7 EL GRAN VIAJE

La muerte, esa gran provocadora del cambio histórico a su manera, hizo también su labor en los años mozos de Felipe II. No sólo arrebatándole la madre a los doce años y empujándole a un primer plano, en las largas ausencias de Carlos V, o dejándole sin su pareja seis años después, sino además llevándose a los más eminentes de los hombres de Estado que Carlos V había dejado a su lado.

Ya hemos visto que Felipe II daba cuenta a su padre de la inesperada muerte del cardenal Tavera, no porque no tuviera años, puesto que había nacido en 1472 y contaba por tanto con setenta y tres, edad avanzada para la época, sino por ese hecho misterioso y esa angustia especial que provoca cualquier muerte, y más, claro, si es la de un ser cercano. Da la impresión de que Felipe, pese a las prevenciones de su padre, había tomado ley al viejo cardenal.

Eso ocurría en 1545. Un año después el que moría era Zúñiga, el buen ayo, algo gruñón, pero tan adicto a la casa imperial, tan seguidor del Príncipe; aquél que se había resistido al cargo y que a duras penas podía cumplir con aquella norma de no perder nunca de vista al Príncipe:

Crea V.M. —escribía al Emperador en 1536, cuando el Príncipe aún no había cumplido los nueve años— que cuando la tengo [la gota] que la siento doblada por la falta que hago en el servicio del Príncipe; que, como acá dixe a V.M., para este cargo eran menester mejores pies para servir a S.A.; y después que le conozco, aún hallo que no bastaban ser sanos los pies y no muy ligeros[1010], según cuán presto trasvalla S.A. cámaras, que no hay quien le haga andar al paso de la ordenanza[1011]

En tres años, ¡cuántos cambios!: 1545, muere el cardenal Tavera; 1546, fallece el ayo Zúñiga; 1547, el duque de Alba deja la corte para incorporarse al ejército imperial que combatía en Alemania, y también en este año muere el todopoderoso ministro Cobos, el que controlaba todos los asuntos de la Hacienda. De forma que en poco tiempo, cuando el Príncipe pasaba de los dieciocho a los veinte años —de la adolescencia a la edad viril—, es también cuando se produce ese proceso de liberación, de desprendimiento de aquellas ligaduras a que le había sometido el Emperador.

Poco a poco el Príncipe iba siendo más libre, más dueño de sus decisiones y de su destino. Teniendo, claro está, su propio equipo de gobierno.

Serían los hombres del Príncipe, los ministros del futuro poder que se perfilaba en la España de mediados de siglo.

No cabe duda de que esos años que el Príncipe estuvo gobernando España en ausencia de su padre, esos once años entre 1543 y 1554, en los que pasó de ser un muchacho de dieciséis años a un hombre de veintisiete, fueron decisivos en la formación de su carácter. La correspondencia cruzada con el Emperador en ese período de tiempo, tan útil, tan básica para conocer la política internacional, y que ya comentamos en su momento, poco nos dice en cuanto a los aspectos íntimos del futuro rey.

Entre 1543 y 1554, en esos once años se desliza la última etapa imperial de Carlos V; un Carlos V que ya ha renunciado a sus sueños de cruzado y que sólo aspira a restablecer la unidad espiritual de Europa, con la reducción del protestantismo. Algo que parece estar a punto de conseguir, tras su brillante victoria en Mühlberg sobre la Liga de los príncipes protestantes alemanes de Schmalkalden, pero que acabará esfumándose.

¿Qué supone esa etapa para Felipe II? Ante todo, ya lo hemos dicho, aquélla en la que entra en la edad viril, a golpe de duros choques, empezando por su pronta viudez. Aquí debiéramos distinguir los dos planos: el político o público, el del alter ego del Emperador, cada vez más metido en los graves y complicados casos de Estado, y el íntimo y privado, el de las emociones, alegrías y pesares de un Príncipe que pronto dejaba atrás su vida juvenil.

Ambos son dos planos poco esclarecidos, porque en ese período de tiempo la figura del Emperador lo eclipsaba todo. Y sin embargo, son fundamentales para comprender al futuro rey, su carácter, sus ambiciones, sus logros y sus fracasos.

En el plano público, sin detallarlo demasiado, porque ya se ha tratado anteriormente, sí cabe recordar al menos que Felipe II tiene conocimiento directo del sufrimiento del pueblo de Castilla, ante la presión fiscal a que le somete Carlos V. Y trata de remediarlo. Es una estampa del Príncipe que bien se podría titular como la de defensor del pueblo.

Bastaría recordar aquel comentario que hace a su padre sobre las calamidades que está sufriendo Castilla hacia 1545:

La gente común a quien toca pagar los servicios, está reducida a tan extrema calamidad y miseria que muchos dellos andan desnudos, sin tener con qué se cubrir[1012]

Esto es lo que sabemos también por otros mil conductos: la miseria que se estaba abatiendo sobre el campo de Castilla. ¿No es lo que se refleja en el relato del Lazarillo? Lo hemos comentado demasiadas veces para que sea necesario repetirlo.

Pero al lado de eso, junto a esa estampa del joven Príncipe conmiserativo de los males y quebrantos de su pueblo, está también la otra de las ambiciones filipinas: hacia 1547, y acaso como resultado de la aplastante victoria imperial en Mühlberg, Felipe II entra en la dinámica de ambicionar el Imperio. Ya es el Príncipe heredero de las Españas, y, después de las reformas carolinas, sabe que se convertirá en duque del Milanesado; como en señor de los Países Bajos.

Ahora bien, ¿por qué no también en emperador? ¿Por qué había de ir la Corona imperial a la rama de Viena? ¿Acaso no era él el hijo de Carlos V?

Y así empezó una desafortunada aventura, que llevó a los acuerdos familiares de Augsburgo de 1551, que tanta alarma produjeron en Alemania, hasta el punto de provocar la rebelión de Mauricio de Sajonia de 1552.

Una desafortunada aventura que se concretó, de momento, en la llamada imperial. Si Felipe II había de ser algún día emperador, preciso era que conociese las tierras alemanas y que fuese conocido de sus futuros súbditos.

Se dice también que el César ha estado en peligro de muerte, y que ante esa perspectiva quiere dejarlo todo bien atado. Lo que no cabe duda es de que quiere legar además a su hijo algo muy precioso: su experiencia en el trato con las demás naciones. De ahí que encargue a la cabeza más clara de su equipo, Nicolás Perrenot de Granvela, la redacción de esa panorámica sobre la política internacional que conocemos con el nombre de Testamento político de Carlos V, o Instrucciones a su hijo Felipe de 1548[1013]. Allí todo se pormenoriza: la escurridiza paz con Francia; la compleja situación de Italia, con particular atención al Papado, a Génova y a Venecia; las perspectivas inglesas; la alianza que se quisiera indestructible con la otra rama de la Casa de Austria, la de Viena; el norte de Europa, con los países bálticos; las Indias, con toda su problemática; incluso las relaciones con el otro imperio, el de Solimán el Magnífico, con el cual había entonces treguas firmadas.

Un documento verdaderamente importante. No sólo como lección política, sino también moral. Porque Carlos V no dicta normas de tipo práctico, tal como las que había propugnado Maquiavelo treinta años antes, sino tendentes a buscar la paz y la armonía en la Cristiandad. De todo el documento trasciende un hálito de honestidad política que impresiona[1014].

Pero al mismo tiempo, el César, a través de un correo de excepción, el duque de Alba, envía a su hijo, para que prepare el viaje por el resto de sus dominios, la orden de cambiar el estilo de la corte, imponiendo la etiqueta borgoñona. Eso era transformar la sencilla corte castellana por la aparatosa que regía en Bruselas. Un intrincado sistema de nuevos cargos y nuevas funciones que hacían más solemne la vida de la corte, que venían a resaltar aún más las figuras de la familia real, como símbolo del poder, pero que las apartaban también infinitamente más del país, con la agravante de un alto coste económico.

Uno siente fastidio ante la tediosa lectura de aquella serie de cargos y de sus atribuciones: el chambelán o mayordomo mayor, con su larga serie de mayordomos menores que le secundaban; el primer sumiller de Corps o camarero mayor; el caballerizo mayor, el capellán mayor —a su vez con gran número de otros capellanes bajo sus órdenes—, el aposentador de palacio, el maestro suntuario, los capitanes de las distintas guardias (la alemana, la española y la flamenca), el cuerpo médico, y todo el servicio de escaleras abajo, empezando por los monteros de cámara. Todo se pone a punto para la partida del Príncipe. Es el nuevo aparato cortesano que ha de rodearle. Y como si se tratara de un ensayo general, el 15 de agosto —el día de la Virgen— se hace un primer intento, una presentación con la comida pública del Príncipe, algo que nos particularizan los cronistas, como Cabrera de Córdoba:

En el día de la Asunción al cielo de Santa María Madre de Dios, comió —el Príncipe— en público, con las ceremonias solemnes, ornamentos de mayordomos, gentiles hombres de boca, reyes de armas, maceros y ballesteros de maza, cantores, ministriles, trompetas, atabales, …[1015]

Una fastidiosa relación, pero que tiene su sentido. El Emperador quiere presentar a su hijo a los ojos de Europa y quiere hacerlo impresionando a todos con aquel aparato de grandeza. No podía corresponder otra cosa al vencedor de Clèves, al que había impuesto al francés la paz de Crépy, al que había aniquilado a los rebeldes alemanes en Mühlberg, al Emperador, en suma, de la Cristiandad.

Y así se inició el gran viaje del príncipe Felipe en 1548, cuando tenía veintiún años, que con tanto detalle nos particulariza el cronista Calvete de Estrella[1016].

Con esa edad, Carlos V ya había cruzado el Océano dos veces y ya conocía, aparte de los Países Bajos y de España, Inglaterra y Alemania. Por lo tanto, era hora de que el Príncipe conociese y se diese a conocer por Europa entera.

El Príncipe salió de España con un brillante cortejo. ¡El país estaba al borde de la ruina, pero el Príncipe tenía que ir como quien era: como el heredero de la Monarquía más poderosa de su tiempo! Se trataba también del prestigio, esa palabra tan equívoca, por el que se cometerían tantos disparates.

De entrada, fue cuando Carlos V creyó necesario hacer aquel cambio en el ceremonial palatino de la corte castellana. ¡Una corte demasiado sencilla! El Príncipe tenía que presentarse como su heredero, como el símbolo del poder en su más alto grado. De forma que el duque de Alba sería comisionado para llevar a España las nuevas instrucciones imperiales de cómo se había de reorganizar la corte de su hijo.

Y no deja de ser curioso que fuera el duque de Alba, aquel cuyo esfuerzo había sido tan decisivo en la victoria imperial de Mühlberg, el que ahora fuese el designado para poner en marcha la reforma del ceremonial palatino, en el cual él asumiría el cargo principal, como director de orquesta de aquella nueva música: el de mayordomo mayor.

No entraremos en detalles de la nueva etiqueta borgoñona, ya comentada ampliamente en otro lugar de esta obra. Sí debiéramos reflexionar, en cambio, en qué medida aquel nuevo ceremonial presionó sobre el Príncipe, influyendo en su carácter.

Conocida es la tesis de Ludwig Pfandl: el implantamiento de la etiqueta borgoñona respondía a un plan que estaba en relación con el aparato del poder, con la necesidad de hacer más sagrada y más inviolable la figura del futuro rey. En una interesante confrontación con los antecedentes más remotos y más lejanos, Pfandl rememora las sugestivas interpretaciones de Frazer en su famoso libro La rama dorada.

En definitiva, ¿con qué nos encontramos? ¿Felipe II tomó las nuevas disposiciones como un simple mandato paterno, para preparar mejor su viaje a los Países Bajos, donde debía conocer y ser conocido por sus nuevos vasallos? Es cierto que ya Carlos V ha desechado la idea de ceder los Países Bajos a su hija María, cuya boda ha concertado con el archiduque Maximiliano, su sobrino, el hijo de su hermano Fernando. Es cierto que en su ánimo está presente, por tanto, el que su hijo sea quien reciba aquellos dominios tan ricos, y tan ligados a él, como las tierras que le habían visto nacer. Pero con ello, aparte de las mil adversidades que sobrevendrían —y que, curiosamente, él mismo había vaticinado—, ocurriría que de ese modo, para no desentonar en los Países Bajos, el Príncipe acabaría haciéndolo en España. Aparte de que su carácter tendiera al hermetismo, lo que no cabe duda es de que el nuevo ceremonial palatino le iría aislando cada vez más de su pueblo castellano.

El día en que se encerrara en El Escorial, ese aislamiento se haría definitivo. El Rey dejaría de ver y de ser visto por el pueblo.

Pero, de momento, para aquel joven de veintiún años lo que estaba en perspectiva era su viaje a los Países Bajos. Un largo viaje que iba a durar medio año. Porque en vez de hacerlo buscando la costa del mar Cantábrico, y alguno de sus puertos, como el de Laredo, que era el de más fácil acceso desde Valladolid, y a sólo cinco o seis jornadas desde la villa del Pisuerga (lo que hubiera puesto a Felipe II, con otras tres o cuatro jomadas, en las tierras de Flandes), se prefirió la ruta a través de Italia y Alemania, con la demora que eso suponía.

¿Cuál fue la razón? ¿El que Felipe II conociese aquel ducado de Milán, del que su padre el Emperador le había hecho ya propietario?

Ésa sería una de las razones, pero no la única ni la más poderosa. Estaba la sucesión al Imperio.

Es decir, el ansia de Carlos V, que en 1548 aparecía como el gran señor de Europa, como Emperador de hecho y de derecho, sin que nadie pareciera poder oponerse a su señorío, para que fuese su hijo Felipe el que lo heredase todo, y no sólo la Monarquía católica de las Españas.

Todo y, por tanto, también el título imperial.

Que fuera el hijo, y no el hermano, el nuevo emperador. O, al menos, que Felipe se insertase debidamente en la línea sucesoria, puesto que Fernando, como rey de Romanos, ya no podía ser desplazado.

Pero ¿fue todo idea de Carlos V? Así se creía hasta hace poco. Hoy, sin embargo, estamos en condiciones de establecer que fue Felipe II el que forzó a su padre, apremiándole con su propia ambición: él quería ser el gran heredero y, por tanto, conseguir también la Corona imperial.

Esta circunstancia sí que obligaba al viaje de Felipe II por el norte de Italia y por el corazón de Alemania.

Y también a algo más. Pues ¿quién podía hacerce cargo del gobierno de España, con la doble ausencia de Carlos V y de Felipe II? Sin duda, la infanta María, que en 1548 cumplía los veinte años. Pero no ella sola. Es entonces cuando Carlos V decide el matrimonio de María con su sobrino Maximiliano, a quien Fernando le cede el título de rey de Bohemia, y que deberá ir a España para desposar a su prima carnal y para hacerse cargo, junto con su esposa, de la regencia del país[1017]. Así se produce ese trasvase momentáneo que recuerda el que se había realizado treinta años antes, cuando Carlos V llegaba a España, procedente de los Países Bajos, y Fernando salía de España para asentarse en Viena.

El viaje de Felipe II se proyecta, por tanto, como un acto de propaganda política. Hay que deslumbrar a Europa, y muy particularmente a italianos, alemanes y flamencos. Eso explica el boato desplegado, aquellas impresionantes jornadas en que cada gran ciudad rivalizaba en los festejos de acogida, como forma de hacer méritos con el nuevo poder que se anunciaba.

En ese sentido, ¿qué supuso para Felipe II aquel viaje? Aparte de que formara parte de un plan para acceder al Imperio, plan que cristalizaría en los acuerdos familiares con la otra rama de los Austrias de Viena (pues eran, evidentemente, los damnificados por la ambición filipina), acuerdo firmado en Augsburgo en 1551 y que desembocaría en tan notorio fracaso, estaba el hecho inmediato de la puesta en marcha de aquella principesca comitiva de más de tres mil viajeros, entre el séquito del Príncipe, lo mejor de la nobleza de Castilla, con sus clientes y servidores, y los cerca de mil quinientos miembros de la guardia que los protegía.

Algo para ser recogido en las crónicas del tiempo, cual sería el cometido del cronista oficial de la corte, Calvete de Estrella. Pero, a fin de cuentas, viaje largo y fatigoso desarrollado a lo largo de seis meses, entre el 2 de octubre, en que el Príncipe parte de Valladolid, y el 1 de abril, en que se realiza el encuentro con el padre en su palacio de Bruselas.

Ya lo hemos indicado: no es sólo el Príncipe. Es lo más destacado de la alta nobleza castellana, como si se tratara de una invasión de Europa, a la que ya consideraran dominada y vencida. Allí se pueden ver a los duques de Alba y de Sessa, al almirante de Castilla, al conde de Cifuentes, a miembros del alto clero, como don Pedro de Castro, obispo de Salamanca, y a una nube de otros caballeros de menor cuantía.

Se trata, pues, de una jornada triunfal en la que todos quieren brillar y participar, donde la presencia es un triunfo y la ausencia un grave pecado; algo que se refleja en las intrigas de los que no pueden ir por sus propios medios, sino con el apoyo de la Casa Real. Tal es el caso de Gonzalo Pérez, que agradece al todopoderoso ministro Granvela, porque «bien sabe» que se lo debe a él[1018]. De igual modo, los ministros españoles cercanos a la ruta por donde ha de pasar el Príncipe se apresuran a acudir, como el embajador Juan de Mendoza, que el 23 de octubre de 1548, cuando todavía faltaba un mes para la llegada de Felipe II al Milanesado, escribe desde Venecia a Granvela:

Alguna vez he scripto a V.S. sobre mi salida a besar la mano al Príncipe de España[1019]

Es ése el personaje y ése es el título: el Príncipe de España, el Príncipe de la potencia admirada por algunos, odiada[1020] por otros, pero, sin duda, por todos respetada.

Hay además movilización de tropas, pues en cuanto el Príncipe pise las tierras de Italia, y haga su ruta por Austria y Alemania, es conveniente una demostración adecuada de fuerza. Y así don Álvaro de Sande camina con su tercio viejo hacia el Milanesado a mediados de octubre, procurando, eso sí, que sus soldados no cometan desmanes al pasar por tierras de Venecia. Pero con arrogancia, si es que encuentran oposición en algún momento, como le ocurre al franquear lugares del duque de Urbino, que bravea mandándole emisarios para que siguiese otra ruta, a lo que Alvaro de Sande se niega:

Respondiéronme —los emisarios del duque de Urbino— que sería parcialidad. Yo dixe que no había por qué se pensase tal, y que pagando los soldados lo que comían, no era el daño tan grande que no se recompensase con dexarle nuestros dineros. Quisiéronme dar a entender que me estorbarían el paso y creo que se sintieron de que me reí[1021]

Por lo tanto, su tercio viejo da suficiente confianza a Álvaro de Sande para reírse de todo un duque de Urbino, señor de una de aquellas notables cortes italianas del Renacimiento, meta de no pocos artistas —pintores, escultores, arquitectos—, como lo fue para nuestro Pedro Berruguete, el pintor de Paredes de Nava.

Mientras tanto, el Príncipe avanzaba lentamente entre constantes fiestas —banquetes, justas, saraos—, como en cada gran ciudad se preparan a su paso y en su honor. Y esto ya en la propia España, lo que hace que el viaje sea lento en demasía. En cinco días, Felipe se pone en Zaragoza, pasando por Peñafiel, Aranda y Calatayud. Antes de entrar en Barcelona, hace la obligada visita a la montaña santa, a Montserrat, y en la Ciudad Condal se aloja en casa de doña Estefanía de Requesens, la viuda de su ayo don Juan de Zúñiga, honrándola así y mostrando una de sus cualidades: el respeto hacia las figuras de la anterior generación que habían servido a su padre y a él mismo. Pero le cuesta un triunfo embarcar ya en las galeras rumbo a Génova, pues el mar se muestra muy revuelto, y hace recordar, con temor, aquel otro otoño de hacía siete años, que tan contrario había sido a los planes del Emperador:

El Príncipe nuestro señor ha que llegó aquí diez días —informa el marqués de Aguilar a Granvela desde Castellón de Ampurias, el 29 de octubre de 1548—, y a causa de hallar hecho después acá el más recio tiempo que jamás en esta tierra se ha visto, y estar la mar alterada, se ha diferido su embarcación[1022]

La alarma es general. Desde la otra orilla, en Génova, el cardenal de Coria, que se había desplazado desde Roma, se muestra inquieto. La causa, el temporal que azota esa zona norte del Mediterráneo:

El tiempo hace tal, que no se puede expresar cosa cierta en la venida de S.A. Yo ha ya algunos días que estoy aquí y con mucha alegría de venir a hacer la reverencia que debo a S.A[1023]

Pues lo cierto es que el temporal arrecia de tal modo, que los pasajeros van y vienen de las galeras a tierra, en la zona cercana a Perpiñán:

Salimos a la mar —ahora es Raimundo de Tassis el que informa a Granvela—, 25 ó 30 millas. El tiempo no dio lugar a más y volvimos a esperar que el tiempo se asegurase…

Tal escribía el 4 de noviembre desde Collioure, con la perspectiva azarosa de lo que entonces era navegar por el Mediterráneo con tiempo tan incierto:

Toda la Corte tiene salud y [a] algunos les va bien por el mar y a otros mal…

Entre los más «dañados» estaba el duque de Alba, muy propenso al mareo cuando embarcaba[1024], en contraste con el Príncipe, animoso, sabiéndose el gran protagonista de aquellas jornadas y sobre quien se fijaban entonces los ojos de toda Europa:

Sé decir que S.A. —sigue con su informe Raimundo de Tassis— se halla muy bien y hace muy buen marinero[1025]

Pasado el golfo de León, no sin ciertas dificultades, con un cambio de tiempo que hizo temer lo peor, ya el resto de la navegación fue más sencilla. Génova, entonces bajo el señorío de los Doria, los viejos aliados del César, les hizo gran acogida y les permitió recuperar bríos:

Aquí nos detenermos —escribía Gonzalo Pérez el 26 de noviembre— hasta reparar algo, que para poder seguir tan largo viaje no será poco menester[1026].

Era el primer examen, la primera prueba pública ante Europa, después de haber salido de España. ¿Con qué resultado? Optimo, si hemos de creer al cardenal de Coria, aunque está claro que es el cortesano el que tiende a la alabanza sin límite al hijo de su señor; él había sido testigo

… lo que por fama había entendido de la real persona de S.A., y en oír la satisfactión que tienen todos los señores y hombres públicos que aquí han concurrido…

Pero ¿no estaría detrás de todo ello que el mundo entero se precipitaba a mostrarse rendido ante el heredero del todopoderoso César?

… me he holgado —prosigue el cardenal de Coria— de ver esta venida, con tanta autoridad de S.M., que cierto en todo se muestra el gran poder que tiene en las voluntades de todos[1027]

Gonzalo Pérez se expresa de forma similar, pero atento ya a distinguir entre los amigos y los enemigos. En todo caso, la palabra clave será, como en el texto del cardenal de Coria, satisfacción. De modo que en su carta por esas fechas, de 14 de diciembre de 1548, le escribe a Granvela sobre cómo el Príncipe había dado:

… grandísima satisfacción a todos los embaxadores destos Príncipes y potentados que le han venido a hablar, y tienen grande expectación de lo que haya de ser adelante, que los amigos se huelgan y los que no lo son le temen, y los unos y los otros se admiran de su buena manera y seso en tan poca edad…

Por cierto, un dato a consignar: también en tierra el tiempo podía ser mal enemigo, hasta el punto de que el temporal de nieve les había bloqueado en Alejandría, con tres días de nevadas, «las más terribles que nunca se vieron»[1028].

Resulta evidente: tras las brillantes victorias de Carlos V sobre la Liga de Schmalkalden, Europa contemplaba temerosa la aparición de su hijo Felipe en escena. ¿Qué pretendía el Emperador? ¿Qué su hijo? Porque ya nadie lo tomaba como un muchacho indeciso, dócil a las indicaciones de su padre, o a merced de los dictados de sus consejeros. Quien se asome al Archivo de Simancas podrá confrontar que a partir de 1549 ya todo el mundo, todos los cortesanos, todos los políticos, todos los embajadores que quieren algo, se dirigen al Príncipe. Carlos V está ya demasiado gastado y muy lejos del verdadero centro de poder, que es la Monarquía católica, y dentro de ella España, e incluso, si se quiere precisar, la Corona de Castilla. Todo se pide ya a través del príncipe Felipe y confiando en su apoyo. Las órdenes que se esperan son «de S.M. y de V.A.». Y todo lo que se hace es para agradar «a S.M. y a V.A.»[1029].

Porque Felipe II se ha convertido plenamente en el alter ego de Carlos V.

Después de su estancia en Milán, una de las etapas importantes de aquel viaje, Felipe II se encaminó por la llanura lombarda, para buscar los pasos alpinos que le llevarán a Trento, Innsbruck y Munich. En Milán fue el huésped del gobernador, aquel notable personaje italiano, Fernando de Gonzaga, que tanto había destacado en el ejército imperial durante las campañas contra el duque de Clèves y en la cuarta guerra contra Francisco I de Francia, y que durante tantos años había servido al Emperador como virrey de Sicilia; sin duda, el ministro italiano de más prestigio en la corte imperial, del que se decía, sin embargo, que había sido el promotor del asesinato de Pier Luigi Farnese, el hijo natural del papa Paulo II y duque de Parma.

Salió de Milán a los 7 deste —informa Gonzalo Pérez— y fue tan bien festejado y hospedado allí por el señor Fernando y la Princesa[1030] que no pudo ser más. Todos quedaron con gran soledad de su partida[1031]

Al entrar en el ducado de Mantua se asiste a una movilización de la nobleza del norte de Italia, lo mismo que a la llegada a Génova o a Milán; en este caso, acompañando al duque de Mantua el de Ferrara, lo que obliga al Príncipe a demorarse en cada etapa más de lo que pensaba:

… en el camino no se puede dar más prisa, por satisfacer a los que le piden —al Príncipe— que pare, que no se puede excusar[1032]

Así justificaba Gonzalo Pérez a su señor, cuando, después de tres meses de la salida de Valladolid, aún no se habían dejado atrás las tierras de Italia. ¡Y todavía había que pasar por Trento, Innsbruck, el ducado de Baviera y las ciudades de la Alemania meridional!

Trento. Allí esperaban a Felipe II los grandes personajes alemanes: el cardenal de Augsburgo, Mauricio de Sajonia y el duque de Baviera. De forma que una nueva parada se imponía:

Allí —en Trento— se deterná [Felipe] algún día, y en Baviera lo mismo.

Y añadía Gonzalo Pérez, ya con cierto optimismo:

Después no me paresce que hay donde parar[1033].

En la región de Trento, y en su honor, el cardenal despliega tres mil infantes de guerra

… los cuales dispararon todos para hacer salva y dar contentamiento a S.A[1034]

Era como un sueño. Todos, grandes y chicos, competían en honrar al Príncipe, en festejarle, en rendirle tributo y pleitesía. ¡Y Felipe contaba entonces veinte años!

S.A. no entiende sino en holgar —aquí la información es de Raimundo de Tassis, mucho más gráfica que la del secretario Gonzalo Pérez—. Saliéronle a recibir el duque Mauricio y el Cardenal de Augusta, que habían venido a besarle las manos, y los cardenales de Trento y Jaén y todos los Obispos que aquí habían…

Esto da que pensar. Pues mientras Paulo III había ordenado que el Concilio abierto en 1545 se trasladase a Bolonia el 11 de marzo de 1547, seguían manteniéndose en Trento los obispos adictos a Carlos V; con lo cual, y con los graves acontecimientos de la muerte de Pier Luigi Farnese el 17 de septiembre de 1546 y la publicación por la Dieta imperial de Ratisbona del Interim el 15 de mayo de 1548, la tensión entre Carlos V y el papa Paulo III llegaba a su maximum.

Por lo tanto, en esos últimos meses del pontificado de Paulo III, la opinión alemana veía con buenos ojos el antagonismo del Emperador con el Papa, en particular el sector inclinado a un entendimiento con la Alemania luterana. Pero para los obispos españoles que seguían en Trento la situación resultaba harto difícil, entre su fidelidad al Rey y su obligación hacia el Papa, y de eso hay notorias pruebas documentales.

Pero de momento a Raimundo de Tassis le importa más dejar constancia del aspecto festivo del viaje del Príncipe, y lo hace de modo gráfico, que hace pensar en el Príncipe mozo que disfruta todo lo que le da entonces la vida:

Hase detenido [en Trento, el Príncipe] cuatro o cinco días banqueteando a las damas…

En cuanto a prisas, no había nada que hacer:

… si caminamos desta manera, no se llegará allá tan presto como se pensaba[1035]

Banquetes y bailes que no cesan, antes aumentan, cuando Felipe II entra en el Tirol y tiene ocasión de verse con sus primas, las archiduquesas de Austria, ¡que entienden el español!

Hase holgado con sus primas estos tres días…

Es Raimundo de Tassis el que nos da la noticia, desde Innsbruck, el 7 de febrero de 1549. Y añade:

Ha habido en palacio grandes danzas y S.A. ha bailado con todas las señoras infantes y muchas damas…

Pero no sólo banquetes y saraos; también la caza, esa gran diversión de los reyes, a que tan aficionado era el Príncipe:

… ha ido a caça a una casa de placer que tiene cerca de aquí el Rey…

Caza mayor, en las montañas nevadas de los Alpes, que estamos en Innsbruck y en pleno invierno:

Acá hace mucho frío y hay grandes nieves[1036]

Asimismo caza —y también con nieves, por supuesto— en Baviera, más los consabidos banquetes durante los cinco días que el Príncipe es festejado en Munich por el Duque[1037].

Entrada triunfal del Príncipe en Augsburgo el 21 de febrero de 1549, acompañado del cardenal de Trento y del duque Mauricio de Sajonia; el sajón, incorporándose por la posta, tras visitar Milán y Venecia, acaso tanteando el antiguo compañero de armas de Carlos V posibles alianzas en la rebelión que estaba fraguando[1038].

Tocaba el turno a las viejas ciudades imperiales de mostrar su sumisión al hijo del Emperador:

Somos ya pasados de Augusta y Ulma, donde S.A. ha sido muy bien visto y todos los de su Corte muy bien aposentados y con mucha voluntad recibidos, y aún más en Ulma que en Augusta. Presentándole copas doradas con algunos florines dentro. Y ciertamente por España no se pudiera caminar con tanta seguridad y concierto y con tanta satisfactión de todos y con tanta reputación[1039]

Otra vez la palabra reputación. Pero no deben echarse en saco roto aquellas aparentes muestras de respeto y deferencia del duque Mauricio de Sajonia: cuando pasen tres años y se conozca en España su rebelión y su intento de apoderarse de Carlos V, la indignación del Príncipe sería fortísima y su desconfianza hacia los hombres no hará sino aumentar.

De momento, sin embargo, lo que Felipe II constata es la sumisión de aquellas ciudades, después de haber sido vencidas en las campañas de 1546 y 1547; de forma que su paso por Augsburgo, Ulm, Spira y otros lugares de Alemania, informa a su cuñado Maximiliano y a su hermana María desde Namur, había sido

… con mucha demostración de amor, conforme a la grande obediencia que a S.M. tienen…

Eso da confianza a Felipe. Se siente en todo ya el sucesor del Emperador, y hablará a su cuñado como a un segundo, como a quien le debe obediencia. Que él es el hijo del César, mientras que Maximiliano lo es sólo del rey de Romanos. Y así, le da órdenes sobre cómo debía gobernarse España en su ausencia, tanto de las cosas principales como de las que no lo eran tanto; del estado de defensa de plazas como Perpiñán o de las obras del alcázar madrileño. O bien, y eso era más delicado, de lo que se debía decir a los Grandes que se consideraban agraviados por el trato que recibían de la Chancillería. El tono del Príncipe es el de quien se ve ya con el poder firmemente en sus manos:

He holgado mucho de entender que se haya proveído lo que toca a la paga de la gente que está en Perpiñán y lo de la gente de las fortalezas…

O bien:

Cuanto al agravio que pretenden los Grandes que se les hace en la Chancillería, me ha parescido bien lo que les habéis enviado a decir de vuestra parte y de la mía[1040]

Al fin, Felipe entra en los Países Bajos. Se acerca el día en que podrá abrazar a su padre, después de tanto tiempo, aquellos seis años, desde que le vio partir en la primavera de 1543. Pero Carlos V está atenazado por la gota, postrado en su lecho, incluso sin poder salir de su cámara, ni aun para ir al encuentro del hijo, no ya a la ciudad cercana, sino ni siquiera a las puertas de su palacio de Bruselas. De forma que el Príncipe, penosamente impresionado, ha de apresurarse por las escaleras y pasillos de palacio para echarse conmovido a los pies del Emperador.

Un testigo de la escena nos lo cuenta, y la emoción del momento se transmite a su relato:

… el cual —el Príncipe— corrió a ver a S.M. y arrodillado, se echaron después en los brazos, con grandes transportes de gozo[1041]

Terminaba el protagonismo de Felipe II. A partir de ese momento, acompañaría a su padre, el Emperador, en su visita a las principales ciudades de los Países Bajos.

De esa etapa, lo más significativo a destacar, dentro de esta parte sobre la biografía del Príncipe, sería el emotivo recuerdo a la madre, a los diez años de su muerte, con los solemnes funerales que Carlos V le dispensó en Bruselas, exequias presididas por el Emperador en compañía de su hijo[1042]. A partir de ese momento, se sucedieron los grandes festejos por las ciudades de los Países Bajos, los banquetes, los bailes y las cacerías; fiestas entre las que destacaron las organizadas por María de Hungría en sus regios sitios de Binche y Mariemont en honor de su sobrino[1043].

Una vez en Augsburgo, se repetirá la imagen de un Carlos V gotoso, que apenas si puede moverse de su sillón, tal como nos lo dejaría para la memoria el pincel de Tiziano en el cuadro que custodia la pinacoteca de Munich, con un Felipe interviniendo en saraos y justas, de las que hasta ganó alguna que otra, con un Carlos V que se tiene que conformar con verlas desde las ventanas de su cámara[1044].

Allí en Augsburgo se iba a intentar persuadir a la rama de Viena para modificar el orden sucesorio al Imperio, con la inclusión del príncipe español; aquello que daría lugar a los acuerdos familiares de Augsburgo de 1551, conseguidos tras muchas presiones sobre Fernando y Maximiliano, necesitando acudir a la reina María de Hungría, y que tan funestos resultados iba a dar, con el debilitamiento del bloque de los Austrias, bien aprovechado por Enrique II de Francia y por el duque Mauricio de Sajonia en 1552 para poner en entredicho el poderío de Carlos V sobre Europa.

Algo estudiado con todo detalle en otra parte de esta obra.

Para el príncipe Felipe, tras su regreso a España en el verano de 1551, una cosa era cierta: que el relevo de su padre, tan quebrantado en sus fuerzas, era ya cosa de tiempo. De unos pocos años.

El relevo generacional estaba en el aire que se respiraba.

Aparte de eso, ¿qué es lo que aquel gran viaje reportó para el Príncipe, y, en primer lugar, para su formación? Porque es a esa edad cuando tales experiencias resultan más fructíferas. Felipe II lo inicia cuando tiene veinte años, o, si se prefiere, al final de la adolescencia, y lo concluye tres años después, en plena edad viril. Ha tenido la experiencia de su peligroso viaje por el Mediterráneo, con la mar alborotada; ha caminado por países desconocidos, con gentes de muy distintas costumbres; ha visto ciudades deslumbrantes (Génova, Milán, Innsbruck, Munich, Augsburgo, Bruselas), y ha estado en contacto directo con la gran política, al conocer a hombres de Estado ya famosos en su tiempo: Ferrante Gonzaga, el cardenal de Trento, el duque Mauricio…

Pero algo ha fallado. Diríase, en primer lugar, que Felipe II, más que ver, ha sido visto. No se trató de un viaje de turismo al modo actual. Él era la gran noticia, como próximo heredero de la poderosa Monarquía regida por Carlos V. Él, Felipe, venía ya a representar el futuro, un personaje clave en la segunda mitad del siglo. De ahí que la gente se precipitara a verle, que saliera a su paso, tanto grandes y chicos, y todos, o casi todos, ocultando sus pensamientos, esforzándose en conocer más que en ser conocidos. Felipe asistió desde el primer momento, nada más poner los pies en la costa ligur, a un desfile de personajes como enmascarados, que no cesaban de hacerle saludos ceremoniosos y de mostrarse aduladores con sus gestos, puesto que el idioma se convertía en un obstáculo.

Porque, en efecto, la cuestión del lenguaje era un problema. El señor de Europa, aquel Carlos V ahora postrado en su lecho de Bruselas, atenazado por la gota, había tenido el don de las lenguas: el francés, el español, el italiano y, acaso no tanto, el alemán, aunque sí lo entendía.

Sin embargo, en marcado contraste, Felipe únicamente sabía el español meseteño, el castellano, y acaso algo del latín que le había enseñado su maestro Silíceo.

Por tanto, en esas condiciones, Felipe pasó por el norte de Italia (Génova, Milán, Mantua) todavía defendiéndose un poco, ya que los italianos de la época estaban acostumbrados a entenderse con los españoles. Pero una vez franqueados los Alpes, ya inmerso en el mundo germánico, la lengua se convertiría en una barrera difícil de romper, a duras penas con un traductor al que aluden los documentos:

En lo de los títulos —escribía Gonzalo Pérez a Granvela a punto de dejar Italia—, pues no llegaron a tiempo para Italia, bastará que se guarde la cerimonia con los de Alemania, que miran, según me dicen, mucho en ellos. Acá de la misma manera habemos scripto a estos Príncipes y Repúblicas [lo] que su S.M. suele, quitado Nostris et Imp. Sac., porque esto era impropio. Pero ha sido de manera que toda Italia muestra satisfactión. Placerá a Dios que de la misma manera saldremos de Alemania, con ayuda del Doctor que es venido[1045]

Y hubo algo más que el idioma, para separar al Príncipe de sus anfitriones, en particular alemanes y flamencos. En los banquetes no se comportaba como uno más, pronto casi ebrios, cuando no borrachos completos. El Príncipe se mantenía así distante, frío, sin entrar de lleno en la gran república de los borrachos. También se decía de él que no era un esforzado caballero en las justas, hasta el punto de desvanecerse en una de ellas. En cambio, sus relaciones con el sexo femenino eran excelentes, acaso demasiado para los parientes que habían de sufrirlo. De ahí el juicio lapidario del embajador italiano Soriano:

… poco grato agl'italiani, ingratissimo alli fiamingli ed odioso ai tedeschi[1046].

Embarazado con el idioma, poco comunicativo con el gesto, distanciado por la altivez del carácter, antipático por su repugnancia a la bebida, poco gallardo en justas y torneos —aunque se prepare algún éxito parcial por sus anfitriones, sobre todo, curiosamente, cuando puede verle el Emperador, como en las jornadas de Augsburgo de 1550—, sólo triunfante en el juego amoroso con las damas de las cortes de turno (lo cual, claro, le haría todavía más odioso a los hombres), el Príncipe resultará en todas partes malquisto, un extraño que no comparte las normas del grupo, un intruso; en suma, y si se tiene en cuenta que se rumorea que aspira a suceder a su padre en el Imperio, un odioso extranjero al que nadie entiende y que a nadie comprende.

Esto significa una sola cosa: un mal balance. Y cuando Felipe II vea fracasado su plan de sucesión imperial y que los príncipes alemanes —y el mismo Mauricio de Sajonia, el antiguo compañero de armas del Emperador— se rebelan contra su padre, su cólera estallará incontenible, hasta proferir amenazas, cosa rara en él:

Algún día espero que estos nuestros enemigos han de pagar lo que hacen. Y el abrirme las cartas no ha sido poca parte para desear esto[1047]

Porque las cartas del Rey son sagradas como el mismo Rey. Era un desacato gravísimo que añadir a la rebelión contra el Emperador.

Ya sólo quedaba refugiarse en España, en el corazón de las tierras que le veían como su Príncipe y donde tenía algo que particularmente le atraía.

Por tanto, a esperar en Castilla el relevo en el poder, gobernando otra vez España, y cerca además de lo que por entonces más le atraía; por supuesto, una mujer: Isabel de Osorio.

No obstante, antes tendría que librar con su padre, el Emperador, la última batalla como candidato al Imperio.