta Liadan.
—La hallé en la boca de las escaleras de caracol de la torre norte. Hice lo posible para atraer al viejo conserje hasta allí, pero era demasiado tarde. Se había roto el cuello.
—¡Entonces es cierto lo que cuenta James! Alguien, esa chica, se cayó por las escaleras de caracol y se mató.
—O se tiró por ellas.
—Ah —comenta Liadan, y no me gusta su expresión.
—Ahí está la cuestión, Liadan —le digo con vehemencia—. Esa chica murió aquí, y sin embargo no pervivió. No está aquí, murió sin mas.
—Pero si me matases tú, he leído…
—No voy a hacerlo, Liadan —le contesto—. Podría perderte del todo.
—No, claro. Es mejor dejar que me lleven a un psiquiátrico o simplemente que cuando ya no pueda más mire a la maldita puerca psicópata a la cara. Prefiero morir a vivir así, Alar. Pero no te preocupes, lo haré lejos de aquí.
Se levanta e intenta alejarse, pero la detengo.
—O me sueltas o grito —me amenaza.
Quizás a ella le dé igual lo que piensen, pero a mí no. Siento ganas de llorar o gritar pero la suelto, antes de que atraiga al conserje hasta aquí.
¿Qué pensaría el hombre?
Se aleja por la biblioteca, donde ya hay unos cuantos alumnos que observan a Liadan con curiosidad. No es ya un secreto que su comportamiento es del todo irregular.
No sé qué hacer. Por un lado desearía quedármela para siempre, cumplir su voluntad y arriesgar su existencia si así puedo estar con ella. Pero por otro, sólo de pensar que pueda morir del todo me aterra. Antes prefiero que siga con su vida, encontrar un novio, acabar sus estudios, encontrar trabajo, casarse, tener hijos, envejecer y luego sí, morir. Quizás al menos así me vendría a ver de vez en cuando, o al menos yo podría tener esa esperanza.
Me asomo a la ventana del archivo y miro en dirección al bosque, a mi hogar de muerto y de vivo. Entonces una mancha oscura llama mi atención y desvío la mirada hacia el lago. Es Liadan. Por un momento siento miedo, pues creo que va a lanzarse al gélido lago. Pero no, lo que hace es sentarse en la hierba, aovillarse y contemplar el agua. La dejo allí, quizás eso es lo que necesita, un poco de paz y tranquilidad para pensar.
Mientras tanto voy a buscar a Aithne para preguntarle si ya tiene el trabajo. Paseo por la biblioteca pero como no la veo, me dirijo a las aulas de estudio. Tampoco está allí. Me doy una vuelta por todo el castillo, extrañado de que no haya llegado aún, hasta que llego al vestíbulo. La conversación que mantiene James por teléfono me hace detenerme.
—Sí, señor, como le digo —está diciendo—. La señorita McWyatt puede decir lo que quiera, pero eso es lo que yo he visto… ¿Oiga? ¿Profesor McEnzie?
Puede insistir todo lo que quiera, pero no va a seguir hablando porque he impedido la línea. Es lo bueno de los teléfonos móviles, que podemos alterar su señal igual que la de la radio. Antes de que tenga tiempo de utilizar el teléfono fijo, voy a arrancar el cable. No sé qué está pasando, pero estoy seguro de que tiene que ver con Liadan.
Y no voy a permitir que me la quiten, porque es mía. No, no voy a dejar que me la quiten y mucho menos si no puedo decirle antes que la amo, que ella es mi existencia.
Salgo al patio a buscar a Liadan, con la intención de decirle que la amo, y que cuando se vaya me moriré otra vez, pero no puedo arriesgarme a perderla si aún puede tener unos años más de vida. Atraeremos a la mara hasta aquí, y la mataré.
Y le diré…
Me encuentro su teléfono destrozado en el suelo. Ella no sigue en el lago.
—¡Liadan! —grito con todas mis fuerzas.
Pero no me contesta. Por si acaso me lanzo al fondo del lago a buscarla, rezando a todos los dioses por no encontrarla allí.