Adelante entre hileras de islotes
En un cálido día de fiesta
Nuestro altivo navío se afana
Adornado con cien banderolas.
A su bordo los jóvenes cantan,
Pecho y boca exhalando su júbilo
Que se vuelca por todo el fiordo
Y el angosto canal alborota.
En la punta de proa resuenan
De la tuba y el cuerno la música.
Y campanas de iglesia repican;
Hoy no están para oídos de rústicos.
Éstos hoy las campanas no escuchan
Y se olvidan del libro de rezos,
Del servicio divino se olvidan,
Canto alegre en domingo prefieren.
Pero, créeme, el que ahí está sentado
Y medita mirando al vacío
Y sonoras llanuras otea,
Ése no está muy lejos de Dios.
Él no entiende el canoro cortejo,
De esta juerga él ignora la causa,
Mas bien siente el latir de la sangre
Que altibaja: ya fría, ya cálida.
De su herboso altozano él se apea,
Allá lejos, en lo alto del cabo;
Y el cantor blande alegre su gorro,
Y el paleto se quita el sombrero.
Triste y ruin y sin pelo y desnudo.
Mientras olas nosotros surcamos,
Él, sentado, humaredas otea
Tan allá como alcancen sus ojos.
Banderolas nosotros ondeamos
Y cantamos hasta aves sentirnos,
Mientras él se remuerde en su asiento:
Algo grande que pasa le roza.
Proa ponemos a fiestas brillantes
Entre flores y luces nosotros,
Y él no sabe de más invitados
Que el sombrío silencio en que súmese.
Mas no dejes que a ti eso te aflija,
Pues su ansia iglesiera así estorbas;
Cierto es que él del encuentro conserva
Un reflejo de luz y canción.
Así somos hermanos los jóvenes,
Vida avante, gozosos y pingües,
Con despiertos afanes siguiendo
Por bahías y calas y tierras.
No hay caverna en la tierra tan tácita
Que un ligero suspiro no exhale.
Y nosotros cual aves canoras
Somos, grano en el pico cogido.
Dondequiera que un ala se agite,
Sobre cimas que otean fiordos,
Siempre hay granos que pierden las aves
y a la tierra anhelante descienden.