Capítulo 14
Liadan

Es buena persona. Está enfadado, pero es buena persona». Eso me repito a mí misma desde que Alar ha desaparecido como una exhalación llevándose consigo el frío que todos han sentido. Mis compañeros bromean. Aseguran que hemos sido testigos de un fenómeno paranormal, y yo intento sonreír como si les siguiera la broma. Pero la sonrisa se me congela en los labios. Me noto al borde del desmayo.

Cuando nos sentamos en nuestros sitios en la clase de lengua, escondo las manos debajo de la mesa porque me tiemblan. Aithne, a mi lado, no está mucho mejor. No deja de mirarme fijamente, como dispuesta a sostenerme en el momento en que yo caiga. Y tengo la sensación de que intenta decirme algo, sin atreverse. Creo que piensa que he sufrido un brote psicótico. Ella, pobrecita, tuvo unos malos episodios cuando despertó del coma en que estuvo sumida tantos meses. Nunca me lo ha explicado del todo, pero parece que por un tiempo creyó que se había separado de su cuerpo. Trato de parecer tranquila para sosegarla, para darle a entender que no me ha sucedido nada más que una reacción al frío. Pero no me resulta tan sencillo. Ella no ha visto a Alar, y suerte que tiene. Jamás creí que un rostro tan agraciado pudiera resultar tan aterrador. Ni la mejor película de miedo podría conseguir semejante efecto.

Los hermosos ojos de un verde casi transparente de Alar se han vuelto oscuros. No sus pupilas, sino sus cavidades oculares enteras, desde las cejas hasta las orejas. Simplemente ni siquiera se le veían los ojos: tan sólo dos manchas negras y borrosas en un rostro pálido, severo y amenazante en extremo. Creía que me moría del susto. Y el frío, el aire gélido que lo acompañaba y que se nos ha metido en los huesos tanto a Aithne como a mí, ha sido espeluznante. Todavía oigo a algunos de mis compañeros comentando en voz baja lo rara que ha sido la corriente de aire que se ha levantado de repente. Y no todos bromeaban cuando dicen que ha sido cosa de fantasmas.

Me estremezco, y Aith me mira con ojos aterrados. Le devuelvo una sonrisa inocente, dándole a entender que no sucede nada fuera de lo normal. Pero le cuesta devolverme el gesto, y sus ojos azules muestran espanto. Pobre Aithne, está trastornada y me habría gustado decirle que no me estoy volviendo loca. Estoy a punto de dejarme llevar por una risa histérica cuando me imagino diciéndole que a veces veo muertos de verdad.

Por suerte para la hora de comer, Aith ha llegado a tranquilizarse. Es lo bueno de ella, que siempre cree sincera a la gente y me ha creído cuando le he dicho que estoy bien, que ha sido el frío repentino y que no ha pasado nada malo. Pero estoy aterrada, y miro a mi alrededor alerta. Me sobresalto a cada momento, hasta que mis compañeros empiezan a pensar que tengo una crisis de ansiedad. Por suerte se acercan los exámenes de invierno, así que no soy la única a la que atacan los nervios.

Pero estoy decidida a volver a la biblioteca. Si fuese más juiciosa no iría, pero otros dos sentimientos se oponen a la sensatez. Por un lado, no me da la gana huir de la biblioteca como una cobarde. Me gusta estar allí, puedo estudiar y leer tranquila, y no me quiero ir. Y por otro, tengo ganas de arreglar las cosas con Alar. No me gusta que piensen mal de mí.

Trato de convencerme de que eso es lo que tengo que hacer. Enfrentarme a Alar. Y pedirle perdón. Así que cuando se acaban las clases de la tarde, me quedo sentada en un rincón donde nadie me ve, preparándome psicológicamente para lo que voy a hacer.

Inspiro hondo varias veces, vacilo cuando hago el amago de levantarme del escalón de la escalera de caracol y vuelvo a respirar hondo. Entonces las piernas me sostienen y me encamino hacia la biblioteca aleccionándome a mí misma, recordándome que no debo mostrar temor ni inseguridad. Los animales huelen el miedo, y quién sabe si los fantasmas también. Juraría que Alar ha olido mi miedo, y se ha regodeado con él. Además, me convenzo de que tiene derecho a estar furioso por lo que le he hecho, y mucha gente se enfada y luego se desenfada y ya está. Sólo que en él es más vistoso…

Aun así sé que lo que estoy haciendo es una locura. Así que simplemente trato de convencerme de que, si hubiera querido matarme, lo habría hecho ya.

Me cuesta abrir la puerta de la biblioteca, porque me tiembla tanto la mano que no acierto a introducir la llave en la ranura del picaporte. Sólo con empujar la puerta, ya me doy cuenta de que algo no va bien. Hace un frío que hiela, y mi aliento se condensa. Sintiendo mi corazón bombear frenético contra el pecho, me apresuro a encender las luces con los dedos casi insensibles por lo helados que los tengo. No veo a nadie a simple vista, así que me obligo a avanzar con calma hasta la mesa del bibliotecario y dejar allí mi mochila. Como siempre. Me encamino lentamente, tratando de simular indiferencia, hacia el pasillo que lleva a la sala de lectura. Como si no hubiese hecho nada malo y no tuviera nada que temer. En el saloncito el frío es más intenso, tanto que se me mete en los huesos. Me obligo a seguir avanzando, tendré que enfrentarme a Alar tarde o temprano. Pero me doy cuenta de que es una necedad en cuanto llego a la sala de archivos.

Alar está apoyado en la mesa mirando hacia la puerta, si es que ve algo a través de los borrones negros en que se han convertido sus ojos. Está completamente inmóvil, estático, como si él y el mundo que lo rodea no estuviesen conectados. Probablemente no lo estén. El suéter verde y los tejanos desgastados no suavizan de ninguna forma esa imagen terrorífica, amenazante. Pese a lo mucho que me he convencido a mí misma de que no debo mostrar miedo alguno, gimo cuando sus labios se curvan en una sonrisa que me parece perversa. Él sabía que iba a ser tan tonta como para venir. Su figura empieza a cobrar vida de pronto, pensando en acercarse a mí. Y con eso, el miedo me puede de nuevo.

—No —musito, y echo a correr hacia la puerta de la biblioteca.

Aturdida por el subidón de adrenalina, atravieso la sala de lecturas sin oír nada a mis espaldas, y tuerzo hacia el pasillo de las estanterías que me llevará a la sala principal. Estoy dispuesta a dejar aquí la mochila y el abrigo, prefiero enfrentarme al frío de noviembre de las calles de Edimburgo que al frío paranormal que me amenaza aquí dentro. Me lanzo con desespero hacia la puerta. Y me detengo con un grito ahogado. Alar está ahí, aguardando, tan inmóvil como antes. Lejos ha quedado ya su sonrisa fácil y su amabilidad de días pasados.

Retrocedo asustada, sabiéndome acorralada, pero incapaz de mantenerme cerca de él por mucho que no pueda escapar. El instinto de supervivencia nos vuelve necios, supongo. Acabo dándome con la estantería que hay a mi espalda. Mi cuerpo tiembla incontrolablemente por el frío que emana de Alar. Y por el pánico. Me rodeo el torso con los brazos y desvío la mirada al suelo de baldosas de color negro y crema. Lo he visto en los documentales: nunca mires a los ojos de una fiera que esté pensando atacarte. Además, ojos que no ven, corazón que no siente. Y yo veo que voy a sufrir.

Lo siento cernirse sobre mí.

—¿Eres consciente de lo que me has hecho? —murmura con la voz más cavernosa que nunca.

—Sí —le respondo.

Se dice que la sinceridad siempre nos lleva por el buen camino.

Pero Alar no parece compartir esa opinión y las luces parpadean hasta apagarse dejándonos tan sólo con el tétrico resplandor verdoso de las luces de emergencia. Separo un poco los brazos para mirarlo. Su piel se ha vuelto más blanca y la negrura de sus ojos aún más opaca, casi brilla en la oscuridad, como si condensara energía calorífica. Así se enfada un fantasma, deduzco con mi lógica dispersa por el miedo.

—¿Eres consciente de lo que me has hecho? —repite incrédulo.

Su voz retumba en mis oídos como un eco atronador.

—Eres un fantasma. ¡Estaba asustada! —Grito, sin saber si entenderá mis palabras amortiguadas contra las mangas con las que me tapo la cara—. Pero te he devuelto, ¿no?

Por un momento el silencio es absoluto en la biblioteca, si no tengo en cuenta mi dificultosa respiración. Deseo destaparme la cara para saber si sigue ahí, pero no me atrevo.

—No sabes lo que has hecho —me espeta Alar de pronto, casi con desdén—. Toma.

Vuelvo a hacer un hueco a través de mis brazos para mirar. Sujeta algo en la mano extendida, manteniéndose apartado de mí. Se trata de mi cálido abrigo de lana pura. Sin mirarle directamente, me yergo con cuanta dignidad puedo y cojo la chaqueta tratando de evitar el tembleque de mis manos. Entonces, armándome de un valor que desconocía poseer, levanto la mirada hacia el rostro de Alar. Está tratando de encender de nuevo las luces, accionando una y otra vez los interruptores con los labios apretados. Dioses, esto es surrealista.

—Volverán a funcionar de aquí a un rato —dice dándose por vencido. Alrededor de sus ojos aún quedan trazas de esa negrura ajena al mundo de los vivos, aunque ahora parece más calmado—. Puedes estar tranquila y dejar de temblar, no voy a hacerte daño.

Le creo, no porque no parezca amenazador, sino porque prefiero creerle.

—Sé lo que hice —digo tratando de que mi arrepentimiento cale en él—. Y lo siento.

—No sabes lo que has hecho —repite, testarudo. Antes de que pueda replicarle, se gira y avanza hacia mí con gesto serio, amenazador—. ¿Sabes que me has echado del mundo en el único momento en que tengo la libertad suficiente como para salir de aquí y ver lo que hay más allá de las verjas y este castillo? ¿Sabes que me has privado del único día en que me siento vivo de nuevo? ¿Y que has impedido la felicidad en ese día de muchos de los míos? Sus palabras me dejan tan aturdida que casi no me doy cuenta de que vuelve a estar a escasos centímetros de mí. Retrocedo contra la estantería. Me aterra, y lo sabe. Es su forma de castigarme.

—No, eso no lo sabía —reconozco con un hilo de voz.

Alar suspira y mira al techo, tratando de serenarse. En el fondo tiene bastante mal genio, aunque cueste despertarlo, y eso me hace recordar.

—¡Tú me golpeaste hasta dejarme inconsciente aquel día, escondiste el diario e inutilizaste mi móvil! —le acuso.

—Sí, es cierto —confiesa sin remordimientos—. Podríamos decir que estamos en paz.

Eso es bastante discutible pero prefiero dejarlo así. Ya le he visto enfadado, y no quiero repetir. Alar se queda mirándome cruzado de brazos. Está a la defensiva, espera a que se produzca el siguiente paso. Y ahora lo entiendo. ¡Se siente amenazado! Hasta ahora había pasado inadvertido, y cree que voy a delatarlo. Pero yo no estoy por la labor de salir despavorida para tratar de convencer a alguien de que realmente hay fantasmas aquí. Quizás cambie de opinión cuando me tranquilice, pero de momento prefiero ser diplomática y comprensiva. Además, nadie me creería. No creen a los científicos con pruebas, menos me van a creer a mí.

—No diré nada a nadie —musito con sinceridad, y veo que su rostro tenso se relaja un poco. Él también desea creerme a mí—. ¿Estás… muerto? —le pregunto tratando de imbuir mi voz de tranquilidad.

Para mi sorpresa, Alar no me contesta enseguida.

Está pensando, y me parece que ni siquiera él lo tiene demasiado claro.

—Es difícil de decir —decide finalmente, con voz más amable—. Estoy hablando contigo, ¿no? Pienso, así que existo. Pero sí, mi cuerpo está muerto; tú has visto mi tumba.

«Alastair: amante y amigo». Aunque sé que lo que dice es cierto, no puedo evitar estremecerme al oírle hablar de su sepulcro. Sus huesos marchitos, o sus cenizas, deben de estar allá abajo. Está muerto de verdad, y mi mente sigue incapaz de asimilarlo del todo. Con el follón me duele la cabeza. Me llevo la mano allí donde me golpeó.

—¿Tienes fuerza sobrehumana? —le pregunto. Me mira casi con dulzura, como si fuese una niña pequeña.

—Claro que no —me dice—. Pero yo era un guerrero. Era fuerte, y lo sigo siendo.

—Eso que dices no tiene mucho sentido, ¿sabes? La fuerza que tienes ahora no puede tener nada que ver con la que tuvieras antes porque ya no tienes…, eh…, tu cuerpo —le digo convencida, aunque de estar pensando con lógica no le hubiese soltado eso.

Me mira confuso, meditabundo. Creo que piensa que puedo tener razón. Está claro que él mismo no acaba de entender hasta qué punto es diferente de lo que era antes. Quizás es verdad que los fantasmas no tienen claro del todo que ya no están vivos y que no tienen un cuerpo físico de verdad. Pero, Dios mío, es que es tan real… Tiene un cuerpo, lo estoy viendo y lo he tocado, por mucho que esté hecho de energía o lo que sea; aunque el verdadero esté convirtiéndose en detritus bajo la tierra húmeda del jardín.

Sin embargo, no puedo meditar más en ello. La puerta de la biblioteca se ha abierto de repente y no puedo evitar recibir al conserje con un gritito de culpa y miedo.

—Señorita Montblaench —dice James preocupado, y lleva los dedos a los interruptores para encender la luz—. ¿Está usted bien?

Esta vez las bombillas sí responden. Estoy acurrucada contra la estantería, envuelta en mi abrigo mientras Alar sigue cruzado de brazos entre el atónito conserje y yo. Los miro a ambos alternativamente, incapaz de reaccionar.

—No puede verme —me dice Alar, observando con chocante familiaridad al conserje.

—¿Señorita Montblaench? —repite James, empezando a asustarse.

—Eh…, sí —digo esforzándome por apartar la mirada de Alar y parecer tranquila—. Se han ido las luces de pronto y la calefacción también, y he cogido el abrigo para calentarme. Usted me ha asustado al entrar —miento, y le dedico una sonrisa tranquilizadora.

—Lo siento, señorita Montblaench —dice James con una elegante inclinación de cabeza (siempre he pensado que este hombre podría trabajar en el palacio de Buckingham)—. No se preocupe por lo de las luces. En este castillo a veces sucede eso, y más.

Sin poder evitarlo desvío la mirada hacia Alar. James dirige la mirada hacia el mismo lugar al que miro yo, pero él no ve nada más que la mesa del bibliotecario y la pared de piedra tapizada que hay detrás.

—La falta de calefacción ha dejado este sitio demasiado frío. Venga conmigo, señorita Montblaench —me anima James—, le daré un chocolate caliente.

Me quedo bloqueada. No puedo decirle que no, al fin y al cabo no hay nadie más en la biblioteca. Pero tampoco puedo irme así, sin hablar con Alar. Los segundos pasan sin que yo sea capaz de decidir qué hacer. Ambos me miran.

—Vete —me dice Alar al darse cuenta de que mi comportamiento empieza a ser alarmante.

Pero yo sigo siendo incapaz de moverme sin decirle nada, sin llegar a algún tipo de conclusión. Si algo me enseñaron mis padres fue a ser educada, y no puedo irme sin ni siquiera decir adiós. Sin saber si volveré a verle.

—Nos veremos mañana, Liadan —insiste Alar con vehemencia—. Ya no estoy enfadado, y podremos hablar mañana. Ahora debes irte con él, antes de que piense que te pasa algo grave.

Nuevamente está claro que ha sabido lo que pasaba por mi mente. Asiento con la cabeza. Reaccionando a tiempo, le dedico una sonrisa al conserje como si el gesto hubiese ido dirigido a él.

—Aceptaré ese chocolate, James —digo. El anciano sonríe, más relajado. Cojo la mochila y paso junto a Alar que me da las buenas noches. Tengo que hacer un esfuerzo increíble para no hablarle. Sigo al conserje hacia la puerta forzándome a no volver la cabeza y mirar atrás, donde se queda Alastair.