Todos los Espejos de Príncipes, Nortes de Príncipes y libros similares de adoctrinamiento regio, que abundan desde la Baja Edad Media, se plantean la formación del futuro Rey, con mayor o menor elocuencia, en parecidos términos: acerca de lo religioso (lo que lleva aparejada una moral), sobre una formación cultural (complementaria, por supuesto, de los principios religiosos), además de una formación caballeresca (que, a su vez, presupone unas artes marciales y cortesanas, pero también un código de conducta). Aunque todo ello estuviera estrechamente vinculado, evidentemente, la formación religiosa tenía la primacía, abrumadoramente en la primera etapa de la formación del Príncipe y manteniendo siempre su rango primero (aunque ya no el tiempo que se le dedicara) en el resto de esa preparación principesca.
Hemos hablado de etapas en la formación del Príncipe: niñez, adolescencia, comienzos juveniles de la vida adulta. Pero convendría puntualizar que todo con un ritmo distinto al actual, acaso porque también las esperanzas de vida eran mucho más cortas. Baste recordar lo que Carlos V advierte a Felipe II cuando está a punto de cumplir los dieciséis años:
También, hijo, habéis de mudar de vida y la comunicación de las personas. Hasta agora todo vuestro acompañamiento han sido niños y vuestros placeres los que entre tales se toman. Daquí adelante no habéis de allegarlos a vos, sino para mandarles en lo que han de servir. Vuestro acompañamiento principal han de ser hombres viejos y de otros de edad razonable, que tengan virtudes y buenas pláticas y exemplos, y los placeres que toméis sean con tales y moderados.
Y le añadía, para que no le cupiera duda alguna de cuánto había de cambiar su vida, cuando aún no había cumplido los dieciséis años:
… pues más os ha hecho Dios para gobernar que para holgar.
La buena crianza del Príncipe corrió a cargo de su ayo, Pedro González de Mendoza, durante sus años infantiles; después, esa tarea quedaría encomendada a don Juan de Zúñiga, uno de los nobles castellanos en quien más confianza tenía el Emperador, el cual le titula «… vuestro reloj y despertador…»[909]; clara alusión a cómo debía regirse su vida diaria, con disciplina.
Y eso era lo difícil. ¿Cómo sujetar a un muchacho a un cierto código de conducta, cuando ese muchacho es príncipe y, por tanto, el futuro rey? Don Juan de Zúñiga lo sabría hacer, pero no sin riesgo de cobrarse la animadversión de Felipe, como en parte parece que sucedió, si nos atenemos a esta referencia del propio padre, el Emperador, que así se lo recordaría andando los años al Príncipe:
En lo de don Juan habrá poco que decir, porque le conocéis.
Y aunque él se os figura algo áspero, no se lo debéis de tener a mal…
Parece claro: don Juan de Zúñiga era el único que se atrevía a poner las peras a cuarto al Príncipe. Y Carlos V, temeroso de que, si él faltaba, su hijo acabara desplazándolo, le añade:
… antes debéis tener muy cierto que el amor que os tiene, deseo y cuidado de que seáis tal cual es necesario le hace apasionarse en ello y tener esta redera, y por eso no debéis de dexar de quererle mucho y honrarle y favorecerle y mostrar todo contentamiento dél[910].
El reverso de la medalla era el clérigo Juan Martínez, Silíceo, antiguo profesor de la Universidad de Salamanca, a quien se le encomendó la tarea de enseñar al Príncipe las primeras letras; un hombre de limitadas luces, ayudado —eso sí— por dos humanistas de más talla: Honorato Juan y Juan Ginés de Sepúlveda.
Silíceo, pues, no era el preceptor ideal: fanático en sus principios religiosos, era tolerante en exceso con la disciplina de los estudios de su principesco alumno.
Y eso Carlos V lo sabía. Lo que asombra es que lo mantuviera en tan importante tarea junto a su hijo:
En el obispo de Cartagena conocéisle y todos lo conocemos por muy buen hombre[911]…
Evidentemente, su bondad no se cuestionaba, pero ¿era suficiente como para ser el preceptor del Príncipe? Ahí entraban las dudas del Emperador:
Cierto —añade— que no ha sido ni es el que más os conviene para vuestro estudio.
Silíceo era blando; con él no existía disciplina, porque prefería dar gusto a su alumno antes que entrar en conflictos. De eso Carlos V era consciente:
… ha deseado contentaros demasiadamente[912]…
Lo grave del caso estribaba para el Emperador en que Silíceo era, además, capellán mayor del Príncipe y su confesor. ¿Acaso sería tan indulgente en materias de conciencia?
No sería conveniente que en lo de la conciencia os desease tanto contentar como ha hecho en el estudio…
Eso, siendo un muchacho, tenía una importancia menor; pero, para quien había de convertirse en el alter ego del Emperador, la cosa cambiaba:
Hasta aquí no ha habido inconveniente —continúa el César—; de aquí adelante lo podía haber y muy grande. Mirad lo que os va en ello, porque no es más que el alma, y va mucho que a los principios de la edad conviene comencéis a tener buena conciencia y reformada…
¿Solución? Que Silíceo dejase su puesto de confesor, que debería ejercitar «un buen fraile»[913].
Algo de los temores de Carlos V se traduce en los informes mandados por Silíceo al Emperador.
Por ejemplo, en la carta al Emperador escrita en febrero de 1536, cuando el Príncipe contaba ocho años largos (cumpliría nueve tres meses después), Silíceo empieza ya a darle clases de gramática. ¿Y con qué se encuentra?, pues que al Príncipe se le acumula de tal modo la tarea, que le libera de la escritura:
Ha comenzado su estudio de gramática el Príncipe. Sabe ya todos los nominativos y comienza las conjugaciones…
Nominativos y conjugaciones, esto es, declinaciones, conjugaciones… Estamos en los comienzos de la gramática latina, que es la disciplina que se asigna al clérigo Silíceo, que también le daría la castellana. En cuanto al bueno del ayo Zúñiga, sin duda lo mantenía todo bajo su control, como informa Silíceo en otra carta a Carlos V:
Al Comendador Mayor de Castilla [Zúñiga] ha parecido que para después de Navidad comience su gramática…
Por lo tanto, Silíceo ha enseñado a su discípulo las declinaciones y empieza con las conjugaciones; esto es, da su clase, acaso diaria, de latín al Príncipe, pero no se atreve a más, no confiando en la capacidad del alumno, o por encontrar tal resistencia que no se atreve a contrariarle. Pues ¿quién tiene más autoridad, el maestro sobre su discípulo, o el Príncipe sobre su súbdito?
Y así, disculpándose, Silíceo añade:
… porque son difíciles estos primeros principios hele suspendido por algunos días en el escribir, por esto: porque los sepa antes que los aborrezca…
Cierto que también le daba clase de lectura, «en latín y en romance», y estaba asimismo el imprescindible catecismo[914]. Pero la escritura quedaría lamentablemente rezagada, y eso sería un fallo que ya no se remediaría.
Más revelador es el informe siguiente de Silíceo, cinco meses después, en que alaba al Príncipe, pero hábilmente desliza la confidencia sobre su principal carencia. De ese modo, contentaba al poder y se cubría las espaldas.
La carta es de 16 de julio de 1536:
S.C.C.M[d].: El estudio del Príncipe, quanto a la gramática [latina], ha sido algo penoso, porque se le ha hecho dificultoso el tomar de coro. Ya, bendito Dios, va mostrando más voluntad y más provecho, porque comienza ya a gustar del artificio de la gramática…
¿Qué es lo que tanto trabajo le costaba al Príncipe aprender «de coro»? Sin duda, las declinaciones y las conjugaciones, conforme al sistema memorístico que primaba en la educación de la época. Si bien para Luis Vives, aquí como en tantas cosas adelantado para su tiempo, eso había que desterrarlo[915].
Pero sigamos con el informe de Silíceo a Carlos V:
En lo demás de su salud y virtuosa conversación sé decir que cada día crece y da mucho contentamiento a los que le conversan…
Es como cambiar de tema, para dar una de cal y otra de arena: el estudio, regular; el comportamiento, bueno. Y entonces es cuando, al comparar los estudios de la infanta María con los del Príncipe, se escapa —o se desliza— este comentario sobre la mala escritura del Príncipe:
La Infanta en el leer se ha detenido más que el Príncipe, aunque en el escribir se le da mejor[916]…
Esa poca afición del Príncipe a los estudios es también lo que parece deducirse de una carta de Juan Ginés de Sepúlveda a Honorato Juan, cuando el Príncipe ya era todo un señor casado aunque sólo contase con dieciséis años. En la carta, escrita el 4 de febrero de 1544, Sepúlveda le pregunta a su colega y amigo si el Príncipe se había congraciado ya con las musas, de las que se había alejado por su boda. Y le aconseja que no se le debía cargar en exceso con el estudio de las letras, dado que debía andar por los difíciles y abruptos caminos montañosos de la sierra de Guadarrama[917].
También sabemos por el propio Ginés de Sepúlveda, en este caso en carta escrita al Príncipe, que era él quien enseñaba a Felipe II la arqueología —y, sin duda, las artes—, dándole cuenta de sus hallazgos por la tierra de Valladolid y recordándole la varita de hierro romana que en su día le había entregado para que conociera el modo de medir las distancias que tenían los antiguos romanos[918].
Para entonces —verano de 1536— ya Carlos V había puesto casa al Príncipe, colocando a Zúñiga a su frente.
No fue fácil. Zúñiga no se creía con fuerzas suficientes para tal tarea, sobre todo si había de ser fiel a su norma de conducta: austeridad y disciplina. No desear cargo tan importante, que le elevaba al primer puesto palaciego, ya dice mucho de la honestidad de aquel caballero:
S.M. me mandó el día de Reyes [de 1535] que estuviese al servicio de su hijo; yo le dije todas las inhabilidades que para ello tenía, especialmente la de la gota. Todas quiso que se pospusiesen…
De ese modo comentaba Zúñiga con su suegra la confianza que Carlos V ponía en su buen obrar. Así pasó Zúñiga de ayo a mayordomo mayor de la casa del Príncipe. A partir de 1535, no dejará prácticamente ni un momento al Príncipe, durmiendo incluso en su cámara, con lo que Carlos V hace seguir a su hijo el sistema educativo que él mismo había tenido, pues sabemos que de muchacho también dormía Chièvres en la suya[919].
Desempeñar el cargo de ayo y después de mayordomo mayor del Príncipe era convertirse en la primera figura de la corte, tras la familia imperial; en la primera figura del personal palatino. Y ese rango le quiso dar oficialmente Carlos V, de forma que antes de salir del alcázar madrileño para aquella cruzada de Túnez, Carlos hizo saber a la corte que todos debían obedecer a Zúñiga, quien así no sólo cuidaba de la educación del Príncipe, sino que ayudaba a la Emperatriz en la buena marcha de la vida palaciega.
Por lo tanto, la formación del Príncipe quedando sobre todo a cargo de dos personajes: Zúñiga, en cuanto a los aspectos que entrañaban al futuro caballero y gobernante (sin descuidar su aplicación al estudio, como la gramática castellana), y Silíceo, en lo relativo a la mayoría de sus conocimientos: religión, lo primero, con el catecismo aprendido de coro, latín y matemáticas (las cuatro reglas).
Unas designaciones desiguales. Zúñiga cumplió mejor que Silíceo, como el propio Carlos V reconocería más tarde.
Habría que referirse también a otros personajes que intervinieron en la educación del Príncipe. Junto a don Juan de Zúñiga, que tenía a su cargo el adiestrarle en los ejercicios de caballería, sin descuidar la caza, y junto al de humanistas (Silíceo, Honorato Juan y Juan Ginés de Sepúlveda) que le enseñarían lo más elemental de las letras y de las ciencias, desde el latín hasta las matemáticas y la historia, tenía que haber otros maestros para materias como la danza y la música. Cuestiones que evidentemente no fueron olvidadas. Y así en la documentación de 1539 nos encontramos citado a Diego Fernández, «maestro de bezar a danzar»[920]. Maestro de tocar la vihuela lo era en la corte Luis de Narváez, destacado compositor de aquel tiempo, que precisamente daba a luz en 1538 su Delphín de música de cifras para tañer vihuela[921]. Sabemos también que por aquellas fechas uno de los capellanes del Príncipe era Damián de Talavera, «que fue cantor de la Emperatriz»[922]. Asimismo nos encontramos con Francisco de Soto, «músico y organista», y sobre todo con una de las principales figuras de la música renacentista hispana, Antonio de Cabezón, el organista ciego que con su suave música serenaba el ánimo del Príncipe, al que acompañaría en su viaje por Europa entre 1548 y 1551, y al que Felipe II llegaría a valorar tanto, que mandaría hacer su retrato para tenerlo en su cámara; sin duda, para guardar su memoria, tras su muerte en 1566, tan sentida por el Rey, que si no cambió su carácter, al menos le privó de aquel benéfico influjo en las horas adversas de 1568[923].
Así va creciendo el Príncipe. Mientras vive su madre, la Emperatriz, todo está bajo control, nada está en demasía. Incluso el golpe desafortunado y ocasional e imprevisto que acaba en el rostro del Príncipe, y que a punto estuvo de costarle un ojo, se resuelve satisfactoriamente, sin represalias odiosas. Es el mismo Príncipe el que suplica que no se castigue a los culpables, uno de los cuales, Ruy Gómez de Silva, era particularmente querido por el ofendido.
Pero no hacía falta esa intervención, porque allí estaba la Emperatriz para apaciguar a los que clamaban recios castigos, mostrando más sentido que ninguno de los palaciegos; aquello era cosa de muchachos, en que no tenía por qué intervenir otra justicia que la suya, y no como Emperatriz, simplemente como la madre y ama de la casa.
Conocemos otras anécdotas que nos hacen presumir que en Felipe apuntaban buenos y nobles sentimientos, que acaso debieran haber sido fomentados. Con candorosa admiración nos dan cuenta de ellas sus panegiristas, como Fernández y Fernández de Retana. No son en absoluto despreciables, con tal de que no las extrapolemos y no las pasemos como una impronta ya, una cualidad del futuro Rey. El Príncipe niño, el Príncipe todavía muchacho podrá parecemos un buen chico, en la concepción que podemos tener de otro cualquiera, dentro del ámbito familiar.
Que fuera después un rey bondadoso, es otro cantar. Cuando el Príncipe se ponga el manto real, su carácter se transformará. Dejará sus sentimientos de ternura para su intimidad, en el entorno familiar y en sus retiros frente a la Naturaleza —esos bosques de El Pardo y de Valsaín, esas florestas de Aranjuez, esas montañas grandiosas de El Escorial—, pero se librará muy mucho de que le debiliten, de que le hagan flaquear en sus funciones regias.
Por qué extraños caminos un príncipe risueño y afectuoso se convierte en un rey duro e implacable, será algo que tendremos que analizar.
Veamos algunos de estos casos más comentados de la niñez del Príncipe. Dos tan sólo, por más significativos; uno que muestra la vinculación del Príncipe a los suyos, el afecto que les guardaba, la confianza que en ellos ponía, y el otro, que apunta hacia el que será el monarca inflexible.
En cuanto a lo primero, esa anécdota del Príncipe que se entretenía arrojando piedras por la ventana; juego como mínimo peligroso, pero al que tan dados han sido los muchachos en todos los tiempos y de cualquier condición que fueran.
Bien, vemos al Príncipe arrojando piedras por la ventana y posiblemente con algún blanco concreto. A entender del piadoso Fernández y Fernández de Retana, eran «piedrecillas». Es posible. Y también que lo hiciera sin más pretensión que el puro entretenimiento.
Pero la puntería del Príncipe no es muy certera y una de las piedras, en lugar de encontrar el vacío, rebota en el suelo y alcanza a uno de los pajes, uno de los preferidos del Príncipe, a Luis de Requesens, quien sale lastimado en un ojo. Eso provoca la reacción del Príncipe, que acude con sentimiento a comprobar el daño ocasionado a su compañero de juegos, al tiempo que arroja apesadumbrado el resto de las piedras, diciendo: «¡Ya no tiraré más!»[924]
¿Surge de allí el profundo afecto del Príncipe hacia Luis de Requesens, el futuro embajador en Roma y gobernador de los Países Bajos? ¿Estamos ante una de las cualidades del futuro Rey, la de apoyar y dar su confianza a los que se le han mostrado sumisos y a su albedrío desde la infancia, desde esa edad en que tanto fía el hombre de la amistad?
Una vez que asuma todo el poder, el inmenso poder que supone la realeza en las monarquías autoritarias, Felipe II se encontrará cada vez más solo.
Y únicamente confiará plenamente en aquéllos que ha probado y sentido como amigos en sus años mozos.
En todo caso, un aspecto sugestivo del futuro Rey; ese aspecto del Príncipe, muchacho, amigo de sus amigos, compartiendo con ellos juegos y trabajos.
Veamos ahora el otro caso que queríamos comentar. Nos lo refiere su ayo, y después mayordomo mayor, don Juan de Zúñiga. Lo cuenta en carta al emperador Carlos V. No es una aventura del Príncipe, es un juicio sobre su carácter, cuando el Príncipe rondaba los diez años:
El temor de Dios en él es tan natural, que en su edad yo no lo he visto mayor[925].
Es evidente que Zúñiga lo relata como un encendido elogio de su principesco alumno, sin caer en la cuenta del aspecto peyorativo de la cuestión.
No tenemos por qué dudar del aserto de Zúñiga. Estamos seguros, como él, de ese gran temor del Príncipe hacia Dios.
Y ésa es la cuestión. Otra vez nos encontramos ante la figura de Silíceo —¿quién, si no?—, confesor del Príncipe, el que le adoctrina férreamente en religión y enseña malamente en las letras. El clérigo que posteriormente, cuando salta al arzobispado de Toledo, dará muestras de la más extrema intolerancia, imponiendo el Estatuto de limpieza de sangre. Es él, sin duda, el que inculca en Felipe II no la imagen de Dios padre, del Dios de la bondad y del amor, sino del Dios terrible, del Dios del Sinaí, del Dios justiciero e implacable con los que se desvían de sus normas, tal cual las concebía, claro está, el limitado clérigo.
El temor de Dios en él es tan natural…
Pues ¿acaso no se le enseña al Príncipe que será el día de mañana el Rey, y que el Rey es la viva estampa de Dios en la tierra? Por lo tanto, la conclusión es clara: de igual modo que él teme a Dios, le deben temer a él sus vasallos. Los dictados del Rey deberán ser obedecidos a rajatabla como lo son los del mismo Dios. Y quien así no lo haga, recibirá su pronto y recio castigo.
Eso traerá consigo que el Príncipe vaya teniendo un acusado sentido de la responsabilidad y que pronto tendrá como norma —lo hemos de ver— que el oficio del rey es gobernar, y que gobernar es administrar justicia; recta justicia, podría añadirse.
Pero también la otra conclusión: que cuando sea rey, nadie se atreva a ir contra sus decisiones, so pena de la vida.
En suma, por ese extraño camino nos encontraremos ante un Felipe II más ceñido a las máximas de Maquiavelo —aunque no lo hubiera leído jamás, pero acaso estaba en el ambiente— que a las de Erasmo.
Aquello de:
Si el Príncipe ha de escoger entre ser amado y ser temido, escoja el ser temido…
En todo caso, una etapa juventil que bien podría tenerse por venturosa si no hubiera terminado tan bruscamente con la muerte de la Emperatriz. De salud quebradiza, Isabel no se había repuesto ya tras el difícil parto del infante don Juan en octubre de 1537, con el agravamiento de la pena por su pronta muerte a los pocos meses. Igualmente difícil se presentaba su nuevo parto en la primavera de 1539, pese al optimismo de la mayoría de los médicos de la corte. Sólo el doctor Villalobos parecía temer lo peor, si bien por su condición de converso le resultaba arriesgado enfrentarse con la opinión de sus colegas cristianos viejos. Y así, en una carta al poderoso Cobos escrita el 28 de abril de 1539 sobre la salud de la Emperatriz, deslizaba una frase que hace meditar:
… porque no querría ser tan entremetido que me acusaran de muy agudo, que hay mil maliciosos que luego echan la culpa al puto de mi agüelo[926]…
Dos días después, sin embargo, el mismo Villalobos apreciaba, conjuntamente con el doctor Alfaro, una mejoría en la salud de la Emperatriz, que había superado unas tercianas[927]. De todas formas, que la situación era grave y que como tal se tenía, viene confirmado por las procesiones de disciplinantes que recorrían las calles de Toledo para impetrar la curación de Isabel[928].
Todo en vano. El 1 de mayo, tras parir un niño muerto, fallecía la Emperatriz. Durísimo golpe para el Emperador:
Nada me puede consolar[929]…
No fue menor el sufrido por el Príncipe, a sus doce años mal contados[930]. Asiste al funeral celebrado en San Juan de los Reyes y preside la comitiva fúnebre, que, partiendo de Toledo, llevaría el cuerpo de la Emperatriz a su primer enterramiento de Granada. Pero antes de que la comitiva dejara la ciudad imperial, el Príncipe hubo de apartarse, recluyéndose en una iglesia a vivir a solas su dolor, como su padre lo había hecho en el convento de la Sisla.
Sin duda, sus pocos años no le permitían mucho más.