¡Rocosa faz, de trueno y viento herida
Bajo mis fuertes martillazos! Hacia
El fondo deben ir mis pasos, tengo
Que oír sonar al fondo el mineral.
Del monte al fondo en desolada noche
Me hace señales el tesoro pingüe,
Piedras preciosas y diamantes, entre
Rojizas vetas de oro serpenteantes.
En lo más hondo, empero, la paz reina
Desde la eternidad, paz y trabajo;
¡Ábreme paso, tú, fuerte martillo,
Hasta la oculta cámara profunda!
Otrora, de muchacho, jubiloso,
Bajo el cielo estrellado yo sentábame,
Pisé vernales sendas florecidas,
De mi feliz niñez en posesión.
Mas olvidado había el diurno fausto
Del pozo en la tiniebla nocturnal,
Y el canto y el rumor de la cosecha
En los pasillos negros de la mina.
El primer día en que descendí a ella
Pensé, con inocente certidumbre:
Me guiarán los espíritus del fondo
Por el eterno enigma de la vida.
Mas no me ha dicho aún ningún espíritu
Lo que a mí tan extraño parecíame;
Ni me ha trasparecido ningún rayo
Que del fondo la luz me comunique.
¿Es culpa mía?, ¿acaso no conduce
Adelante, a la luz, este camino?
La luz mi ojo, ciertamente, hiere,
Cuando intento encontrarla en lo más alto.
Remedio no hay, he de bajar al fondo;
Es en la eternidad do la paz reina.
¡Ábreme paso tú, fuerte martillo,
Hasta la oculta cámara profunda!
A golpes de martillo, uno tras otro,
Hasta el último día de mi vida.
Aquí, donde ningún rayo reluce;
Donde no llega el sol de la esperanza.