Sé que Liadan no se ha dado cuenta pero yo llevo el tiempo suficiente observando a las personas como para saber que el conserje ha intuido que sucede algo extraño. Eso puede ser peligroso, ya que puede llevar a que se fije demasiado en Liadan como le pasó a la otra joven, medio siglo atrás. Así se lo expongo a Caitlin cuando me reúno con ella en el lago, pero a ella no le preocupa que puedan acabar tachando de perturbada a Liadan. Lo que preocupa a Caitlin es lo que pueda suceder con nosotros, ahora que yo he convencido a uno de ellos de que existo de verdad.
—¿Y si se le ocurre hablar con alguien o intentar que nos echen? ¿Y si hacen pruebas en el castillo? Recuerda que en el castillo de Edimburgo y en la torre de Londres han conseguido reunir pruebas de que existimos, me lo dijiste tú —me dice muy seria, como siempre me parece que la mujer madura que nunca llegó a ser—. Y no tardará en llegar el día en que acaben creyéndoselas. Mátala —me insiste—. Que se caiga por las escaleras, como la otra. Si no te atreves, tráemela y lo haré yo.
—No —digo tajante en ese punto.
Pero las palabras de Caitlin me han hecho dudar. No sólo me estoy poniendo en peligro a mí, y a Liadan misma, sino también a Caitlin, a Jonathan, a Annie y a Bobby, al soldado del castillo, a los chicos del cementerio… A todos, tanto aquí en Edimburgo como en el resto del mundo. Precisamente yo, que llevo centurias convenciendo a los recién llegados de que debemos mantenernos ajenos a ellos y ocuparnos sólo de nuestra propia existencia.
Me siento un poco culpable, así que llamo a Jonathan para preguntarle por Liadan.
—¿La chica? —me dice—. Ha pasado por aquí hace un rato, corriendo como alma que lleva el diablo. Y mirando al suelo, como siempre. Es una mujer rara.
Me tranquilizo, pues Liadan ya era rara antes y si sigue siéndolo ahora es que todo va bien.
Para mi propia sorpresa hoy ya no me siento enfadado, pues ayer la hice sufrir, disfruté aterrándola y me siento desahogado. Supongo que es verdad que somos un poco neuróticos, que nuestras emociones se proyectan sin medida. Y yo sé que tengo poder sobre Liadan, el poder de matarla de miedo. No me gusta, pero estoy íntimamente complacido por ello.
Cuando llega la mañana me siento curioso, excitado, olvidados ya los recelos de ayer. Observando a Liadan en su rutina de asistir a las clases y mantener conversaciones con sus compañeros, la veo tranquila y tan poco desenvuelta como siempre, pero ésa es su normalidad. Aunque mira mucho a su alrededor, con gesto expectante, y yo sé que me busca. Espero impaciente el fin de las clases, sorprendido porque hacía décadas que no lidiaba con la inquietud.
Liadan aparece en la biblioteca sólo diez minutos después de que hayan terminado las clases. Me mira con una mezcla de sorpresa, satisfacción y temor que hace brillar sus opacos ojos negros. No debía de estar segura de si me iba a encontrar aquí ni de qué ánimo, y no sabe cómo reaccionar al respecto. Siento lástima por ella, así que me limito a permanecer apoyado en la mesa que está frente a la del bibliotecario porque me gustaría poder volver a mantener una conversación civilizada con ella. Si pierdo su confianza, perderé mucho más que eso. Perderé mi único contacto con el mundo.
—Hola —la saludo al ver que no reacciona.
Liadan parpadea rápidamente.
—Eh…, hola. Aún no me puedo creer que no estés aquí de verdad —confiesa, dejando la puerta y poniendo sus cosas lentamente sobre la mesa del bibliotecario, como si pensara que puedo saltarle encima si hace un movimiento repentino—. Y estar hablando contigo.
—Pues ya somos dos.
Me mira fijamente.
—¿Es esto tan raro para ti como para mí? —me pregunta confusa—. Es decir…, ¿nunca habías hablado con nadie?
—Tú eres la primera con la que mantengo una conversación —le respondo con cuidado, sabiendo que cualquier traspié que pueda cometer la llevará a pensar en el diario que hasta ahora ha seguido olvidado—. Y me agrada hablar contigo, que me trates con normalidad.
Parece que mis palabras la tranquilizan, porque me doy cuenta de la tensión que estaba soportando cuando ésta la abandona.
—A mí también me gusta hablar contigo. Y he estado investigando, ya sé lo que eres —dice orgullosa—. Eres una infestación.
Yo quería que nos lleváramos bien, mantener aplacada mi furia siempre latente, pero así no empezamos con buen pie.
—Gracias —le digo con tono mordaz intentando tomarme a broma el asunto.
—No, en serio —me asegura alarmada ante mi tono serio. Creo que se arrepiente de haberse sentado, pues eso le impediría escapar con rapidez—. No es un insulto, lo he leído.
Alzo las cejas, esperando una explicación mejor. Lo cierto es que me divierte hasta cierto punto que se haya documentado.
—Sois el tipo más común de apariciones —me asegura, como si supiese más de mí que yo mismo—. Sois fantasmas de tipo obsesivo…, o sea —vuelve a reaccionar con rapidez— que estáis ligados a personas o lugares. Tú estás vinculado al castillo, ¿verdad?
—Así es —realmente se ha informado bien—. O más bien al torreón que hubo antes aquí. En sus aledaños fue donde morí, en una batalla.
—Ya… —se queda descolocada, porque parece no ser del todo consciente de que no estoy vivo. Se olvida de que estoy muerto tan pronto como deja de meditarlo, porque su mente se niega a asimilarlo. Supongo que si me creía uno de ellos, debe de ser difícil para ella aceptar la realidad de que no soy como ella y de que nosotros existimos. Vuelve a parpadear y toma aire, supongo que en un intento de volver a centrar sus pensamientos—. Bueno, se supone que la mayoría de vosotros no sabe que existen los vivos.
—Tampoco hay muchos de vosotros que sepan que existimos nosotros —le respondo; en rarezas, ella me supera—. Es como debe ser. Es lo mejor para nosotros, ¿comprendes?
Claro que comprende, porque es muy lista. Me mira con solemnidad, a los ojos y sin parpadear apenas.
—Comprendo —dice, y sé que eso quiere decir mucho más: que no se lo va a decir a nadie, que quiere que confíe en ella.
A esa extraña comunión silenciosa entre nosotros sigue un breve silencio, que se rompe cuando la incansable curiosidad de Liadan la hace sobreponerse al miedo que aún me tiene.
—También existe de verdad la chica muerta del lago, ¿no es así? —me pregunta.
Lo de chica muerta no me gusta, ella fue una persona también.
—Se llama Caitlin —le respondo—. La vi nacer y crecer en el castillo, solía jugar en el lago y era una niña alegre y cándida. Observarla me hacía sentirme vivo de nuevo. En 1785, cuando cumplió los quince años, sus padres dejaron que un rico burgués sureño la cortejara. Una noche el hombre intentó propasarse con ella mientras tomaban el aire en la pérgola que se hallaba en aquellos tiempos al otro lado del lago. Caitlin huyó, y como estaba muy alterada no miró por dónde corría y cayó al lago. Era sólo una chiquilla y su vestido pesaba.
Liadan se ha llevado la mano a los labios y sus ojos reflejan su turbación, así que le ahorro el resto pese a que yo lo recuerdo bien, pues estaba presente cuando sacaron el cuerpo de la hermosa y vivaracha Caitlin del agua. Las algas y el lodo la embadurnaban.
—Nunca pudo separarse del lago —digo—. Cuando apareció no estaba segura de por qué había muerto, así que le expliqué que se había ahogado y jamás le he revelado el porqué.
—Cuánto lo siento —dice Liadan, y parece sincera—. ¿Podría conocerla?
—Mejor que no —respondo sin dudarlo.
Liadan no llegaría a comprender que Caitlin no es la chica inocente y candorosa que fue cuando estaba viva. Que perdemos mucha de nuestra humanidad por el camino.
—Pues yo podría animarla y comprenderla. Conozco a otra aparición, y me aprecia —me dice Liadan alzando la barbilla, retándome.
Y lo cierto es que la idea no me hace ninguna gracias.
—¿A quién?
—A Bobby, y es feliz cuando voy a verle. Y he visto a Annie. Estoy segura de que hay muchos más como tú por Edimburgo. Ese tipo del uniforme verde del Bruntsfield Park…
—Jonathan —se me escapa, aunque creo que Liadan no me ha oído.
Ella sabe que existe y duda de él, por mucho que Jon crea que jamás se ha fijado en él. Su temeridad y perspicacia me aterran, pues ningún vivo se quedaría impasible después de ver a Annie, y Liadan ha hablado de ella como si la dulce niña llena de pústulas no fuera algo siniestro y espeluznante. Además de inestable. Y aún me gusta menos que haya reconocido a Bobby, pues ni siquiera tiene improntas de muerte que lo delaten. Si sigue tentando a la suerte, acabará por encontrarse con algo mucho peor que yo.
—Liadan —le advierto—, olvídate de ello. No hables con extraños, y no sigas buscando, preguntándote quién es de los míos y quién de los tuyos.
Alza las cejas y sonríe.
—¿Que me olvide de que veo muertos? Por favor, Alar. De hecho, si no me recuerdo constantemente que tú estuviste dentro del lago más de quince minutos, soy incapaz de asimilarlo. Y no quiero convencerme de que no estás ahí.
—Liadan, te lo digo en serio. No todos los míos son tan cándidos como Bobby o como yo.
—¿Como tú? —repite.
Se estremece visiblemente, pues se acuerda de mi pequeño enfado de ayer.
—Sí, como yo. Yo soy un remanso de paz comparado con alguien de los míos.
—Está bien —acepta, aunque soy consciente de que lo hace a regañadientes—. ¿Sabes? He estado leyendo ese libro de parapsicología mientras tú estabas… fuera —musita y sigue con rapidez—. Me parece bien que lo pongas entre los libros de filosofía.
Asiente con la cabeza muy seriamente, y no puedo evitar sonreír ante eso. Me ha emocionado su generosidad, sus ganas de ser cordial y la voluntad de crear un puente entre nosotros. Y aunque sé que fuera de estas paredes las cosas son mucho menos sencillas, en nuestra pequeña burbuja podemos ser amigos y descubrir cosas el uno del otro. Ella nunca ha estado muerta, y ya hace demasiado tiempo que yo estuve vivo. Somos dos mundos ajenos que, por razones que no comprendo, han tenido la suerte de gozar de un acercamiento. Que seguramente no se repetirá, y por tanto debo aprovechar.
Al día siguiente también nos reunimos y charlamos, y al siguiente y al siguiente también. Ya ni siquiera me tenso con ella, y Liadan ha dejado de mantenerse a distancia de mí. Ahora tan sólo se interpone entre nosotros la mesa del bibliotecario, y tengo que reconocer que gracias a las incansables preguntas de Liadan y a sus inesperadamente sabias reflexiones estoy aprendiendo muchas cosas sobre mí también.
Por ejemplo, jamás me había parado a pensar en mi capacidad para atravesar las cosas sólidas. Pero ella es insaciable, y me exige una explicación de por qué puedo atravesar la pared y no hundirme sin querer en el suelo. Después de meditarlo acabo por explicarle que, sin duda, al ser yo una especie de producto psicogénico de mi mente extinta, soy menos denso que las superficies sólidas, y que por eso floto sobre ellas. Como aceite sobre agua. Para comprobar mi teoría, me adentro en una de las estanterías y me dejo llevar, flotando hasta la superficie. Desde encima de la estantería veo a Liadan estremecerse. A veces olvida que yo estoy muerto, igual que yo olvido que es una de ellos. Pero enseguida nos reponemos y decidimos que mi teoría es aceptable. Y seguimos hablando como si realmente no fuéramos más diferentes que otros dos jóvenes que se están conociendo.
Tampoco había pensado que quizás mi obsesión por acudir cada día a la biblioteca y poner los libros donde yo quiero no sea natural. De hecho, es más que probable que se debe, como dice Liadan, a algún tipo de inercia obsesivo-compulsiva que he ido adquiriendo con el tiempo. Un coqueteo con la locura, aunque ella no lo dice. Como la manía de Adam Lyal el ladrón de aparecerse por las noches en la esquina de Grassmarket donde fue colgado, o del viejo zapatero de la Royal Mile que no puede dejar de tocar los zapatos de los turistas. Pero eso me lo callo, ya que Liadan muestra una curiosidad casi temeraria por los míos, e incluso tengo que reconocer que me siento algo celoso de que quiera conocer a otros. Cada día siento más aprecio por ella, y me fascina. Es una joven verdaderamente especial, y me gustaría poder llegar a comprender hasta qué punto. La quiero para mí.
Las tardes en la biblioteca se convierten en una nueva obsesión de cada día, e incluso Caitlin se ha dado cuenta de que estoy más feliz. Tengo la sensación de que sabe el motivo de mi nueva alegría, pero no saca el tema y la conozco lo suficiente para saber que prefiere no indagar más para no tener que preocuparse o discutir. Además, a veces la hago partícipe de algunos de los descubrimientos que hacemos Liadan y yo, y Caitlin no puede negar que algunas cosas son interesantes para nosotros.
A Caitlin le parece especialmente atrayente la teoría de Liadan sobre la capacidad de entrar en contacto con el mundo vivo de las infestaciones, o sea, nosotros, para mi amargura, según la cual está directamente relacionada con la conciencia sobre el cuerpo que no tenemos, pero que sentimos igualmente. «Como los soldados a los que les han amputado la mano y siguen sintiéndola aunque ya no la tenga, porque sienten un deseo increíblemente intenso de seguir utilizándola», me había dicho Liadan. Y desde que se lo comenté, Caitlin no deja de ejercitar con los dedos entre la hierba cuando cree que no la veo. La comprendo, pues ella es incapaz de tocar objetos sólidos, excepto la vez que consiguió agarrar el tobillo del joven al que quiso ahogar. Espero que no esté pensando en eso cuando trata de evolucionar, pero no le digo nada porque tengo fe en ella.
Yo a cambio le explico cosas que Liadan quiere saber, como si nos damos cuenta de que pasa el tiempo. Sin duda está pensando en Bobby, que se pasa los días frente al restaurante. Y es que para nosotros el tiempo es algo superfluo, si no nos atamos al mundo.
Cuando llega al viernes, mi alegría se evapora, dejándome con una honda sensación de soledad, casi desesperada que hacía siglos que había olvidado. Liadan no volverá hasta el lunes, y yo no puedo acompañarla allí donde ella va. Y eso me duele.
—¿Qué vas a hacer este fin de semana? —le pregunto.
Liadan hace un mohín.
—Aithne y yo tenemos que pensar seriamente en el tema de nuestro trabajo de historia. Ojalá pudieras conocer a Aithne. Le he hablado mucho de ti. No te preocupes —me dice cuando las luces titilan—. Nunca vendrá para tratar de conocerte. A la misma hora en que tú y yo hablamos aquí, ella está hablando por teléfono con su novio, Brian. Créeme, no cambiaría su llamada diaria por conocer a un universitario adicto a las bibliotecas.
De pronto Liadan se calla y se me queda mirando fijamente, con una expresión indescifrable. Lo que pasa por su mente siempre es un misterio, pero lo que pueda haber razonado ahora me aterra. Quizás el hecho de que nunca pueda llegar a conocer a su amiga le ha hecho darse cuenta de la situación en la que está, o quizás ya se ha percatado de que pronto, con el fin de curso, nos separaremos para siempre. El embrujo tenía que romperse tarde o temprano, aunque esperaba que fuera algo más tarde y disfrutar de ella un poco más.
—¿Qué pasa? —le pregunto con suavidad.
—¡Tú podrías ayudarnos con el trabajo de historia! —dice, y su rostro se ilumina—. Bueno, tú has vivido la Historia, ¿no? Podrías darnos alguna pista.
Eso sí que no me lo esperaba, y siento una oleada cálida de ternura hacia ella.
—Claro —le digo—. Tú sólo pregunta.
Me sonríe, y me siento feliz de nuevo sabiendo que el embrujo durará todavía un poquito más. Ojalá fuera para siempre, para toda la eternidad.