Capítulo 16
Liadan

Le he prometido a Alar que me olvidaré del resto de los muertos que pululen por Edimburgo, pero es una promesa imposible de cumplir. Por el amor de Dios, ¿qué espera? No puedo dejarlo correr. Creo que me he pasado la vida viendo muertos entre los vivos y los quiero reconocer. Yo me digo que es por mi vocación científica, pero mi morbosa curiosidad tiene mucho que ver en el asunto. Aún estoy esperando a que el estado de shock acabe y me vuelva loca de puro terror. A que reaccione como lo haría una persona normal en esta situación. Pero quizá ésta es la forma natural de reaccionar y yo no lo sé. ¿Quién puede saberlo? Dudo mucho que encuentre una asociación de «observadores de muertos» con los que contrastar sentimientos.

Como tengo todo el fin de semana para mí sola, pues Aithne se va a casa a ver a sus padres, decido que es un buen momento para empezar mis pesquisas. Y me voy sobre seguro. A Bobby lo considero ya un amigo, pero aún conozco a otro fantasma al que no me he presentado: Annie.

Ser la protegida del respetado profesor McEnzie tiene sus ventajas, y voy a servirme de una de ellas. Durante la hora de comer ya he ido a verle a su despacho y le he comentado lo del trabajo de historia, y lo mucho que me serviría poder visitar el Mary King's Close sin el agobio de los grupos turísticos para poder documentarme. A Malcom le consta que soy muy aplicada en mis estudios, y sabe que soy sensata y responsable, así que no tarda ni un minuto en llamar al encargado del callejón más famoso de Edimburgo para pedirle como un favor especial que me dejen bajar una vez finalizados los turnos de visita. Sé que no le ha costado nada conseguirlo cuando Malcom le pregunta a su interlocutor que cómo le va a su hijo por Estados Unidos, y si su hija se va a casar pronto. Sonrío con orgullo.

Así que a las siete ya estoy preparada para hacer mi visita, con la sobria ropa de niña buena bien arreglada y mi mejor cara de tengo mucho que aprender para sacar muy buenas notas. El personal del callejón me recibe con gran cordialidad, diciéndome lo orgulloso que está Malcom de mí, y prácticamente se sienten abochornados cuando me recuerdan que no debo tocar nada. No tienen que preocuparse, les digo con aplomo. Al fin y al cabo no voy a tocar nada que ellos puedan ver.

Cuando bajo hacia el subsuelo de la ciudad, en ese pequeño pueblo abandonado que es el Mary King's Close, vuelvo a sentir la conocida opresión en las vías respiratorias que me hace preguntarme cómo pudo nadie sobrevivir durante años, quizás toda una corta vida, aquí abajo. Aunque me he reído cuando los guías me han dicho que apagarían los sonidos ambientales para que estuviera más relajada, ahora se lo agradezco. Este sitio da bastante miedo visitándolo sola como para tener que ir acompañada encima de los susurros, los goteos, los martilleos y los quejidos de las puertas. Avanzo decidida hacia el cuartito de Annie, aunque no dejo de fijarme en el recorrido por si hay alguien más viviendo aquí. No veo a nadie, y eso me alegra. Deseo ver fantasmas, pero no que aparezcan de súbito delante de mí. Y no dejo de pensar en las advertencias de Alar.

No puedo evitar estremecerme cuando llego a la habitación de Annie. Es a ella a quien venía a buscar, pero la parte racional de mi mente esperaba no ver nada más que el jergón del atrezo y el baúl lleno de juguetes. Pero ahí está Annie, mirando todavía con anhelo los objetos con los que nunca podrá jugar, como hace cada día desde quién sabe cuándo. Como si no pasara el tiempo, tal como dijo Alar. Annie no parece ser consciente de que lleva décadas mirando esos juguetes, y que no va a cambiar nada. Está arrodillada junto al baúl, que es casi más grande que ella, con el vestido sucio y raído y las pústulas destacando en su rostro desvalido y su cuello frágil. Es la viva imagen del desaliento y noto cómo la garganta se me cierra en un nudo doloroso.

Annie debe de saber que estoy aquí, pero ni siquiera se molesta en mirarme. Seguro que hace ya centurias que ignora al resto de la gente. Estoy convencida de que al principio imploraba mimos y caricias, un amor que toda niña busca, pero debió de cansarse de atravesar a gente indiferente mucho tiempo atrás. No tengo claro cómo abordar la situación, no quiero asustarla. Ni que ella me asuste a mí. Que de pronto un vivo le hable seguro que la turba y la atemoriza. Así que decido que tengo que ser dulce y paciente.

—Annie —la llamo, aunque ella habrá escuchado miles de veces su nombre antes—. Annie, pequeña, he venido a verte. Levántate y habla conmigo. Vamos, Annie.

He avanzado dos pasos hacia ella cuando me detengo en seco. Se ha girado a mirarme y su expresión es sombría, temerosa y agresiva a un tiempo. Empieza a darse cuenta de que la estoy mirando, de que me estoy dirigiendo directamente a ella. Se levanta poco a poco del suelo y mi corazón empieza a martillar contra mi pecho. Los ojos de la pequeña Annie se están tiñendo de negro igual que lo hicieron los de Alar y siento ganas de salir corriendo. No sé cómo me convenzo de que ella tiene más miedo que yo.

—Hola, Annie —repito—. He venido a verte y a jugar contigo.

La aparición está sufriendo una especie de colapso. Sus ojos se convierten en borrones negros y se vuelven claros una y otra vez mientras Annie se divide entre el terror y la esperanza. Hace un frío mortal. No sé de dónde saco la calma, pero me agacho como haría ante un perro miedoso: ponerme a su altura, para que no se sienta desafiado. Alargo una mano hacia ella, que cambia el peso de pie mientras de su garganta se escapa un sonido horrible.

Tengo que luchar contra las ganas de huir cuando empieza a acercarse a mí lentamente. Igual que Alar cuando estaba enfadado, Annie se mueve de una forma que parece que no esté conectada con el mundo. Los borrones de sus ojos siguen ahí, pero la expresión de su rostro revela miedo y anhelo. Me mantengo impertérrita aunque veo que la mano que se acerca hacia la mía está llena de costras negras. Al fin y al cabo está muerta, es un fantasma, y no puede pasarme la peste. Ni siquiera mancharme la chaqueta.

Annie no consigue tocarme, pero siento un cosquilleo tibio cuando sus dedos traspasan los míos. Los borrones de sus ojos se acentúan al verse incapaz de tocarme, pero yo le sonrío tratando de animarla. Ella me mira con los ojos casi límpidos.

Se sienta frente a mí y me mira largo rato, tranquilizándose y tomándose la situación de repente con tranquila cotidianeidad. Supongo que los niños fantasma son igual de flexibles y abiertos a las cosas nuevas que los vivos, y no entiende de imposibilidades.

—¿Jugáis conmigo, señora? —me pregunta con esa cadencia ya extinta y la voz entrecortada por el temor a una negativa.

—Por supuesto, Annie.

Me doy cuenta de lo separadas que estamos en el tiempo y en el espacio cuando busco un juego al que podamos jugar juntas. Nada que implique tocarse. Además, Annie era muy pequeña cuando murió, y no fue una niña acomodada que pudiera dedicar su vida a los juegos, así que tengo que devanarme los sesos. Se me ocurre el escondite, pero la idea de buscar a la niña, que sigue provocándome escalofríos, por los pasillos oscuros del callejón y la posibilidad de encontrar otras almas en pena me desalientan. Así que le explico los rudimentos del un, dos, tres, toca la pared.

Mientras jugamos, me siento desfallecer de miedo. Me toca parar y cada vez que me giró está más cerca, adoptando posturas que no sabe que resultan siniestras. Cuando me giro su espeluznante espectro está ahí, cada vez un poco más cerca. A través de ella veo parte de la otra pared, y sus ojos están fijos en los míos, absolutamente quieta pero vigilándome. Me tengo que esforzar en sonreír y que parezca que me divierto. Pero ella sólo está jugando. Inocentemente, como cualquier niña Es capaz de mantenerse completamente inmóvil, obviamente ni siquiera respira, pero la alegría y la malicia infantil la traicionan y, al final, la risa le hace moverse y le toca parar a ella. Y disfruto con su felicidad.

Cuando consigo relajarme y estoy divirtiéndome, oigo una vez que me llama desde lejos. Miro el reloj y me sorprendo. Son casi las nueve de la noche. Annie se da cuenta de que algo va mal, porque sus ojos se están oscureciendo de nuevo y el frío arrecia.

—Tengo que irme, Annie —le digo asustada. De repente se me ocurre la idea de que ella quizás no quiera dejarme ir—. Pero volveré a verte.

—No —gime la niña, y los ecos de su voz resuenan en toda la habitación.

El vaho empieza a condensarse delante de mis labios y me aterra que el guía baje en mi busca.

—Tengo que irme, Annie —le digo mientras ella trata de agarrarse a mi pierna en vano—. Pero te prometo que volveré.

—Mamá dijo lo mismo. Y todavía no ha vuelto. ¿Dónde está mamá?

Sus sollozos me atraviesan como un puñal. Por supuesto, la madre la abandonó a la peste. No me extraña que no me crea, pero no puedo permitir que se descontrole. Es imposible explicarle a la niña que, si alguien me ve hablando con ella, me tratarán de loca y no me dejarán volver. Ni siquiera creo que entienda el concepto de su muerte. El frío me hace tiritar y las luces tiemblan conmigo. Los ojos de Annie empiezan a desaparecer bajo dos pozos negros de desesperación, pero yo me obligo a no fijarme en ello.

—Te juro que volveré, Annie. Mira —le digo, acercándome a su baúl y quitándome mi anillo de plata, el mismo que tiré al lago para probar a Alar—. Es mi tesoro. Lo dejo aquí, con los tuyos. Me lo cuidarás hasta que vuelva a buscarlo. ¿Vale?

La niña hipa, pero al final asiente. Está acostumbrada al abandono y prefiere arriesgarse a que le mienta a hacerme enfadar y tener la certeza de que no regresaré. Trato de acariciarle el pelo cuando paso por su lado, dándome prisa porque la voz del guía suena ya muy cerca. Cuando estoy en la puerta me giro para mirar a Annie, que vuelve a estar arrodillada junto a su arcón y vigila mi anillo como si éste pudiera escaparse.

—Volveré —le susurro antes de irme.

Y no estoy mintiendo. He tenido un miedo atroz, pero más grande es la pena que siento.