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Moore estaba furioso. La zorra judía se le había escapado por un pelo. No había manera de abrir aquella puerta. De alguna forma, la maldita bruja se las había arreglado para bloquear el mecanismo de cierre y ni siquiera era capaz de atravesar el cristal de alta densidad del ojo de buey con su pistola.

Rugió de furia y golpeó la puerta con los puños desnudos. Las oleadas de ira le asaltaban de manera antinatural y sólo era capaz de emitir sonidos ininteligibles mientras desollaba sus puños contra los remaches de acero. Poco a poco, la puerta fue quedando cubierta de sangre, cuando reventó la piel de sus nudillos, pero siguió golpeando, sin cesar.

Otto.

La voz. Su voz. Era como un bálsamo relajante que calmaba su estado febril. Ella hacía que todo tuviese sentido. Moore cesó de golpear la puerta y dejó caer los puños a ambos lados de su cuerpo. Mientras le goteaba sangre de los nudillos inclinó la cabeza, escuchando. Bebiendo cada una de sus palabras.

La otra zorra ya es historia, Otto, pero ésta es distinta. Más peligrosa. Tendrás que esforzarte más.

Moore frunció el ceño. Había reproche en la voz, pero también algo más. ¿Urgencia, quizá? Le recordaba al tono de su madre cuando se iba a trabajar a las fábricas y se despedía de él a toda prisa, mirando el reloj.

Ella tiene algo, Otto. Algo que la hace especial y peligrosa. Tienes que encontrarlo y deshacerte de él.

Moore sacudió la cabeza, confuso. Había empezado a sangrar por un oído, pero ni se dio cuenta. Sintió un leve empujón dentro de su mente y entonces la imagen de la puerta del camarote de Kate apareció delante de sus ojos brillando como un neón de Las Vegas.

—¡No! —rugió Moore, golpeando de nuevo la puerta—. ¡Quiero atraparla ahora! ¡Abre esta puerta! ¡Sé que tú puedes!

El empujón dentro de su cabeza se hizo un poco más intenso y le arrancó un aullido de dolor. Una parte de su cerebro murió en aquel instante y Moore perdió la sensibilidad de la cara exterior de su brazo derecho, pero tampoco se enteró. Una oleada de sensaciones orgásmicas le recorrían de arriba abajo, sacudiéndole como una descarga eléctrica. Era la sensación más gloriosa que había vivido en su vida.

Tendrás esto, Otto. Lo tendrás siempre que quieras, cuando quieras, sólo con desearlo. Pero ahora tienes que obedecerme.

—Sí. —De la boca de Moore se deslizaba un hilillo de baba—. Sí, lo haré.

Revisa el camarote de arriba abajo, Otto. Lo que la protege está ahí. Si te deshaces de eso, ella estará indefensa.

Con la resolución de un tiburón, Moore se dio la vuelta y se encaminó hacia el ascensor. En aquel instante percibió cómo las sombras que le rodeaban perdían parte de su intensidad. Olisqueó el aire, como un perro inquieto, tratando de averiguar qué sucedía. Era ella. Se movía. Se alejaba. Moore podía percibir su nerviosismo y sus dudas. La conexión establecida entre la sombra y las raíces de su cerebro era tan intensa que podía percibir los pensamientos y las sensaciones de su nueva ama con total claridad. No eran razonamientos en el sentido literal de la palabra, o al menos Moore no los percibía así, pero sí que eran impulsos muy claros y complejos, que desbordaban la mente del inglés y arrasaban con ferocidad su raciocinio.

«Hay algo que le preocupa —pensó Moore con un escalofrío—, algo está sucediendo en el barco que no se ajusta al plan».

No tuvo tiempo de preguntarse por qué había pensado en un plan maestro con esas palabras, porque un tirón invisible en su cerebro le obligó a caminar hacia el elevador. A la vez que sus botas pateaban los restos dispersos de la explosión, envuelto en un ruido de timbres y sirenas de alarma, la voz en su cabeza no dejaba de urgirle:

En su camarote. Tiene que estar allí. Búscalo. Acaba con él.

Moore entró en el montacargas, cuyas paredes de madera estaban rajadas por la explosión, y apretó el botón de subida. A medida que la caja ascendía traqueteando, Moore se restañó la sangre de la cara con la mano. La mezcla de grasa y restos de sangre le cubría la piel como una máscara macabra. Su chaqueta estaba totalmente arruinada. Con un gesto automático la arrojó al suelo de la cabina y se quedó desnudo de cintura para arriba. Comprobó el cargador de su Walther PPK por enésima vez y esperó con paciencia a llegar a su destino.

El ascensor se abrió en la planta noble del Valkirie. Los pozos de oscuridad eran cada vez más numerosos. Daba la sensación de que un hongo había atacado el barco y lo iba colonizando lentamente hasta el rincón más recóndito de cada una de las cubiertas. En algunas zonas, la negrura era densa como un pozo de petróleo, mientras que otras aún estaban llenas de luz y de vida. No parecía que las sombras se extendiesen siguiendo un plan concreto. Más bien recordaba a algo orgánico, que iba avanzando según el momento y las posibilidades.

Lo único seguro era que cuando llegaban a un sitio las sombras ya no desaparecían y parecían echar raíces.

Esperando a que sucediese algo. Aguardando.

Moore caminó por los corredores trastabillando. El oleaje era cada vez más fuerte y el pasillo subía y bajaba como un caballo desbocado. De vez en cuando oía caer algo con estrépito a lo lejos, pero de las zonas cubiertas por la oscuridad no salía ni el más mínimo ruido. Como un maldito agujero negro que devoraba hasta el sonido. Moore sabía, de alguna manera, que en aquellas partes la calma era absoluta.

Nada se movía en las sombras. Nunca.

Al pasar al lado de las cocinas le llegó el sonido ahogado de las voces de los cocineros peleando con unos fogones saltarines. Por una esquina vio cómo unos zarcillos de oscuridad se colaban dentro de la estancia, resbalando como un humo espeso a través de los respiraderos de la parte superior. La luz del interior se fue tamizando hasta desaparecer. Lo último que oyó antes de doblar la esquina fueron los gritos de sorpresa y dolor del personal de cocina, el último sonido que salía de entre aquellas cuatro desgraciadas paredes antes de que las sombras estableciesen su reino definitivo. Y, después, nada más.

Al cabo de cinco interminables minutos llegó al corredor donde estaba situado el camarote de Kate. Moore ni se molestó en echar mano al juego de llaves maestras que llevaba tintineando en la cintura. Simplemente apoyó su mano sobre el pomo y lo giró, sabiendo que estaría abierto para él.

Entró en el camarote con las sombras agolpadas en el pasillo, nerviosas, pero sin atreverse a cruzar aquel umbral en particular. El inglés echó un vistazo a su alrededor antes de caminar hasta el armario. Sobre la cama deshecha había unas ligaduras sueltas y en el aire aún olía a sexo. Abrió el armario y lo vació de manera sistemática, arrojando la ropa de Kate por encima de su hombro después de revisarla a conciencia. Cuando acabó con la ropa siguió de manera metódica con los cajones y, al acabar con éstos, arrancó los paneles de madera de la puerta.

Después se volvió hacia la cama y la deshizo por completo. Con su navaja rajó el colchón de arriba abajo y sacó todo el relleno. Hizo lo mismo con el sofá y con la maleta de Kate hasta deshacerla en pedazos. Al acabar, se irguió en medio de la habitación destrozada, resoplando con dificultad. Estaba mareado. Le dolían los ojos y las figuras fluctuaban a su alrededor. Le dio la sensación de que algo se movía al otro lado de la puerta del baño, pero cuando la abrió no había nadie.

Se dejó caer sobre los restos del colchón, derrotado, y su mirada se detuvo en una urna negra de cerámica que había pasado por alto. El oleaje lo debía de haber hecho rodar hasta una esquina cubierta por una de las cortinas y por eso no lo había visto hasta entonces.

A Moore se le aceleró el pulso mientras cruzaba el camarote en dos pasos y se agachaba para recoger la urna.

La sacudió al lado de su oído. Tenía algo dentro. Con aprensión desenroscó la tapa y se acercó al ojo de buey para ver su contenido a la luz de los relámpagos. Era arena. No, se corrigió a sí mismo, mientras hundía los dedos en aquella sustancia y dejaba que se escurriese de nuevo. Era ceniza.

Eso es. De eso se trata. ¡Ya lo tienes!

La voz de ella sonaba triunfal, jubilosa y… ¿aliviada? Un nuevo pinchazo de aprensión le sacudió por un breve instante, pero no tuvo tiempo para reflexionar. La voz, intensa y susurrante, se deslizaba de nuevo en su cabeza.

Tienes que deshacerte de esas cenizas, Otto. Es su única conexión física. Sin ellas él no tiene cómo agarrarse a este lado. Es su puente. Tienen que salir del barco ya.

Moore no entendió la mitad de las cosas que ella dijo, pero no le hacía falta. La más importante la había comprendido a la perfección. Tenía que deshacerse de aquella urna. Y él sabía cómo.