Allá, do el valle a la montaña vuélvese,
Hay una casita de leña:
Por la mirilla dos desnudos picos
Contemplan el hogar.
Muy poco cielo desde el patio vese,
Apenas a una tira llega;
Y apenas sol tampoco; ni una hora
Nos brinda en medio del verano.
Poco a los de la casa importa esto,
Ellos se ocupan de sus cosas;
Seis días de labor al monte, el pasto,
Y los domingos a la iglesia.
Ahora ha ocurrido lo peor de todo:
En su ataúd yace el marido.
Abierta está la puerta; por vez última
Anublará el umbral su sombra.
Leídas y oídas las palabras sacras,
Cirios en torno al ataúd,
La abuela mira con sus ojos tristes
Hacia arriba a través del ventanuco.
Y ahora al viejo le parece angosto
Entre ambas cimas escuetas;
Da la impresión de que las dos, unánimes,
Sobre el tejado se reclinan.
Cada uno siente sin cesar su duelo,
Y solícito el pecho se oprime;
Cual si el duelo, asomado al ventanuco,
negras alas, hosco, batiese.
Mas es desde la iglesia ingente el valle,
Vasto es el cielo y vivo el sol,
Muy nítida es la luz que allí reluce
Para quien su duelo reprime.
Pasará las semanas esa gente
Del valle en la silente casa;
Las cimas, ahora pienso, míranse
Una a otra, no ya al hogar.
Y el sol más contumaz pareceráles
Cuando se ponga en el verano;
Mas sana está la herida, alta la mente,
Y los años, sin duda, pasarán.
Pues aunque el triste luto sea duro
De hilar en el quehacer diario,
También será dichoso el anhelar
La iglesia en las mañanas de domingo.