El pabellón había ardido por completo, no quedaba demasiado. Pudo distinguir un par de siluetas que se abrían paso a través de los restos carbonizados: investigadores de los bomberos, sin duda, que intentaban determinar la causa del incendio. Eso hizo pensar a Dirk. Sin duda, encontrarían el hornillo de gas de Sooz, ¿verdad? Y la gente no va por ahí provocando incendios con un hornillo de manera deliberada. Tal vez mereciese la pena mencionárselo a Sooz. Podría resultarle de ayuda. ¡Le debía algo así, al menos! También resultaba muy extraña la forma en que el pabellón se había prendido tan rápido, ya que los humanos estaban obsesionados con la salud y la seguridad. ¿Es que no protegían contra incendios estructuras como aquella?

Dirk suspiró y se dio media vuelta. Bueno, en aquel momento, todo quedaba en manos de los «adultos». Ellos decidirían qué era cada cosa.

Se encaminó hacia los parterres. Delante de él, a una cierta distancia, localizó lo que estaba buscando: otro incendio. Bueno, un fuego pequeño, una hoguera de ramitas y matojos procedentes de algún parterre que acababan de limpiar. Echó un vistazo a su alrededor. No había nadie cerca, así que se acercó a la hoguera y arrojó la Capa de la Noche Infinita a las llamas. Ya era hora de quemar tanta insensatez, tanta locura del Señor Oscuro. ¡Purificaría su mente con el fuego! La capa negra comenzó a chisporrotear y se envolvió en llamas, entre crujidos de ira. Los Glifos Sanguinolentos de Poder empezaron a brillar con fuerza. Dirk buscó su anillo; este también iría a las llamas. Pero entonces se quedó boquiabierto…

La capa se había quemado por completo casi al instante, pero los glifos no. Se elevaron del fuego lentamente y comenzaron a girar en el aire, dando vueltas y más vueltas como una girándula, más y más rápido, con el zumbido de un siseo. ¡No podía creer lo que veían sus ojos! Entonces los glifos ardieron como el fósforo, como si se abriesen paso con fuego a través del tejido del espacio y el tiempo. Se estaban fundiendo en el aire, y, tras ellos, dejaban una extraña negrura.

Los glifos desaparecieron de forma abrupta, y revelaron una especie de ventana, ahí, suspendida en el aire. Dirk pudo distinguir algunas formas: colinas, montañas y un cielo teñido de rojo. Y reconoció lo que vio.

Tenía la mirada puesta en otro mundo, en aquel reino que él llamaba suyo. Las Tierras Oscuras.

Dirk se quedó allí de pie, patidifuso. Eso significaba… ¡significaba que todo era real! ¡Él era realmente Dark Lord, el Señor de las Tierras Oscuras! Pero ¿cómo podía haber sido tan estúpido? ¡Por supuesto que lo era! Oh, ese Hasdruban, mira que era astuto, pero qué astuto que era. Casi había logrado engañarle, casi le había hecho creérselo todo, casi había conseguido que él mismo se convenciese de que no era más que un insignificante niño humano. Un niño delirante.

Oh, mas sí que habría de admirar su brillantez. Qué inspiración, un plan tan ingenioso que era digno del propio Dirk. ¡Pero ahora ya había descubierto la verdad! La desolación y la tristeza desaparecieron, y una alegría siniestra se apoderó de él, un júbilo salvaje, un negro manantial del que brotaban resolución y determinación. ¡Era el Señor Oscuro, ahora más que nunca!

Dirk se abalanzó sobre la ventana e intentó atravesar el portal con la mano… tal vez no necesitase complicados rituales, quizá bastara con quemar la capa para abrir una vía. Sin embargo, su mano se golpeó con fuerza contra una superficie con la consistencia de un cristal muy sólido y grueso. Solo era una ventana, un catalejo hacia las Tierras Oscuras. Al final, las cosas nunca son tan fáciles. Dirk retrocedió para observarla. Contemplaba un terreno uniforme, un brezal desolado que parecía extenderse hacia el infinito. Unas nubes plomizas pendían sobre la llanura, inhóspita y del color del agua sucia, salpicada de salientes rocosos y colinas bajas. Reconoció las Llanuras de la Desolación.

Reparó en algo que se hallaba próximo a su campo de visión: una silueta agazapada en una depresión cenagosa, ¿como si se estuviera escondiendo? Intentó concentrarse y distinguir los detalles. De repente, la ventana se movió, en respuesta a sus pensamientos, y se aproximó a la silueta. Dirk sonrió, aquello era como en los viejos tiempos, cuando la magia le obedecía, y todas las cosas debían hacerlo también. Entonces se le escapó un grito ahogado. ¡Era Gargon! ¡Su lugarteniente, el Pavoroso Gargon, el Descuartizador, capitán de las Legiones del Horror! Y era él de verdad, no un simple humano disfrazado como aquel cantante de Morti. Veía su cuerpo huesudo, sus poderosas garras y las crestas óseas de sus alas de murciélago.

—¡Gargon! —gritó, pero se dio cuenta de inmediato de lo que estaba haciendo y miró a su alrededor sintiéndose culpable. No deseaba atraer sobre sí ningún tipo de atención, en especial del Alto Concejo de los Escudos Blancos o alguien similar. Además, resultaba obvio que el sonido no podía atravesar la ventana.

Se concentró. Gargon estaba encogido de miedo y miraba al cielo de manera furtiva. Dirk dirigió la ventana con su mente hacia el cielo teñido de rojo de las Tierras Oscuras. Ajá, los Jinetes de las Águilas, malditos fueran. Constituían un adversario formidable: un guerrero humano a lomos de un águila gigante, que han crecido juntos como si hubieran compartido el mismo nido y que juraban servir eternamente al Mago Blanco y a la Mancomunidad de las Buenas Gentes, ¡que los Dioses del Averno devorasen sus almas! Volaban alto, y pronto pasaron de largo.

Gargon cayó a tierra entre sollozos de alivio. Se encontraba en un estado lamentable, magullado y apaleado. Tenía pinta de haber estado huyendo, quizá durante meses. ¡Pobre Gargon! Era muy probable que aquellos fanáticos, los Paladines de la Rectitud, llevasen todo ese tiempo detrás de él, y nunca descansarían hasta haber dado caza al último de sus seguidores. Bien, no había mucho que él pudiese hacer al respecto… de momento. Gargon tendría que sobrevivir lo mejor que pudiese hasta que Dirk lograse regresar.

Entonces, Dirk reparó en un pico elevado sobre el horizonte: el Monte Pavor. En su falda se hallaba situada su Torre de Hierro. Con ese pensamiento, la vista se desplazó volando sobre las inhóspitas Llanuras de la Desolación hacia el Monte Pavor.

En su veloz recorrido sobre la llanura, la visión sobrevoló una tropa de orcos. Dirk alcanzó a ver que tenían mala pinta y resollaban exhaustos, sucios y llenos de barro… Vale, los orcos siempre iban sucios y llenos de barro, es cierto, pero las armaduras de aquellos estaban hechas polvo, y llevaban vendajes improvisados, sangrientos y asquerosos, sobre todo tipo de heridas recientes. Estaba claro que habían perdido sus escudos y armas tiempo atrás: aquellos orcos estaban huyendo.

A juzgar por lo que quedaba de su insignia militar, pertenecían a la Legión de la Vorágine Inmisericorde, una de sus legiones de élite integrada por los orcos más veteranos, curtidos y disciplinados que él había sido capaz de crear. Su mando lo había ostentado el Sicario Negro, otro de sus lugartenientes. Eso era antaño. Ahora eran un batiburrillo de fugitivos desesperados que huían para salvar sus vidas.

Dirk no llegaba a entenderlo. ¿De qué huían? Después de que Hasdruban lo hubiese arrojado a él a la Tierra, sus ejércitos se habrían desperdigado ante la ausencia de liderazgo, y su derrota hubiera resultado sencilla a manos de aquellos fanáticos de la Mancomunidad. Sin duda, la guerra tenía que haber terminado meses atrás.

Vio entonces a sus perseguidores: ¡paladines! Iban a lomos de imponentes corceles blancos provistos de defensas; con sus brillantes escudos níveos y sus armaduras relucientes, y los pendones que ondeaban en sus lanzas en ristre. Fanáticos, todos ellos. Sin embargo, su persecución no era desaforada… se diría que estaban conduciendo a los orcos hacia algún sitio. Dirk desplazó su ventana en la dirección en la que marchaban los orcos: un pequeño bosque, y allí, ¡los aguardaba una tropa de arqueros elfos vestidos de blanco, apostados en los árboles! Portaban un sello dorado en el peto del abrigo, el símbolo del Mago Blanco. El blancor de sus abrigos se asemejaba a la palidez de su piel, y el símbolo del Mago recordaba al pelo tan rubio que tenían. «Asquerosamente elegantes, como siempre», pensó Dirk. Aquellos eran elfos templarios, un grupo de élite que había abandonado su hogar para entrar al servicio del Mago Blanco y había jurado servirle y proteger hasta la muerte el Templo de la Vida. Más fanáticos, igual que los paladines. ¡Y sus orcos iban directos hacia ellos!

Dirk quiso avisarlos de algún modo, pero no había nada que él pudiese hacer. De pronto, los todos elfos templarios salieron a la vez a cielo abierto y descargaron una lluvia mortal de flechas. La mitad de los orcos cayeron muertos allí mismo, y los demás se detuvieron, exhaustos, sin capacidad ninguna para el combate. Se dejaron caer sobre sus rodillas y levantaron las manos sobre la cabeza en la clásica postura sumisa y de rendición de los orcos. No obstante, los paladines se abalanzaron y cargaron contra ellos. Los atravesaron con sus lanzas hasta dar muerte al último orco… Dirk estaba impactado. Incluso él, un Señor Oscuro, habría aceptado la rendición. Cierto, habría hecho matar a uno de cada diez a modo de lección para los demás. Muy bien, dos de cada diez; pero lo que no tenía sentido era masacrarlos a todos. Ya no quedaría nadie que pagase impuestos, nadie a quien dominar y controlar, nadie a quien esclavizar y de quien abusar. ¿Qué sentido tenía entonces?

¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué motivo huían Gargon y los orcos tanto tiempo después del fin de la guerra? ¿Estaría la Mancomunidad intentando exterminar hasta el último miembro de sus tropas? Dirk estaba horrorizado. Aquel era su pueblo, él los había criado, los había entrenado; eran su creación, sus seguidores, sus, sus… ¡sus juguetes, maldita sea! ¿Cómo podía Hasdruban dedicarse a arrebatárselos? Le costaría décadas reemplazarlos.

Había que detener a Hasdruban. Dirk tenía que regresar a las Tierras Oscuras. Tenía que salvar tanto como pudiese de entre sus cosas.

Entonces notó que la ventana a otro mundo estaba comenzando a chisporrotear, igual que una televisión con interferencias, como si la señal se debilitase. Se apresuró a hacer avanzar su visión, quería echar un último vistazo a la Tenebrosa Torre de Hierro antes de que se cerrase la ventana.

Hizo que la visión se elevase y atravesara las Llanuras de la Desolación, volando en dirección a su Torre de Hierro a una velocidad de vértigo. Y apareció, su silueta recortada contra el telón de fondo del Monte Pavor, tan agradablemente aciaga, un funesto presagio. Conforme se iba acercando la visión, él iba notando que algo no estaba en su sitio. Por supuesto que se esperaba ciertos daños: unas pocas almenas destruidas, la Cámara de las Invocaciones derruida allá en lo alto, eso como mínimo, pero no se trataba de aquello, sino de otra cosa… y entonces lo vio. ¡Era rosa! ¡Rosa chillón!

—¡Noooo! ¡La han pintado de color rosa! ¡Rosa! ¡Pero cómo han podido los muy…! —gimió Dirk.

Alrededor de los contrafuertes y los muros revestidos de hierro, ahora pintados de rosa con flores de color violeta, revoloteaban pequeñas ninfas aladas que jugaban alegres. Abajo, la gente se arremolinaba en torno a la torre entre risas y bebidas, celebrando comidas campestres y escuchando a bardos y poetas. ¡Habían convertido su Tenebrosa Torre de Hierro en una especie de parque de atracciones!

El rostro de Dirk se tornó rojo de humillación. Qué vergüenza. Qué vergüenza más horrorosa. Casi no podía soportar mirarla. ¡La torre del gran Señor Oscuro reducida a una atracción de color rosa para excursionistas!

Ah, ese Hasdruban. Una vez más, Dirk se veía obligado a admitir que se trataba de un golpe de ingenio. Qué mejor manera de burlarse y desacreditar la memoria de un Señor Oscuro que reducir sus obras, ideadas para infundir terror en las mentes de quienes las observaban, a una blandenguería de color de rosa. Qué golpe maestro de su maquinaria propagandística. Y si Hasdruban lograba exterminar al resto de sus seguidores, nada en absoluto quedaría ya del legado del Señor Oscuro. Con Dirk exiliado en otra dimensión para toda la eternidad, la gente pronto se olvidaría por completo del propósito original de la Tenebrosa Torre de Hierro, y de su tétrico inquilino. Se convertiría en la Torre de las Ninfas Rosas o algo tan espantoso como eso, una diversión familiar, una excursión para infantes y hadas.

—¡Noooo! —gimió Dirk una vez más. Hasdruban lo pagaría caro. ¡Por los Nueve Infiernos que pagaría por aquello! Era peor que matar a sus tropas. Era… un sacrilegio. ¡Rosa, por todos los demonios! Vaciló un instante. Vale, bien, es posible que no fuese tan malo como asesinar a todos sus orcos y trasgos. Ciertamente no, al menos desde el punto de vista de los orcos y los trasgos, pero aun así, aquello resultaba muy, muy irritante.

Una marea desbordada de fantasías vengativas le recorrió la imaginación como un torrente tempestuoso. De pronto, la ventana se cerró de golpe. Así, por las buenas, y, en el último instante, surgió algo que cayó al suelo con el tintineo de un cristal. Dirk se agachó y recogió el objeto con los ojos entrecerrados.

¡Ahora ya sabía quién era! Ahora doblaría sus esfuerzos: regresaría a las Tierras Oscuras, pero antes tenía que rescatar a Sooz, reunir a su gente allí y reordenar las cosas en la Tierra. Entonces sí que descubriría cómo regresar. Examinó el objeto en su mano. Era lo que él sospechaba: una Botella Espiritista Interdimensional. Ciertas razas y criaturas mágicas utilizaban aquellas botellas para trasladarse entre los distintos planos de la existencia, de forma muy similar al modo en que los humanos metían mensajes en botellas y las arrojaban al mar. Alguien deseaba hablar con él.

Con mucho cuidado, rompió el sello mágico de la botella y giró la tapa. Algo salió entre un chorro de humo y fue tomando la forma de una silueta humanoide larguirucha ante sus ojos. Una vez que se hubo retirado el humo, Dirk se halló frente a una extraña criatura de aspecto humano pero con brazos y piernas muy delgados y alargados y una mata de pelo moteado y puntiagudo. Su rostro era enjuto y compacto, sus facciones afiladas, y llevaba una minúscula gorra dorada sobre la cabeza. Dirk reconoció de inmediato al pequeño ser y su Gorra Real: era Foletto, Rey Skirrit. Los skirrits eran una raza de criaturas similares a los trasgos que vivían entre los diversos mundos, en los espacios interdimensionales. Podían ser invocados tanto por magos blancos como por magos negros, y, a cambio de una suma apropiada, ser contratados para llevar a cabo diversas tareas o búsquedas. Foletto, que era ligeramente inferior en estatura a Dirk, elevó la mirada con una expresión de perplejidad en su rostro enjuto.

—Busco a Su Majestad Imperial, el Señor Oscuro de la Tenebrosa Torre… eeeh —dijo el Rey Skirrit con voz aguda—. Vos no tenéis su aspecto, si bien… siento su presencia en vos.

Dirk asintió.

—Saludos, Foletto. Yo soy, aunque he sido víctima de una maldición y forzado a habitar el espantoso cuerpo de un insignificante niño humano.

El cambio en el rostro del skirrit reflejó cómo se hacía cargo de la situación.

—Ah —exclamó—. Hasdruban, sospecho —preguntó.

—Así es, fue Hasdruban. Es él quien controla ahora la situación, ¡pero pronto lo aplastaré por completo! —contestó Dirk.

Foletto arqueó una de sus cejas albinas y puntiagudas, y observó a Dirk de arriba abajo.

—Vuestra situación no parece prometedora —dijo—. Y el cuerpo de un muchacho humano… ¡aj, qué asco! Aun así, estoy aquí porque he sentido que estabais atrapado en esta dimensión. Después habéis abierto esa ventana tan oportuna, sin duda para permitirme acceder a este plano. Bien, imaginé que necesitabais mi ayuda.

Ahora fue Dirk quien arqueó una ceja.

—¿Ayuda? Querréis decir que presentisteis una oportunidad para sacar provecho, más bien —dijo Dirk.

—Ah, bueno, sí, ahora que lo exponéis de ese modo… mi ayuda tiene un precio, por supuesto. Al fin y al cabo, en el pasado hemos suscrito numerosos contratos muy beneficiosos para ambas partes, así que, ¿por qué no volver a hacerlo? Excepto porque… veamos, no sé muy bien cómo deciros esto, así que seré directo. Viendo vuestro actual estado, no estoy muy seguro de que os halléis en condiciones de pagar —dijo Foletto.

Dirk entrecerró los ojos. La aparición de Foletto como de la nada había supuesto un golpe de suerte poco habitual, y, por los Nueve Infiernos, qué bien le vendría algo de ayuda allí, atrapado en la Tierra. Mentalmente, se dio unas palmaditas en la espalda por no haber ajusticiado al Rey Skirrit en el pasado y haber respetado sus acuerdos previos con él. De no haber actuado así, Foletto ni siquiera se encontraría allí.

El skirrit parecía tener la impresión de que Dirk pretendía invocarle, pero la verdad sea dicha, Dirk se había olvidado por completo de los skirrits y de su rey y, en cualquier caso, no tenía ninguna posibilidad de recitar el conjuro de invocación. Aun así, carecía de sentido permitir que Foletto lo supiese, y, de todas formas, ¿por qué no iba a acudir con independencia de que lo hubiera llamado Dirk o no? El poder y la esencia de un Señor Oscuro siempre atraían a criaturas como aquella: se sentían atraídas a él como las polillas a la luz.

Dirk evaluó la situación por un instante.

—Hay una tarea que os encargaría —dijo finalmente—. En cuanto al pago, ¿qué os parecería que prometiese daros lo que deseara vuestro corazón si os dirigís a mí una vez que me encuentre de nuevo al mando en mi Tenebrosa Torre de Hierro y haya recuperado mi poder?

El Rey Skirrit dejó escapar una exclamación ahogada pero sonora.

—Lo que desee mi corazón…

Resultaba evidente que Foletto estaba sorprendido. La situación del Oscuro debía de ser bastante mala para que hiciese una oferta semejante. Con precaución (tenías que ser especialmente precavido al negociar con el Nigromante Supremo, más aún si se hallaba en un aprieto), respondió:

—Mmm, sí, a pesar de vuestro precario estado actual, estoy seguro de que podremos llegar a algún tipo de acuerdo, Vuestra Imperial Oscuridad.

Y en estos términos prosiguió la conversación…