De verdad no quieres que venga mañana? —le pregunto a Alar.
Me cuesta creer que se haya puesto del lado de Aith. Ella me ha pedido que pase con ella la tarde de mañana, que pasemos un sábado de chicas como antes, y él está de acuerdo. Opina que Aithne podría sentirse desplazada. Pero es mi amiga, y yo estoy segura de que lo comprendería. De hecho, hasta se me hace raro que me lo haya pedido, cuando hasta ayer me animaba a que pasara cuanto tiempo pudiera con Alar.
—Es el único día que podemos pasar solos —le insisto a Alar en la sala de archivos, pese a que con lo tarde que es ya casi no quedan alumnos en la biblioteca.
—Lo sé —y suspira con algo que me parece tristeza. Si no quiere que me separe de él, ¿por qué me anima a no venir mañana?—. Pero será lo mejor.
—Está bien —le respondo dolida—. Si no quieres verme, no vendré.
Salgo del despacho antes de que pueda retenerme. Estoy enfadada y necesito verter mi frustración contra él. Consciente de que me sigue, no pienso darle la oportunidad de calmarme. Me apresuro, porque he visto que Evan está recogiendo las cosas del cubículo en que estudiaba.
—¡Evan! —le llamo, ya sin molestarme en bajar la voz porque es el último alumno que queda en la biblioteca.
—Hola, Lia —me responde sonriente.
No suelo iniciar conversaciones con los demás por mí misma, así que se siente gratamente sorprendido.
—¿Me esperas y salimos juntos?
—Claro.
Ignoro a Alar, que revolotea a mi alrededor impotente por la presencia de Evan, mientras recojo mis cosas de la mesa en que había estado estudiando. Ahora que estamos en período de exámenes, el bibliotecario viene también por la tarde y ya no tengo que supervisar la biblioteca yo. Alar trata de convencerme de que no piense que no quiere verme, pero yo le ignoro y me centro sólo en la conversación de Evan, que me cuenta que el otro día me vio en el Red Doors pero que como estaba rodeada por los Lost Fionns, el grupo de Keir, no se acercó.
—Ya podemos irnos —le digo cuando me he puesto el abrigo.
Alar me retiene del brazo, así que lo miro con el ceño fruncido. Me suelta, porque sabe que no puede montar una escena.
—No puedes pensarlo en serio, Liadan —me dice cuando salgo por la puerta con Evan.
Sonrío, una sonrisa malévola. Claro que no pienso que no me quiera, pero se merece sentirse inseguro por impedirme venir a verle mañana.
El sábado ni Aithne ni yo estamos de ánimos para estudiar y, cuando empieza a caer la tarde, nos vamos a nuestro pequeño reducto de paz, el Crichton Castle. Hoy vuelve a ser un día nublado, pero no creemos que nieve. La temperatura es baja, pero no tanto. Extendemos nuestros impermeables sobre la hierba del camino que lleva al castillo y nos acurrucamos en nuestros abrigos. Saludamos con la mano a los últimos turistas que, abandonando el castillo, regresan de vuelta a sus vehículos.
—Es curioso —le digo a Aith cuando ya no queda nadie, después de saludar con la mano a los guías y vigilantes del Crichton, que se van dejándonos solas en el camino—. Ya no me siento una turista aquí.
—Es que no lo eres —me responde Aith con una sonrisa—. Tú eres tan de aquí como muchos escoceses. Te quiero, y sigo sin querer que te vayas, Lia.
Yo también sonrío, Aithne no pierde oportunidad de tratar de convencerme de que me quede. Pero me emociona su sinceridad, y le cojo la mano para estrechársela; con Alar y con ella me siento completa. Ya ni siquiera me sorprende que la parte de mí que quiere darle la razón sea la más convincente.
—Creo que no quiero irme —le confieso—. Pero quizás sería lo mejor. Sería duro quedarme aquí y estar tan cerca de Alastair sin poder verlo.
—¿Qué quieres decir? —me pregunta confusa y preocupada.
Le explico a Aithne todo eso que yo tardé tanto tiempo en querer comprender. Su mirada de horror es suficiente consuelo para mí. Pero, por supuesto, no le gusta nada que le mencione que la única solución que veo posible es que me muera en el castillo, y esperar que mi espíritu permanezca allí.
—Liadan —me dice Aith, que se ha puesto pálida y tiene los ojos llorosos—, no quiero volverte a oír hablar así nunca más o de veras que dejaré que el psiquiatra te ponga las manos encima. Ni se te ocurra pensar en querer morirte.
Se calla porque no puede retener el llanto, y la abrazo. Estamos así unos minutos, mientras a mí se me escapan las lágrimas también. Me doy cuenta de que echaría de menos a Aithne, si se muriera y yo la viese. Y sufriría sabiendo que me añora también.
—No volveré a decirlo —le aseguro sin ser más explícita.
Aithne asiente, pero luego me mira suspicaz, y temo que me pregunte que qué quiero decir con eso.
—Alastair no estará dispuesto a matarte, ¿verdad? —me pregunta en cambio.
—No —le contesto tratando de parecer neutral—. No te preocupes, él tampoco quiere que me muera. Cree que es arriesgado.
Para no ver la expresión de Aithne levantó la mirada hacia el castillo, preguntándome si sería capaz de suicidarme. Además, por lo que he averiguado en los dudosos libros de parapsicología, una de las formas teóricamente más seguras para permanecer en este mundo es que sea un muerto quien te arranque de él. Podría ser cierto, puede tener algo que ver con la energía y las conexiones axiales que permiten que la mente funcione. Como una batería de un coche que enciende otra. Pero quién sabe…
Estoy tan sumida en semejantes reflexiones que me cuesta darme cuenta de que estoy mirando a alguien. Me inclino hacia delante apoyando las manos en las rodillas, fijando la vista en una de las ventanas vacías del lejano castillo. Sí, ahí está, la misma mujer vestida de blanco de hace unos meses.
—Aithne, mira discretamente pero, ¿ves alguien allí, en la tercera ventana por la izquierda del castillo?
Aithne, a mi lado, se pone tensa pero se gira hacia la mole de piedra que se oscurece a medida que lo hace el día.
—Yo no veo a nadie —me contesta en un susurro estremecido—. ¿Sigue ahí?
Asiento con la cabeza. La estoy viendo. Es una mujer pálida de vestido blanco y cabellos largos y negros. Es curioso, porque no recuerdo haber leído en ninguna parte que haya leyendas sobre fantasmas en el Crichton Castle. Entonces recuerdo la conversación telefónica que mantuvo Alar con Jonathan el día que le hice la fotografía a escondidas. Estaban preocupados por lo que pudiera haber en ese castillo.
—Vámonos de aquí —le digo a Aithne.
No quiero preocuparla, porque sé lo que le asustan los fantasmas que no ve, pero he sentido un escalofrío. Esa mujer tiene un aspecto especialmente tenebroso. Me estaba mirando a mí también y puede que se haya dado cuenta de que la he visto.
«Tranquila», me digo. «No va a salir de ahí para seguirme.»
Por la noche hemos quedado con Keir y sus amigos en el Folk at The Tron, una discoteca situada en una de las muchas cuevas subterráneas de la ciudad. Me encanta este sitio, pues para nada es claustrofóbico pese a estar varios metros bajo tierra.
Como me siento feliz, me dejo arrastrar a la pista de baile por los amigos de Keir y pronto la música nos ha envuelto en una especie de frenesí que poco tiene que ver con el alcohol que estamos consumiendo (yo, ninguno). Aithne está a mi lado. Está preciosa con ese vestido largo de color violeta que resalta aún más el rubio de sus cabellos, pero a ninguno de los chicos que nos acompañan se le ocurriría tratar de ligar con ella; muchos son amigos de Brian. Y creo que yo, gracias a Keir, tampoco tengo que preocuparme de dar calabazas a nadie.
—Ojalá Alar pudiera estar aquí —le grito a Aithne por encima de la música.
Ella me dedica una sonrisa comprensiva y animosa, pero la que le devuelvo se me hiela en el rostro. Detrás de ella estoy viendo una aparición. Por las escaleras que vienen de la calle ha aparecido una mujer muy pálida, de cabellos negros y borrones negros por ojos, y un vaporoso vestido blanco que se mueve bajo una brisa inexistente. Oh, Dios mío, es la muerta que he visto en el Crichton Castle.
—Lia, ¿qué te pasa?
Aithne ha dejado de bailar y me ha agarrado el brazo. Debo de haberme puesto muy blanca. Me obligo a decirle que nada y a seguir bailando, para no asustarla. Trato de vigilar a la aparición por el rabillo del ojo, una mancha blanca que se mueve etérea en la penumbra del bar. Me aterra que esté aquí por mí, que me haya seguido desde el Crichton.
No, no hay duda. Ha venido a por mí. Desvío la mirada al suelo cuando noto que se mueve a mi alrededor. Me está acechando. Sigo bailando y sigo mirando al suelo, aterrada, deseando más que nunca que Alar estuviese aquí, conmigo. Estoy rodeada de gente, pero nadie puede ayudarme. Me siento sola y desvalida. La aparición sigue rondando a mi alrededor. Veo los bajos de su vestido blanco dar vueltas dentro de mi campo de visión. Seguro que está atravesando a mis amigos, pero no me atrevo a levantar la mirada para ver si reaccionan.
—Lia, ¡Lia! ¿Estás bien?
Me obligo a levantar la mirada hacia el rostro sudoroso de Keir. Me mira con ojos interrogantes, preocupados, y yo fijo mi mirada en ellos mientras estudio por mi visión panorámica a la mujer muerta que se ha detenido junto a él. Sus ojos son aún más negros que los míos y brillan con ferocidad dentro de los borrones. Hubiese sido una mujer hermosa si no fuese por sus rasgos cadavéricos y la expresión malévola, voraz, de su rostro. Me mira anhelante, está deseando que fije la mirada en ella y comprobar así que la veo. Y me doy cuenta de que no debo hacerlo, jamás. Creo que mi vida depende de ello.
Parpadeo, acordándome de que estoy mirando a Keir. Él ha dejado de bailar también.
—Estoy bien —le respondo—. Sólo un poco mareada, el ambiente es sofocante.
Me sujeto a su brazo y me abanico para dar realismo a mi argumento. Y para sentir el tacto cálido y confortante de una persona humana, viva, que se preocupa por mí.
—Vale —dice Keir con autoridad—. Nos vamos.
Se forma un revuelo cuando nuestros acompañantes empiezan a preguntar que qué sucede y a comentar que estaré bien en cuanto me dé el aire. Si no estuviera aterrada, me sentiría profundamente halagada de que entre todos se hayan preocupado de traer mi abrigo del guardarropa, hacer espacio y traerme una botella de agua fresca. Keir sigue sujetándose con un brazo alrededor de mi cintura y, frente a mí, Aithne me interroga con la mirada. Sus sospechas no están desencaminadas.
La aparición nos sigue hasta la calle. Somos un grupo de siete personas, pero yo me siento completamente desprotegida. Ahora, sin embargo, convenzo a Keir de que estoy suficientemente bien como para caminar sola, sin que me sostenga pendiente de mí. Trato de mostrarme jovial y despreocupada, como se sentiría una persona normal que sólo se hubiese mareado por el ambiente recargado del local. Pero esta vez sí dejo que Keir me acompañe a casa. La pregunta es si podría impedírselo. Quizás piense que mi mareo esté relacionado con la esquizofrenia que debe de creer que padezco.
Me despido rápidamente de Aith, que se va flanqueada por tres de los amigos de Keir. La mujer muerta nos sigue a nosotros, por supuesto. Evitando fijarme en ella, me consuelo en el hecho de que Jonathan, cuando pasemos por en Bruntsfield, verá lo que pasa. Espero que él sepa qué hacer, o al menos que pueda avisar a Alar.
Aunque sepa que no me va a poder proteger.