LI

Kate salió al paseo lateral de cubierta y perdió toda esperanza. El mar rugía con una furia desconocida y vengativa. Las olas, de una altura superior a un edificio de cuatro plantas, se lanzaban contra los costados del Valkirie con la potencia de un tren descarrilado. Cada vez que uno de aquellos colosos de agua coronados de espuma sucia golpeaba el casco, todo el barco temblaba como si hubiese explotado una caldera en el interior. El suelo de teca vibraba y crujía cada vez que el agua sacudía el barco. En algunos puntos, la madera había reventado, astillada, y ya faltaban al menos media docena de botes del costado de babor, arrastrados por las olas. Espantada, Kate comprendió que la fuerza de las olas era de tal calibre que el Valkirie se estaba deformando poco a poco, como si fuese una barra de acero sometida a demasiada tensión.

Kate escuchó un sonido parecido al de muchas botellas de champán descorchándose a la vez. Asomó con cuidado la cabeza por la borda, sujetando al niño con fuerza contra su pecho, y miró hacia abajo. A menos de diez metros de ella, una hilera de tornillos de seis pulgadas salían disparados como si fuesen cohetes. El castigo de las olas estaba empezando a pasar factura a aquel veterano de los mares. Pese a todas las restauraciones, los remaches, que tenían más de setenta años, estaban reventando, uno a uno, a medida que los golpes debilitaban la estructura. Kate vio cómo una plancha de costado del tamaño de una ventana enorme salía arrastrada por las olas y se hundía en el mar. Aquella tormenta iba a matar al Valkirie, en aquella ocasión de forma definitiva.

A menos de diez metros de ella pendía uno de los últimos botes intactos de aquel costado. Kate miró al mar, dubitativa. Quedarse a bordo del Valkirie suponía una muerte casi segura con aquella cosa rondando por ahí, pero dejarse ir a la deriva en una lancha de poco más de ocho metros en medio de aquella tormenta sonaba a algo parecido al suicidio.

Sin embargo, no tenía otra alternativa.

Caminó hacia el bote y empezó a pensar cómo iba a liberarlo de sus amarres cuando la puerta lateral más cercana se abrió de golpe, y Kate sintió el sabor amargo de la derrota en la boca.

Moore apareció en la cubierta sujetando un bulto contra el pecho con una mano y la Walther PPK en la otra. El inglés estaba hecho un desastre. La sangre fluía libremente por sus oídos, nariz y boca. Incluso de uno de sus ojos se derramaban unas aterradoras lágrimas de sangre. La parte derecha de su cuerpo parecía paralizada, como si hubiese sufrido un derrame cerebral, pero en su mirada brillaba una determinación férrea que le impulsaba a seguir adelante. Y debajo de esa determinación, por un breve momento, Kate atisbó una hoguera de odio y de locura extrema que se alimentaba de las últimas fuerzas del hombretón.

—¡Tú! —Moore rugió mientras levantaba la pistola—. ¡Ya eres mía!

Kate dio un paso atrás y la barandilla se le clavó en la espalda. Las olas la salpicaban sin cesar, pero no importaba. No tenía escapatoria.

—¿Sabes una cosa? —Moore la miró con algo parecido al respeto—. Jamás pensé que una sucia judía como tú me fuese a dar tanto trabajo. Tienes valor y cierta habilidad. Pero yo también tengo esas virtudes. Y, además, tengo esto.

Moore levantó su Walther PPK con una sonrisa, para que Kate pudiese ver los reflejos opacos de su cañón de acero pavonado.

—No me gustan las armas —musitó la joven, apretando al bebé contra su pecho—. Ni quienes las utilizan para matar a personas inocentes.

—¿No te gustan? —Moore se acercó dos pasos más, sin dejar de apuntarla—. Las armas sólo tienen dos partes, una buena y otra mala. La buena es la culata, que es donde estoy yo. La mala es ese lado del cañón, que es donde estás tú. Y todo lo demás sobra.

Kate se dio cuenta de que el inglés arrastraba las palabras al hablar, como si algo hubiese apagado las luces en parte de su cerebro, pero su pulso se mantenía firme. Sólo entonces reparó en el bulto que sujetaba contra el pecho. Era la urna funeraria con las cenizas de Robert. Su corazón se aceleró de forma salvaje.

Moore siguió la dirección de la mirada de Kate hasta su pecho y sonrió, taimado.

—Vaya. —Levantó la urna en el aire, a la altura de su cabeza. De su boca se escapó una risa cascada—. Os conocéis. Pues dile adiós a este hijoputa chamuscado porque él se baja aquí.

Estiró el brazo para lanzar la urna por encima de la borda. Kate tragó saliva, paralizada como una estatua de hielo. Todo iba a cámara lenta, en una secuencia inevitable que acabaría con las cenizas de Robert en el mar.

Una figura emergió de entre la masa de sombras que se arremolinaba a espaldas de Moore. Sostenía en alto una silla de madera con patas repujadas en marfil, una obra de arte sacada de uno de los salones que no dudó en estrellar con violencia contra la espalda del antiguo jefe de seguridad.

La silla se rompió en media docena de pedazos y Moore cayó desplomado como un fardo sobre la cubierta. Isaac Feldman, resoplando como una locomotora, soltó el trozo de respaldo que aún sostenía en la mano y escupió sobre el cuerpo. Se apoyó sobre sus rodillas mientras intentaba recuperar el resuello, temblando de manera visible. Levantar la silla le había costado un esfuerzo sobrehumano.

—Estás… despedido…, gilipollas —murmuró. Cuando consiguió controlar su respiración dio un par de pasos hacia Kate con una sonrisa luminosa.

La periodista pelirroja no se podía creer lo que tenía ante sus ojos. Feldman ya no parecía tener un pie en la tumba y estaba visiblemente mejorado. Aún no era el anciano saludable y fornido que había embarcado en Hamburgo, pero desde luego ya no era el viejo senil y babeante que se había cruzado apenas unas horas antes y que había dejado envuelto en una manta entre penumbras. No, el Isaac Feldman que tenía delante parecía rezumar vitalidad por todos los poros e incluso brillar con luz propia, como si le hubiesen puesto pilas nuevas.

—Isaac… —musitó, sintiendo que una oleada de alivio la inundaba como un torrente—. Creo que jamás me he alegrado tanto de encontrar una cara conocida.

—Escucha, Kate. —Feldman dio un par de pasos hacia ella y recogió la urna funeraria del suelo—. Apenas tenemos tiempo. Me envía Robert. Tienes que salir de aquí cuanto antes. El ciclo se va a completar.

—¿Ciclo? ¿Qué ciclo?

—Es complicado de explicar. —La voz de Feldman estaba teñida de tristeza—. Pero tienes que creerme. Si Moore hubiese lanzado estas cenizas por la borda, nos habríamos quedado sin defensas frente a ella. Está asustada, y furiosa. Por primera vez, todo es diferente.

—¿Quién es ella? ¿Qué está cambiando? —Kate lanzaba preguntas a toda velocidad—. ¿Por qué es tan importante esa urna? No entiendo nada, Isaac.

—Creo que tiene algo que ver con la Pulsa Denura y las cenizas de un muerto, pero no estoy seguro. Es todo demasiado complicado. La presencia de Robert ha cambiado un bucle de acontecimientos que se lleva repitiendo de manera continuada a bordo de este barco desde 1939. Por primera vez se puede detener. Pero tienes que…

Una bala entró por la base de la espalda de Isaac Feldman y salió por su esternón dejando un agujero por el que en seguida comenzó a manar sangre. El judío contempló la mancha roja que se extendía por su pecho con expresión estupefacta, antes de caer de rodillas, medio ahogado en sus propios fluidos. Con un estertor, se derrumbó y quedó inmóvil después de sacudirse durante un rato como un pescado fuera del agua.

Moore se levantó del suelo, con el cabello cubierto por la sangre que no dejaba de manar de una herida de su nuca. Parecía mareado, pero el cañón humeante de su pistola no temblaba ni un milímetro al mismo tiempo que tanteaba el suelo con la mano que le quedaba libre en busca de la urna con las cenizas de Robert Kilroy. Sus ojos no se despegaban de Kate, demasiado horrorizada para moverse. El disparo del inglés había sido increíblemente certero.

—Se acabó —murmuró. Su voz sonaba como una gramola que se va quedando poco a poco sin cuerda—. A la mierda con estas cenizas y a la mierda contigo, puta judía.

Forcejeó con la tapa de la urna funeraria para abrirla. Para hacerlo tuvo que dejar de apuntar durante un segundo a Kate. La joven aprovechó el brevísimo instante en que Moore separó la vista de ella para dar un paso a su izquierda y apoyarse en la barandilla, cerca de uno de los montantes de sujeción del bote salvavidas que se sacudía con el viento a dos metros sobre sus cabezas. Se le había ocurrido una idea alocada, pero era el único plan medianamente decente que tenía.

Moore levantó la vista con una expresión salvaje y triunfal en el rostro. La tapa de la urna rodó por la cubierta y se acabó precipitando al mar. Kate la siguió con la mirada mientras se hundía entre las olas. Entonces el inglés levantó la urna y lentamente la inclinó sobre la borda, sin dejar de apuntar a Kate con el arma.

Las cenizas empezaron a derramarse en una cortina de polvo, revoloteando entre las corrientes caprichosas de aire, hasta mezclarse con la espuma de las olas. La mirada de Moore se desvió un segundo cuando inclinaba la urna por completo y entonces Kate supo que tenía su única oportunidad.

Los montantes disponían de una de las pocas concesiones modernas a bordo del Valkirie, por imperativo de la normativa de seguridad. Los botes salvavidas estaban preparados para descender mediante unas poleas eléctricas y, para soltar los cables cuando llegaban a la superficie del mar, había unos pulsadores que liberaban los extremos. Esos pulsadores estaban situados dentro de unas cajas de plexiglás que sólo debían romperse en caso de emergencia. Kate golpeó con el codo la caja más cercana, rezando para que el material fuese lo bastante frágil y se quebrase en su único intento.

Su codo atravesó la fina capa de plexiglás, desgarrando toda su piel, e impactó contra el pulsador. Moore volvió la vista hacia ella al oír el crujido. Por eso no pudo ver cómo el extremo del bote situado sobre su cabeza se liberaba y caía como una gigantesca guadaña hacia él.

El casco del bote, aún sujeto por el otro montante, impactó contra Moore como un bate de béisbol contra una pelota. El golpe fue tan brutal que todas las costillas del lado derecho del soldado quedaron reducidas a fragmentos y su brazo hecho astillas antes de que se pudiese dar cuenta de lo que sucedía. El golpe lo lanzó con fuerza por encima de la barandilla, sin darle tiempo a sujetarse con su brazo bueno.

Con un último alarido de rabia, Moore salió despedido. Intentó recuperar el equilibrio, pero el impulso ya lo había proyectado por encima de la borda. Tan sólo le dio tiempo a lanzar una mirada cargada de ira y frustración antes de zambullirse entre las negras y frías olas del Atlántico. Al cabo de un instante desapareció por completo, como si jamás hubiese existido.

Kate se dejó caer de rodillas sobre la madera de teca de la cubierta. El niño se había despertado y berreaba sin cesar, aterido de frío. La lluvia, impulsada por el viento, la había empapado por completo, y su codo no dejaba de sangrar. Echó un vistazo a la herida y palideció. El corte era mucho más profundo de lo que había supuesto. Tenía que hacer un torniquete o perdería demasiada sangre.

Se acercó al cadáver de Feldman y comenzó a desatarle el cinturón de piel de cocodrilo. Contempló el cuerpo del anciano con una mirada de agradecimiento y tristeza infinitos. Si no hubiese sido por su aparición providencial, ella estaría muerta. Extendió la mano para cerrarle los ojos.

Y entonces Isaac Feldman parpadeó.

Kate pensó que no había visto bien, pero al primer parpadeo le siguió otro y a continuación un espasmo de tosidos llenos de sangre. El anciano estaba vivo, colgado por un hilo, pero vivo.

—¡Isaac! —gritó, aflojándole la camisa—. ¡Isaac, mírame! ¡Soy Kate, Isaac!

El pecho del hombre estaba hecho un completo desastre. El boquete de salida de la bala de nueve milímetros era del tamaño del puño de un niño pequeño. Moore debía de haber usado algún tipo de munición especial. Ya no fluía tanta sangre como al principio, pero no había nada que hacer y, por otra parte, Kate no sabía ni por dónde empezar. Lo cierto era que ni siquiera un equipo médico con todo el material disponible a su alcance podría haber hecho algo. Isaac Feldman se moría. Era inevitable.

—Kate. —La voz del anciano judío era apenas un susurro inaudible. Su mano, cubierta de sangre, se cerró en torno al brazo sano de la periodista, que temblaba de manera incontrolable. Las lágrimas de Kate se mezclaban con la sangre de Feldman, pero ninguno de los dos se daba cuenta. La vida del anciano se escapaba a chorros.

—Kate —repitió, interrumpido por violentos ataques de tos—. Las… cenizas… Robert… Él es lo único que frena a las sombras. El espíritu de un hombre justo. La… PulsaDenura… Si no hubieses… subido… esas cenizas…, ya estaríamos todos… ¿Dónde… están… las cenizas, Kate?

Kate miró hacia el suelo. La urna funeraria yacía de lado, completamente vacía. Moore había aventado hasta el último gramo de las cenizas de Robert Kilroy en medio del Atlántico Norte. Tan sólo quedaba un recipiente de cerámica lleno de nada. Aquel cabrón había ganado, pese a todos sus esfuerzos.

—Están justo ahí —mintió, arrasada de lágrimas—. No te preocupes, Isaac. Con ellas en mi poder no podrán hacernos nada.

Podía ver cómo el frente de sombras avanzaba tanto por un lado del paseo como por el otro. La oscuridad era cautelosa. Se movía lentamente, como una manada de lobos cercando a un viajero solitario cuya hoguera desfallece y que poco a poco se va quedando sin luz. La linterna de Kate titiló y adquirió un tono moribundo. Ya se acercaban.

—Déjame… verlo. —Feldman casi no podía respirar.

Kate pensó que se refería a las cenizas, pero entonces vio hacia donde se dirigían los ojos del anciano. Con una sonrisa cansada levantó al bebé, que había dejado de llorar. Apartó los pliegues del talit y dejó a la vista un rostro sonrosado y gordezuelo que miraba con curiosidad a su alrededor.

—Isaac Feldman, te presento a Isaac Feldman —dijo Kate, con un estremecimiento. Lo que estaba haciendo era algo que en teoría no podía suceder, pero estaba ocurriendo ante sus propios ojos. Una maldita paradoja imposible de resolver.

—Vaya… —La mirada de Feldman se iluminó y por un segundo el anciano volvió a ser el coloso que Kate había conocido—. Soy un bebé… muy… guapo, ¿verdad?

—Y te espera una vida muy larga —musitó Kate, arropando al pequeño. Casi no podía ver nada, entre la penumbra y sus ojos arrasados.

—Debes dejarlo donde… —El ataque de tos fue esta vez más potente que los anteriores y casi acaba con el anciano—. Donde puedan encontrarlo cuando llegue…, cuando llegue el Pass of Ballaster. Es la única manera de… cerrar el ciclo. Si la sombra lo atrapa, será el principio de un infierno infinito para… para todos. Incluso para ti. No dejes que ella lo capture, Kate. Sálvalo… Sálvame… Sál… va… nos…

La cabeza de Feldman cayó hacia un lado y el cuerpo del anciano se relajó por última vez. Kate le cerró los ojos, sin dejar de llorar, y a continuación se apretó el cinturón de Feldman en torno al brazo. Después, abrazada a un bebé tembloroso, con un cadáver a su lado y con una urna vacía a sus pies, contempló cómo el muro de sombras se abalanzaba sobre ella como una manada de vampiros sedientos de vida.

Y escuchó el alarido de victoria de ella mientras los últimos rescoldos de luz se apagaban y las sombras la envolvían por completo.