LIII

En cuanto el fogonazo de luz se fue amortiguando y Kate pudo abrir los ojos comenzaron a suceder muchas cosas a la vez. La primera de ellas fue que por los ventanales del gran salón de baile entraba la luz espectral de los relámpagos que se sucedían sin cesar en el exterior. La tormenta había vuelto con fuerza redoblada y todo el casco del Valkirie crujía y se desgarraba sacudido por olas de casi diez metros de altura.

El suelo se movía sin cesar bajo los pies de Kate, inclinado en una pendiente que desplazaba los muebles de un lado a otro como si fuesen dados en un cubilete. Una silla de madera y cuero que valía una fortuna se hizo astillas al empotrarse contra una columna. Al cabo de un momento, desde el gran hall de las águilas llegó el estruendo de un millón de piezas de cristal al romperse. La gran lámpara de araña, incapaz de soportar el vaivén de las olas, debía de haberse desplomado. El Valkirie se desintegraba en medio de la tempestad.

Miró a su alrededor. No había ni el menor rastro del bebé. Era como si no hubiese existido jamás.

Kate sonrió. En aquel instante, en otro momento, en otro lugar, un oficial británico aterrorizado estaría levantando al bebé de la pista de baile. La única diferencia era que no llevaría en su cuello ningún colgante. A partir de ahí, el futuro sería distinto. Aquel niño viviría, pero no sería el mismo. El ciclo había cambiado. Se había cerrado el círculo.

Una montaña de agua gris y espuma golpeó con fuerza las vidrieras del salón de baile y las reventó en mil pedazos. A Kate le dio tiempo a salir corriendo del salón antes de que cientos de litros de agua mezclados con cristales rotos anegasen el suelo de mármol y madera lacada. Las luces parpadearon y, en medio de un chispazo, se apagaron por última vez.

Kate cruzó el rellano de las águilas sorteando los restos destrozados de la lámpara de araña. En el techo, los cables rotos lanzaban chispazos intimidatorios cada vez que el movimiento del barco hacía que se tocasen.

Para llegar al exterior, Kate tuvo que ayudarse con los codos y las rodillas en los últimos metros. Con uno de sus brazos inutilizados por el profundo corte, le costó un esfuerzo increíble aferrarse al marco de la portilla para salir al paseo lateral. Una vez allí, tragó saliva y abrió mucho los ojos.

El Valkirie avanzaba por la tormenta sin nadie al timón y con los motores parados desde hacía más de una hora. El oleaje lo había hecho derivar fuera de su rumbo y las olas lo golpeaban de forma salvaje por todos lados. En medio de aquel mar embravecido, era cuestión de tiempo que un golpe de mar lo embistiese de través y lo mandase al fondo del océano. Y el viento era cada vez más huracanado. Era cuestión de horas, o de minutos, pero el Valkirie se iba a ir a pique. Y la arrastraría a ella si no se daba prisa.

Las cortinas de lluvia arrastradas por el viento feroz le golpeaban los ojos y casi no le permitían ver. Avanzó paso a paso sujeta a la barandilla; cada metro ganado era un auténtico reto. El agua salada de las olas le golpeaba las rodillas cada vez con más frecuencia, y Kate reparó en que el nivel de la borda con respecto al agua había bajado mucho. Sólo podía significar una cosa. Había una vía de agua en alguna parte y el barco se estaba hundiendo.

Aquello tenía su parte buena. Las miles de toneladas de agua que entraban en las bodegas del Valkirie hacían que el barco pesara más, lo que impedía que las olas lo sacudiesen de manera salvaje. Era imprescindible que el buque no se moviese demasiado si no quería que el bote salvavidas acabase destrozado contra el costado al bajarlo al agua.

Un último roción de agua la empapó antes de llegar hasta el bote más cercano. Junto a aquel bote, un millón de años antes, había encontrado un sombrero de paja, la primera señal de la pesadilla que vino después. Kate se estremeció al recordarlo.

Levantó las protecciones del sistema de poleas y activó el descenso de la lancha. Los motores eléctricos zumbaron y el bote salvavidas comenzó su viaje hacia las olas. Cuando iba a meterse en la embarcación, su pie tropezó con algo. Era la urna funeraria de Robert, que las olas habían arrastrado hasta allí. Sin pensarlo dos veces, Kate la cogió y subió a bordo de la lancha.

Entonces respiró profundamente un par de veces y, armándose de valor, apretó el botón que liberaba los dos pernos de forma simultánea.

Con un chasquido, el bote se desprendió de los cabos de sujeción que lo mantenían unido al Valkirie y se hundió entre el oleaje. Kate se aferró a uno de los bancos para no salir despedida. La pequeña lancha salvavidas se sacudía como una nuez en medio de aquellas olas grandes como colinas que parecían haber salido de todas partes.

Una ola traicionera golpeó el bote de lado y lo inundó de agua. Kate luchó para mantener la cabeza sobre las olas. Tragó agua de mar y la escupió, ahogada. Entonces oyó un crujido espantoso a sus espaldas y levantó la vista. A través de la niebla y la tormenta vio cómo la majestuosa popa del Valkirie se levantaba, con la hélice de bronce chorreando agua, y el barco empezaba a hundirse. El buque emitía un concierto de ruidos, con todos sus metales crujiendo y gimiendo en un último estertor de muerte. Por un instante se quedó en vertical, sacudido por las olas, y justo en ese momento todas sus luces se apagaron a la vez. Kate se encogió, esperando el golpe que podría aplastarla…, pero el Valkirie se deslizó mansamente bajo las olas, como si una mano invisible lo hubiese atraído desde abajo.

La superficie del mar burbujeó durante unos instantes, un par de flotadores aparecieron entre la espuma sucia de gasoil que coronaba las olas y, de repente, todo había acabado.

El Valkirie ya no estaba.

Ocho horas más tarde

Un frío amanecer desplazó gradualmente la oscuridad. El mar había estado sacudiendo el bote durante horas, cubriendo el cuerpo de Kate de moratones e impidiéndole dormir. Estaba agotada, aterida y muerta de sed. La niebla había desaparecido y el sol iluminaba una enorme extensión de océano desierto, que aún se agitaba un poco con los últimos coletazos de la tormenta que se alejaba por el horizonte.

En cuanto el bote dejó de balancearse, Kate se atrevió a soltar el banco al que había estado sujeta durante horas y dio un par de pasos vacilantes por el bote. Tiró de una cubierta de hule y dejó a la vista una moderna baliza de emergencia. Con ojos cansados siguió las instrucciones escritas sobre ella y apretó el botón que la activaba. La baliza se encendió con un blip tembloroso, y un piloto rojo comenzó a parpadear en un costado. Después, demasiado exhausta, se derrumbó contra ella y cerró los ojos durante un rato.

Aunque el Valkirie se había desviado bastante durante la tormenta, Kate sabía más o menos dónde estaba, cerca de las rutas comerciales que cruzaban aquella parte del Atlántico. Lo que no tenía claro era cuándo estaba. Se preguntó qué demonios iba a hacer si finalmente había quedado atrapada en 1939.

Levantó la vista, sopesando sus posibilidades. Al fin y al cabo, tampoco sería tan mala cosa vivir en 1939. Tendría sus complicaciones, por supuesto, pero…

Humo. Se veía humo en el horizonte.

Kate se levantó de un salto y buscó unos prismáticos en el cajón de emergencia del bote. A lo lejos atisbó un punto negro que se movía contra el sol naciente. Bajó los prismáticos y rebuscó entre la pila de salvavidas hasta dar con la pistola de señales. Metió una bengala dentro del cargador, apuntó hacia el aire y apretó el gatillo.

Con un siseo, la bengala subió en el aire y explotó a varias decenas de metros sobre su cabeza en un bonito paraguas de color rojo. Kate disparó un par de bengalas más, antes de abrir las dos latas de humo que estaban en el fondo de la caja. La lancha salvavidas quedó envuelta instantáneamente en una columna de humo rojo que tenía que ser visible a kilómetros de distancia. Entonces volvió a coger los prismáticos y los enfocó hacia el barco. Suspiró aliviada. Aquel punto en el horizonte se estaba acercando.

La habían visto.

La espera se hizo eterna. Era un barco de carga que navegaba en solitario, enorme e imponente. La hacía sentir minúscula. Sólo cuando el barco se acercó lo suficiente y sus oficiales variaron el rumbo para ponerse al pairo y recogerla, desapareció la silueta negra y pudo ver los colores del casco. Era rojo y blanco, y sobre su cubierta, apilados, se amontonaban cientos de modernos contenedores de Maersk y de otra docena de empresas de transporte del siglo XXI.

Kate contempló el barco portacontenedores como si no fuese capaz de creérselo. Las lágrimas caían por su cara en un reguero inagotable, pero era un llanto de felicidad.

Miró el fondo del bote salvavidas. En una esquina, medio anegada de agua, aún estaba la urna funeraria de Robert. Kate la sujetó con ternura y la acercó a sus labios para darle un último y delicado beso. Después la apoyó sobre las olas y la soltó. Arrobada, vio cómo la urna se hundía lentamente entre las aguas, buscando su reposo final en el fondo del océano.

«Adiós, Robert».

Robert, que la había ayudado a salir con vida de aquella increíble experiencia.

Robert, que la había protegido con su luz.

Robert, cuyo espíritu había anidado, de alguna manera incomprensible, en aquellas cenizas.

Y, lo más importante, que había sido capaz de permanecer con ella incluso después de que Moore aventó las cenizas en medio de la tormenta. Que había burlado los designios de las sombras.

Kate sonrió, compartiendo un secreto consigo misma. Vio cómo del barco descendía un bote que avanzaba hacia ella. Mientras esperaba, Kate apoyó con delicadeza su mano sana sobre el vientre.

Porque allí, en su interior, crecía el fruto de una última noche de pasión. Porque sabía que dentro de ella anidaba el hijo de un hombre muerto, del hombre que había vuelto de entre las sombras para salvarla.

Un hijo del amor. Un hijo de la luz.

El último pasajero del Valkirie.