Me pregunto cómo lo más extraño y aterrador puede ser también lo más maravilloso que ha ocurrido en mi vida. Alar está muerto, pero yo me siento más viva que nunca entre sus brazos. Sus labios son cálidos como rayos de sol. No quiero pensar en lo que estoy haciendo, tan sólo dejarme llevar. Hasta el final, acabe como acabe esto.
Pero Alar no parece ser de mi misma opinión. Se ha puesto rígido de repente y, antes siquiera de darme cuenta, ha separado su rostro del mío. Se ha puesto tan sombrío que si hubiese podido pensar con claridad, estaría despavorida. Casi todo su rostro está ahora emborronado por ese pozo negro que parece ser siempre la respuesta a su miedo, a su angustia, a su ira. El frío me traspasa como un témpano que se clavara en mis costillas.
—Qué…
Dios mío. No me está mirando a mí, está mirando por detrás de mí. Y allí está la puerta. Me giro a mi vez, sabiendo que mi pequeña burbuja de felicidad va a romperse y no sé qué va a ser de los pedazos.
—¡Aithne!
Exhalo el aire que había retenido. Sólo es Aith, aunque parece al borde de la histeria. Está quieta como una estatua pero tan tensa que parece que va a estallar. Me interpongo entre ella y Alar, temiendo que él pueda reaccionar de forma extraña, y me pregunto cómo encarar la situación. No puedo evitar ponerme roja al pensar en lo que ha visto Aithne. Ella me mira con terror, mi expresión culpable la hace reaccionar.
—He venido a despedirme —se explica con la voz tomada, como si fuese a llorar.
—Voy a contártelo —le digo antes de que salga del shock—. Pero tienes que guardarme el secreto.
Me giro hacia Alar. De nuevo puedo verle los ojos, aunque su expresión muestra preocupación. Está claro que no espera que salga nada bueno de todo esto. Le interrogo con la mirada, es su secreto y no el mío el que voy a explicarle a mi amiga. Una de ellos, de nosotros.
—Creo que será lo mejor —me susurra Alar—. Está pensando que estás loca.
Me giro hacia Aithne, incrédula, pero es verdad. No sé cómo puedo estar tan ciega, cómo podía haberme supuesto que no iba a ser tan grave. Por descontado Aithne, mi amiga, me mira como si yo fuera una perturbada. Y no es eso lo que más me duele, sino la compasión que sé que siente. Aithne está sufriendo por mi culpa, y lo que menos necesita ella es alterarse de esta forma después de lo que le pasó. Y de lo que le pasa estos días.
—Aithne, entra —le digo haciéndole un gesto con la mano—. Te lo explicaré todo, de verdad, pero no tengas miedo.
—No tengas miedo tú —me dice mientras se acerca lentamente, hurgando en el bolsillo de su abrigo claro—. Voy a llamar ahora al doctor Fithmann, es un hombre estupendo. También te ayudará a ti, y todo volverá a la normalidad. De verdad, Liadan.
—¡No! —Exclamo al recordar que Fithmann es su psiquiatra—. No, Aithne, deja el teléfono. ¡Escúchame!
Se detiene, aunque sólo porque estoy alterada. Sé que tiene intención de llamar.
—Aithne, es Alar. Está aquí. Sólo que no puedes verle.
—Aquí no hay nadie, Liadan —dice Aithne con voz entrecortada, al borde de las lágrimas—. Estás sola, ¡estabas abrazando al aire! Ese Alar no existe.
—Está aquí, Aithne, déjame demostrártelo. Pero júrame que guardarás el secreto.
—Te lo juro —consiente ella; seguramente también le daban la razón como a los niños pequeños cuando estaba trastornada—. Pero si no me convences, me dejarás hacer esa llamada.
—Vale —acepto, sintiendo ganas de llorar yo también—. Alar.
Sigo mirando a Aithne cuando Alar pasa por mi lado. Se acerca lentamente a mi amiga, pero deja que el frío se extienda hacia ella. Aithne ha notado el cambio de temperatura, ve su aliento densificado. Da un respingo cuando las luces parpadean. Su subconsciente le dice que lo que está pasando no es normal, pero sigue sin querer creérselo. Alar está a su lado. Me aturde que Aithne no pueda verlo, que no pueda tocarlo como lo he hecho yo antes. Dios mío, para mí es muy real. Y no puedo evitar pensar otra vez que quizás de verdad estoy loca. Alar me mira, a la espera. Está claro que, llegados a este punto, no le importa ir más allá. Y yo necesito estar segura también de esto.
—Recuerda que me has jurado guardar el secreto —le digo a Aithne por si no estoy loca. Ella mira todavía a su alrededor como un ciervo acorralado—. Aithne, éste es Alar. El que va a apoyar su mano en tu hombro.
Alar suspira. Ni siquiera el aliento que él ha exhalado ha movido sus cabellos cuando ella se gira hacia él sin verlo. Alar alza la mano y, como le vi hacer con la mano de la limpieza, la deja caer pesadamente sobre el hombro de Aithne.
Ella se estremece y da un respingo para separarse de aquello que la toca y no ve. Está asustada, y no puede negar que lo ha sentido. Y yo por un momento siento un gran alivio, porque aunque no quiera creerlo sabe que Alar está ahí. Pero me mira con incredulidad y un miedo tan intensos que deben resultar dolorosos. Al menos a mí me duele verlos en ella.
—Hola, Aithne, soy Alar. Sé que puedes oírme, no voy a hacerte daño.
¿Que puede oírle? Ahora estoy confusa yo. De repente, mientras sigue respirando con dificultad, Aithne deja caer el teléfono que aún aferraba en la mano y sale corriendo. Está huyendo, y yo estoy demasiado aturdida como para reaccionar.
—¿La detengo? —me pregunta Alar.
—¿Como me detuviste a mí? No, gracias. Si quieres matar a alguien que sea a mí.
Salgo corriendo detrás de Aithne, deseando poder alcanzarla.
No encuentro a nadie salvo al conserje en todo el castillo, y no me detengo a preguntarle por Aithne. No me hace falta que me diga que acaba de salir despavorida por la puerta. Corro hasta las verjas pero tampoco hay nadie allí. Necesito saber a dónde ha ido, ha perdido el teléfono en la biblioteca pero se le podría estar ocurriendo buscar una cabina. Me acerco a la garita de seguridad y les pregunto por la chica rubia que se acaba de ir.
—Se ha subido en el coche negro que la estaba esperando en la puerta, y se ha ido, señorita. Si se ha dejado algo, el conserje lo puede guardar.
—Gracias —les digo.
Sólo cuando ha cruzado dos esquinas me doy cuenta de que he salido sin mi abrigo. De hecho, todas mis cosas han quedado abandonadas en la biblioteca. La carrera me impide darme cuenta del frío que hace, y aunque mi respiración empieza a resentirse, no me detengo hasta que llego a casa de Aithne. Está lejos, así que para cuando llego casi me arrastro por la extenuación. Se ven pocas luces en la fachada, lo que me da una mala impresión. Aun así llamo repetidamente al timbre hasta que me abren.
—¡Señorita Montblanc! —exclama Mary, la ayudante del ama de llaves, al verme en la puerta tan desaliñada.
—¿Está Aithne?
—No, señorita, ya se ha ido hacia el aeropuerto. Pero la señorita tenía intención de ir a verla a usted antes de embarcar. Es una pena, deben de haberse cruzado por el camino.
—Vale, gracias —digo, y tengo ganas de llorar.
—¿Quiere pasar a descansar? —Me pregunta—. Coja un abrigo de la señorita, va a helarse de frío.
—No es necesario, un amigo me está guardando la chaqueta en su coche. Hasta pronto, Mary.
Me planteo seriamente la posibilidad de ir hasta el aeropuerto, pero sé que va a ser una pérdida de tiempo. Me encamino hacia casa lentamente, dejándome envolver por el frío del invierno, que me mantiene atada a la realidad aunque sea mediante intensos temblores. Intento no imaginarme en qué puede acabar todo esto. Por mucho que sea mi amiga, o precisamente porque lo es, si Aithne cree que estoy loca hará lo posible porque me traten con ansiolíticos. Lo hará por mi bien aunque sea contra mi voluntad. Además, también está Keir, que sabe demasiado, y que puede que se le ocurra hablar con Malcom. Dios mío, espero que no lo haga.
He llegado al Bruntsfield Park y por un momento todos mis pensamientos abandonan mi mente. Allí, a lo lejos, está el tipo del uniforme de la Segunda Guerra Mundial, y me está mirando. Las últimas vivencias me han sensibilizado respecto a los sinsabores del corazón, y me siento generosa con los que sufren igual que yo. Me acerco al soldado, porque tengo la certeza de quién es: Jonathan, el amigo de Alastair, el novio de una vez al año de Caitlin.
Aunque aún nos separa una cierta distancia, puedo ver que se ha dado cuenta de que me acerco directamente hacia él. El recelo sombrío con el que me recibe ya me es familiar, como el cuidador que sabe cómo tratar a sus leones. Miro directamente a los borrones que son sus ojos, sin dejar de prestar atención a la respuesta de su cuerpo. De momento, creo que puedo seguir acercándome. Todavía está demasiado sobrecogido como para actuar.
—Jonathan —digo cuando estoy a unos tres metros escasos. Miro a mi alrededor para asegurarme de que no haya nadie más por aquí que pueda atestiguar que soy una loca—. Caitlin te envía saludos.
Da un respingo por la sorpresa, pero ya no parece tan cauteloso. No creo que me ataque. La mención de Caitlin, pese a que no lo tenía premeditado, ha sido un triunfo por suerte para mí. Ahora que lo tengo más cerca, aprovecho para fijarme bien en él. Tal como había adivinado, su uniforme pertenece a las milicias escocesas que participaron por Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial. Y tal como había adivinado también, la gran mancha oscura que se extiende por su levita y parte de sus pantalones es sangre, y en él parece fresca. Me pregunto si me mancharía si la tocase. Pero no estoy tan loca. Vuelvo a mirarlo a los ojos claros, esperando alguna respuesta. Para saber si me puedo acercar.
—¿Qué más te ha dicho Caitlin? —me pregunta, sin poder ocultar su interés bajo la típica máscara de masculina suficiencia.
—Me ha dicho que está deseando verte y que… —Entonces recuerdo lo que me explicó Alar sobre la forma en que la pareja había pasado la única noche en que podían estar juntos—, que espera que el año que viene sea diferente. Pensará en ti hasta la próxima Noche de Brujas. Y yo —digo ahora más seria— quería disculparme.
Ahora lo entiende. Se apoya en el muro bajo que suele rondar y saca un cigarrillo que no sé si será fantasma y esperará una y otra vez en su chaqueta a que se lo fume hasta el fin de la eternidad. Me hace un gesto para que me acomode a su lado, cosa que hago no sin cierto temor.
—Así que no fue un accidente, ¿eh? Supongo que no lo volverás a hacer.
—Claro que no.
Me mira. Me parece que mi vehemencia le ha dicho más que yo misma. Vuelve a mirar al frente, ensimismado en el placer de fumarse su cigarrillo.
—¿Podrías hacerme un favor? —cuando asiento con la cabeza, me dedica una sonrisa que no deja de resultar tétrica—. Hay alguien sobre quien me gustaría saber si sigue con vida… Su nombre es Jeanine.
Me asombro mientras Jonathan me explica su historia y su miedo a que la repentina aparición de Jeanine pueda arrancarlo definitivamente de la existencia. Le aseguro que trataré de averiguar algo sobre ella, y de pronto parecemos ya buenos amigos.
—Será mejor que te marches, a Alar no le gustará si te mueres de frío.
—Pero no le digas que me he acercado para hablar contigo, ¿vale?
Jonathan me mira fijamente, y me doy cuenta de que las salpicaduras de sangre le llegan hasta la mejilla. Sabe perfectamente lo que le estoy pidiendo y por qué.
—Me llevaré el secreto a la tumba.
Sonrío antes de irme. Es el primero de ellos al que oigo bromear sobre su muerte. Pero eso me hace pensar en otras cosas. Y tan sólo puedo esperar que Aithne sea como Jonathan. Que cumpla su promesa y se lleve nuestro secreto a la tumba. Y que yo encuentre la forma de tantear a la muerte, y engañarla para quedarme junto a Alar.