—Christopher, este es Dirk, el chico que se va a quedar con nosotros una temporada —dijo la señora Purejoie.
Christopher no tenía pinta de estar muy feliz ante la situación. «Eso era de esperar —pensó Dirk—, pero ya cambiará de opinión». Todo cuanto se le iba a exigir a Christopher era una total obediencia a la voluntad de Dirk, algo no muy difícil de arreglar.
—Os dejaré a solas para que os conozcáis. ¡Christopher, pon de tu parte y sé amable! —dijo la señora Purejoie.
Y con aquello cerró la puerta y los dejó solos en la habitación de Christopher. Se produjo un silencio incómodo. Dirk miraba al muchacho de arriba abajo. Tenía la pinta del típico chico humano, en otras palabras, un imbécil descerebrado, útil tan solo para las tareas menores, o quizá para un sacrificio a algún señor infernal sangriento y oscuro o a algún poderoso dios maléfico a cambio de poder y riquezas. En ese sentido sí podría ser útil.
Tenía el pelo de color amarillento, como la arena, los ojos azules, y un halo de inocencia casi angelical. Excepto que de inocente no tenía mucho, ¿verdad? Este era sin duda el muchacho que se había colado en su cuarto la noche anterior y le había espiado. Dirk tendría que hacer algo al respecto, «así, tras unas cuantas lecciones acerca de las verdades de la vida, le quitaría de golpe cualquier inocencia que aún le quedase», pensó Dirk para sí.
El silencio prosiguió. Parecía que Christopher estaba intentando ignorarle. Aquello dejó perplejo a Dirk, que no estaba acostumbrado a que le ignorasen. Por otro lado, él podía esperar. Al fin y al cabo, tenía la infinita paciencia de un Señor Oscuro.
Un rato después, Christopher dijo:
—¿Por qué has elegido como padres a los míos?
—Yo no los he elegido —dijo Dirk.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Christopher.
—Me han retenido contra mi voluntad. Yo no deseo estar aquí —respondió Dirk.
—¡Yo tampoco te quiero aquí! —dijo Christopher de manera punzante.
«Pues claro, ¿quién iba a querer a un Señor Oscuro en su casa?», pensó Dirk antes de decir:
—Bah, de todas formas no me quedaré mucho. En cuanto haya recuperado mis poderes, volveré a casa, a mi mundo, las Tierras Oscuras, que se extienden más allá del tiempo y el espacio.
—Pues por mí no te quedes —dijo Christopher cortante, antes de que las comisuras de sus labios se fuesen torciendo en una sonrisa. No podía aguantarse. Más allá del tiempo y el espacio, ya te digo. ¡Para partirse!
Tras otro breve silencio, Christopher habló de nuevo:
—¿Puedes repetirme tu nombre?
—Puedes llamarme Señor —le dijo Dirk.
Christopher tenía pinta de estar a punto de perder los estribos, pero soltó una carcajada.
—¡Ya me han dicho ellos que eras gracioso! —dijo Chris, que aún se reía.
Dirk estaba confundido. ¿Por qué se reía? Era imposible que se estuviese riendo de él, ¡eso equivaldría al suicidio! ¿Es que no se daba cuenta? Pues no, claro que no se daba cuenta. Ante sus ojos, Dirk no era más que otro muchacho. Mmm, habría de ser cuidadoso al respecto. Obviamente, Christopher era un rival, y en ese sentido, Dirk tendría que destruirlo o que someterlo, pero sin ninguno de sus poderes, iba a resultar todo un desafío hacer cualquiera de las dos cosas.
—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó.
—Ya sabes —dijo Christopher—. Ellos.
—Ah —cayó Dirk—. Te refieres al Alto Concilio de los Escudos Blancos, esos santurrones también llamados Paladines de la Rectitud, ¡qué se atrofien y perezcan todos ellos!
Christopher comenzó a reírse de nuevo.
—¡Sí, ellos!
—¡No temáis, Christopher, pues habré de destruirlos a todos a su debido tiempo! —afirmó Dirk.
—¡Sí, destrúyelos a todos! —dijo Christopher con una voz ronca forzada y poniéndose la mano en la boca para hacer un ruido como si algún tipo de aparato mecánico le ayudase a respirar. Entonces se volvió a echar a reír mientras señalaba un cartel en la pared. Aquella imagen mostraba a un individuo con casco y visor negro, túnica negra, que sostenía una espada hecha a base de alguna fuerza mágica luminosa. Debajo se podía leer: «La guerra de las galaxias».
Dirk estaba intrigado. Aquel personaje se parecía mucho a uno de sus lugartenientes, el conocido como el Sicario Negro, que tan solo respondía ante Gargon en la jerarquía de sus ejércitos. Siempre hubo de mantenerse alerta con el Sicario Negro. La lealtad de Gargon era ciega, pero el Sicario era ambicioso y tenía delirios de grandeza. No se podía confiar totalmente en él. No obstante, había ciertas diferencias sutiles entre aquella figura y el Sicario Negro. El casco estaba mal, los colores y formas variaban un tanto, y otros detalles diversos no estaban del todo bien. ¡Aun así, el parecido era notable! ¿Se trataría quizá de algún mensaje de Hasdruban el Puro?
—¿Quién es ese? —preguntó a Christopher.
—Darth Vader, por supuesto. ¿Quién iba a ser si no? —replicó Christopher.
—¿Darth? ¿Qué tipo de nombre es ese? La verdad es que se parece al Sicario Negro, lugarteniente de la Torre Tenebrosa y comandante de la Legión de la Vorágine Inmisericorde. Era uno de mis soldados, ya sabéis. Uno de mis secuaces.
El rostro de Christopher se iluminó, divertido.
—¡Ja! Si lo fuera… ¡sería una pasada! Imagínate ir al instituto y tener a Darth Vader de guardaespaldas. ¡Genial!
Dirk intervino.
—Ah, no. Yo no utilizaría al Sicario Negro como guardaespaldas. No es lo bastante fiable. Ahora bien, a Gargon sí, pero…
Christopher no le escuchaba. Estaba desplegando toda una situación imaginaria en su cabeza. Y hablaba emocionado.
—¡Es que lo estoy viendo, tío! Mira. Este es Grousammer, nuestro director, por cierto.
Christopher se puso en pie, torció el cuello y adoptó una rara expresión de autoridad arrogante.
—¡Purejoie! ¡Ha entregado tarde sus deberes: no hay excusas que valgan, castigado!
Acto seguido volvió a hacer de Christopher.
—¡Pues va a ser que no, Groseromer! ¡Te las verás con mi guardaespaldas, Darth Vader!
De nuevo adoptó la voz ronca y profunda, con dificultades para respirar, y dijo:
—¡Tu poder se ha debilitado, anciano! ¡Tu capacidad de imponer castigos es insignificante en comparación con el poder de la Fuerza!
Cayó sobre la cama con una risa histérica. Era obvio que Dirk se estaba perdiendo algo, pero le gustó mucho la frase de «¡tu poder se ha debilitado, anciano!» y decidió que la utilizaría en algún momento en el futuro.
Christopher reparó en que Dirk no se estaba riendo. Por supuesto, no podía saber que Dirk no se reía muy a menudo, y cuando lo hacía, era una risa maníaca de villano maligno.
—¿Es que no has visto La guerra de las galaxias? —le preguntó.
—No, ¿qué es? —respondió Dirk.
Christopher le miró con los ojos como platos y una expresión de sorpresa en el rostro.
—Pues una película, ya sabes, La guerra de las galaxias. Hay unas cuantas —le dijo Christopher.
—¿Película? ¿A qué os referís con «película»? —inquirió Dirk.
Christopher volvió a mirarlo fijamente. Dirk levantó una ceja.
—Bah, olvídalo, tío —dijo Christopher, sacudiendo la cabeza.
De repente, el aire se llenó de un extraño sonido. Un pequeño bloque de cristal que había sobre la mesa se iluminaba y emitía un molesto trino musical que le estaba perforando los oídos a Dirk. Christopher lo cogió, abrió una tapa y comenzó a hablar al interior de la caja. La sorpresa de Dirk era mayúscula, «¿alguna clase de artilugio de comunicación, quizá?». Lo que resultaba igualmente sorpresivo era que aquellos humanos tuviesen tantos aparatos de aquellos como para permitirse darle uno al simple hijo de un hombre.
Escuchó lo que estaba diciendo Christopher, pero le resultaba bastante difícil seguir el hilo, como si ciertos fragmentos estuvieran codificados:
—Hola… Sí, vale… ¿Call of Honour o Battlecraft?… Vale, tío… ¿El de acogida? Sí, esta noche… La verdad es que te partes con él, pero aun así, ya ves… Ya veremos cómo van las cosas…
Le echó una mirada a Dirk conforme hablaba, con una media sonrisa, una sonrisa curiosa. ¿Cómo solían describir los humanos tales cosas? Ah, ya, casi una sonrisa amistosa. La gente no solía sonreír a un Señor Oscuro. ¡De lo más inusual!
—Ah, le falta un tornillo entero y parte del otro, pero mola, así, en plan pirado… Sí… Claro, te veo mañana entonces… Adiós —Christopher cerró la tapa—. Era mi colega, Nutters. Tenemos a medias una cuenta de Battlecraft, pero estamos pensando en probar el nuevo Call of Honour. ¿Qué te parece a ti?
—¿Nutters? —preguntó Dirk, confundido.
—Sí, se apellida Nutley. Pete Nutley, así que le llamamos Nutters. O Nuts —dijo Christopher.
—Por supuesto —coincidió Dirk, aunque no tenía la menor idea de por qué harían tal bobada. En cierto modo le sonaba a cosa de orcos—. ¿Y battle craft? ¿Es un artefacto de guerra? ¿Os enseñan el arte de la guerra en el instituto, quizá?
Eso podría suponer un problema. Si estos humanos recibían una formación tan temprana en materia bélica, podrían ser más difíciles aún de vencer y conquistar.
—¡El arte de la guerra! —se rio Christopher—. ¡Ja, ojalá lo hiciesen! No, qué va, es un juego. Ya sabes, un juego de ordenador.
—Ah, un juego. Ya veo. ¿Y qué es un or-de-na-dor? —preguntó Dirk.
Christopher volvió a mirarle con aquella expresión de perplejidad. Llamaron a la puerta, y entró la señora Purejoie.
—¿Cómo lo estáis pasando, chicos? —preguntó.
—Pues bueno, es un poco… ya sabes… Pero es posible que no sea tan malo como yo pensaba, mamá —dijo Christopher, y puso una cara como si dijera «voy a darle una oportunidad, por esta vez».
Se diría que la señora Purejoie se sintió sorprendentemente complacida, como si aquella no fuera la respuesta que esperaba. Se produjo un instante de silencio, y Dirk se percató de que le tocaba decir algo. Era el momento de la diplomacia. Y dijo:
—Christopher va por buen camino. Tiene maneras de excelente lacayo. Estoy pensando en nombrarlo canciller supervisor de los Ejércitos de las Tinieblas —sí, con eso debería valer, pensó Dirk. Cuando no tienes un látigo con el que azuzar, has de conformarte con mostrar una zanahoria.
La señora Purejoie quedó algo impactada ante aquello, pero Christopher reaccionó:
—¡Canciller supervisor! ¡Guau! —y comenzó a reírse de nuevo. No era esa la reacción que Dirk tenía en mente, la verdad, aunque habría de bastar por el momento.
La expresión de la señora Purejoie pasó ahora a la confusión, no obstante, se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, al menos os lleváis bien, supongo. Muy bien, chicos, es la hora de la cena.
Descendieron al piso inferior, a lo que llamaban el «comedor». Un hombre de aspecto corpulento ya estaba sentado a la mesa. Era pelirrojo, con barba también rojiza y los ojos de un color azul claro. Se levantó y se presentó.
—Hola, Dirk, soy el doctor Purejoie. Puedes llamarme Jack.
—O doctor Jack, que es como le llamamos aquí —dijo la señora Purejoie. Todos ellos participaron en un intercambio de sonrisas, un nauseabundo despliegue de amor familiar.
Para sus adentros, Dirk soltó un gruñido. Eran demasiado equilibrados para su gusto. Muy bien, sería solo cuestión de tiempo que escapase de regreso a su mundo o bien que subyugase aquel otro.
—Bueno, Dirk, ¿qué tal te ha ido el día? —preguntó el doctor Jack.
—Desperté al cobijo de la prisión que denomináis «hospital» para hallar que había sido despojado de mis poderes de dominación y destrucción, probablemente por el efecto de algún tipo de defensa mágica, y que había sido entregado a esos insensatos psicóticos de Wings y Randle. A continuación, la comandante de la Legión de los Servicios Sociales me ató en el interior de su Carro de Combustión y me condujo aquí, donde fui de nuevo entregado, pero esta vez a mis Tutores, los Puros, a quienes se ha asignado mi confinamiento.
Se produjo un largo y absoluto silencio que Christopher se encargó de romper con una risita incontrolable por mucho que él intentase controlarla.
—Esto no es una prisión, querido, de verdad que no —dijo la señora Purejoie con amabilidad—. Es un hogar. Te damos nuestra bienvenida y albergamos la esperanza de que seas feliz. Deseamos que seas feliz. Sea lo que fuere que te sucediera antes… no volverá a suceder. Estás a salvo.
«Bah, ¿a salvo?», pensó Dirk. Pero ¿a quién le estaban tomando el pelo? Era solo cuestión de tiempo que comenzase la tortura, de eso no le cabía la menor duda.
Más adelante, tras la cena, Dirk localizó una tabla de madera con sesenta y cuatro cuadros blancos y negros pintados. Unos curiosos objetos de madera tallada descansaban sobre dicha tabla. Tras una inspección más minuciosa, Dirk pudo reconocer en estas a ciertos caballeros y hombres armados, una escena familiar, semejante a los ejércitos de Hasdruban.
—¿Qué es esto? —preguntó en tono imperioso (a decir verdad, casi siempre preguntaba las cosas en tono imperioso).
—Es un ajedrez —dijo el doctor Jack—. ¿Quieres jugar una partida, Dirk?
—No conozco la forma de jugar —respondió él.
—Yo te enseño, si quieres.
—Falta poco para la hora de acostarse —intervino la señora Purejoie.
—Ah, no nos llevará mucho tiempo, amor mío —dijo el doctor Jack—. Solo tiene trece años, al fin y al cabo. No seré demasiado duro con él, me limitaré a enseñarle en qué consiste. Podría gustarle.
Dirk y el doctor Jack se sentaron el uno frente al otro, y el doctor le explicó las reglas. Dirk se sentía intrigado, podía ver las posibilidades que ofrecía el juego. Estaba muy bien ideado, con una cierta pureza estratégica que él era muy capaz de apreciar.
—Muy bien, pues. ¿Lo has entendido? —preguntó el doctor Jack, y Dirk asintió—. ¿Blancas o negras?
—Oh, negras, por supuesto —respondió.
Seis minutos más tarde, diría Dirk:
—Jaque mate. Estabais en lo cierto, doctor Jack. No nos ha llevado mucho tiempo en absoluto, ¿no es así?
El hombre estaba boquiabierto. Cuando consiguió cerrar la boca, se quedó sin palabras.
La señora Purejoie y Christopher parecían también impactados. Dirk se hinchó de orgullo e intentó su maníaca y malévola risa de la victoria:
—¡Juó, jo, jo!
No le salió muy bien, que digamos. Ante su intento, los Purejoie le acompañaron con una risa sana que a él le resultó más bien irritante. Se suponía que habían de echarse a temblar de pánico, pero su poder de intimidación ya no era lo que solía ser.
—Maldición —dijo—. ¿Sabéis qué es lo más molesto? Que «¡Juó, jo, jo!» pierde toda su fuerza cuando ceceas.
—¡Muy bien, chicos, es la hora de los besitos de buenas noches!
Dirk ocultó su rostro detrás de las manos y soltó un gruñido. «Besitos de buenas noches: qué insoportablemente cursi», pensó.
Tras un fastidioso lapso dedicado a lavarse los dientes (por lo menos le llevó menos tiempo del acostumbrado, pues no tuvo que raspar y pulir sus afilados colmillos) y tras ponerse el «pijama», a Christopher y a él los condujeron a la cama, en sus respectivas habitaciones, o celdas, como Dirk las veía.
Se tumbó en la cama con los ojos clavados en el espantoso techo blanco. Advirtió entonces que había una serie de libros alineados sobre una de las estanterías de su celda. Se levantó y les echó un vistazo. La mayoría tenían pinta de ser insoportablemente tediosos. Entonces encontró una enciclopedia. ¡Ajá! Estaba repleta de información detallada sobre aquel mundo, sin duda resultaría útil. Se encontraba sentado en la cama y con el primer tomo abierto sobre su regazo, absorbiendo la información con entusiasmo, cuando entró la señora Purejoie.
—Buenas noches, corazón —le dijo.
Le apagó la luz y cerró la puerta.
Dirk rechinó los dientes en un esfuerzo de ira reprimida. ¡Qué fastidio, sobre todo ahora que había perdido su visión nocturna! Se levantó, abrió una de las cortinas empalagosas y acercó una silla a la ventana. Las antorchas mágicas de la calle le ofrecían suficiente luz como para seguir leyendo. Y Dirk lo hizo allí sentado hasta bien entrada la noche, hambriento de saber, hasta que estuvo tan cansado que se quedó dormido.
Una vez más sobrevino la pesadilla: ojos amarillentos que surgen del blancor en su busca, a su caza, tras él, ansiosos por saciar la sed con su sangre.
Y entonces la claridad inundó su pequeña celda, y él se despertó sobresaltado, pestañeando de dolor, arrebatados los restos de su sueño por la mañana. La señora Purejoie estaba descorriendo las cortinas para dejar entrar toda la luz del alba. Odiaba el alba, y cuanto antes se las arreglase para teñir las cortinas de un agradable y maravilloso color negro, mejor.
—Arriba, Dirk, jovencito. Vamos arriba, ¡qué es tu primer día en tu nuevo instituto, bonito mío!
Había tantas incorrecciones en lo que acababa de decir, que Dirk no sabía por dónde empezar. Falta de respeto, falta de los debidos honores, el insulto de ser llamado «jovencito»… y el culmen de todo ello, ¡el empalago de tanta amabilidad sentimental! ¡Sin duda «bonito mío»! ¡Ya le enseñaría lo «bonito» que era él al arrancarle el corazón y devorarlo frente a sus ojos moribundos!
Comenzó la preparación del Zarpazo de la Muerte Tronchante, pero entonces lo recordó… Estaba allí atrapado, en aquella dimensión, en el cuerpo de un muchacho humano, y todos sus poderes le habían sido arrebatados. Se desplomó en la desesperación. Y horror de los horrores, iba a tener que ir al instituto. ¡Una escuela! La Escuela de las Artes Funestas hubiera resultado aceptable, ¡pero no desde luego un instituto para niños humanos! ¡Jamás!
—¡Nooooooo! —gritó bien alto sin pensarlo siquiera.
—Venga, venga —dijo la señora Purejoie—, que el instituto no está tan mal. Vas a hacer un montón de nuevos amigos, y vas a aprender todo tipo de cosas interesantes.
Derek Smythe era ciego. Aquel día iba paseando por el aparcamiento del Ahorraplús con su perro lazarillo, Buster. De repente, el perro se puso a olisquear el suelo como un loco. ¡Casi tiró a Derek! Buster gruñó. Aquello no era normal, Buster era uno de los perros labradores más plácidos y agradables con los que te puedas llegar a cruzar.
—¡Lo que olisquea es ese charco negruzco de aceite, eso es! —oyó que le decía una voz cercana.
—¿Cómo dice? —preguntó Derek.
De pronto, Buster empezó a gruñir y ladrar mucho más fuerte de lo que Derek jamás le había oído. Y salió corriendo, y Derek detrás de él. Lo siguiente que oyó fue aquella voz de nuevo…
—¡Tranquilo, chico, ay… Aaaaayyy! ¡Mi pierna! ¡Mi pierna! ¡El puñetero perro me ha mordido en la pierna! ¡Socorro! ¡Auxilio!