Se abrió la puerta y apareció la señorita Cloy.

—Ahora ven conmigo, Dirk. Nos vamos.

Dirk torció el gesto ante aquel tono rudo y tajante. No sin una cierta dificultad, fue capaz de tragarse el orgullo y la siguió al exterior de la habitación, a lo largo del pasillo bien iluminado del hospital. Levantó la mirada hacia la nuca de la señorita Cloy, que caminaba delante de él, y comenzó a realizar los gestos y movimientos necesarios para invocar varios encantamientos, como el hechizo de Alopecia Súbita, el conjuro de Flatulencia Incontrolable y el maleficio de Urticaria Espantosa.

La señorita Cloy le miró por encima del hombro.

—Deja de hacer bobadas, Dirk, tienes un aspecto ridículo. Y date prisa, que no tenemos todo el día.

Aquello terminó de enfadarle, así que pasó directamente a la maldición de la Total Aniquilación, el maleficio de las Fiebres Rojas e incluso la Invocación de los Voraces de Gúlgor, quienes, de haber funcionado el conjuro, habrían devorado a todo ser vivo en un radio de cien kilómetros.

Se cansó pronto de tales juegos, y comenzó a prestar atención al hospital, a su alrededor. Le maravillaba su tamaño, y también la inmensa estupidez de aquellos humanos. ¿Por qué malgastar tanto capital y recursos en curar a los enfermos, en sanar heridas o cosas similares? Resultaba mucho más sencillo enviar a los incapacitados para el trabajo a las Pozas de la Metamorfosis, donde se podía convertir sus cuerpos en algo útil, como velas, embutido o fertilizante. Y si se encontraba ante un problema de falta de mano de obra, pues bien, no tenía más que crear más trasgos en las Madrigueras o más orcos en los Silos de Crianza. Mmm, pero claro, a los humanos no los puedes crear cuando te apetece debido a unos procesos reproductivos tan ridículos e ineficientes como los suyos. Dirk decidió entonces que quizá los humanos tuviesen algo de razón: a fin de cuentas, los hospitales podrían ser útiles.

La señorita Cloy le llevó hasta su carromato mecánico, que estaba en el «aparcamiento» del hospital. Era azul, y ella lo llamaba «Escarabajo». Si bien su superficie exterior era curva e iba blindada de un modo muy similar al de un escarabajo iridiscente, ahí se acababa el parecido. ¿Dónde tenía la cornamenta picuda, las mandíbulas dentadas, las patas articuladas y todo lo demás? Dirk pensó que aquello sería útil en la guerra, pero no tenía ni punto de comparación con los gigantescos Escarabajos de Combate a los que él estaba acostumbrado allá en su casa. Aun así, no dejaba de parecerle una máquina interesante.

Cuando se acercaban, el Escarabajo hizo bip-bip y saludó a la señorita Cloy con un destello de luces. «Ajá —pensó Dirk—, quizá sí que haya algún elemento mágico en estas máquinas al fin y al cabo». De alguna forma había reconocido a su ama. ¿Se encontraría habitado por un espíritu de alguna clase, o llevaría a algún demonio menor confinado en él? ¡Fascinante!

La señorita Cloy le abrió una puerta, y él subió al coche reconociendo la corrección y la deferencia que le había mostrado con un gesto seco de asentimiento. Ella se subió también, pero por el otro lado.

El interior de la máquina fue toda una fuente de asombro para Dirk. Allí había botones, palancas, luces y otras cosas, y todo con un aspecto muy limpio y puro, todo acabado con un nivel de pericia artesana que él jamás había visto; aunque al mirarlo más de cerca se dio cuenta de que la mayoría de los paneles y algunos de los pomos y palancas se podían arrancar de cuajo sin mucho esfuerzo.

—¡Deja de hacer eso, pequeño vándalo! —le dijo la señorita Cloy con enfado—. Quédate sentado y quietecito, ¡y ponte el cinturón de seguridad!

«¿Cinturón de seguridad?». Dirk toqueteó un poco el cinto que había junto a él, pero, justo entonces, la señorita Cloy chasqueó la lengua con irritación, se inclinó, le envolvió en él y se lo abrochó. «Ajá —pensó Dirk—. Es algún tipo de aparato inmovilizador». ¡Ja! De manera que ella le tenía tanto miedo que había sentido la necesidad de inmovilizarlo. ¡Excelente! Aunque, una vez se acomodó en su asiento, Dirk se percató de que el cinturón no era muy inmovilizador, que digamos, y él mismo se lo podía desabrochar cuando quisiera. Extraño. Así que lo desabrochó. Y lo volvió a abrochar. Desabrochar. Abrochar.

Hizo esto varias veces hasta que la señorita Cloy le dijo:

—No podemos ir a ninguna parte hasta que tengas el cinturón de seguridad bien abrochado, pequeño monstruo, así que póntelo, ¡y déjatelo puesto!

Dirk le lanzó una mirada fulminante. Si ella supiera qué monstruo era él en realidad… Si algún día llegaba a recobrar sus poderes, entonces sí que le iba a enseñar él de verdad. ¡Qué grandiosa sería la matanza de aquel día!

Una amplia sonrisa se le extendió por el rostro ante aquel pensamiento. Al verla, la señorita Cloy pareció encogerse de puro miedo, y apartó rápidamente la mirada.

La señorita hizo algo con la llave que tenía en la mano, y el Escarabajo cobró vida con un rugido ronco, entre ominosos temblores y sacudidas. Dirk se vio dominado por un instante de temor y se agarró de donde pudo.

La señorita Cloy dejó escapar un grito ahogado de dolor, y Dirk reparó en que la había agarrado de la parte blanda del antebrazo. Si bien en un principio no lo había pretendido, la primera idea que se le pasó por la cabeza fue: «¡Ja, sufre y muere, insignificante humana! ¡Sucumbe ante el poder de Dirk!», pero entonces, la señorita Cloy se comportó de un modo extraño. En lugar de amonestarle por hacerle daño, o reventarle la cabeza con un hechizo, o atravesarle sin más el corazón, tal y como él habría hecho, ella tomó su mano con amabilidad, y dijo:

—Ya está, ya está, Dirk, está bien. No sabía que nunca habías ido en coche. Está bien tener miedo, pero es perfectamente seguro. He hecho esto miles de veces, y no hay nada que temer.

Sorprendido, Dirk la miró fijamente. ¿Que estaba bien tener miedo? ¿Qué pretendía dar a entender? ¿Se trataba de algún tipo de truco? ¿O de calmarlo para darle una falsa sensación de seguridad haciéndole ver que se preocupaba por él? Por los Nueve Infiernos, ¿qué estaba pasando?

El coche se tambaleó hacia delante, y Dirk soltó un grito involuntario.

Al parecer, la señorita Cloy empujó una especie de pedal con el pie, y el coche se detuvo.

—¿Preferirías que fuésemos andando, Dirk? Hay un buen trecho, pero podríamos hacerlo —le dijo con amabilidad.

Dirk recobró la compostura. Había tomado la determinación de afrontar las cosas con valentía, dejar de ser un crío debilucho y ser el Señor Oscuro que realmente era, de modo que dijo con su voz imperial:

—En absoluto, señorita Cloy. Proceded de manera inmediata, ¡y aplastad a todo aquel que se interponga en vuestro camino!

La señorita Cloy aceptó sus palabras con un gesto de asentimiento y a continuación masculló algo para el cuello de su camisa, unas palabras que él apenas pudo oír con claridad:

—Créeme, Dirk, no sabes cuántas veces lo he deseado…

El coche se puso en movimiento. Dirk logró mantenerse bajo control, incluso cuando alcanzaron la aterradora velocidad que Cloy llamaba «treinta». Por supuesto que él había viajado mucho más rápido que eso, a lomos de dragones y similares, pero nunca con otros miles de dragones danzando alrededor a toda velocidad y al mismo tiempo. Había coches por todas partes, y a Dirk le parecía que cada uno de ellos estaba realmente intentando aplastar a quien se interpusiese en su camino. Aquello era como una locura colectiva monumental, como una horda de orcos en una barbacoa.

Pasado un rato, el Escarabajo rodó sobre sus patas redondas de goma por el camino de entrada a uno de los aposentos humanos que se alineaban formando calles. Se parecía mucho a todas las viviendas humanas que habían dejado atrás.

La señorita Cloy hizo algo, y el coche se detuvo con una sacudida, sus luces se desvanecieron y se acallaron todos los sonidos. Dirk lo interpretó como el «estado de hibernación» del Escarabajo, durante el cual, seguramente, se dedicaría a tener sueños insectoides unidimensionales. La señorita Cloy salió del coche y le hizo un gesto a Dirk para que, de momento, se quedase donde estaba. Él le dedicó una fugaz mirada de irritación. Más órdenes.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el nauseabundo tono alegre de una campanilla… La señorita Cloy había pulsado un botón en un lateral de la entrada. Unos pocos segundos después se abrió la puerta, y salió una mujer alta y delgada con el pelo rubio. Llevaba una camisa negra con el cuello blanco. Sus ropas le recordaron al uniforme de los monjes asesinos de Syndalos, que actuaban desde su montaña fortificada en lo alto de la Gran Cordillera de Skyvar, es decir, hasta que él hizo uso del poder de un meteorito para arrasar su montaña entera, y a todos sus asesinos con ella, claro está.

Observó cómo hablaban las dos mujeres. Unos instantes después, la señorita Cloy le llamó.

—Esta es la señora Purejoie, y será tu tutora —le informó.

La señora Purejoie se inclinó y dijo con una voz amable:

—Hola, Dirk, bienvenido a nuestra casa. Puedes llamarme Hilary.

Aquella voz hizo pensar a Dirk en magdalenas, trinos de pajarillos y cabañas en el bosque. No había nada que le gustase más que ver cómo los trasgos glotones le arrebataban las magdalenas a los niños y se las zampaban, cómo la maquinaria de guerra de los orcos limpiaba los cielos de pajarillos a tiro limpio, o cómo las hordas de vampiros hambrientos tiraban abajo las cabañitas campestres.

Condujeron a Dirk al interior. Los cuadros en las paredes no eran de grandiosas conquistas o de adversarios derrotados pidiendo clemencia, ni siquiera de escenas de destrucción apocalíptica de las que enorgullecerse, sino más bien de imágenes de la naturaleza o de rostros humanos, o incluso de flores. ¿Qué sentido tenía aquello? Podías ver flores siempre que quisieses. Y, en cualquier caso, la utilidad de las flores era que se podían arrancar y pisotear. Y todas las paredes del lugar llenas de rostros humanos… menuda lástima. Sin embargo, los asientos eran ciertamente cómodos. Había en particular una silla de cuero muy alargada y buena. Decidió tomar nota de su diseño y hacer que le construyesen una cuando volviese a casa, pero, en lugar de cuero, él usaría la piel de un mediano.

Las antorchas resultaban también de interés, aunque no era capaz de descifrar cómo iluminarlas. Intentó un simple conjuro de la Llama Ungular, pero en la punta de su dedo no apareció ninguna clase de fuego. Eso ya era de esperar: hasta ahora su magia no había funcionado en ninguna ocasión.

Finalmente, dio con un pequeño botón y lo presionó. ¡La luz acudió a la lámpara! Emitía un extraño brillo desde el interior de una curiosa bola de cristal. «Luz solar artificial —supuso Dirk—, impulsada, con toda probabilidad, por eso que los humanos llaman “electricidad”». Volvió a pulsar el botón. ¡La luz se apagó! ¡Maravilloso! Lo volvió a pulsar. Se encendió. Y otra vez. Y otra, y otra, ¡y otra! Fascinante. Y otra vez, y otra…

—Ah, para ya, Dirk —dijo de repente la señorita Cloy. Él se giró, sorprendido.

—Sí, Dirk, por favor, no lo hagas —dijo la señora Purejoie—. Si sigues haciéndolo, podrías romperla, querido. Ya sabes que son muy delicadas.

Dirk odiaba con todas sus fuerzas que le dijesen lo que tenía que hacer, en especial si se lo decían en un tono tan condescendiente. Pero no había mucho que pudiese hacer al respecto, es decir, no mucho ahora mismo, claro está. Así que se limitó a sonreír a las dos mujeres. Ambas parecieron sorprendidas, incluso asustadas, y dieron un paso atrás casi al unísono. Y cruzaron una mirada.

—¿Lo ve? —dijo la señorita Cloy.

Se diría que la señora Purejoie palideció por un momento, pero enseguida recobró el brío.

—Bueno —dijo—, ya veremos qué se puede hacer con un poco de amor y cariño, ¿verdad, Jane?

La señorita Cloy mostró una amplia sonrisa al oír aquello, extendió la mano y dijo en un tono acallado:

—Buena suerte, Hilary…

—Gracias, Jane —respondió la señora Purejoie al tiempo que le tomaba la mano—. Mañana la llamo. Estaremos en contacto y le contaré cómo va todo.

La señorita Cloy se volvió a Dirk y dijo:

—Es probable que te quedes a vivir aquí a partir de ahora, pero durante las próximas semanas y meses vas a ver bastante al doctor Wings y al profesor Randle, y yo te visitaré de vez en cuando, ¿vale?

Dirk hizo una mueca.

—No, otra vez esos dos idiotas —dijo—. Si tuviese oportunidad, les daría una buena sesión en el Potro del Suplicio de mis Mazmorras del Destino. Les aclararía esas embotadas mentes suyas.

La señorita Cloy elevó la mirada al cielo y suspiró.

—Adiós, Dirk, e intenta ser un buen chico —dijo en un tono nada convincente. Luego se marchó y dejó a Dirk a solas con la nauseabundamente amable Purejoie.

La señora le mostró la casa, una maravilla de la técnica, diríase. Agua corriente, energía con pulsar un interruptor, calor y comodidades a discreción. Pero en el fondo, no se trataba de nada que él no pudiese reproducir con un hechizo o un demonio sometido. De todas formas, era impresionante teniendo en cuenta que no usaban la magia.

A continuación, le enseñó su cuarto, o su celda, como prefería llamarlo Dirk. Purejoie parecía agradable, pero no podía olvidarse del hecho de que era uno de los Tutores, centinelas cuyo trabajo consistía en mantenerlo allí prisionero de forma que no lograse conquistar el mundo. Su nombre resultaba también significativo: Purejoie. Debía de ser sirviente o seguidora de Hasdruban el Puro, parecía obvio. La primera parte del nombre era demasiado similar, y, de hecho, aquello tenía toda la pinta de algo que prepararía Hasdruban. Los Tutores, Guardianes de la Pureza, o algo así, dedicados a mantener al Oscuro encarcelado para siempre y bla, bla, bla…

Aquella intuición suya se vio reforzada por el color de las paredes de su cuarto. Eran blancas, de forma deliberada, probablemente, a modo de castigo. Y Purejoie había dicho de las cortinas que eran «blanco coral», menuda forma tan extraña de denominar un color tan insulso. Una vez que le hubo mostrado su triste habitacioncilla (¡cómo echaba de menos su Gran Salón Siniestro y su Trono de las Calaveras!), Purejoie le dejó a solas un rato, para que «se acomodase», dijo ella. Él se puso de inmediato a jugar con el interruptor de la luz: encendido y apagado, encendido y apagado; pero eso no tardó en aburrirle y se dedicó a observar el entorno.

Le agradó hallar su Capa de la Noche Infinita colgada en el interior del armario, así como un surtido de ropajes varios, la típica porquería humana. Había solo una cosa —que llamaban «camiseta»— con el color apropiado para él, y este era el negro, por supuesto. Al final, quizá le permitiesen redecorar su celda: sí, de negro, rematado con bordes de color rojo sangre y motivos óseos por las paredes, aquí y allá. Lentamente, Dirk se fue quedando dormido, musitando sobre el color negro y cuánto le gustaba.

Iba corriendo, y corría para salvar la vida. A su alrededor una blanca extensión de nieve avanzaba en todas direcciones bajo un cielo cubierto, blanco y frío. A su espalda, algo se cernía sobre él, algo terrible, algo implacable, despiadado. Algo que no se detendría hasta haber devorado su oscuro corazón. Podía sentir sus pisadas en la nieve, rítmicas, poderosas. Echó la vista atrás, angustiado, pero en la opacidad nívea casi total de aquella asquerosa llanura blanca, solo pudo ver una silueta difusa que se abalanzaba sobre él. Si bien, en aquella vaga forma refulgían dos brillantes ojos amarillos, fijos sobre él, con un propósito terrible. Aquella cosa blanca y peluda dio un salto y lanzó los garfios de sus zarpas en su busca, con el fulgor de unos ojos salvajes y sedientos de sangre…

Dirk se incorporó en la cama con un sobresalto, y un grito de terrible pánico en los labios, aunque logró contenerse a tiempo y no produjo sonido alguno. No dejaba de ser un Señor Oscuro, al fin y al cabo, y tenía un orgullo en el que pensar. No se pueden dar alaridos de pánico al menor…

Se produjo un crujido. Se estaba cerrando la puerta de su habitación. Volvió rápidamente la cabeza para echar un vistazo: cazados en la luz del exterior del cuarto, un par de ojos azules rodeados de pelo rubio desaparecían por el pasillo iluminado. La puerta se cerró con un silencioso clic, y unos pasos de puntillas retrocedieron por el corredor.

Al parecer, un muchacho humano le había estado espiando, probablemente el hijo de Purejoie, sin duda celoso y resentido por la llegada de Dirk, y que se asomaba a controlar a la competencia. ¿Quién podría culparle por ello? Sus días de independencia estaban contados, pues había llegado el Gran Dirk, ¡y todos doblarían la rodilla ante él! Mientras pensaba en aquello, el pequeño puño de Dirk se cerró con fuerza en un gesto de victoria involuntario.

Y era posible que su sueño tratase de eso, pensó para sus adentros. Quizá había sentido la presencia del chico que le espiaba, y lo que hizo su mente fue reemplazar el azul por el amarillo y el rubio por blanco. Se apresuró a comprobar el cuarto en busca de signos de intrusión.

Espinas envenenadas en sus zapatos, una trampa con flechas de ballesta en el armario de la ropa, algo similar, quizá, a la maldición de las Runas de la Muerte… aunque, tal vez aquello fuese demasiado sofisticado para un muchacho humano. No obstante, un escorpión entre las sábanas o una boa constrictor gigante eran la clase de cosas que resultaban del todo posibles. Por un momento se tumbó en la cama mirando al techo blanco, tan similar al asqueroso cielo nublado de su sueño. Musitó y conspiró un rato antes de volver a quedarse dormido, esta vez sin soñar.