Esa España en expansión es la que se corresponde en Europa con la etapa carolina, con la época en que Carlos V trata de acomodar la Europa que recibe a la que él había soñado.
Será la etapa imperial, que se corresponde con la niñez y los primeros años juveniles de Felipe II. Una etapa en la que el Príncipe tiene constantemente las referencias a las gestas de armas de su padre, el Emperador, dobladas inevitablemente por sus ausencias, que tanto lamentaba su madre, la emperatriz Isabel.
Pero no sólo su madre, sino también las Cortes de Castilla, que una y otra vez pedirían a Carlos V su pronto regreso a España. O como cuando la alta nobleza le pedía al Emperador en Toledo y en 1538 que residiera en Castilla, porque los males del reino eran debidos:
… a los dieciocho años que V.M. está en armas por mar y tierra[424]…
Y acaso esa súplica, tantas veces reiterada, hizo mella en el ánimo del futuro monarca, que después y a lo largo de su propio reinado se mostraría tan reacio a salir de su refugio castellano.
En todo caso, y presentando el telón de fondo de esas gestas imperiales, que tanto asombrarían al príncipe niño, está claro que todavía no sería consciente de las primeras jomadas de Carlos V en Italia, con la coronación del Emperador en Bolonia por mano del papa Clemente VII; momentos que bien pudo revivir después a través de los espléndidos grabados de Nicolás Hogenberg, cuyas láminas podemos admirar en nuestra Biblioteca Nacional[425].
En este sentido, la entrada triunfal de Carlos V en Bolonia, bajo palio adornado con el águila bicéfala imperial y en compañía del Papa, sería como el punto de partida de una impresionante actividad que apenas si tendría un día de reposo.
Y si las jornadas de Bolonia las conocería a posteriori, a través de los relatos de los cronistas o de los grabados citados de Hogenberg, de lo que ya empezó a tener conciencia directa el Príncipe sería de los hechos de armas de su padre, empezando por aquella liberación de Viena a finales del verano de 1532, que en trances estuvo de ser sorprendida por el ejército turco, mandado por el propio Solimán el Magnífico. Para entonces, ya Felipe II contaba cinco años, y las nuevas de aquel triunfo imperial, llegadas a la corte de la Emperatriz a comienzos del otoño de 1532, tuvieron que impresionarle.
Estaba entonces la familia imperial en el alcázar de Segovia y la Emperatriz se haría eco de aquellas buenas nuevas:
… Dios sabe quánta alegría y plazer he yo recibido con ellas —contestaría la emperatriz Isabel a Carlos V—, así por saber de la salud de Vuestra Magestad como el estado en que allá quedan las cosas…
¿Qué cosas eran ésas? La Emperatriz respondía a las cartas que Carlos V le había escrito el 21 de septiembre, y lo hacía el 13 de octubre, que no menos de veintidós días tardaban entonces los correos del Rey entre Viena y Castilla.
Y a continuación, la Emperatriz precisa la calidad de aquellas nuevas, que eran las de la victoria del Emperador sobre el ejército turco en retirada:
… que siempre tove esperanza en Él que las había de guiar así, para que Vuestra Magestad, con mucha gloria y reputación, echase ese enemigo de la tierra. Y hame parescido bien, por las consideraciones que Vuestra Magestad dice, llegar a Viena[426]…
Unas nuevas felices del triunfo de Carlos V que venían acompañadas de otras que no lo eran tanto, pues mientras España ayudaba al Emperador con todo lo que tenía, en hombres y en dinero, quedaban sus costas de Levante a merced del enemigo berberisco, en este caso de Barbarroja, y de ello también se hacía eco la Emperatriz, pues mientras las galeras de España iban a Génova, para llevar el dinero que pedía el Emperador, las costas hispanas quedaban indefensas. Y la Emperatriz se lamenta:
Porque la armada de Barbarroxa anda por estas costas haziendo todo el daño que puede, y no habiendo acá galeras, ya Vuestra Magestad ve lo que podrá suceder[427]…
España, por lo tanto, supeditada a las cosas del Imperio, y la defensa de Viena antepuesta a la seguridad de las costas españolas; extraño destino de un Imperio que sacrificaba el corazón en beneficio de los miembros. Era la etapa en que Carlos V se nos presenta seguro de sí mismo, tal como lo pintó Tiziano en el espléndido cuadro hecho en Bolonia, en 1533, a raíz de su jornada de Viena, y que ahora custodia el Museo del Prado. Un Carlos V a lo gran caballero renacentista, arrogante, con la mirada un poco perdida en el horizonte, como oteando todo un futuro de triunfos y de glorias.
A partir de ese momento, el quehacer imperial se centraría principalmente en dos objetivos: contener al Turco, primero, y afianzarse en el norte de Europa, después. Y de esos cometidos, de ambas empresas, el príncipe niño sacaría las oportunas conclusiones con ojo cada vez más atento.
En primer lugar, por tanto, las acciones contra el poderío del turco Solimán el Magnífico y de su almirante en el Mediterráneo, el temido —y temible— Barbarroja. Ese será el principal cuidado de Carlos V entre 1532 y 1541, a lo largo de diez años, en los cuales habría que destacar la conquista de Túnez en 1535, la campaña de Provenza del año siguiente, el intento de acometer una auténtica cruzada contra Solimán, en 1538, y finalmente el desafortunado revés sufrido por el Emperador en 1541, cuando trató de tomar Argel. No siendo del caso puntualizar pormenorizadamente aquellos acontecimientos, como lo hemos hecho en otros trabajos nuestros y porque en una medida se hará en la tercera parte de esta obra[428], trataremos de recoger lo más significativo, en relación sobre todo con su impacto en el Príncipe.
Sin duda, las duras jornadas del verano de 1535, cuando Carlos V acaudilló personalmente la recuperación del reino de Túnez, que Barbarroja había hecho suyo el año anterior, serían de las más significativas. Y también aquí el eco producido en la corte de la emperatriz Isabel resulta imprescindible. Eran momentos que en España se seguían con verdadera ansiedad, por todo lo que estaba en juego: la defensa de la Cristiandad —y, en este caso, sobre todo de Italia, tan amenazada por Barbarroja en 1534 desde Túnez— y la propia seguridad del Emperador, que había puesto su vida en tanto riesgo, acometiendo personalmente aquella campaña, al frente de su ejército:
Cada hora esperaré con gran deseo la buena nueva de la victoria —escribiría la Emperatriz a Carlos V—, la cual espero en Nuestro Señor dará a Vuestra Magestad y le volverá desa empresa con la gloria que desea…
¡La gloria del Emperador! Y como todo parecía en manos de Dios, los actos religiosos se sucedían, Y así añadía la Emperatriz:
Las plegarias, procesiones e otros sacrificios se hazen y continuarán en todo el Reino, hasta saber el buen suceso della…
Y concluía, confiada:
… la cual [victoria] no se puede dudar siendo la causa suya y en tanto beneficio de la Cristiandad[429].
Y esa gloria del Emperador se produciría. Sería su bautismo de fuego, pues sabido es que en las jornadas de Viena de 1532 el ejército turco se retiró dejando el campo al imperial. Algo que también recogerían cronistas y artistas, en sus libros y en sus cuadros. A ese respecto, el Príncipe llegaría a tener ante sí los tapices hechos en Bruselas, sobre cartones del artista flamenco Jan C. Vermeyen, pasados por Guillermo de Pannemaecker, que hoy pueden admirarse en El Escorial y en el alcázar de Sevilla.
Una gesta que Carlos V recordaría en sus Memorias con verdadero orgullo:
Al otro día, al romper el alba, el Emperador puso en orden su ejército y marchó sobre la dicha ciudad de Túnez…
Era el recuerdo vivo de aquella empresa, tal como la tenía grabada en su mente Carlos V quince años más tarde, cuando en 1550 dictaba sus Memorias a su ayuda de cámara Van Male. Un vivo recuerdo que haría al Emperador continuar de esta arrogante manera:
Y ni Barbarroja ni su gente pudieron impedir que Su Magestad entrase en ella [en Túnez] con su ejército[430]…
Pero otra vez se volvía a repetir el sacrificio de España, en beneficio de otra parte de la Cristiandad. Pues mientras Carlos V con la toma de Túnez aseguraba las cosas de Italia, Barbarroja aprovechaba las desguarnecidas costas hispanas para saquearlas a su placer, en particular a Menorca.
Y eso también lo reflejaría, dolorida, la Emperatriz:
A primero del presente[431] entraron en el puerto de Mahón, que es en la dicha isla [de Menorca], cerca de 30 galeras de Barbarroja…
El clamor era general, pues se había salvado Italia, pero se había dejado sin defensas a España. Y así la Emperatriz añadía:
… lo qual se ha sentido en el Reino mucho, porque como las victorias que Nuestro Señor ha dado a Vuestra Magestad en la empresa de Túnez han gozado más particularmente los reinos de Nápoles y Secilia, y toda Italia, por haberles echado de allí tan mal vezino, ansí en el daño que se haze en éstos por este enemigo se siente más agora que en otro tiempo…
Y tanto, que la opinión pública estaba escandalizada, como también lo acusaría la Emperatriz:
… de manera que no se habla de otra cosa[432]…
En ese horizonte internacional estaba muy marcado el hecho de la constante enemiga de Francia, cuyo rey Francisco I se alzaba como el máximo rival del Emperador. Anterior al nacimiento del príncipe Felipe había sido la primera de las guerras libradas entre ambos soberanos y buena parte de la segunda; pero ya cuando el Príncipe empezaba a tener conciencia del constante guerrear de su padre, se desarrolló la tercera, con la campaña de castigo que sobre Provenza desencadenó Carlos V; empezando porque esa campaña, librada en el verano de 1536, hizo que el Emperador aplazase su retorno a España, pasando de Túnez a Sicilia y Nápoles, y de allí a Roma, donde tendría el memorable discurso en español ante el papa Paulo III, clamando por la paz y acusando a Francisco I de ser quien perturbaba la armonía de la Cristiandad.
Un aplazamiento de su regreso a España que suponía, a la vez, un incumplimiento de la promesa que Carlos V había hecho a la Emperatriz, y eso era algo que iba contra su estilo de vida caballeresco, porque en definitiva era faltar a la palabra dada. Y eso, aunque fuera forzado por la necesidad, le desazonaba profundamente.
Fue cuando Carlos V, cogiendo él mismo la pluma, escribiría a la Emperatriz con un tono personal para tratar de justificarse. Sería aquella carta que publiqué en el Corpus documental de Carlos V y que allí comenté ampliamente. En particular cuando el Emperador empleó aquellas razones tan propias de un enamorado, aunque fuera para señalar el porqué se había visto obligado a demorar su retorno a España, para volver al lado de su esposa:
Y por eso, señora, no son menester aquí soledades ni requiebros.
Y, consciente de lo que su decisión apenaría a la Emperatriz, le añadiría para consolarla:
… ensanche ese corazón para sufrir lo que Dios ordenare[433]…
Ni soledades, pues, ni requiebros; las soledades del amante que lamenta la ausencia del ser amado o sus requiebros cuando goza de la presencia de su enamorada. Ni lo uno, para no abatirse, ni lo otro, por imposible. Puesto que era algo que estaba por encima de la voluntad del hombre —aunque ese hombre fuera el Emperador—, había que conformarse y aceptar la voluntad divina:
… ensanche ese corazón para sufrir lo que Dios ordenare…
Para entonces, ya el príncipe Felipe II tenía nueve años y percibía plenamente las ausencias de su padre, provocadas por su trepidante actividad en el tablero de Europa y del norte de África. Así conoció aquel intento de Carlos V por acaudillar una auténtica cruzada contra Solimán el Magnífico, pasando de la defensiva a la ofensiva. Todo ello ocurriría en 1538, cuando la diplomacia imperial montó una Liga Santa con el papa Paulo III, con la república de Venecia y con el hermano del Emperador, aquel Fernando que había nacido en Alcalá de Henares y que entonces señoreaba Viena. Una Liga Santa que cristalizó en una incursión de las galeras cristianas coaligadas por el Mediterráneo oriental (Prevesa) y en situar un enclave en la costa dálmata (en Herzeg Novi), como cabeza de puente para una posterior ofensiva terrestre del ejército imperial.
Un ambicioso proyecto, acaso el sueño juvenil del Emperador, que acabó malográndose, concurriendo en ello no pocos factores. En primer lugar, la falta de entendimiento entre la marina veneciana y la imperial, que mandaba Andrea Doria. Tampoco ayudó la actitud de la nobleza castellana, que, convocada a unas Cortes generales en Toledo en 1538, se negó a contribuir al esfuerzo económico, rechazando el impuesto nuevo de la sisa que pedía Carlos V.
Igualmente, nada contribuía en el panorama internacional, con una Francia temerosa de aquella cruzada contra su tradicional aliado, como lo había sido Solimán el Magnífico. Y así se lo hizo saber Francisco I al Emperador, mandando como emisaria a Bruselas nada menos que a su esposa Leonor de Austria —la hermana mayor de Carlos V—, que tenía la misión de advertir a María de Hungría (que entonces ya gobernaba los Países Bajos, en nombre del Emperador) que aquella cruzada, si se llevaba a efecto, sería tomada por Francia como un casus belli.
La reunión de las dos hermanas tuvo efecto: Carlos V fue informado y comprendió que no podía embarcarse en una empresa tan dudosa, como el ataque directo a Turquía, dejando tal enemigo a sus espaldas.
Pero alguien quedaría olvidado: aquel tercio viejo desembarcado en Herzeg Novi, que tenía como consigna defender el lugar, puesto ya bajo las banderas imperiales. Y el lugar era muy fuerte, pero aquel puñado de soldados (apenas tres mil) nada pudieron hacer frente al asalto de lo mejor de la marina y del ejército turcos, mandados por el mismo Barbarroja.
Y así se consumó el holocausto de Herzeg Novi (Castelnuovo, en los documentos españoles e italianos del tiempo), cantado por poetas como Gutierre de Cetina o como Luigi Tansillo. Una gesta que admiró a Europa entera, al saber que aquellos valientes, ante la orden de rendición de Barbarroja, ofreciéndoles las condiciones más honrosas, respondieron:
… que querían morir en servicio de Dios y de Su Magestad y que viniesen cuando quisiesen[434].
Al año siguiente, Carlos V sufriría una doble pena: la personalísima de la muerte de la Emperatriz y el agravio increíble del amotinamiento de su ciudad natal, Gante, en protesta contra las duras exigencias económicas imperiales.
La rebelión de Gante tendría la oportuna réplica de Carlos V, yendo en persona a la ciudad para proceder a su severo castigo. Para ello, no dudó en atravesar Francia, aprovechando uno de los pocos años de paz con Francisco I, quien, en un gesto de solidaridad con el poder amenazado, le había invitado, dándole fastuosa acogida en París.
Más desolado dejó al César, y como desvalido, la muerte de la Emperatriz. Quizá por ello, y como homenaje a su memoria, acometió en breve —en 1541— aquella empresa de Argel que tantas veces le había pedido su esposa.
Y por primera vez, la suerte de las armas le sería contraria, hasta el punto de que a poco estuvo de perder la vida.
De regreso a España, en el otoño de aquel año de 1541, Carlos V se encontró pronto con su hijo, en cuya constante compañía estará ya hasta entrado el año 1543.
Daría comienzo, de ese modo, a la formación personal del nuevo rey, por palabra y por escrito, logrando uno de los capítulos más destacados de nuestro siglo XVI: la lenta preparación del relevo. Un tema verdaderamente importante que desarrollaremos en la tercera parte de esta historia.
Ahora bien, entre 1543 y 1555 todavía se desarrollarían sucesos del calibre de la campaña contra el duque de Clèves (1543); de la cuarta guerra contra Francisco I de Francia, con el avance sobre París del ejército imperial (1544); del inicio del Concilio de Trento (1545); de la guerra de Carlos V contra los príncipes alemanes de la Liga de Schmalkalden (1546 y 1547); de la crisis imperial de 1552, cuando Carlos V estuvo a punto de ser cogido prisionero en Innsbruck, y, finalmente, de la boda del príncipe Felipe con María Tudor de Inglaterra, en 1554; boda que parecía tan ventajosa para restaurar el predominio imperial sobre la Europa occidental, que permitiría a Carlos V poner en práctica algo que hacía tiempo que estaba deseando: su abdicación.
Sucesos todos ellos vividos cada vez con más intensidad por Felipe II, asociado por su padre al poder desde 1543, y que contribuirían tan decisivamente a su formación de rey y, como tal, estudiados en la tercera parte de esta obra.
Falta por decir aquí que Felipe II algo sacó en conclusión de aquel continuo batallar del Emperador, en la década transcurrida entre 1532 y 1541; y sería que la amenaza turca seguía presente, tanto para Italia como para España, y que combatirla era una cuestión prioritaria, no sólo para la defensa de sus súbditos, a que estaba obligado, sino de buena parte de la Cristiandad.
Lo que, en definitiva, resultaba la mejor justificación del predominio de la Monarquía católica sobre la Europa cristiana.
Es cierto que también aprendería la lección de que debía renunciar a sus pretensiones al Imperio; un sueño que acarició en sus años juveniles, pues ¿acaso no era él, el príncipe Felipe, el primogénito del Emperador? Pero fueron tantas y tan fuertes las oposiciones que encontró, que acabó por desistir, como veremos con más detalle en la tercera parte de esta obra, no siendo la menor el hecho de que, al firmarse la paz religiosa de Augsburgo de 1555, el nuevo emperador se veía obligado a gobernar sobre católicos y luteranos.
Todo ello como una larga preparación a su formación de rey y al relevo de su padre en la cumbre. Un relevo en el que pronto Felipe II tomaría sobre sí la superación del reinado anterior, siempre agobiado por las guerras con Francia, para llegar a un acuerdo importante y duradero con el Rey Cristianísimo: la paz de Cateau-Cambrésis.