11 EN LA CUMBRE

El Príncipe —a los ojos de los españoles todavía el Príncipe, aunque ya sea rey de Nápoles y rey consorte de Inglaterra— siente una liberación cuando su padre, Carlos V, lo llama a su lado en el verano de 1555. Hace tiempo que está esperando esa llamada del achacoso Emperador. En realidad, desde aquel gran viaje de 1548, cuando lo vio tan consumido en su palacio de Bruselas, Felipe II sabía que ese momento no podía tardar. De hecho, a partir de entonces el Príncipe va haciéndose más y más con el poder, y todos lo saben, como aquel noble castellano, el conde de Buendía, que se atreve a decirle en 1552:

Suplico a V.A. me mande responder al memorial que le di en Madrid, que todos sabemos que sin consulta de Alemania puede V.A. despachar todas las cosas[1147]

De todas formas, estaba claro que existía una dificultad para aquel relevo en el poder, puesto que todavía vivía la auténtica reina propietaria de la Corona, la desventurada Juana la Loca. De ahí que Felipe II, antes de emprender su viaje a Inglaterra en 1554, pase por Tordesillas. Aquélla era una visita que desbordaba a todas luces lo familiar; tenía que conocer exactamente cuál era la situación física de la regia prisionera y cuáles las perspectivas de cara al pronto relevo en la cumbre, pues hubiera sido muy difícil plantear la coronación de Felipe como rey de las Españas en vida no sólo de su padre, sino también de su abuela.

Pero eso, en el verano de 1555, ya era cosa pasada. La muerte, el 12 de abril de aquel año, de la pobre Reina había dejado abierto el camino para la alta operación de Estado tan ansiada por el César. Y hemos de decir que, con algunas dudas, también lo estaba deseando Felipe, en función de dejar aquella situación de interinidad y de poner en marcha, de una vez con toda su plenitud, su propia manera de ver la política, su propio esquema de gobierno; sobre todo, desde luego, a nivel nacional, puesto que en materia de política internacional el Príncipe siempre tuvo a su padre como el gran mentor, el que mejor conocía los entresijos de las relaciones con el resto de la Cristiandad, como lo demostraban las Instrucciones de 1548, verdadero testamento político del César.

En todo caso, Felipe sale de Inglaterra con la sensación de que allí no se podía hacer más, que había hecho todo lo humanamente posible para la reincorporación de aquel reino al catolicismo, empresa que había cuidado de forma especial, llevándose un equipo de teólogos, entre los que sobresalía aquel fraile dominico, fray Bartolomé de Carranza, al que Felipe premiaría pronto nada menos que con la mitra toledana, aunque no tardaría después en despeñarlo de su gracia, como tendremos ocasión de comprobar.

Para Felipe II era un alivio dejar la corte inglesa. ¡Ya estaba bien de fingir amor hacia la pobre reina de la rosa roja! ¡Ya estaba bien de poner buena cara a tantos desaires que él y los suyos recibían de los condenados ingleses, siempre tan altaneros! Por lo tanto, ¡qué alegría cuando vio desaparecer las costas inglesas, aunque dejase allí a su desconsolada esposa! De frente tenía ya algo más que las tierras de Flandes, que al menos podía considerar como suyas: tenía el poder, y el poder a manos llenas.

Porque estamos acostumbrados a evocar las jomadas de octubre de 1555, las jornadas de la abdicación imperial, con un solo protagonista: Carlos V.

Y sin duda hay suficientes razones para ello. Pero ahora nos importa destacar al otro personaje, al Príncipe, que lo iba a recibir todo, que se iba a convertir en el nuevo señor de los Países Bajos, como primer paso para convertirse en el rey de las Españas, en el máximo poder de Occidente.

Por lo tanto, cuando pronuncia su emotivo discurso de despedida, que hace sollozar a la mayoría de los presentes, Carlos procede como lo que se espera de él, y lo hace a la perfección: ¡estamos ante una gran jornada para la gran historia, y todos son conscientes de ello!

El papel del Príncipe es muy distinto. Él no ha nacido en aquellas tierras y, por lo tanto, no tiene por qué aparentar ningún sentimiento de ternura o cosa que se le parezca. Él es el nuevo señor de los Países Bajos, el símbolo del poder, y como tal lo mejor que le cuadra es mantenerse imponente en su grandeza y aislado de sus súbditos. ¿Acaso no dicen los grandes pensadores que el mando exige soledad? Pues ese aislamiento, esa soledad quiere sentirla y hacerla sentir desde un principio. De ahí que no se lance a pronunciar ningún discurso, cosa que por otra parte iba contra su manera de ser. Que alguien hable en su nombre, que no va a ser el joven noble con el que Carlos V entra en la sala y sobre cuyo brazo se apoya; no será, en verdad, el ambicioso príncipe de Orange el escogido por Felipe II, sino un hombre de la Iglesia, criatura de la corte, ministro predilecto del propio Emperador y en el que también Felipe va a depositar su confianza: Granvela.

Basta con proclamar quién hablará en su lugar, quién es el hombre de su confianza, quién posee, al menos, parte de su secreto. Con eso es suficiente. El nuevo señor impone también su nuevo estilo: un cierto alejamiento de todos, una reserva altiva, un distanciamiento; ese distanciamiento a que obliga el poder.

En el fondo, es como una versión de la sentencia de Maquiavelo: el Príncipe ha de escoger ser temido, antes que ser amado. De momento, el nuevo conde de Flandes ya ha demostrado que no le importa ser amado. Le bastará con proclamar que tratará de ser justo, en cuyo ejercicio de la justicia estará el filo de su espada para que todo el mundo entienda que contra aquél que se atreva a discutir sus decisiones será de todo punto implacable.

De forma que en su breve participación de la jornada de Bruselas dejará para muchos bien claro su mensaje, que hará sentir aún más a los presentes la decisión imperial del abandono del poder.

¿Esperaba Felipe II, rey ya de las Españas a partir de enero de 1556, volver pronto a la alta meseta castellana? ¿Añoraba la luz de su tierra, ¡la lengua hispana!, su pequeña familia —aquel hijo, Carlos, que entonces andaba por los diez años—, incluso sus amores con la hermosa Isabel de Osorio? Posiblemente. Pero una vez más su sentido de la responsabilidad se impone, y ante la nueva situación creada en el verano de 1556, con un retorno de la alianza entre el Papa y el rey de Francia, tal como la había sufrido treinta años antes su padre, el Emperador, Felipe II decide aplazar su regreso a España. Es más, y dado que todavía es rey consorte de Inglaterra, torna a Londres para obtener el apoyo inglés.

Antes, ha de cumplir un deber filial: despedir al viejo Emperador, que al fin lo ha podido arreglar todo para emprender su último gran viaje, que le ha de llevar a su retiro de Yuste. El Emperador va con un pequeño cortejo, apenas ciento cincuenta personas; es una muestra de su sincero deseo de abandono del mundo. Y Felipe II quiere acompañarle, y lo hace desde su salida de Bruselas hasta Gante, si bien la peligrosa marcha de la guerra le obliga a regresar a la corte belga, pues no en vano el nuevo Papa, Paulo IV, está amenazando incluso con excomulgarle y privarle del reino de Nápoles.

Para contrarrestar la furia de aquel colérico pontífice, Felipe II decide precaverse mandando a Nápoles a su mejor soldado: el duque de Alba.

La situación no era nueva. En verdad, parecía que se estaba repitiendo lo ocurrido treinta años antes, con la Liga clementina montada por Clemente VII contra su padre, el Emperador. Por lo tanto, Felipe II sabe ya a qué atenerse. En primer lugar, la obligada consulta de los mejores teólogos españoles, aunque ya se sabe su respuesta. ¿Era legítimo que un rey católico empleara sus armas contra el Papa? Los teólogos convocados (salvo el cardenal Silíceo), y entre ellos Melchor Cano, fueron unánimes en la respuesta: en el Papa cabía distinguir sus dos personalidades, la de pastor de la Iglesia, que merecía todo respeto y obediencia en materia religiosa, y la de jefe de Estado, al que, si procedía violentamente, se le podía ofrecer la debida resistencia.

¡Y estaba claro que Felipe II no iba a consentir verse desposeído, a las primeras de cambio, nada menos que de aquel primer reino que le había cedido su padre, Nápoles, que estaba vinculado a las mayores gestas de los tercios viejos, a todas las hazañas del Gran Capitán!

Ahora bien, había que aprender del pasado. No se podía volver a repetir lo ocurrido en 1527 con el saco de Roma. No se debía repetir, pero sí se podía amenazar. Por lo tanto, que el adversario temiese lo peor. Y de ese modo, el lenguaje del Rey mostraría bien a las claras su indignación. A mediados del mes de septiembre de 1556, cuando tan reciente tenía la despedida de su padre, el Emperador (a quien bien comprendía que ya no vería más, pues tan acabado estaba), Felipe II expresa a su hermana Juana, como gobernadora en su nombre de los reinos de las Españas, toda su cólera y hasta dónde está dispuesto a llegar para oponerse a los ataques del Papa que tanto le indignaban:

Se ha entendido de nuevo que el Papa quiere excomulgar al Emperador, mi señor, y a mí y poner entredicho y cesación a divinis en nuestros Reinos y Estados…

¿Qué ocurriría si tal nueva se hacía pública en España? Eso era lo primero que había que evitar, con las medidas más severas:

Si por ventura entre tanto viniese algo de Roma que tocase a esto, conviene proveer que no se guarde ni cumpla ni se dé lugar a ello. Y para no venir a esto, mandar, conforme a lo que tenemos escrito, haya gran cuenta y recaudo en los puertos de mar y tierra… y que se haga grande y ejemplar castigo en las personas que las trujeren, que ya no es tiempo de más disimular[1148]

A tenor de esas instrucciones estaría la amenazadora carta que apenas si hacía un mes que el duque de Alba había enviado a Paulo IV. ¡Que fuera el soldado el que se encarase con el Papa! Una carta escrita en tales términos que bien podía haberse atribuido al humanista Alfonso de Valdés, al autor de Diálogo de las cosas acaecidas en Roma o Diálogo de Lactancio y un arcediano, la polémica obra sobre el saco de Roma:

No pudiendo faltar a la obligación que tengo como ministro, a cuyo cargo está la buena gobernación de los Estados de S.M. en Italia, ni aguantar más que V.S. haga tan malas fechorías y cause tantos oprobios y deshonores a mi Rey y señor, faltándome ya la paciencia para seguir los dobles tratos de V.S., me será forzado, no sólo a no deponer las armas, como V.S. me dice, sino proveerme de nuevos alistamientos que me den más fuerzas para la defensión de mi dicho Rey y señor de estos Estados y aun para poner a Roma en tal aprieto, que conozca en su estrago se ha callado por respeto y se sabe demoler sus muros[1149]

Tal era lo que sucedía porque el Papa había trocado su papel de pastor para convertirse en lobo. ¡En verdad que no lo podía decir mejor ni más claro el propio Alfonso de Valdés!

De todas formas, un panorama sombrío que, con la declaración de guerra del rey de Francia, rompiendo las ilusorias treguas de Vaucelles, fuerza a Felipe II a hacer algo que era poco de su agrado: viajar entre Flandes e Inglaterra, tener entrevistas en la cumbre, negociar con sus molestos súbditos ingleses una ayuda de todo punto precisa para la buena marcha de la guerra. Entre marzo y julio de 1557, Felipe estará en Inglaterra y volverá a ver a su esposa, María Tudor. Pero en cuanto consigue el mínimo apoyo que los ingleses se resignan a darle, se despide de una vez por todas.

Un gran historiador inglés, injustamente olvidado, nos describe ese momento, tan penoso para la reina de la rosa roja:

A principios de julio Felipe caminaba por última vez de Gravesend a Dover por Canterbury, yendo al lado suyo en litera su mujer enferma. El 3 de julio se despidió de ella, a punto de embarcar en el bote que había de conducirle al galeón que le aguardaba.

María, con la muerte en el corazón, se volvió de espaldas al mar y se fue desolada a su mansión de Londres[1150]

El año 1557 es muy particular en la vida de Felipe II; es el de su aventura bélica, en el que se hallará en primera línea de combate.

Ya había estado en circunstancias parecidas cuando se produjo la crisis de 1552 y llegó a España la noticia del difícil momento por el que estaba pasando el Emperador, al tener que enfrentarse con el asalto francés a Metz, Toul y Verdún y a la inesperada rebelión del duque Mauricio de Sajonia. En aquel año, el Príncipe contaba ya veinticinco años, y a esa edad ya se había visto a muchos soberanos acaudillar sus tropas. ¿Abandonaría a su padre, cuando se veía tan acosado por todas partes? Recordemos aquella carta que le envió el obispo de Cuenca:

Vuestra Alteza está en trance, según las cosas presentes, de ganar o perder reputación del valor de su persona para siempre, porque por ventura no se ofrecerá en la vida otro tiempo ni ocasión tan grande como agora para mostrar su valor y poder…

¡Ya estaba el problema del siglo, la cuestión de la honra! Y no era sólo la opinión del buen obispo; se trataba de un comentario general. A creer al prelado de Cuenca, no se hablaba de otra cosa:

… Y V.A. tenga entendido que se habla de esto y todos esperan lo que V.A. hará, y que en esto especialmente y en otras cosas le miran a las manos[1151]

Es más, el propio Príncipe estuvo entonces a punto de ponerse en campaña, atacando el sur de Francia[1152], de lo que fue disuadido por el Emperador, que no quiso comprometer a su hijo en empresa tan arriesgada[1153].

Pero entonces era distinto. En aquellos años cuarenta y principios de los cincuenta, Felipe era el segundo de a bordo, el alter ego del Emperador, su mejor auxiliar; pero, a la postre, eso, el que debía cumplir mejor que nadie los designios imperiales.

Ahora —en 1557— todo ha cambiado. Su padre es un viejo prematuro que se ha recluido en el retiro conventual de Yuste, y nada se puede esperar ya de él, salvo algún consejo que, por lo demás, pocas veces llega a tiempo.

Felipe está solo en el poder; tanto más solo cuanto que se halla en tierra extraña, a más de mil kilómetros de aquella Castilla que es la garantía de su firmeza. Está solo, y de lo que haga o de lo que deje de hacer a nadie puede culpar, sino a sí mismo. Y la guerra está ahí, a un paso, en la frontera con Francia, apenas a doscientos kilómetros de su palacio de Bruselas, donde tiene su corte; esa guerra contra los franceses que torna una y otra vez, bien a su pesar, y que debe afrontar, pues todo el mundo sabe que las batallas decisivas no se darán en tierras de Italia ni en los aledaños de los Pirineos, sino en esas llanuras cruzadas por tantos ríos que corren entre Bruselas y París.

¿Cómo actuará Felipe II? Ya hemos visto que, contra la imagen que se le suele asignar de un príncipe vacilante, la realidad es que el Rey muestra una notable actividad, presentándose en la corte inglesa en aquella primavera de 1557; por las mismas fechas en las que manda a su hombre de confianza, a Ruy Gómez de Silva, a España, para recabar el mayor apoyo económico posible.

Y tiene fortuna, pues junto con la ayuda inglesa —que no sería todo lo importante que hubiera querido, pero sí lo suficiente para inclinar la balanza de la guerra a su favor— se encontraría con que las Indias vuelven otra vez a mostrarse generosas en sus remesas de oro y plata. Es cierto que se descubren algunas irregularidades de los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla, contra los que truena el Emperador desde Yuste, pidiendo los más ejemplares castigos[1154]; pero, a la postre, Ruy Gómez de Silva puede conseguir en tomo a los dos millones de ducados, que ayudarán a financiar la guerra, tanto en Italia como en Flandes.

Por lo tanto, la guerra. El olor a pólvora, el posible bautismo de fuego para el Rey, que en aquella primavera ha cumplido los treinta años. A esa edad, más o menos, Carlos V se había aprestado a combatir al mismo Turco —nada menos que a Solimán el Magnífico— ante los muros de Viena. A él le toca hacerlo ahora contra los franceses de Enrique II.

Tiene a su lado los mejores soldados, salvo el duque de Alba, que combate para él entre Nápoles y Roma. También está con él un viejo aliado, Manuel Filiberto de Saboya, compañero de armas de Carlos V en los campos de Mühlberg; un veterano, pues, de la guerra contra la Liga de Schmalkalden. Asimismo cuenta con capitanes belgas tan prestigiosos como el conde de Egmont, aquél que le había representado en la corte inglesa en 1554, y tiene, sobre todo, a los tercios viejos españoles, con soldados como Alonso de Cáceres, Bernardino de Mendoza, Enrique Enríquez y el más famoso de todos: Julián Romero.

Felipe II pone su cuartel general en Cambrai, para seguir de cerca la guerra. Pero los acontecimientos se suceden tan rápidamente, que la gran batalla de San Quintín (10 de agosto de 1557) se libra sin su presencia. No será, pues, su anhelado bautismo de fuego, cosa que sentirá en extremo:

Mi pesar de haber estado ausente supera a cuanto Vuestra Majestad puede suponer[1155]

Así se lamenta con su padre, el Emperador. Sabe muy bien que el viejo César estaba pendiente de lo que hiciera y que le hubiera gustado verle al frente de sus tropas victoriosas[1156].

Tiene que conformarse con acudir a los campos de San Quintín para estar entre los vencedores, que le rendirán sus armas y le mostrarán las banderas ganadas al enemigo; muy poco, sin duda, para un alma de auténtico soldado, pero, quizá, suficiente para Felipe II.

Pero tendrá otra oportunidad de conocer qué cosa era la guerra, y, además, sin apenas peligro: asistir a la toma de la plaza de San Quintín, que sus defensores y, primeramente, el almirante Coligny se resisten a entregar sus armas. Se procede a un asedio en toda regla y se marca el día exacto del asalto: el 27 de agosto.

Felipe II ha pasado la noche anterior en el campamento con sus tropas; al menos, ha vivido con ellos lo que supone esa espera llena de ansiedad antes de una jornada en la que está en juego la victoria o la derrota, pero también la vida o la muerte; sin contar con cualquier descalabro que lleva al combatiente a ser un inválido para el resto de sus días. Y al día siguiente ocupa un puesto de observación, dispuesto a contemplar el asalto de la plaza, como quien asiste a un emocionante espectáculo; con una emoción bien garantizada, pues son sus tercios viejos los que acometerán la hazaña.

¡Las hazañas de los tercios viejos, de que tanto ha oído hablar a su propio padre, ahora ante sus ojos! ¿Y quién será el primero en plantar su bandera en las murallas de la ciudad enemiga? El capitán Luis Cabrera de Córdoba, abuelo del famoso cronista del Rey, quien así nos narra lo que le había llegado por vía oral y familiar:

Los franceses fueron vencidos, entrando el primero y muriendo el capitán Luis Cabrera de Córdoba…, el cual capitán, superando la batería, plantó su bandera[1157]

Pero hubo algo más que el heroico asalto a las murallas enemigas. Después sobrevino el saqueo generalizado de la ciudad, el incendio de casas y templos, el pillaje, la matanza de los vencidos y de civiles, la violación de mujeres…; en suma, todo el horror de la guerra, la otra cara de la moneda, como sucedía siempre cuando una ciudad se defendía, y se concedía licencia del botín para los asaltantes. Eso también lo pudo ver el Rey, y acaso fue cuando pensó en voz alta: «¿Y esto es lo que tanto apasiona a mi padre?».

Pero el horror que desde entonces sentiría hacia la guerra no le iba a evitar el entrar en ella una y otra vez, a lo largo de su reinado.

Lo que sí le iba a impedir, el asedio y toma de San Quintín, sería la marcha decisiva sobre París, con el consiguiente alargamiento del conflicto durante otra campaña.

El año 1558 empezó muy mal para la suerte de la guerra. La indecisión filipina no sólo había permitido a los franceses rehacer sus fuerzas, sino que el duque de Guisa, abandonando Italia, que tan admirablemente había defendido el duque de Alba, se había presentado ante los muros de Calais y a las primeras de cambio se había hecho con lo que era la última gran plaza inglesa en tierras de Francia. Esto es, los franceses habían demostrado que seguían vivos, y es más, que podían seguir aspirando a la victoria.

Un serio revés, por tanto, que además ponía en peligro la alianza hispanoinglesa. Se hablaba de traición; se rumoreaba que el gobernador de la plaza, lord Wentworth, demasiado blando a la hora de defender la ciudad, lo que trataba era de minar el prestigio de la reina María Tudor, para favorecer su relevo por su hermanastra Isabel[1158]; algo, en todo caso, que afligió al Rey:

Lo he sentido tanto —escribía a su hermana Juana— que no lo podría encarescer, y con mucha razón, por ser plaza de tanta reputación e importancia, y abierto camino para estas tierras de Flandes, y specialmente por los de Inglaterra, donde hay diferentes voluntades y propósitos particulares[1159]

Pero las perspectivas de la guerra se irían aclarando con la ayuda de la marina inglesa y la victoria de Gravelinas, en la que tanto destacó uno de los nobles flamencos de mayor prestigio: el conde de Egmont. En cambio, una noticia llegó de improviso a la corte de Felipe II en Bruselas que le puso en gran alarma: el descubrimiento de focos luteranos en la Corona de Castilla, sobre todo en Castilla la Vieja y Andalucía.

El hecho, de por sí tan grave, dado que Felipe II venía a representar la potencia que defendía a ultranza el catolicismo, tuvo la virtud de excitar al máximo a Carlos V, que al punto mandó los mensajes más enérgicos a su hijo: la Inquisición debía aplastar de forma implacable a tales herejes, por muy alto que estuviesen:

Os ruego cuan encarecidamente puedo que, demás de mandar al arzobispo de Sevilla [el Inquisidor General] que por agora no haga ausencia dessa Corte…, le encarguéis y a los del Consejo de la Inquisición muy estrechamente de la mía, que hagan en este negocio lo que ven que conviene y yo dellos confío, para que se ataje con brevedad tan gran mal. Y que para ello les deis y mandéis dar todo el favor y calor que fuere necesario…

Esas parecían palabras formularias. Pero no lo eran las siguientes, que demuestran que la cólera del Emperador iba creciendo conforme se explayaba en el asunto. Y así, añade en la carta a su hija:

… y para que los que fueren culpados sean punidos y castigados con la demostración y rigor que la calidad de sus culpas merecerán. Y esto sin excepción de persona alguna[1160]

¿Por qué esa advertencia final? Porque los informes de la Inquisición acusaban a algo más que a simples clérigos o frailes; a miembros de la alta nobleza. Y lo que era más grave: al propio arzobispo de Toledo.

¡El arzobispo de Toledo! Aquel fraile dominico al cual el Rey había preferido sobre todos apenas hacía unos meses, cuando hubo que cubrir la vacante que había dejado el cardenal Silíceo, muerto en 1557. Un fraile que había destacado por su ciencia teológica y por su piedad en el Concilio de Trento y que tanto le había ayudado en las jornadas de Inglaterra y en el que había puesto toda su confianza.

Fue, sin duda, la primera gran decepción sufrida por Felipe II, como si se sintiera traicionado. A las noticias que le llegaban de su hermana se añadían las advertencias del padre, que, venciendo las dificultades de la gota, sacaba fuerzas de flaqueza para hacerle de su propia mano las más apretadas instancias:

Hijo: Este negro negocio que acá se ha levantado me tiene tan escandalizado cuanto lo podéis pensar y juzgar. Vos veréis lo que escribo sobre esto a vuestra hermana. Es menester que escribáis y que lo proveáis muy de raiz y con mucho rigor y recio castigo[1161].

¿Qué hacer? Todavía no hay nada de seguro, sólo indicios; pero ¿cómo iniciar nada con el arzobispo en los Países Bajos? Era preciso mandarlo a Castilla con algún serio pretexto, para que nada sospechase, pero de manera que estuviese ya al alcance de la Inquisición.

¿Un pretexto? Había uno y suficientemente importante: conseguir que la reina María de Hungría accediese a relevar a Felipe II en el gobierno de los Países Bajos. El 13 de julio de 1558 se ha logrado la victoria de Gravelinas, y eso permite plantearse una próxima paz con Francia y, por tanto, el ansiado regreso a España. De forma que alguien tiene que ir de inmediato a España para pedir al Emperador que presione a la reina María de Hungría, pues ella es la única que puede relevar a Felipe II en Flandes. Se trataba de una misión del más alto nivel para la que sólo cabía pensar en un gran personaje. Eso permite al Rey designar sin sospechas al arzobispo Carranza.

Y Carranza, aunque barruntando algo del peligro, obedece y se pone en camino para España[1162].

Tal ocurría a finales de julio de 1558. El 1 de agosto, Carranza desembarcaba en Laredo. Iba a comenzar uno de los capítulos más penosos del reinado de Felipe II.

Aun así, el acontecimiento mayor, al menos desde el punto de vista familiar, fue muy otro: la muerte del Emperador.

¡La muerte del Emperador! ¡El fallecimiento de Carlos V! Un suceso que todas las historias destacan debidamente con sus pelos y señales, en el entorno conventual del retiro de Yuste.

Pero ahora no se trata de eso, sino de meditar en lo que aquella muerte supuso para Felipe II y en el eco que tuvo en Bruselas, donde tenía su corte el Rey.

Y de entrada, una primera observación: lo tarde que le llega la noticia, pues si la muerte del César se produce el 21 de septiembre, Felipe II no la conoce hasta bien entrado el mes de octubre. Sabemos que su hermana Juana de Austria le informa con todo detalle desde Valladolid el 11 de octubre; se trata de un informe oficial, en el que anuncia también una carta personal: «… como más particularmente lo scribo de mi mano…».

Ya, por lo tanto, con notorio retraso, pues la noticia debió de llegar a la corte castellana a finales de septiembre o, como muy tarde, a principios de octubre. La explicación estaría en el abatimiento de la hija:

Aunque yo estoy tan penada y sentida, como tengo razón, de haber perdido tal padre como el Emperador, mi señor, que haya gloria, no dexaré de dar cuenta a V.M. en ésta de lo que pasó en su enfermedad hasta su fallescimiento[1163]

Felipe II se hallaba en Arras, atento a los últimos coletazos de la guerra. Ya se habían iniciado las conversaciones para la paz, tan ansiada por todos, y el Rey pudo hacer frente a sus deberes filiales. Desde el punto de vista personal, tenía el modelo de lo que había hecho su padre a la muerte de la Emperatriz: el retiro a un convento, escogiendo para tal caso el de Grunendal, cercano a Bruselas. Pero estaba, además, el imprescindible acto de los funerales imperiales a celebrar en Bruselas, algo a realizar con tal aparato y majestuosidad que precisaba montarse con mucho tiempo de antelación.

Y es ahora cuando debemos plantearnos si todo aquello merece la pena de ser recordado con algún detalle o si se trata de algo puramente anecdótico.

Lo cierto es que las historias al uso apenas si lo mencionan, y que la muerte del Emperador, en las biografías de Felipe II, se despacha con un par de renglones. Ahora bien, basta reflexionar sobre lo que supone actualmente la muerte de un gran personaje, la conmoción popular que se produce y la atención que provoca en todos los medios de comunicación (por ejemplo, tras la muerte del alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, «el viejo profesor», o cuando sobrevino el fallecimiento de don Juan, el padre del Rey), para entender que esos sucesos son de tal calibre, que, si interesan de ese modo a la opinión pública, algo guardan, algo esconden que no debe ser desatendido por los historiadores.

Está, por supuesto, el propio dolor del Rey ante la muerte de su padre, el Emperador; un doble mazazo, pues está fuera de dudas la veneración que el Rey sentía por su padre, como también que Felipe II sentía muy hondamente los vínculos familiares.

¡La muerte del padre! Ese terrible hachazo que nos deja a la intemperie, que nos despoja del último refugio, que nos entrega ya a nuestro propio destino, sin otra salvaguarda. Eso que sentimos todos los mortales, también lo sintió Felipe II.

A ello había que añadir el desamparo por la pérdida de su más fiel consejero, el único de cuya sinceridad estaba bien seguro, del que mejor conocía los entresijos de la política internacional.

Y eso también lo acusó el Rey. Lo cual no quiere decir que en su retiro del monasterio de Grunendal, donde permanecería en torno a los dos meses, Felipe II no estuviera atento a los acontecimientos, aunque evidentemente con menores reflejos. Fue precisamente estando en dicho monasterio cuando tuvo noticia segura de la grave enfermedad de su mujer, María Tudor, y cuando hizo el último esfuerzo para que la princesa Isabel, la futura reina de Inglaterra, casase con su aliado y pariente el duque de Saboya[1164].

Pero eso no le iba a hacer olvidar lo que debía a la memoria del Emperador.

Al fin, todo preparado, las exequias fúnebres del César quedaron fijadas para el 29 de diciembre de 1558.

Se ha estudiado con detenimiento lo que suponen esas ceremonias públicas montadas desde el poder para marcar su grandeza y para perpetuarse, con una imagen imponente de su poderío. Entiendo que deberíamos tomar esas consideraciones con cierta dosis de prudencia, pues no se puede olvidar que para Felipe II se trataba, sobre todo, de rendir un homenaje a la memoria de su padre, en honor de lo que aquel Emperador había hecho y de la importancia que tuvo en su tiempo.

Un homenaje realizado en Bruselas y en el que participarían todos, desde la multitud agolpada, presenciando en silencio el impresionante desfile, y bordeándolo con 2500 hachones encendidos, hasta el propio Rey, pasando por todos los personajes de la corte, con el desfile también de todos los signos del poder imperial, y cerrándolo con el aparato de la doble guardia regia, la española y la alemana. Y al aire, el sonar fúnebre de las campanas de todas las iglesias, doblando a muerto, y el de los tambores y trompetas de la corte.

Dos horas duró el desfile. Lo encabezaba la clerecía y los frailes de los conventos de Bruselas, portando sus cruces. Seguían los capellanes y cantores de la capilla musical del Emperador, aquella preciada herencia que Maximiliano había querido recibir, pidiéndosela infructuosamente a Felipe II. A continuación, y guardando alguna distancia, iba el alto clero de los Países Bajos. Era la fase religiosa, cerrada por doscientos pobres, como mejores intercesores ante la justicia divina. Seguía la Casa del Rey, en todos sus escalones, desde el más modesto, como porteros, hasta el más alto, como los gentileshombres.

Era la primera parte del desfile. A continuación, los atabales y trompetas anunciaban con su música fúnebre la muerte del Emperador, representado por el rey de armas portando el estandarte imperial con su lema: Plus Ultra. Y eso anunciaría lo más espectacular: la puesta en escena de una nao en cuyos costados iban representados los grandes hechos del reinado de Carlos V, como una crónica viva de sus hazañas, pero también las de sus vasallos. Por lo tanto, con el recuerdo de sus victorias, como Túnez o Mühlberg, y asimismo de la conquista de Nueva España o la del Perú. Algo espectacular, algo jamás visto, porque correspondía a una realidad también como nunca se había dado.

No menos espectacular y solemne fue el desfile que siguió de veinte caballos, uno detrás del otro, todos encubertados de luto, cada uno representando a los diversos reinos y señoríos de Carlos V, desde el primero, con las armas del condado de Flandes, hasta el último, con las de Castilla. Un desfile que era como el de todo lo que había supuesto y todo lo que había dejado tras de sí aquel gran Emperador, pues tras esa cabalgata iban los portadores de las insignias del poder imperial (el escudo, la espada, la corona), siguiendo en imponente silencio, que hacía aún más grande el duelo, el caballo del Emperador (por ello llamado «el caballo de duelo»).

Y tras el caballo de duelo, el propio Rey, el mismo Felipe II, vestido con loba negra cuya cola llevaba Ruy Gómez de Silva.

Finalmente, cerraban el desfile la grandeza, los caballeros del Toisón de Oro, los grandes consejeros y, claro está, en último lugar la doble guardia del Rey, la española y la alemana, que no podía faltar como homenaje a aquel Emperador, capitán de sus ejércitos.

De esa manera se desarrollaron en Bruselas las exequias fúnebres de Carlos V, ultimadas con las ceremonias religiosas celebradas en la iglesia de Santa Gúdula, que conservaba tantos recuerdos del Emperador, empezando por las leyendas de sus vidrieras.

Era como cerrar un capítulo de la gran historia y abrir otro: el del reinado personal, ya sin interferencia alguna, del rey Felipe II.

Y es que se había realizado ya, de un modo completo, el relevo en la cumbre.