En efecto, el círculo femenino. Porque ¿cómo poder entender a Felipe II si no nos fijamos en lo que supuso la mujer en su reinado? La mujer en su obra política y en su vida privada. El ambiente familiar, en primer lugar, con el grupo portugués: su madre, la Emperatriz, aquella incomparable Isabel de Portugal; su aya, la fiel Leonor de Mascarenhas, y, por último, su primera esposa, la princesa María Manuela de Portugal.
Presentemos un cuadro inicial, para después entrar en el detalle con mejor aproximación. Pronto surge la primera amante: Isabel de Osorio, la dama de la corte de la Emperatriz, primero, y, después, de la princesa Juana; una de las mujeres que llenan más la vida sentimental del entonces Príncipe. Se sucede la experiencia inglesa, donde hay que citar no sólo a María Tudor, la segunda esposa, sino también a Elizabeth, a la pretendida vanamente por Felipe II, y, en el intermedio, a las damas galantes de los Países Bajos, de que nos hablan las crónicas. A partir de 1560, en el horizonte el primer gran amor de Felipe II en la vida matrimonial: Isabel de Valois, la dulce prenda de Francia. Pero pronto hay que citar otras amantes: Eufrasia de Guzmán, y, acaso, la misma princesa de Éboli, a modo de mujer fatal de aquel siglo. Después vendría la cuarta y última esposa, Ana de Austria, la princesa nacida en Cigales, y el intento con Margarita, su otra sobrina austríaca.
Pero también habría que hablar de las hermanas, María, Juana y Margarita de Parma, y, por supuesto, de las hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Tampoco estaría de más la referencia a la bufona Magdalena Ruiz.
Y la primera nota que hay que destacar, en este repaso inicial, es el cosmopolitismo. Se ha dicho de Felipe II que con él la dinastía se castellaniza, algo cierto, si se tiene en cuenta el hecho de que pone su corte en Castilla más dudoso, si nos atenemos a sus ministros, donde vemos detacar a dos portugueses, Ruy Gómez de Silva, en la primera etapa, y Cristóbal de Moura, en la segunda. Pero, en todo caso, donde nos encontramos con todas las nacionalidades europeas —de la Europa occidental— es en este entorno familiar: portuguesas al principio, como su madre, su aya y su primera esposa; inglesas, como María Tudor; flamencas y belgas del círculo galante de Bruselas; francesas, como Isabel de Valois, su tercera esposa; italianas —o italianizadas—, como su hermana Margarita de Parma, y austríacas, en fin, como su cuarta esposa, Ana.
También, claro, las españolas, donde estarán algunos de sus amores más íntimos y de sus afectos más profundos; de los amores íntimos, Isabel de Osorio; de los afectos profundos, el que siente hacia sus hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.
Veamos ahora, con algún detalle, esa procesión de figuras femeninas, empezando, claro, por las portuguesas y, en primer término, la que llena toda su infancia y su niñez: la emperatriz Isabel, su madre.
La belleza es una fuerza en la historia. Es evidente que Isabel lo era. Por desgracia —y es verdaderamente asombroso—, no tenemos ningún cuadro directo de la Emperatriz, a pesar de su rango y de que estamos en la época del Renacimiento, la etapa de los mejores retratistas de corte; algo que suscitó la sorpresa y el dolor de Carlos V, que habría de remediarlo con el que encarga a Tiziano diez años después de la muerte de su mujer. Pero hay que dar por bueno el que Tiziano nos ha legado, porque responde a todo lo que sabemos de la Emperatriz: una mujer exquisita, bellísima, pero frágil físicamente, y la cumbre de la elegancia.
Una mujer para enamorar, como enamoró a su esposo, Carlos V, a las primeras de cambio, y como, sin duda, arrobó a su hijo, desde que el niño empezó ya a valorar su entorno familiar y cortesano.
Si de la belleza de Isabel tenemos esos reflejos de la admiración de los contemporáneos —es famosa la del duque de Gandía, a quien tanto impresiona la muerte de la Emperatriz, hasta el punto de ingresar en religión, para convertirse en san Francisco de Borja—, de su elegancia también nos han quedado pruebas. Ya Carmen Mazarío, su biógrafa, pudo constatar, no sin cierta perplejidad, los cientos de vestidos regios de la Emperatriz. Ella nos dirá:
Imposible trasladar el grueso cuaderno en folio donde, con letra menuda, están inventariadas y con frecuencia tasadas las galas de una Reina que era la mayor de su época e hija, por añadidura, del ostentoso don Manuel de Portugal[1262].
Pero es más: Isabel creaba moda. Era la que marcaba la moda en la corte, y todas las damas de la nobleza, y aun de la burguesía, la trataban de imitar.
Véase este detalle: en 1532, Alfonso de Valdés, el gran erasmista español, manda a su amigo Dantisco, el embajador polaco en la corte imperial, un par de guantes; sabe de su condición mujeriega, y le dice:
Te envío con esta carta unos guantes, de ésos que nuestra Emperatriz suele usar, para que, si acaso has comenzado a cortejar alguna muchacha en la Corte, como acostumbras, la conquistes con un regalo español. Que sigas bien[1263].
Por lo tanto, su madre, la Emperatriz, como la suma belleza y la suma elegancia; pero, además, con temple para gobernar las Españas en las largas ausencias de Carlos V y para sufrir lo que la vida le mandara, como cuando el Emperador se lamentaba de no poder regresar tan pronto como quisiera, y le añadía:
… ensanche ese corazón para sufrir lo que Dios ordenase[1264]…
Aquí hay que pensar que la Emperatriz ejerció sobre Felipe II una doble influencia: la activa, durante los años de su niñez, y el impacto tremendo provocado por su muerte prematura, en plena juventud (a los treinta y seis años), cuando el Príncipe tenía sólo doce.
Y había algo más: Isabel, la madre amada y admirada, le había marcado un ideal de belleza que quedaría ya fijo en Felipe.
En curioso contraste, sí que poseemos cuadros de Leonor de Mascarenhas, la que fue aya de Felipe II; pues sin ser una obra maestra, al menos es un excelente retrato el que poseemos debido, posiblemente, a Sánchez Coello; con actitud devota, libro de horas en las manos y tocas de dueña, doña Leonor fue uno de los personajes femeninos de más influencia en la corte de la Emperatriz, que la apreciaba sobremanera, hasta el punto de confiarla, de hecho, el cuidado del Príncipe niño. Y, a su vez, Felipe II la mantendría su respeto, de modo que le daría el mismo cargo en la niñez de su hijo don Carlos. De gran longevidad, moriría en la corte en 1584. En cuanto a su carácter, el cuadro de Coello nos la presenta como una hermosa mujer de ojos penetrantes y mirada reflexiva, como de quien ha visto no poco y ha callado mucho.
Con María Manuela de Portugal, la primera esposa de Felipe II, cerramos esta primera galería de mujeres portuguesas. No sabemos mucho de ella, porque apenas si vivió dos años en la corte; pero sí que no respondía al ideal de belleza femenina que había encarnado la Emperatriz y que tan fuertemente se había marcado en Felipe II. Su madre, Catalina —aquella hija póstuma de Felipe el Hermoso, que durante diecisiete años vivió con su madre, Juana la Loca—, era notoriamente obesa; de lo cual, aun con el cuidado que los pintores de corte realizaban su oficio, el cuadro del Museo del Prado debido a Antonio Moro es una muestra evidente. Catalina da la impresión que va a estallar dentro de sus ricos vestidos de corte. Y esa tendencia a la obesidad la heredó su hija, hasta el punto de que la madre le aconseja que tomara todos los cuidados posibles para evitar aquellas dos situaciones que podrían desamorar al Príncipe: la obesidad y los celos. La muerte no le dio tiempo a María Manuela a caer en los celos, pero no pudo evitar la obesidad. El cronista de la boda no puede menos de confesar cuando ve a la novia en Salamanca:
… es algo gordilla[1265]…
De ahí el desencanto que sufre el Príncipe, aquel desvío suyo hacia su mujer que tanto preocupó a su padre, el Emperador.
Entonces es cuando entra en escena, si no es que lo había hecho ya antes, la famosa Isabel de Osorio, la primera amante conocida de Felipe II.
Es ya la que le despierta la furia erótica de los Austrias. Es su primer gran amor, aquélla que le atrae invenciblemente, la que campea con su belleza en la corte de la Emperatriz, primero, y, después, en la de su hermana doña Juana. Isabel de Osorio debía de tener dieciséis o diecisiete años cuando murió la Emperatriz; le llevaba, por tanto, al Príncipe unos cuatro o cinco años, y al joven desilusionado en su primer matrimonio, al Felipe adolescente de los diecisiete o dieciocho años, aquella mujer de unos veintidós se le aparecería en toda su arrogante belleza. De ahí aquellas visitas tan frecuentes a Toro, donde ha emplazado la corte de su hijo don Carlos y de su hermana doña Juana y donde se halla Isabel de Osorio. Por eso aquel aire de fiesta cuando toma el camino de la ciudad castellana y la grandísima soledad que siente cuando la deja:
Ayer vine aquí —a Toro— donde me pienso holgar…
Pero cuando parte, suelta su lamento de enamorado:
Otras nuevas no sé decir sino que he partido hoy de Toro con grandísima soledad[1266]…
No conozco ningún retrato seguro de Isabel de Osorio, aunque bien pudiera ser la que retrata Tiziano —con un aire convencional, por supuesto, de belleza mitológica—, y por encargo del Príncipe, en la hermosa pintura de nuestro Museo del Prado titulada Venus y Adonis. El cuadro, como ya hemos indicado, es uno de los más logrados de los que pinta el genial artista veneciano por encargo del Príncipe en los años cincuenta; y para mí que Felipe II quería de ese modo suplir la ausencia de aquella hermosa castellana que dejaba en España. De su amor a Isabel de Osorio quedaría la huella de su regio amparo, como los cuatro millones de maravedíes que le deja por juro estando en los Países Bajos; protección real, que no ya principesca, que servirá para que Isabel de Osorio alzase en Saldañuela el espléndido palacio renacentista que todavía puede admirarse.
En 1554, cuando Felipe II, ya rey de Nápoles, cuenta veintisiete años, entramos en la aventura inglesa y en las mujeres del norte de Europa, con las que, de un modo u otro, se relaciona: María Tudor, su segunda mujer; Isabel Tudor, a la que pretende con tanto ahínco, y las damas galantes de Bruselas en los Países Bajos.
Pero antes de llegar a ello, anterior a la aventura inglesa, Felipe II ha de dejar otra portuguesa en el camino, una de las princesas más olvidadas y que, sin embargo, estuvo a punto de convertirse en reina de España. En efecto, cuando surge la crisis de 1552, Carlos V, en su afán de conseguir dinero y más dinero con que poder enfrentarse con todo lo que se le venía encima, planea una nueva boda de su hijo, puesto que éste hacía siete años que había enviudado de María Manuela de Portugal. ¿Y en quién piensa Carlos V? Pues en otra princesa portuguesa, que no en vano era entonces el reino más rico de la Cristiandad y que más espléndidamente dotaba a sus princesas a la hora de sus esponsales.
Y ahí es cuando nos encontramos con María, la última hija de Manuel el Afortunado y de Leonor de Austria, la hermana mayor del Emperador; por lo tanto, una prima carnal de Felipe II. Una princesa de notables riquezas, por lo mucho que había heredado de su padre. Una boda solicitada a toda furia para celebrarse en 1553. Era verdad que la princesa María llevaba seis años a Felipe II, pero eso no fue obstáculo para que se fijara el matrimonio.
Otro impedimento mayor vino de repente: la muerte de Eduardo VI de Inglaterra y la subida al trono de María Tudor. La nueva reina inglesa era aún mucho mayor que Felipe II —le llevaba once años—, poco atractiva y de riquezas dudosas; pero era una reina. Y ante las reinas palidecen las princesas. De ese modo, María de Portugal fue olvidada, porque la política internacional obligaba a Carlos V a aquel gesto descortés que no sería perdonado en Lisboa.
Esa circunstancia hizo que Felipe II tuviera ante sí, de nuevo, la ruta del norte de Europa, en este caso en dirección a las islas inglesas.
La figura de María Tudor es, en verdad, patética. Cuando contemplamos su famoso retrato hecho por Antonio Moro, hay algo en su actitud que conmueve.
Ahí está la pobre reina, anhelante de recibir al Príncipe de España, posando para él y preguntándose, sin duda, sí todo no será un desastre. ¿Cómo ocultar la diferencia de años? ¿Cómo los estragos que en su rostro han hecho, más que la edad, las insufribles angustias padecidas bajo la cruel tiranía de su padre? María Tudor, sin embargo, se muestra hasta casi animosa. En último término, ¡quién sabe! Ella ha de compensar a su esposo con su total entrega, con su ansia de cariño, ella que ha sufrido tanto y tanta soledad. Y así se planta sentada en su sillón palaciego con la rosa roja en su diestra, símbolo de su linaje Tudor, del que está orgullosa.
En su aventura inglesa, Felipe II no se lleva ningún desengaño. Desde el primer momento sabe el sacrificio que se le pide, conoce la edad de su nueva esposa, y por el mismo cuadro de Antonio Moro, que se le ha enviado, también comprende que no es precisamente la belleza una de las condiciones de la Reina. Esos sentimientos los comparten los más íntimos de los que le acompañan a Londres. De forma que, cuando se produce el encuentro, las cosas se suavizan. ¡La Reina, a fin de cuentas, era una gran mujer! Pero ¡ay!, vista de cerca no ganaba en nada:
La Reina es muy buena cosa, aunque más vieja de lo que nos decían[1267]…
En la odisea inglesa, Felipe II trata de cumplir con su deber: ¡ese hijo del que tanto esperaba Carlos V para recuperar la primacía en el norte de Europa! E incluso pretende mostrarse galante con la Reina, si bien está claro quién corteja a quién:
Entretiene muy bien a la Reina —informa el oficioso cortesano Ruy Gómez de Silva a Eraso— y sabe muy bien pasar lo que no es bueno en ella[1268] para la sensibilidad de la carne, y tiénela tan contenta que cierto, estando el otro día ellos dos a solas, casi le decía ella amores y él respondía por las consonantes[1269]…
¡Estando los dos a solas! Entonces, ¿cómo lo sabía Ruy Gómez de Silva? No cabe duda: el propio Felipe II le ha hecho esa confidencia; una prueba más de hasta dónde llegaba la privanza del portugués. En todo caso, una Reina enamorada, entregada a sus ilusiones, y un Rey que, al fin hombre, no puede evitar tener ese alarde de conquista amorosa con el amigo de su niñez.
Pero eso no dura mucho. Esa situación de condescendencia del Príncipe-Rey se va esfumando cuando se confirma que el objetivo tan deseado, por el que se había llegado a aquel sacrificio, era inasequible, por la esterilidad invencible de la Reina. Y Felipe II acoge como una liberación la llamada de su padre, el Emperador, para que asista a las jornadas de la abdicación que tendrían lugar en Bruselas a finales de octubre de 1555.
¡Ya estaba bien de simular un amor que no sentía!
Atrás quedaba la pobre Reina de la rosa roja. La cantada por las baladas populares inglesas de la época:
Gentle Prince of Spain,
come, o, come again[1270]…
Es cuando Felipe II se divierte de lo lindo en los Países Bajos. ¡La corte de Bruselas cuenta, en verdad, con hermosas mujeres!
Oigamos al embajador veneciano Badoero, que se procuraba la mejor información para la República. Estamos en diciembre de 1555. Carlos V aún no ha regresado a España, pero eso no coarta al joven Rey:
S.M. —comenta Badoero— ha estado de nuevo en casa de madame d’Aller que está reputada como muy hermosa.
Y añade, cauteloso:
… y de la que parece que anda muy enamorado.
Aventuras galantes, cuyas noticias alcanzan a la corte de Londres y que hacen sufrir a la reina María Tudor:
Gentle Prince of Spain,
come, o, come again…
¿Es entonces cuando Felipe tiene una hija de una dama flamenca? Tal ocurriría, si creemos a otro veneciano, el embajador Giovanni Soranzo:
Felipe tuvo por aquel tiempo relaciones con una joven de Bruselas, que le dio una hija.
El entorno femenino de Felipe II, en esos años finales de la década de los cincuenta, no acabaría ahí. Pues, en verdad, hay que referirse también a un proyecto de boda fracasado, pese al interés del Rey por llevarlo a cabo.
Hay que citar también, por tanto, a Isabel Tudor, a la hija de Ana Bolena, a la que el conde de Feria, embajador español en Londres, plantea ese matrimonio en nombre de su señor, y tan seguro estaba el Rey de que aquello era cosa hecha, que endureció las condiciones pactadas en la boda con María Tudor.
Pero sucedió lo que tenía que suceder: que el Rey se vio rechazado.
Ahora bien, como Isabel de Inglaterra era tan imprevisible, mostró su desagrado a Feria cuando le informó de la alianza matrimonial de Felipe II con la casa Valois:
Tornó a decirme —informa Feria— que V.M. no debía de estar tan enamorado della como le había dicho, pues no había tenido paciencia para aguardar[1271]…
A partir de ese momento, con la paz de Cateau-Cambrésis firmada y establecido el otro enlace matrimonial con Isabel de Valois, Felipe II tornaría a España.
En el horizonte estaba una de las princesas más atractivas, más dulces y más bienquistas de España: Isabel de Valois, Isabel de la Paz.
Ahora bien, la nueva reina de España contaba entonces catorce años y el matrimonio no se consumaría hasta 1561.
Demasiado tiempo para Felipe II.
¿Fue entonces cuando conoció a Eufrasia de Guzmán, la que casaría con el príncipe de Ascoli? ¿O con aquella inquietante mujer, a la que haría dama de la Reina y que desposaría con Ruy Gómez de Silva, aquella Ana de Mendoza de la que tanto se hablaba?
Seguramente. Eso estaba en la mejor tradición regia. Felipe II no innovaría nada. Ya hemos señalado que algo similar había hecho su padre, Carlos V, con Germana de Foix, y no digamos Fernando el Católico. De los amoríos con Eufrasia de Guzmán se tienen pocas dudas; más en el caso de la princesa de Éboli, después del estudio de Marañón. Pero de lo que no cabe duda es que, para bien o para mal, también hay que recordar a la princesa de Éboli en esta visión del entorno femenino de Felipe II. Pues existe una corriente de opinión que trata de negar las relaciones amorosas entre Felipe II y la princesa de Éboli, como si eso fuera algo monstruoso e indigno del Rey. Ya hemos visto que, por el contrario, eso era tomado como lo más natural del mundo por la época, como la licencia que estaba permitida a los reyes. La pregunta es si tenemos alguna prueba de ello.
Pues bien, sí; al menos del enorme atrevimiento de la Princesa cuando se ve perseguida. Nada de súplicas al Rey, sino la réplica indignada de quien se cree con todo el derecho del mundo a ello, como puede hacerlo alguien que un día tuvo los favores regios. Y así, indignada por el trato que recibía de la justicia regia, le escribe con este increíble apasionamiento:
Yo digo a V.M. que pensando cuán diferentemente mereció esto mi marido, estoy muchas veces a pique de perder el juicio, sino que la devergüenza de ese perro moro[1272] que V.M. tiene a su servicio me lo hará cobrar…
Y no queda ahí la cosa. La princesa de Éboli cargaría aún más la mano en sus reproches al Rey:
Y torno a recordar a V.M. que no vaya a manos de ese hombre, ni ninguno mío. Y si V.M. se quiere hacer tan hidalgo que no entiende por quien se lo digo, digo por[1273]…
¡Increíble! ¿Qué hay de cierto entre el Rey y la Princesa para que se permitiera tamañas licencias? Aquí lo menos que puede decirse es que existe una duda razonable. Y tanto es así que dedicaremos el capítulo siguiente a tratar sobre ello.
Ahora bien, en la década de los sesenta la figura femenina que brilla con luz propia es, sin duda, Isabel de Valois.
Era la hora de Francia, el momento de rendirse al encanto de la mujer francesa.
Pues no cabe duda: Isabel supo cumplir su misión.
Es la esposa que más tiernamente amó Felipe II, la que le dio las dos hijas bienamadas y la única que puso en algún momento a su nivel, encomendándole la delicada misión de acudir a las Vistas de Bayona, para entrevistarse con su madre, Catalina de Médicis; la cual pensó que le sería relativamente fácil engañar a su hija, encontrándose con una Isabel desconocida para ella; bien es verdad que cuando dejó París Isabel era todavía una chiquilla. Al verla tan segura de sí misma, defendiendo los puntos de vista de España, Catalina no pudo menos de exclamar: «¡Muy española venís!»[1274]
Sin embargo, sería la que arrojara más sombras sobre la personalidad de Felipe II, debido al enfrentamiento del príncipe don Carlos con el Rey. ¿Cuál fue la actitud de la Reina? Sabemos que trató de intervenir a favor del Príncipe, y que, al principio, el Rey la ordenó que no saliera de su cámara; pero no tardaría en visitarla, dando lugar al embarazo que en aquel otoño le costaría la vida.
Esa muerte sí la sintió Felipe II. No la de María Manuela o la de María Tudor, pero la de Isabel de Valois sí le causó gran dolor.
Sería el annus horribilis de Felipe II: la prisión y muerte de don Carlos, los sucesos de los Países Bajos y después la muerte de su esposa:
Son cosas éstas —se lamentaría con el cardenal Espinosa— que no pueden dexar de dar mucha pena[1275]…
Felipe II entra en profunda depresión; pero la vida sigue, la Corona está sin heredero varón y la norma era clara: el Rey, a sus cuarenta y un años, debía intentarlo de nuevo desposándose por cuarta vez.
Y así fue como llegaron las archiduquesas austríacas. La primera sería Ana de Austria.
La conocemos bien por los retratos de Antonio Moro, de Viena, y por el de Sánchez Coello, de nuestro Museo del Prado. Demasiado blanca, demasiado rubia, demasiado frágil, esta vienesa, nacida en Cigales a finales de 1549, llegaba a España en 1570 para dar hijos al Rey.
Pero se los dio, aunque tan frágiles como ella, que morían al poco de nacer; sólo se salvaría uno, Felipe III, y acaso habría sido mejor que le ocurriera lo que a sus hermanos.
En todo caso, no era la mujer para hacer olvidar a Isabel de Valois. Cuando murió en 1580, cuidando al Rey, que había caído enfermo, y contagiándose de su enfermedad, parecía que, definitivamente, Felipe II cerraba el capítulo de sus matrimonios.
Sin embargo, a punto estuvo de no ser así, porque entonces llegaba a la corte su hermana, la emperatriz viuda María, acompañada por su hija Margarita, y Felipe II tanteó una nueva boda.
¡Aquello era como una invasión de las austríacas! Los primeros años habían sido los de las portuguesas; ahora parecía tocar el turno a las vienesas.
Pero Margarita rechazó al Rey. Por segunda vez, el todopoderoso rey de las Españas se veía rechazado en sus afanes matrimoniales.
Y ya no lo intentaría más.
Del resto del entorno femenino, habría que citar a las hermanas y, sobre todo, a las hijas. En cuanto a las hermanas, está claro que Felipe II sentía predilección por la mayor, María, que había sido su compañera de juegos infantiles. Desde 1548, habían dejado de verse, salvo la fugaz entrevista de Zaragoza de 1551; pero ya hemos dicho que María sentía la añoranza de España y que, una vez viuda, acabará por volver a la corte de Madrid. La entrevista de los dos hermanos en Lisboa, donde María fue a encontrarse con Felipe II, fue muy tierna; después, al hacer una vida prácticamente conventual, el trato de los dos hermanos fue muy escaso.
Más relación tuvo con la hermana pequeña, Juana, la que le sustituyó en el gobierno en 1554; pues es a su lado, en Aranda primero y en Toro después, donde se cría don Carlos y donde está aquella Isabel de Osorio que tanto había enamorado a Felipe II. Y al regreso del Rey a España, en 1559, volveremos a ver a doña Juana cerca del Rey, como primera dama de Isabel de Valois, junto con la duquesa de Alba y con la princesa de Éboli.
Y también lo fue de la cuarta esposa, Ana de Austria. Pero su verdadero centro, su refugio, estaba en su fundación, el convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde sería enterrada en 1573.
Quedan las hijas bienamadas, las que le había dado Isabel de Valois: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Eran la gran pasión del Rey, de las que Felipe II diría en 1569, cuando no hacía el año de la muerte de Isabel de Valois, a la abuela materna, Catalina de Médicis:
Son todo el consuelo que me ha quedado de haberme privado Nuestro Señor de la compañía de su madre[1276].
Y ellas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, serán las principales protagonistas del siguiente capítulo que dedicaremos a las cartas familiares de Felipe II.
De todas formas, ahí también tendremos ocasión de encontrarnos con una de las pocas mujeres que se atrevían a contarle las verdades al Rey: la bufona Magdalena Ruiz.
Habiendo pasado revista a ese entorno femenino es cuando podemos valorar lo que supone la mujer en la vida de Felipe II. Juegan un papel bien destacado en su intensa vida amorosa, tanto dentro como fuera de la familia; tanto en el plano erótico (Isabel de Osorio, Eufrasia de Guzmán y, seguramente, la misma princesa de Éboli) como en el tiernamente afectivo: con el esposo (Isabel de Valois), con el padre (Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela) y con el hermano (la emperatriz María, especialmente). Eso sin olvidar, claro, la imagen siempre presente de la madre, la emperatriz Isabel, de la que guardaba aquel tríptico con las imágenes de la Virgen y el Niño Jesús, que luego dejaría en su Codicilo, ¿a quién si no?: a su hija Isabel Clara Eugenia; un tríptico que la Emperatriz le había regalado en 1535 y que desde entonces le acompañaba:
A la infanta doña Isabel, mi hija mayor, a quien tan tiernamente quiero por lo mucho que merece y la gran compañía que me ha hecho dexo una imagen de Nuestro Señora y su Hijo bendito…, la qual por habérmela dado la Emperatriz, mi señora, y haber oído dezir que primero fue de la reina cathólica doña Isabel, mi bisagüela, la he traído siempre conmigo desde el año 35[1277]…
Ahora bien, en contraste con lo que ocurre durante el reinado de su padre, el Emperador, la mujer tiene muy escaso protagonismo político bajo Felipe II. Ninguna tendrá el papel de alter ego, tal como lo había representado la emperatriz Isabel con Carlos V. Ni tampoco habría otra que jugara un papel tan destacado a nivel europeo, como Margarita de Saboya o como María de Hungría lo llevaron a cabo desde los Países Bajos y desbordando las fronteras de aquellos Estados. El mismo papel político jugado por su hermana, la emperatriz María, lo fue bajo la inspiración y según los cauces marcados en su día por Carlos V.
Algo, sin duda, a tener en cuenta cuando se piensa en el entorno femenino que rodeó a Felipe II y en lo que ello supone para entender mejor la personalidad del Rey.