Carta en globo

(Para una dama sueca)

Dresde, diciembre, 1870

Sí, hoy es cuando al fin me pongo a ello,

Yo, que de mi silencio sé el volumen

Contra la multitud de mis promesas,

Me temo que mi causa esté perdida,

Yo, que huí de Estocolmo, aherrojado

Por un deber de gratitud sin par,

Huésped de faraón soy en el reino,

La punta alcé allí del velo de Isis,

Y hasta la fecha esquivar pude cuanto

Con la mano y la boca

En la última velada de La Lira

Había jurado y prometido al tiempo,

A saber: con palabra escrita

Pagar un poco al menos de mi deuda.

¿Me atrevo? ¿Tengo todavía derecho?

¡Ay!, ¿hay aún alguien que de derecho hable?

Un grito militar nos libra a veces

De una difícil situación de golpe,

Y yo, por tanto, así respondo: quiero;

Pero es en el estilo antiprusiano

Y no por fuerza de derecho a gracia.

¡Sé, pues, silente, dulce fugitivo!

Aquí yo vivo en cierto modo ahora

Como en París la gente vivir suele.

Retóricos tudescos, héroes graves,

Que con violencia al mundo tumbar sueñan,

Gritan, se engallan y banderas izan,

“Alerta junto al Rin”, como ellos cantan,

he aquí, pues, el ambiente en que me muevo.

Podéis creerme que bastantes veces

Este aire infúndeme opresión y angustia.

Charla de bar, mucha política,

Es la ración que aquí a mi mesa sirven,

Y en las columnas de la prensa, donde

Aquí se aúpan alemanes versos,

Con golosinas el manjar me sirven

Como un ragú francés de rata.

Peor aún cuando los ecos suenan

En mis oídos desde nuestro Norte,

Cuando de luz y primavera el ansia

Bajo plebeyos gritos enmudece,

Cuando en deseo de crudeza chillan

Rostros que en celestial furia revientan;

Y yo, por armas acosado, yérgome

Entre las ruinas de un fallido sueño.

Tal es, pues, a decir verdad, la urgencia

Que ahora a enviar a usted me impele

La carta que le he escrito,

Y ya ve cómo el vuelo alza mi globo.

No tengo aquí palomas mensajeras;

Pájaro de esperanza es la paloma,

Y en esta tumba fría y opresiva

Sólo se crían cuervos y lechuzas.

Mas, claro, por lechuza o cuervo enviar

Cartas a damas no es cosa muy propia.

En fin, como sabéis, hace ahora un año

Cuando se ensombreció el cielo de Malar[17],

Cortó la helada, ajáronse las hojas,

Y hacia la paz del delta ahuequé el ala.

Hacía sol y era un día de estío.

La luz golpeaba con fulgor fulgente,

Cual de glaciar noruego del fiordo.

El sicomoro y el palmar sombreaban

De verdeazul la tierra; y el beduino

Y su cónyuge trotan

En lo más alto de su dromedario,

Y así nosotros el desierto hendemos.

Es la primera vez que un ignorante

Nórdico ve esto, grita él, sorprendido:

“Señores, ¿ven ustedes avestruces?”.

Pues desde El Cairo, Nilo arriba

Como saetas fuimos en el Ferus,

Visitamos de Keops la pirámide,

Desde do Napoleón habló a sus tropas,

En tanto que la esfinge meditaba

Tanto antes cual después y en el momento.

Las reales tumbas de Beni Hasán

Como sierpes, a rastras, visitamos.

Los siglos cruelmente hánlas roído;

Do del tiempo revienta todo cálculo;

Sólo tanto y no más la mente capta

Si hacemos caso de los egiptólogos,

Y cierto es que confiados les creemos:

Nacieron en las nieblas del pasado

En los tiempos en que era Faraón dios

Y Putifar ministro universal,

Y fue el cuñado del señor ministro,

Josef Jakobsen quien las construyó.

De Memnon el pilar, pétreo coloso,

El mismo, sabe usted, del pétreo trino,

Vimos también en hora matinal;

Pero esta vez silente estuvo el viejo.

Es ahora un poético capricho

Del tiempo en que Cambises, muy censorio,

Le examinó conciso, mas severo,

Y, quizá torpemente,

También por dentro le pasó revista.

Así hacen muchos gélidos cantores,

Y así la voz engaña al necio.

Y así también recibe admiración

Quien su canción al sol levanta.

Así es como domina el viejo Memnon

Con su alta fama de cantor frustrado,

Monedas en tributo cáenle en torno

Y él da con su viejísimo atuendo

Oído a todos, no sólo a los grandes,

E incluso a viajeros de Noruega

Como mi pequeñez y Peer Gynt.

¿Mas quién puede discurso pronunciar

Sobre un sueño de siete o seis semanas?

Por lo cual ruego a usted, señora mía,

Que borre estos plumazos descuidados

De mi viaje al calor y a la luz plena

Por el gran río de los cocodrilos.

De locos es desperdiciar palabras

Sobre esta vida nuestra de pachás

A bordo de las cuatro arcas de Noé;

Porque, quiero decirle, éramos cuatro,

Y encima cuatro pares de barcazas.

¡Vaya género, todo sea por Dios!

En la proa del Ferus viajaban

Tres niños que venían del viejo norte;

Once machos franceses; cuatro grandes

Sementales de España procedentes;

Cuatro potros de fuego y ardor llenos,

Buenos especialistas en cabriolas,

Y con gestos como el Ol’er[18].

Si el servicio incluimos de la nave,

Había, según cálculo preciso,

Muchas bestias de la familia “asnal”.

Una especie de buco que de Suiza

Era; un anfibio de esos que vegetan

“Un poco bajo el agua”, y además,

como era de temer, una piara

De provectos germanos jabalíes,

Casi domesticados,

Y, como variedad de éstos había

Un par de aves de presa militares;

Una fea alimaña de los bosques;

Un brasileño horror de biblioteca;

Y una concentración de sabandijas

Con el nombre genérico de corzos;

Además de…, ¡no, no, ya es suficiente!

Vea usted si no urgía trujamán,

Tanto para este como para oeste,

Que toda esta caravana guíe

A un campo de batalla de otras épocas.

Por las gualdas arenas del desierto

Volamos cual por alas de cigüeña,

Aunque en realidad la caravana

A lomo de asno iba, y los audaces

A lomo de camello.

¡En medio de qué gozo, abigarrado

Tumulto y masa, avanzaba nuestra

Infantil grey! El inexperto

Forofo de avestruces era el único

Que se inquietaba por sus dibujitos,

Gritando: “¡Un asno!, ¿es esta bestia acaso

Digna de un hombre con trabajo urgente?

¡Quiero un raudo corcel como es debido!;

¡Un caballo del Nilo pura sangre!”.

Por Luxor y por Déndera y Sakkara,

Y Asuán y Pilé pasar deseo

A toda prisa en mi viaje y sólo

Por breve rato reposarme

Con una descripción del Sahara vasto.

Pienso que usted habrá oído sin duda

Que cuando llega al fin la caravana

Cruzando del desierto mar las olas,

Inundación de arena que el simún

Lleva, se ve lo que su hondura esconde

Y aparecen naturalezas muertas.

O, mejor, vadea esa inundación

Interminables calles y senderos

En los que la naturaleza viva

A sí misma se ha unido con la muerte

Y se ha petrificado con el tiempo

Hasta tornarse huraña arquitectura.

Costillares y huesos y espinazos

Se alzan cual pedestales de columna;

Cráneos desnudos de camellos como

Capiteles caídos;

Filas de contraídos dientes gualda

Como balaustradas de balcones;

Dedos que al cielo apuntan y se agitan

Cual cornisas de techos u oriflamas

Caballerescas, pasto de polillas

Que ondeasen harapos de caftanes.

Imagínese usted toda la escena

Trémula bajo el sol y en el silencio,

Crecer, crecer, henchirse, asir,

Subir, subir innumerables veces;

Imagine ese mundo de sepulcros

Como una caravana de otros tiempos,

Hecha piedra de pronto en su camino:

Bien, pues mi viaje por Egipto así es.

Sí, justo, así es. En muy antiguo tiempo

Matinal un cortejo allí pasó;

Sacerdotes primero, con su libro

De ciencia en jeroglíficos infusa;

Divinos reyes, dioses reales miden

De los siglos el vasto panorama,

De Isis y Osiris la mudez espléndida

Y sonora se ve desde las sillas

Altas de sus camellos;

Horus y Hathor, Thmé y Ptah,

Amón Ra y Amón Re,

Exhalan por doquier luz rutilante

En medio de la hueste avante yendo;

Apis, el de la frente áurea, sigue

Lentamente del río la alba orilla

Y a su zaga a millones van los siervos,

Y do el cortejo para y campo asienta

Esfinges y pilonos les reciben.

Sobre sepulcros y sobre victorias,

Sobre obeliscos, sobre monumentos

Los jeroglíficos se alzan y susurran;

Las columnatas de templos innúmeros

Flanquean la ruta de las caravanas;

Y mil circuitos de pirámides

Son el legado de su paso.

Mire, ahora llega ráfaga del norte

Y tormenta deviene en el desierto,

Las huellas de la caravana azota;

Caen sacerdotes, tambaléanse reyes

Y hasta los dioses en la arena súmense;

El faraón y su cortejo se hunden

En las arenas del olvido.

Allá por do el gentío caminaba

Reina ahora el más fatídico silencio;

En el sarcófago mil años yacen

Escamoteados a la luz del día,

Cual momias en sudario envueltas,

A disgregarse en nada condenados

Cuatro mil años de cultura.

Los restos de esta caravana son

Los que nosotros, del kedive huéspedes,

Vimos de Nubia el límite cruzando.

Vimos de felahs grupos que achicaban

Del desierto olas en redor de Abidos,

Y un poco más allá, yendo hacia el sur,

El bosque de columnas de Karnak

Cual gigantescos huesos prehistóricos;

Del Rameseum los capiteles vimos

Yacentes como cráneos de camellos;

El zaguán de Luxor, con cien columnas,

Pobres restos de esclavos en cadenas

Mudos miraban la tormenta en

Un sic transit gloria mundi.

Esta escena, tenaz, me ha perseguido

Por doquier, fui después por lueñes tierras;

Y en ella presentí un sentido oculto

Cual el espíritu sobre las aguas.

En navideño júbilo Tor suena,

A la cabeza del salvaje grupo;

Los decaídos dioses de los griegos

Aún en nuestros días siguen vivos.

Zeus reside en el Capitol hoy,

Allá “tonante”, acá como stator.

¿Mas y de Egipto los vitales ídolos?

¿Do están?, ¿do está Hathor?, ¿y do está Horus?

Ni el más leve recuerdo o tenue huella;

Ni un eco de leyenda nos alcanza.

Muy cerca esté quizás la explicación.

Donde la personalidad falta y la forma

No lleva ira en sí,

Júbilo y alegría,

Pulsaciones, latidos de la sangre,

No es más el esplendor que desdichada

Osamenta reseca.

¿No es Juno acaso verdaderamente

Pálida, altiva en su mordiente cólera

Cuando sorprende, súbita, a su viejo?

¿No es Marte acaso un hombre verdadero

Bajo el hilo dorado de sus máscaras?

¿Mas, los dioses de Egipto, decid, qué eran?

Cifras en filas y en cuadrículas.

¿Cuál era su misión vital?

Pura y simplemente una: existir,

Pintados, tensos, rígidos, solemnes,

Sobre un plinto ante el fuego del altar.

A uno tocóle llevar pico de ave,

Y a otro una pluma de avestruz;

Uno era dios de día o dios de noche,

Uno dios de esto y otro dios de aquello;

A ninguno tocóle ser dios vivo,

Dios pecador o dios titubeante,

O capaz de ascender sobre el pecado.

Por eso yacen ahora bajo el viejo

Egipto cinco veces milenario

Cual cadáver innómine en su cripta.

Bien puede verme usted, dama querida:

Tenso, acosado, serio,

Me encierro en mi halladera estancia

Para vivir en mí mismo encerrado.

Afuera huye de mí el consuelo, como

Otoñal ave migratoria; pero

Con mis ojos en lo más hondo hincados

Veo esperanza chispear de verde.

Sobre las caravanas enterradas

Construyo yo nuestras futuras sendas.

Constante es el camino de la raza

Por eterna escalera en espiral;

Sigue el círculo siendo angosto,

Estrecha sigue siendo la vereda;

Sigue la voluntad siendo anhelante;

Y la meta ascendente.

Y así estamos nosotros hoy en día

Verticalmente sobre los faraones.

De nuevo está entronado Dios, de nuevo

La persona se oculta

En un enjambre que se agita, implora,

Rasga, se reconcome, piensa, eleva,

Tanto bajo sus pies como en su entorno.

Se construye de nuevo la pirámide

Como resumen del total del tiempo.

De nuevo espónjanse las venas todas,

De nuevo arden lágrimas y sangre,

Para que el mundo grande vea

El mausoleo del dios rey.

Nuestro tiempo posee su caravana,

Con su Hathor y con su Horus,

Y, por qué no decirlo, con su coro

Do ciegamente lealtad se jura.

¡Y qué gran obra no se construirá

A lo largo de tan triunfal camino!

¡Qué poder el del pueblo levantado!

¡Qué egipciamente cada uno

Su piedrecita encaja en el lugar

Justo de la gran forma en su conjunto!

¡Qué impecable el diseño,

Y qué exactos los cálculos!

Sí, verdaderamente es esto grande,

Tanto que el mundo mira boquiabierto;

Aunque allí veo tembloroso un “pero”

En pleno hueco de la fauce abierta.

La duda, suave, pide la palabra:

¿Es grande de verdad esta grandeza?

¿Sí, decid, qué hace grande una obra así?

No, cierto, sus tremendas dimensiones,

Mas la persona, poderosa y clara,

Que en el espíritu de la obra acecha.

¿Mas qué decir de las germanas huestes

En su avance tremendo hacia París?

¿Quién corre ahora claro y cierto riesgo

Y quién de la victoria el premio lleva?

¿Cuándo saldrá a la luz una persona

A fin de que la boca de millones

La ensalce unánime en su altar con cantos?

El regimiento, el escuadrón,

El alto mando —o sea: los espías—

Con su jauría tensa de sabuesos

Siguen las huellas de la res.

Mas esto lo sé bien: el halo engaña

Y no hay poeta que tal cacería loe;

Y sólo aquello sobrevivir puede

Que el canto de los poetas realzar sabe.

Piense usted en el rey Gustavo Adolfo[19]

A la cabeza de su hueste sueca;

Piense en el hombre capturado en Bender,

Peder Wessel de su fragata a bordo,

Como un relámpago en la noche obscura,

El jovial héroe de la real grandeza;

Sobre esta gente el pensamiento expándase

Cual coro cuyas olas de sonido

Sobrepasasen todos los confines

Bajo el trueno de innúmeros aplausos

Entre tiendas de primaveral fiesta.

¡Piense usted en los hombres de hoy en día,

En esos Blumenthalers, esos Fritzes,

También en los señores generales,

En aquél, éste y el de más allá!

De Prusia bajo fúnebres colores

—Los blanquinegros lutos—

No nacen de valor hirsutas larvas

Como la mariposa de la copla.

Pueden, sí, mantenerse en pie algún tiempo,

Pero acaban cayendo; en la victoria

Se hunden sin remedio como náufragos.

La prusiana tizona se hace fusta,

Nunca a la altura está de sus hazañas,

Nunca sutil o previsora. Poema

No hay que interpretación poética exija

Desde el momento en que popular grito

Ávido de belleza o libertad

Se volvió maquinaria de alto mando

Rellena de sutiles estocadas,

Desde el momento en que el señor von Moltke

Asesinó la poesía bélica.

Así de avieso es el poder que pudo

De la marcha del mundo enseñorearse:

La esfinge, guardián fiel de su sapiencia

Por su propio acertijo asesinada.

La victoria cifrada halla su sino,

El auge del instante signo cambia;

Como tormenta en árido desierto

Tala las dinastías de los ídolos.

Bismarck y los demás viejos un día

Caerán, cual plintos de columnas, frágiles,

Sobre el diván de la leyenda

Sin cánticos al sol de la mañana.

Mas huéspedes, nosotros, del kedive,

Tras el viaje al reino de los muertos,

Entre luces y músicas y fiestas

Al encuentro henos pues de un tiempo nuevo;

Sí, la bandera enarbolada, vamos

De un coro universal bajo los sones,

A loar la apertura del canal,

Y como, de Suez viendo la ribera

Vislumbramos la tierra prometida,

Así esperanza cundirá en espíritu,

Loando los canales del futuro

En un mundo por fiestas elevado

Entre corales e himnos,

Entre encendidas luces de hermosura,

Yendo impávidos todos hacia el alba

Proa a la tierra de la gran promesa.

Y es que hacia la belleza hambrea el mundo,

Pero esto el sutil Bismarck no lo sabe.

¿Señora, iremos juntos a la fiesta?

Sí, sí, ¿quién sabe cuándo la paloma

Traerá la invitación? Ya lo veremos.

Hasta entonces yo sigo en mis estancias

Moviéndome con guantes de glacé;

Hasta entonces yo busco hacer mi vida

Entre poemas en bello pergamino;

Quizá esto irrita a cierta gente, y cierto

Que de pagano habré de ser tildado;

Pero la masa de terror me llena,

No quiero de plebeyos salpicarme:

Esperaré a que el tiempo me destine

Una bella e impoluta vestidura.

¡Y, con estas palabras, adiós todos!

¡Vuela, globo!, ¡feliz sea tu viaje!

¡El espacio es el mundo del poeta!

¡Vuela hacia el norte y pósate derecho

A la orilla de la ciudad de Mälare!

¡Allí es tan fácil el aterrizar

Como de Telemarken en los montes!

Farda el elfo en su góndola. ¡Ay, si

Rápido me llegase a mí recado

De que el que esta etérea carga lleva

—En suaves versos suaves pensamientos—

Ha echado, ¡por fin!, ancla en el Norrmalm[20]!