Capítulo 17
Alastair

He estado preocupado todo el fin de semana, pues de pronto la posibilidad de que Liadan corra peligro, de que me encuentre con que un día no acude al instituto porque le ha sucedido algo, me abruma y me corroe hasta el punto de hacerme fundir las luces y causar inquietud a los guardas. La angustia es una sensación que no me gusta, es nueva y extraña y me incita a creer que jamás volveré a sentirme en calma. En el hecho de que cuando acabe este curso Liadan se irá para no volver prefiero no pensar, porque entonces las ideas que cruzan por mi mente me avergüenzan y me asustan. Me repito una y otra vez que yo no soy cruel, y que no voy a llevarme a Liadan conmigo a esta eterna existencia ingrata. Además, si hiciese eso lo más probable es que la matara sin más, pues parece ser un capricho de los dioses que alguien se quede o se vaya cuando deja su existencia terrenal.

Cuando el lunes veo aparecer a Liadan como siempre tarde, medio corriendo y peleándose con el cordón del iPod, me embarga el alivio. Las horas del día pasan lentas, acompañadas a ratos por los ruidos de súbito movimiento en el castillo que van indicando el fin de unas clases y el comienzo de otras, hasta que veo cómo la puerta de la biblioteca se abre y se hace la luz alumbrando a Liadan. Hoy lleva un jersey negro de cuello alto con una falda larga gris oscuro que le sienta muy bien. Y cuando me mira sonríe con ilusión, de la misma forma que debo de estar haciéndolo yo. Me estremece un pensamiento sombrío, debido a la sensación de que ni su sonrisa ni la mía deberían ser tan francas e intensas. Sé que algo irá mal, que todo esto no es ni bueno ni natural, pero no quiero evitarlo.

Destierro todos esos pensamientos antes de que los lea en mi rostro y me siento sobre la mesa del bibliotecario mientras Lia hace lo propio en la silla, explicándome que ella y su amiga aún no han decidido qué hacer con el trabajo de historia y que se ha pasado el fin de semana leyendo en su habitación.

—Alar… —me dice pensativa de pronto—. Tú me golpeaste la cabeza aquel día, ¿verdad?

No sé a qué viene esa pregunta de pronto, porque ya lo sabe.

—Sí.

Para mi sorpresa no se enfada de nuevo, sino que se limita a fruncir el ceño.

—Es extraño… Tú me golpeaste, y a Bobby puedo acariciarlo, pero a Annie soy incapaz de tocarla. Me pregunto por qué será…

La tranquilidad que me había reportado su relato sobre su tranquilo fin de semana se corta bruscamente.

—Perdóname, Liadan, pero ¿qué has dicho?

Liadan me mira sobresaltada. Veo en su rostro como si fuera un libro abierto el fastidio por haberse delatado a sí misma, y la concentración en que se sume para buscar la forma de salir victoriosa del lance. Veo muy poco temor por mi ira, y adivino que me ha cogido mucha confianza en este tiempo, así que intento mostrarme muy severo. Tiembla de frío, pero ni siquiera se toma eso como una amenaza.

—¿Has ido a ver a Annie, y has dejado que sepa que la ves?

Liadan se encoge de hombros.

—Me da mucha pena, Alar —me dice por toda explicación, y es sincera porque la oscuridad de sus ojos negros se vuelve un poco más opaca, triste—. Está tan sola… Y ni siquiera entiende por qué. Fui el viernes a verla. Estuvimos jugando al un, dos, tres, toca la pared —por mi cara deduce que no tengo ni idea de qué juego es y sacude la cabeza—. Y ayer jugamos otra vez. Es tan bonito verla reír…

Ni siquiera sé cómo tomarme eso. Conozco a Annie. Cada Noche de Brujas me reúno con ella y tanto Caitlin como Jonathan tratan también de hacerle pasar una noche divertida, la única en la que tiene compañía. Por eso sé cómo es Annie, y sé que cuando quiere es muy siniestra, y su aspecto no es encantador. Pero Liadan habla de ella como si fuera una niña cualquiera y eso despierta dos intensas emociones en mí. Respeto por Liadan, incluso admiración de que una de ellos pueda llegar a ser tan valiente con los míos, y también un miedo cerval por el peligro al que se expone. Tengo que conseguir que Liadan entienda el riesgo de lo que hace.

—Liadan —le digo seriamente—. No te das cuenta de lo peligroso que es lo que estás haciendo, no sabes cómo somos… ¿Has oído alguna vez hablar de alguien que se haya caído muerto de pronto, sin motivo aparente?

—Sí. Creen que se trata… —sus ojos se abren mucho—. ¿Qué me quieres decir?

—Que a muchos muertos les gustaría seguir vivos, y la envidia es muy mala.

No quiero entrar en detalles escabrosos, que entienda el mensaje es suficiente. Liadan se estremece un poco, asustada, pero no lo suficiente y me sorprendo de su terquedad.

—Además —prosigo—, ¿no te das cuenta de que si la gente te ve acariciar a Bobby y jugar con Annie te tomarán por una perturbada? No serías la primera, Liadan.

—No te pongas histérico, Alar —me dice. Está claro que no quiere o no puede entender el peligro—. Me gustas más cuando tus ojos están verdes.

Entonces de repente vuelve a tener una de sus inspiraciones, porque su hermoso rostro adquiere una expresión reflexiva que me revela que se ha olvidado de lo que estamos hablando para centrarse en los nuevos pensamientos que invaden su mente.

—Annie no es como tú —murmura—. Creía que tu aspecto era así porque eras una aparición, pero Annie parece muy normal. Salvo por las pústulas y eso, claro.

—¿Y yo no soy normal? —le pregunto divertido y fascinado por su nuevo y extraño hilo de razonamiento.

—Eres… increíble —me dice—. Nunca jamás había visto unos cabellos naranjas tan increíblemente oscuros, casi granas, y unos ojos tan claros —al ver que alzo las cejas me mira sorprendida—. Bueno…, no es nada malo, claro. Eres muy guapo —admite casi sin ruborizarse; he aprendido de ella que no le avergüenza decir una cosa si es verdad—. Te habrás dado cuenta de que nadie es como tú. ¿Acaso no te has visto?

A pesar mío eso me hace sonreír.

—La verdad es que no me he visto nunca, Liadan —le digo con suavidad.

—¿Qué?

—Que nunca me he visto. En mi época no existían los espejos aquí. Y para cuando se normalizaron yo ya no tenía cuerpo. Sé cómo soy por que Caitlin me lo ha descrito, y porque me lo dijeron cuando estaba vivo —me llevo una mano a la cara, que siento tan real—. Soy como un ciego, Liadan. Tengo conciencia de mí a través del tacto, pero nunca me he visto. Aunque tengo más suerte que un ciego, porque puedo ver otras cosas. Como a ti.

Por su rostro cruza de nuevo esa expresión de temeroso desconcierto, que delata que se había olvidado otra vez de que yo no pertenezco a su mundo. Parece que el hecho de que jamás me haya visto a mí mismo le despierta una profunda compasión. Se inclina hacia mí, mirándome el brazo como si fuera uno de los enigmas de la Historia. Alarga la mano a la vez que me mira a los ojos, como pidiéndome permiso para tocarme. Entonces me doy cuenta de que desde que la golpeé y la cogí en brazos, nunca hemos vuelto a tocarnos. Asiento con un ligero movimiento de cabeza y su mano reanuda su avance hacia mí.

Cuando sus dedos se posan delicadamente sobre mi jersey oscuro siento el frío de su tacto. Pero es una sensación grata, tanto que me arranca un suspiro que espero no haya oído. Ella sigue observando el avance de sus dedos a través de mi pecho, haciendo presión aquí y allá de vez en cuando, supongo que para comprobar que no puede atravesarme. Podría permitirlo, pero prefiero que no lo haga. Quiero que siga creyéndome sólido.

—Pareces tan real —me dice cuando alza la mirada, separando sus dedos de mi pecho.

Estoy seguro de que ambos lamentamos el fin de ese contacto.

—Bueno, no soy un producto de tu imaginación si te refieres a eso —le digo.

—¿Cómo es cuando vivías? —Me pregunta—. «Alastair: amante y amigo». ¿Tenías novia? ¿Y buenos amigos?

—Sí, tenía buenos amigos, pues la hueste unía a los hombres, y a mi edad incluso ya debería haber estado casado y tener hijos —le respondo—. Pero estábamos en guerra, éramos unos esclavos de los señores del sur, y el derecho de pernada nos hacía aborrecer el matrimonio, pues a ningún hombre le apetecía que el señor se llevara a su esposa y la desflorase en la noche de bodas.

—¿La querías? —está pensando en quién me consideró su amante, pese a que sea difícil saber por qué lo hace.

—No lo sé, hace mucho tiempo de eso. Era un matrimonio concertado, en mi época eso era lo normal. Supongo que le tenía algún cariño, y ella me lo tenía a mí. Recuerdo que, después de que muriera en aquella batalla, ella venía a menudo a visitar mi tumba. Yo me sentaba frente a ella y la miraba, la acompañaba porque me hacía sentir mal que perdiera el tiempo de aquella forma. Pero luego sus visitas se fueron haciendo más escasas. La última vez que vino llevaba el cabello recogido, como las mujeres casadas, y tenía más arrugas en la frente y un niño agarrado a las faldas. Supongo que me quiso; si no, no me habría recordado tanto tiempo, pero espero que fuera feliz con el nuevo marido que le asignaran.

—¡Qué injusto, a lo mejor no quería a ese otro hombre! —exclama Liadan, pues ahora las mujeres tienen unos derechos que antes ni se hubiesen podido imaginar.

—Seguramente a ella ni siquiera se le ocurrió pensar eso —le explico—. Simplemente tenía que casarse con quien le dijeran. Era lo normal, y nadie lo discutía. La sumisión de la mujer sólo empezó a sentarme mal cuando ocurrió la triste desgracia de Caitlin. Hasta entonces ni siquiera me lo había planteado. Pero ella lo pasaba tan mal cuando aquel hombre venía a acosarla…, y sus padres simplemente pasaban su angustia por alto. Eso me irritaba sobremanera, pues Caitlin era muy dulce… No mereció morir así, asustada e incomprendida.

—Preséntamela —me ataja Liadan—. Quiero conocer a tu novia. Hablas tan bien de ella que estoy segura de que es una persona estupenda.

—No. Y no es mi novia.

Necesito dejar eso tan claro como me complace el hecho de que Liadan parece haberse deshecho de una tensa desazón que la había invadido de pronto.

—Ah —comenta con neutralidad.

Pasan unos segundos, en que nos miramos sin delatar nuestros pensamientos.

—Preséntamela. Vamos, por favor —insiste con una voz dulce que me estremece.

La veo parpadear mientras me mira implorante, con expectación. Como si fuera un amigo cualquiera al que desea pedirle algo, y en ese momento sé que me ha cogido más confianza que a cualquier vivo, a excepción de su amiga Aithne. Me siento bien por ello, pese a saber que no debería. Así que me centro en el problema que estamos tratando.

Quizás no sea tan mala idea presentarlas, medito, pues al menos contentaré a su espíritu curioso de una forma controlada. Porque Liadan es capaz de escaparse al lago si no la llevo yo. Y, además, ahora Caitlin también me insiste en que le lleve a la viva, prometiéndome que no va a hacerle daño. En verdad Caitlin ha empezado a sentir envidia de que yo pueda hablar con alguien, y no la culpo; creo que ellas se llevarían bien.

—Está bien —me rindo—. No, hoy no —añado al ver que Liadan se levanta presurosa—. Déjame preparar a Caitlin. Nos veremos mañana frente al lago al atardecer, pero asegúrate de que no te ve nadie.

Al día siguiente estoy nervioso. Caitlin se ha puesto muy contenta al saber que Liadan va a venir a verla, pero yo no me siento del todo seguro. Caitlin es una criatura inestable, que controla poco sus accesos siniestros, y nunca se puede saber cómo va a reaccionar. Cuando llega el atardecer y veo a Liadan acercarse a lo lejos, una figura vestida de oscuro con el cabello naranja pálido brillando con los últimos rayos del sol, me interpongo un poco entre ambas. Me he asegurado de que Caitlin se ha alejado del lago cuanto ha podido para evitar que tenga malas intenciones, pero aun así me siento alterado.

—Caitlin…

—Tranquilo, Alastair, no voy a hacerle nada a tu chica —me dice.

Esa declaración me turba, porque Caitlin parece haber aceptado mis sentimientos por Liadan antes que yo. Y Liadan no es del todo ajena a mi turbación, porque aunque sigue sonriendo ha ralentizado el paso a medida que se acerca a nosotros. Tiene una sangre fría admirable, hubiese sido una buena guerrera pese a ser mujer. Se detiene ante mí, tratando de no desviar su mirada curiosa a la figura que está detrás de mi cuerpo.

—Hola, Alar —me saluda contenta.

—Hola —le respondo, suspiro y me hago a un lado—. Liadan, te presento a Caitlin. Caitlin, ésta es Liadan.

No hay duda de que Liadan está viendo a Caitlin, porque la mira fijamente a los ojos. Caitlin está nerviosa, y no puede evitar que su rostro se ensombrezca un poco mientras trata de alisarse el vestido mojado, pues ella jamás ha tratado con un vivo, al menos no con uno que presintiera de alguna forma su presencia. Y su instinto innato, como el de todos nosotros, es el de atacar para defenderse. Por suerte, la necesidad de tratar con otra mujer de nuevo puede más que su ánimo malsano.

—Hola, Caitlin —rompe el hielo Liadan—. Encantada de conocerte.

Le alarga la mano, pero Caitlin se la traspasa y Liadan casi no se mueve un ápice cuando la eterna humedad de Caitlin queda sobre su piel. Mi amiga se entristece, pero Liadan no la deja caer en la amargura, mostrando una sonrisa amable y despreocupada. Por los dioses nuevos y antiguos, cualquiera diría que tiene un don para tratar con los míos.

—Tu vestido es precioso —le dice a Caitlin, tranquila y sincera—. Eres muy guapa.

—¿De veras? —Se emociona Caitlin; pues no es más que una niña de quince años—. Muchas gracias. Tú también… —se le apaga la voz mientras la mira de arriba abajo—. Aunque estarías mucho más guapa con un traje de encaje y no vestida como un hombre.

Liadan se toma con humor el hecho de que Caitlin no haya estado al tanto de los cambios de la moda. Se ríe, separándose los faldones del largo abrigo para que Caitlin la vea bien. Caitlin se une a sus risas y yo me relajo, y ni siquiera me pongo nervioso cuando ambas se sientan al borde del lago para que Liadan le explique a Caitlin cuál es exactamente su aspecto. Caitlin sí vio su imagen en los espejos que adornaban el castillo cuando vivía, pero echa de menos que alguien le diga lo hermosa que es. Porque era muy hermosa, una delicada doncella de recio abolengo, y su beldad era su mayor fortuna.

Liadan debe de ser consciente de ello, y le relata punto por punto las singularidades de su hermosa fisonomía, sin mencionar en ningún momento la humedad que impregna los cabellos lacios de Caitlin, las arrugas de su vestido empapado y embarrado y las bolsas oscuras de su pálido rostro ahogado.

Y me siento orgulloso de Liadan, como si fuera un tesoro de mi propiedad. Tal como Caitlin ha dicho es mi chica. Mía, y de nadie…

Ambas jóvenes me miran cuando sienten la turbulencia fría del viento que emerge de mí. Pero sólo Caitlin adivina lo que pasa por mi mente, lo sé por cómo frunce el ceño mientras Liadan me mira contenta e inocente, sin comprender nada.