Se despertó para verse en una cama, dentro de una habitación cuadrada. Se miró de arriba abajo. Aún se hallaba en el cuerpo de un niño humano, así que no se había tratado de un sueño. Todo era real.
Había una gran ventana en uno de los lados de la habitación, con vistas sobre la ciudad. Esta era aún más grande de lo que se había imaginado cuando se encontraba en el interior del carromato de la Ambu Lanza. Cuánto cristal, piedra y acero. El panorama llegó incluso a sobrecogerle por un instante. Iba a necesitar una horda de orcos para conquistarla entera. Una gran horda.
Notó que se sentía un poco mejor. Podía llegar a sentarse en la cama. Había junto a él, sobre una bandeja que podía girar sobre su regazo, lo que debía de ser un almuerzo consistente en pan colocado a ambos lados de un trozo de carne y una selección de extraños frutos. Estaba hambriento, de manera que lo devoró sin pensar, por mucho que no fuese lo que él solía comer.
Cuando hubo terminado, intentó levantarse. Logró dar unos pocos pasos en dirección de lo que se diría que era una pila de agua. Y entonces lo vio: el espejo. Se miró y se encontró ante el rostro de un crío humano común y corriente, algo regordete y con el pelo castaño, de unos trece años. No pudo soportar tal visión: ¿dónde estaban sus majestuosos cuernos, sus grandiosos colmillos caninos y las crestas óseas de su cráneo? ¿Qué había sido de aquella piel moteada suya con aspecto de un pergamino ancestral estirado para cubrir el irregular y retorcido cráneo de alguien que dominaba el arte de la Muerte desde hace milenios? Nada de manos esqueléticas con garras, ni de capas negras y yelmos con incrustaciones óseas. Nada quedaba de la parafernalia de un Maligno. ¡Soportar aquello era demasiado!
—¡Nooooo! —gritó, y estampó el puño contra el espejo. El cristal se rajó, pero no se hizo añicos. Y, de repente, Dirk sintió dolor en la mano. No estaba acostumbrado a ello. Se miró la mano y por fortuna no había sangre, pero lo que le indignó fue sin duda el impacto de darse cuenta de lo penosamente débil que era. Los niños humanos eran insignificantes.
Levantó la mirada. El espejo rajado distorsionaba sus rasgos de un modo bastante agradable: discordante, perturbador y retorcido. ¡Así estaba mejor!
Se abrió la puerta y varios adultos mortales se adentraron en la habitación. Uno de ellos, un ejemplar femenino más bien joven dijo:
—Hola, Dirk…
Antes de que ella pudiese continuar, él la interrumpió con un:
—Dark, es Dark Lo… Demonios, ¿de qué me va a servir? —y guardó silencio.
Los humanos intercambiaron miradas en plan «ya te lo dije», y la mujer prosiguió:
—Soy la señorita Cloy, de los servicios sociales, y estos caballeros son el doctor Wings y el profesor Randle, especialistas de la Unidad de Psicología Infantil. Hemos venido para hacer una evaluación.
Dirk frunció el ceño. ¿Los servicios sociales? ¿Podría ser una especie de legión o unidad militar que se encargase de limpiar aquello de indeseables sociales como los humanos, los elfos y otras inútiles criaturas santurronas? ¡Y una unidad de psicoespecialistas! Eso sí que sonaba útil. ¿Cómo es que no se le había ocurrido a él antes? Una legión de orcos dementes, frenéticos y psicóticos, por ejemplo, ¡pero qué idea! Había mucho que aprender por allí. Eso, asumiendo que sobreviviese a este, su siguiente encuentro con la raza humana.
—No te preocupes, hemos venido a ayudarte —dijo Wings.
—Por supuesto que sí —dijo Dirk—. Ahora, escuchadme, insignificantes humanos. En primer lugar, me diréis dónde me hallo. A continuación me proveeréis de ropas y me traeréis mi capa. Luego me conduciréis ante vuestro líder. Aceptaré su juramento de lealtad al instante y, acto seguido, tomaré el mando de esta ciudad. Si me desobedecéis, os destruiré a todos.
Se quedaron mirándole fijamente, atónitos por un momento. Wings llegó incluso a soltar una risita, hasta que Randle lo fulminó con la mirada y calló de inmediato. Dirk tomó aquello como una muestra de que por fin comenzaban a reconocer el respeto y deferencia a él debidos. O quizá no…
—Te encuentras hospitalizado, Dirk —dijo la señorita Cloy—, y te dejarán aquí esta noche en observación. Nadie ha podido encontrarte ningún problema físico, pero algo ha debido de… mmm, pasarte.
—Y eso es lo que nos gustaría descubrir, para poder ayudarte —dijo Randle.
—Fuisteis advertidos —dijo Dirk, y levantó las manos en una invocación de todo el poder concedido a su Gran Anillo, con plenas intenciones de sumirlos en el tormento del hechizo de Obediencia Atroz. En condiciones normales, los habría matado sin más, pero necesitaba esclavos que hiciesen su voluntad, y la forma más rápida de someterlos en la completa sumisión era por medio del uso del dolor extremo.
Sin embargo, nada sucedió. Su Anillo del Poder continuaba apagado e inerte. Recorrió mentalmente sortilegios diversos: conjuros de Fortalecimiento, de Transmutación, de Muerte, Dominación y Destrucción, pero ninguno funcionó. ¡Había perdido de verdad sus poderes! Una oleada de náuseas y desesperación se apoderó de él. Débil, volvió a subirse a la cama.
El doctor Wings advirtió el espejo roto y dijo:
—¡Mire, Randle, le ha arreado un puñetazo al espejo!
—Mmm, interesante —dijo Randle, que se daba golpecitos en la barbilla, pensativo.
«¿Quiénes son estos idiotas?», se preguntó Dirk para sí.
La señorita Cloy se sentó en los pies de su cama. Wings y Randle acercaron unas sillas. Wings se metió en la boca algo similar a una píldora de colores brillantes, y el ceño de Dirk se frunció ante aquel gesto. ¿Se trataría de alguna píldora mágica que le dotase de una fuerza sobrehumana o le otorgara protección contra los poderes oscuros? Consciente del interés de Dirk, Wings sacó un paquete de aquellas extrañas píldoras y se las ofreció.
—¿Gominolas? —dijo con inocencia.
—¡Ja, os creéis vos que me drogaréis con tan suma facilidad, insensato humano! —replicó Dirk con un movimiento de la mano en desprecio de aquellas «gominolas». Wings y Randle intercambiaron una mirada enigmática. Quizá estuviesen comenzando a darse cuenta de con quién se enfrentaban en realidad, pensó Dirk.
Lo que siguió a continuación fueron varias horas de algo que Dirk llamó «su interrogatorio». Fue largo, interminable, debido a que eran demasiado débiles mentalmente e impresionables como para torturarle. Pero bueno, eso era problema de ellos. Le hicieron unas preguntas en apariencia inútiles: quiénes eran sus padres, qué le había pasado, a qué instituto iba y cosas así. Él les contó que era de otro mundo, e intentó demostrarlo, pero no le creyeron. No les convenció ninguna de las cosas que probó. Le hicieron lo que ellos llamaban «tests». Afirmaron que su inteligencia era excepcionalmente alta. Bien, por supuesto que lo era. También dijeron que flojeaba en otras áreas como la empatía, la sociabilidad y la moralidad. ¡Pues claro que era así! ¿Qué esperaban? Tales cosas resultan inútiles para un Señor Oscuro.
Entonces le pidieron que escribiese con exactitud lo que le había sucedido, justo antes de que lo hallasen en el aparcamiento del Ahorraplús, lugar que, por cierto, no era más que otra de sus «tiendas», y no la ciudadela de un caudillo local, como había pensado en un principio. Esto es lo que escribió con ayuda de una de sus sorprendentes plumas (mucho más prácticas que aquellas viejas plumas de ave que utilizaban en su hogar). Narró la historia de lo último que recordaba con anterioridad a su caída a la Tierra.
Gargon acababa de ordenar fuego a las nuevas catapultas que yo había diseñado y en cuya construcción tantos y tantos orcos habían trabajado y perecido. Aquellas cuerdas tensas hicieron temblar la tierra al tiempo que los cielos se cubrieron con bolas de un fuego azul que rodaban, dejaban un reguero de humo y reventaban. Observé los rostros de los White Shields o Escudos Blancos, los caballeros de élite que formaban demasiado próximos los unos de los otros como para volver grupas a los caballos antes de que la lluvia de proyectiles cayese sobre sus cabezas. La aguerrida expresión de sus rostros se vino abajo tras aquellos visores de acero. Se percataron de que la muerte volaba para consumirlos a todos.
¡Ah, glorioso día! Qué bien iba todo.
Veo el campo de batalla como envuelto en una niebla, una niebla de color rojo sangre. Estamos contraatacando. Allí, a la sombra del Monte Pavor, bajo la pálida luz de la Oscura Luna de los Quebrantos, aquellos descarados insensatos que habían marchado hasta el mismo corazón de mi reino eran ahora testigos de los poderes sometidos a mis órdenes y sus corazones sentían un gélido espanto.
Mas he aquí que mis ojos localizaron a ese entrometido del Mago Blanco, Hasdruban el Puro. Nuestras miradas se cruzaron sobre un océano de tropas enzarzadas en el cuerpo a cuerpo. Yo inicié el conjuro del Noveno Deceso. Observé que él portaba algo en la mano: un cristal. El poder brillaba en su interior. Ya había pronunciado la sexta de las nueve sílabas que harían que sus ancianas venas se resquebrajasen y desperdigasen su sangre al viento como si de polvo se tratara.
Hasdruban pronunció una sola palabra. El cristal refulgió. Y yo caía…
Después de haber leído esto, Wings le dijo a Randle que se había percatado de algo significativo: los White Shields.
—Sí, los Escudos Blancos, los caballeros de élite de Hasdruban el Puro. ¿Qué pasa con ellos? —dijo Dirk.
—¿Sabes cómo se llama el pueblo en el que nos encontramos, Dirk? —preguntó la señorita Cloy.
«¡Pueblo! Si esto es un pueblo, ¿cómo serán sus ciudades?», pensó Dirk. No bastarían los orcos para conquistar esta tierra, por muchos que crease. Se vería obligado a esclavizar o persuadir a algunos humanos que le sirviesen o no tendría posibilidad alguna.
—Se llama Whiteshields —dijo Randle.
—Y yo trabajo para el Concejo de Whiteshields —dijo la señorita Cloy.
A Dirk se le heló la sangre en el rostro. Aquello sí que era serio. Era prisionero de los Escudos Blancos, sus más devotos enemigos, una orden de paladines de carácter hereditario con un único y exclusivo voto: su total destrucción. Llevaban milenios luchando contra él, frustrando muchos de sus planes y estratagemas hasta que por fin habían logrado aquello, la victoria final. ¡Y esta señorita Cloy de apariencia inofensiva era en realidad miembro del Alto Concilio de los Escudos Blancos! Acababa de admitirlo de manera voluntaria. Y esta legión de los servicios sociales debía de ser una unidad de superélite al servicio de su enemigo.
Pero ¿por qué se lo contaban a él? ¿Cabría la posibilidad de que supiesen que sus poderes se habían debilitado tanto que no le temían en absoluto? De ser así, estaban en lo cierto. ¿Qué podría él hacer en su contra? Todo aquello de lo que disponía eran los poderes de un muchacho humano de trece años. Aun así, no debía ceder ante la desesperación. La desesperación era para las criaturas inferiores, no para el Señor de la Oscuridad. Él no se rendiría nunca.
Lo que no alcanzaba a entender era por qué no se habían limitado a matarlo, sin más, o a juzgarlo, como quiso hacer el mago blanco anterior a Hasdruban… es decir, hasta que él lanzó a aquel viejo insensato y metomentodo a una poza de lava hiperhirviente, claro está.
Por fin, Cloy, Wings y Randle acabaron con él. Dirk se sentía exhausto. Cuando se marchaban, la señorita Cloy dijo algo acerca de encontrar un hogar donde enviarle, y que volvería al instituto de inmediato. Se le vino el alma a los pies. Un hogar. No era posible que se estuviera refiriendo a un hogar completo, con padres y todo eso. ¡Qué idea más repugnante! Y se aferró a aquel pensamiento conforme iba cayendo en un profundo sueño.
La señorita Fenton salió en su coche a hacer la compra igual que casi todos los días. El aparcamiento estaba lleno en aquel momento a excepción de un único sitio libre, ese mismo sitio donde nadie había aparcado durante días y días, ese sitio con el extraño charquito negro de aceite que no se iba ni siquiera con la lluvia, ese sitio donde habían encontrado al muchacho con amnesia. Metió el vehículo marcha atrás en el hueco libre, pero el coche contiguo estaba bastante mal aparcado y le impedía salir del suyo con facilidad. Por alguna razón, aquello la enfureció. Y la enfureció mucho, así que abrió la puerta de un golpe y abolló el coche de al lado antes de salir con paso firme y un humor de perros a hacer su habitual compra. Aquello sí era inusual, pues la señorita Fenton era una de las personas más plácidas y agradables con las que te puedas llegar a cruzar.