Es curioso cómo siento que nunca había sido tan feliz. Siempre tuve la sensación de que no acababa de congeniar con la gente, pero no me pasa lo mismo con los muertos, curiosamente. Especialmente siento que con Alar me compenetro como no lo he hecho nunca con nadie, salvo con Aith quizás. Aunque es diferente, pues soy consciente de que Alar es un chico. No es un amigo más, de ésos de los que no te importa el género. Hay algo más. Y los días se me pasan con una rapidez asombrosa, inmersa en esta rutina caótica.
Convencí a Aithne de que debíamos hacer el trabajo de historia sobre lo que hay de cierto en los mitos históricos de Edimburgo. Es fácil cuando tienes a mano una fuente de información directa. Nunca me canso de escuchar a Alar hablar sobre su vida, sobre los cambios que ha vivido la tierra a su alrededor. Me asombra la capacidad con que se ha adaptado a los avances de ese mundo en que habita sin vivirlo. Y le respeto por ello, pues otros muchos simplemente se ha adaptado a los avances de ese mundo en que habita sin vivirlo. Y le respeto por ello, pues otros muchos simplemente se han limitado a vagar, que es más fácil. Ahora incluso a veces me acompaña a clase, y me cuesta mucho no mirarle ni dirigirme a él. Pero me gusta tener su presencia a mi lado, tan física para mí como inexistente para los que me rodean. ¿Y oírle explicarme cosas que no saben los profesores? Aunque no sé por qué no me habla cuando Aithne está presente. Supongo que es para no desviar mi atención cuando estoy con ella, porque últimamente a veces parece nerviosa pese a que trate de ocultarlo.
Y Caitlin, aunque quedó anclada en su siglo y no entiende el mundo moderno, se ha convertido en una buena amiga también. Es extraña, y a veces me da miedo, pero en el fondo, lejos de su carácter obsesivo de muerta, tiene buen corazón. Alar permite ya que me reúna a solas con ella en ocasiones, dos chicas hablando de sus cosas. Aunque casi puedo sentir su mirada fija desde la ventana de la biblioteca. Cuando me giro para comprobar si está ahí, me siento como la protagonista de una película de miedo: Alar es una figura que luce etérea y con el rostro hundido en sombras, desde una ventana vacía y oscura. Pero me gusta saber que está cerca, y me siento extrañamente protegida.
Con Annie me pasa lo mismo que con Caitlin. Lo paso bien con ella, y sé que estoy siendo generosa, pero los momentos de la despedida siempre son traumáticos. Y lo entiendo, es una niña y no le gusta quedarse sola, pero en el Mary King's Close empiezan a preguntarse si realmente puedo sacar tanta información del callejón y si es normal que las luces y la temperatura varíen tanto justo en el momento de irnos. También soy consciente de que empiezo a destacar mucho en la esquina de Candlemaker Row, y los vecinos deben de preguntarse por qué siempre se me desatan los cordones justo frente a la estatua de Bobby. Me estoy convirtiendo en una actriz asombrosa, pues más de una vez he tenido que explicarle al conserje por qué hablo sola o a mis compañeros por qué miro siempre a mi alrededor como si buscara a alguien. Pero estoy contenta. Incluso Malcom me ve más feliz y se alegra. Ni se le pasaría por la cabeza que ya casi nunca leo en la biblioteca. ¿Para qué? Alar es un bardo y un libro de historia a un tiempo. Teniéndolo a él los libros sobran.
Por la única que lo siento es por Aithne. Me conoce, y se da cuenta de que estoy cambiada. Y está tan nerviosa últimamente, a veces juraría que ella siente a Alar de alguna forma. Más de una vez me ha preguntado si estoy enamorada, y aunque yo lo niego en rotundo empieza a tener ganas de conocer a Alar. Sé que algún día me costará mantenerla alejada de la biblioteca. Incluso he visto que algunas veces me mira frunciendo el ceño, como si considerara raras algunas de las cosas que me pasan por la cabeza. Pobre Aithne, es tan buena. Lo mismo que Keir. Aunque ahora, cuando vamos a verle tocar, ya no fantaseo tanto con él. Mis caballeros salvadores, los que Aithne y yo inventamos cuando no tenemos nada que hacer, tienen ya siempre los cabellos naranja oscuro y los ojos increíblemente verdes, casi transparentes.
Cuando llega diciembre el frío arrecia tanto que cada vez me cuesta más ir a ver a Caitlin. Ojalá pudiera entrar ella en el castillo, donde la calefacción lo mantiene todo calentito, pero prefiero que no note que me muero de frío. Sería descortés. A veces me doy cuenta de hasta qué punto me envidia, cómo anhela tener una vida, pues no deja de preguntar por la mía. Debe de ser duro tener conciencia pero estar aislado del mundo y anclado a una pequeña masa de agua en el jardín de un castillo. Por eso lo visito siempre que puedo, mostrándome alegre aunque me congele de frío.
Y aunque me cuido mucho de que Alar se entere, he reanudado mis pesquisas sobre los fantasmas de la ciudad, guía turística en mano. Con el castillo aún no me atrevo y a otros no los he encontrado porque deben de ser patrañas. Por ejemplo, en uno de los callejones que salen de la Royal Mile, he reconocido al viejo zapatero. Pobre hombre, se arrastra por el suelo observando maravillado los zapatos de nativos y turistas, pero ninguno está nunca quieto el tiempo suficiente como para que pueda descubrir los secretos del calzado moderno. Así que yo a veces me detengo, simulando leer o hablar por teléfono, para que pueda observar los míos. Y siempre procuro llevar unos diferentes. Me da un poco de miedo, y aunque sé que no puede tocarme, puesto que es una aparición de las que yo he bautizado como «etéreas», me pone de los nervios sentirlo arrastrarse alrededor de mis piernas. Parece un ser nervioso y no sé cómo podría reaccionar a las atenciones de una viva, así que no le demuestro nunca que sé que está ahí. Y me limito a estar satisfecha ante el hecho de que se emociona increíblemente al observar los zapatos que llevo.
Hoy, doce de diciembre y siguiendo mi particular agenda, he decidido descubrir qué hay de cierto sobre los fantasmas de Greyfriars. Además de ser un cementerio, el Greyfriars fue la tenebrosa prisión de los Covenanters, los religiosos que se sublevaron contra el episcopado. Sin agua y casi sin comida, masificados, muchos murieron allí. Y desde los años noventa, algunos turistas han asegurado haber sentido la presencia de un poltergeist entre la tumbas.
La idea del poltergeist no me gusta. Éstos no son infestaciones como Alar y Caitlin, sino que son entes de naturaleza malévola. O eso dicen los libros. No se manifiestan de forma continua, sino que sólo se hacen perceptibles en estados de furia o desesperación que se activan como respuesta a algún estímulo, y entonces tienen la capacidad de entrar fácilmente en contacto con el mundo vivo.
De todas formas quiero comprobarlo. Es posible que no sea nada más que una leyenda urbana. Qué saben los libros.
Atardece cuando llego al cementerio, y ya casi no hay nadie pese a ser domingo. Me adentro entre los mausoleos y las lápidas, pero no sé qué buscar exactamente. A veces confundo a los vivos con muertos y, aunque nunca los miro a los ojos como me ha advertido Alar, observo a la gente tan fijamente para ver si respira que acaban mirándose ellos mismos por si tienen una mancha en el pecho. Pero esta vez hay algo diferente, lo presiento. Estoy frente a una pared de nichos cuando siento algo a mi alrededor. Como una respiración. Me giro en todas direcciones hasta que creo ver que el aire se mueve a mi izquierda, una porción de gas más densa que el resto. Tampoco Caitlin es del todo sólida, se transparenta igual que Annie, pero esto que estoy viendo es diferente. No creo que sea nada, y me da que estoy empezando a ver cosas donde realmente no hay nada.
Pero me equivoco. Han aparecido dos borrones negros en esa masa gaseosa que hay a unos cinco metros de mí. No me gusta, porque destila maldad. Empiezo a retroceder lentamente, pero me doy cuenta demasiado tarde de que lo que debería haber hecho era desviar la vista para simular que no sé que está ahí. «Norma número uno», me digo «jamás los mires directamente, de forma que perciban que los ves como ellos te ven a ti». La cosa empieza a caminar hacia mí, y lo sé porque de pronto están apareciendo unas profundas hendeduras en la hierba.
—Dios —murmuró.
Me va a atacar, lo sé. Me giro y echo a correr hacia la verja del cementerio, aunque está lejos. Detrás de mí oigo sonidos secos, y cuando me giro veo que algo invisible está golpeando con fuerza las lápidas, haciendo saltar esquirlas de roca mientras en la hierba siguen apareciendo profundas fisuras que están cada vez más cerca de mí. Los borrones negros prefiero no mirarlos.
Íntimamente me animo a correr más rápido, pues sé que mi vida está en peligro. Alar no me mentía cuando dijo que él era candoroso comparado con alguno de los otros. Puede estar orgulloso, ahora estoy reaccionando como cualquier persona normal. Sé lo que es el terror de verdad. Y no quiero morir, pero soy consciente de que si esa cosa me alcanza será tan capaz de golpear mi cabeza como está haciendo con las lápidas de piedra.
A lo lejos veo a unos turistas de la tercera edad. Tengo la tentación de correr hacia ellos y pedirles ayuda, pero no podría explicar qué es lo que me persigue ni tampoco sé si esa cosa que me persigue los atacará. Así que me desvío hacia las puertas de más allá, aunque eso me obligue a tentar a la suerte un poco más. Soy consciente de que los turistas se giran a mirarme, pues debo de dar una impresión extraña corriendo alocada entre las tumbas como si me persiguiera Lucifer. Pero no me detengo a comprobar si murmuran sobre mi comportamiento, ni a ver si esa cosa ha desviado la atención hacia ellos.
Con la esperanza de que tan sólo me persiga a mí y se disipe cuando desaparezca de su alcance, sigo corriendo calle abajo jurándome que nunca más volveré al Greyfriars.