Subir por el hueco de la escalera con un bebé berreante pegado al pecho resultó para Kate mucho más difícil de lo que había pensado. Tenía que utilizar una de sus manos para sujetar al pequeño, lo que le dejaba libre tan sólo un brazo para sujetarse a los barrotes mientras se impulsaba con las piernas. La cabeza todavía le dolía por el culatazo y tenía un tobillo hinchado; sospechaba que estaba roto. Aún no molestaba demasiado, pero cada vez que lo apoyaba en el suelo, un relámpago de dolor trepaba por su pierna.
La escalera vertical por la que subía era un conducto de servicio que parecía no tener fin. Estaba alumbrada cada pocos metros por unas bombillas vacilantes que parpadeaban a su paso como luciérnagas borrachas. Aquel tubo de acero estaba rodeado por enormes tuberías rellenas de vapor hirviendo que daban servicio a varias zonas del barco. El calor allí dentro era asfixiante. Las gotas de sudor le resbalaban por la frente hasta metérsele en los ojos. Kate no podía hacer nada para apartarlas y cerraba los párpados con fuerza, pero era peor.
Cada vez que cerraba los ojos, lo que veía al abrirlos cambiaba. Parecía que alguien estaba apretando un mando a distancia en su cabeza y saltaba de un canal a otro de manera alocada. En un momento, Kate veía un túnel perfectamente iluminado, con las tuberías pintadas de brillantes colores y los travesaños de la escalera de acero inoxidable lanzando destellos plateados. Al segundo siguiente, el túnel estaba a oscuras, las bombillas cubiertas de una capa de telarañas de un dedo de grosor, y las tuberías reventadas y devoradas por el óxido. Cada vez que eso pasaba, la escalera de acero era sustituida por una escala de madera podrida e hinchada que amenazaba con desmenuzarse entre sus dedos como un puñado de arena.
Aquello tendría que haberla desquiciado, pero Kate se encontraba más tranquila y en paz que nunca. El terror se había esfumado y estaba oculto en algún lugar recóndito de su interior, demasiado debilitado para salir. Por algún motivo profundo, toda su mente estaba llena de una serenidad que no conocía desde mucho antes de que el cuerpo de Robert entrase en un horno crematorio.
Veía las cosas con claridad, y se sentía segura de sí misma. Por primera vez desde que estaba a bordo de aquel barco entendía que no estaba en el Valkirie por casualidad, sino que tenía un papel concreto. Por vez primera, Kate no se veía arrastrada por los acontecimientos. Por vez primera sabía que, gracias a la ayuda de Robert y pese a que todo estaba escrito, podía tomar las riendas de la situación.
Era ella quien llevaba la iniciativa. Y la sombra estaba desconcertada.
El suave movimiento del niño contra su pecho la devolvió a la realidad. El pequeño estaba todavía envuelto en el talit azul y blanco, y de su cuello pendía una pequeña cadenita de oro que se perdía entre sus pliegues gordezuelos. Kate no necesitaba mirar para saber que al final de la cadena colgaba una pequeña estrella de David. Una estrella de David igual a la que le había mostrado Feldman unos días antes. La misma, de hecho.
Se detuvo un segundo para tomar aire y contempló la carita arrugada del pequeño. Le pasó los dedos por el nacimiento del pelo y por la barbilla.
—Algún día serás un hombre muy importante, Isaac —le murmuró con voz dulce. El pequeño acercó su boca hambrienta al dedo, en busca de alimento—. Siempre y cuando esa sombra no nos atrape. Creo que tu abuelo ha liberado algo demasiado peligroso.
Las últimas palabras del anciano seguían resonando en sus oídos con fuerza. «Pulsa Denura», había gritado, mientras levantaba los brazos y arrojaba un puñado de polvo. Y Kate sabía lo que eso significaba.
Había sido un par de años antes, cuando colaboraba con Robert para un reportaje del periódico sobre los asentamientos ultraortodoxos en Israel. En medio de su investigación había tropezado con que en ciertas partes de Jerusalén aún existían grupos muy singulares, que vivían según las normas de conducta que imperaban en Centroeuropa en el siglo XIX. Grupos que eran muy herméticos y que vivían de espaldas al moderno Estado de Israel. Que para mantener su identidad albergaban en su seno a cabalistas que practicaban el equivalente judaico de la magia negra. Y, de entre todas las posibles armas que tenían, la Pulsa Denura era, con diferencia, la peor de ellas.
La Pulsa Denura. La Invocación de las Sombras.
El único problema era que una invocación tan poderosa exigía un hechicero igualmente fuerte para poder controlarla. Alguien que pudiese ver el futuro y evitar que las sombras tomasen el control. Había muy pocas personas en el mundo que pudiesen realizar algo así, personas con muchas décadas de conocimientos y estudios. Muy ancianas y prudentes, conscientes de que a aquel monstruo no se lo debía despertar si no era en caso de extrema necesidad.
Pero quien había realizado aquella Pulsa Denura yacía muerto en el suelo de una sala de calderas, varias plantas más abajo, aniquilado por su propia obra. Y su criatura caminaba sin amo, liberada después de eones, hambrienta y cargada de odio y dolor.
Kate jamás se había creído aquellas cosas. Tan sólo eran folclore y leyendas de gente que seguía viviendo en un mundo de fantasía y superstición. Algo pintoresco, pero que no era real. Hasta aquel día. El día en que todo aquello se había transformado en algo jodidamente real.
Un ruido atronador retumbó en un costado del Valkirie. El barco se inclinó con fuerza más de diez grados y las luces se apagaron por un instante, dejando a Kate sumergida en la oscuridad. En medio de un concierto de crujidos de metal, el Valkirie recuperó la verticalidad poco a poco, mientras Kate se aferraba a la escalera para no caerse. El barco acabó volviendo a su posición original, pero ahora al movimiento oscilante se le sumó un inquietante cabeceo. Privado del empuje de sus motores, el Valkirie no era más que un trozo de hierro y madera que flotaba en la inmensidad del océano, sacudido sin piedad por las olas.
Kate miró hacia abajo y se arrepintió de haberlo hecho. Bajo sus pies había una caída vertical de más de treinta metros rodeada de tuberías hirviendo. Un paso en falso y acabaría hecha un montón de carne cocida y huesos rotos en el fondo de aquel foso. Sujetó al niño con fuerza y subió una nueva tanda de escalones hasta que tuvo que volver a detenerse a recuperar el resuello.
Su mirada se detuvo en una puerta que se abría a apenas dos metros sobre su cabeza. Parpadeó, confundida, pero con un hálito de esperanza. Aquélla podía ser la salida. La puerta sólo se veía con nitidez en los momentos en los que Kate «estaba» en 1939, así que esperó a que el movimiento pendular del barco se sincronizase con el momento temporal correcto. Entonces se desasió de la escalera y saltó.
Se estrelló contra la puerta con un golpe seco de sus costillas. Notó cómo se escapaba todo el aire de los pulmones y la puerta cedía bajo su peso. Se hizo un ovillo para proteger al bebé y se encontró rodando por un pasillo enmoquetado y golpeándose sin parar contra las paredes.
Tardó un buen rato en poder levantarse, aturdida. Cuando lo hizo se dio cuenta de que estaba en uno de los niveles interiores de primera clase. Había pasado por allí cerca unas cuantas veces.
Caminó con el niño apretado contra el pecho mientras miraba a su alrededor. La mayoría de las luces eléctricas aún funcionaban, aunque había pasillos que tan sólo eran charcos de oscuridad densa. Kate los evitaba y tuvo que dar un amplio rodeo para seguir avanzando hacia la zona exterior del Valkirie. Su meta era salir a la pasarela de paseo que rodeaba la zona de primera y meterse dentro de uno de los botes. Era preferible jugarse la vida en medio del océano dentro de una de aquellas lanchas que permanecer un minuto más a bordo de aquel barco condenado. Por otra parte, el Valkirie no iba a ir a ninguna parte. La tormenta se había transformado en un monstruo enorme que lanzaba poderosas ráfagas de lluvia y viento contra la superestructura del casco. Los rayos brillaban sin interrupción y, cada vez que retumbaba un trueno, todo el barco parecía a punto de derrumbarse. Allí no había ventanas y Kate no podía ver el mar, pero sospechaba que las olas tenían que ser enormes, por la forma en la que el casco se sacudía.
Pero, además, el barco se comportaba como si no hubiese nadie al timón. Aquello era difícil de entender. Los golpes de mar sacudían al crucero de costado, en vez de estar aproado hacia el viento. Si no hubiese sido por el enorme tamaño del Valkirie, las olas habrían hecho volcar el buque hacía un buen rato.
Todo parecía desierto. El suelo del pasillo estaba cubierto de restos de confeti y botellas vacías que rodaban de un lado a otro. Parecía que apenas unos minutos antes allí se había estado celebrando una gran fiesta. Hileras de banderitas de papel de la KDF junto con esvásticas cruzaban el techo del pasillo, como en una feria de pueblo. Pero no había nadie a la vista.
Una serie de truenos seguidos retumbó sobre su cabeza. El techo de la sala por la que cruzaba tembló y las lámparas de araña tintinearon. Kate levantó la cabeza, confundida.
Aquello no eran truenos.
Sonaba como un staccato continuado de detonaciones secas. Se detuvo. Eran disparos, de una arma de gran calibre.
Volvió a sentir que la iniciativa se le escurría de entre los dedos, una vez más. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Quién disparaba? ¿Y contra quién?
Algo se movía a sus espaldas. Se giró mientras un escalofrío recorría su nuca. Jirones de sombra oscura se estaban arremolinando en las esquinas, tendiendo sus hilos para unirse unas con otras en trozos cada vez más grandes. Se oía un susurro nervioso que crecía de segundo en segundo. Ya ocupaban todo el fondo del pasillo y cada vez avanzaban más, pero lentamente. Parecían estar esperando algo.
Oyó pasos que se acercaban. Miró a su alrededor, pero no había nada que pudiese usar como arma, y no podía retroceder hacia las sombras. De repente, una trampilla situada sobre su cabeza se abrió y una escalera de metal desplegable cayó con estrépito en medio del pasillo. Por el hueco abierto se colaban ráfagas de viento helado mezcladas con chorreones de lluvia que empaparon en seguida la moqueta. Un par de botas de corte militar aparecieron por la escotilla, seguidas de unas piernas envueltas en unos pantalones de dril color caqui.
Un hombre empapado bajó la escalera con cuidado de no resbalar. En la cabeza llevaba puesto un casco plano con una visera amplia a su alrededor, y de la manga de su chaqueta colgaba una insignia del Home Guard británico.
El hombre, un tipo maduro y más bien grueso de unos cuarenta años, se dio la vuelta al llegar al pasillo y se fijó en Kate. Su rostro se desfiguró en una expresión de sorpresa.
—Pero ¿qué coño hace aquí, señora? —gritó—. ¡Tenemos a los alemanes encima! ¡Toda la zona sur del puerto está ardiendo, y no dejan de llegar más oleadas de aviones! ¡Este barco es una instalación militar!
Kate levantó la vista y miró hacia el hueco de la trampilla. Entre la lluvia y los relámpagos podía distinguir a media docena de hombres agrupados en torno a un cañón antiaéreo que no cesaba de lanzar ráfagas de munición pesada hacia el cielo. Por encima del aullido del viento, Kate distinguió en la distancia el zumbido monótono de unos aviones. De vez en cuando, explosiones lejanas llegaban hasta el barco y los hombres de cañón se agachaban detrás de su pieza, con las manos sobre los cascos, en busca de un refugio inexistente.
—Aquí no está segura, se lo digo en serio. —El tono del hombre era paternal y conciliador—. Vuelva a tierra y busque otro refugio. Si una bomba alemana cae sobre nosotros estamos todos muertos, incluida usted y su hijo.
Kate sacudió la cabeza, con la sensación de estar a bordo de un tren que descarrila. Los acontecimientos se sucedían de nuevo sin control.
—Tienen que bajarse de este barco, todos ustedes. —Kate aferró al hombre por la guerrera y le habló muy lentamente—. Hay algo a bordo que es mucho peor que cualquier bomba alemana. Salgan de aquí, o acabará con ustedes.
—¡Ralph, trae esa maldita munición de una vez! —La voz, impregnada de miedo y angustia, bajó desde la escotilla hasta ellos. El hombre grueso, que atendía al nombre de Ralph, miró hacia arriba y después hacia Kate con una expresión de duda y alarma pintada en el rostro.
—Váyase de aquí —dijo finalmente, apartando a Kate de su camino con cortesía pero firmeza—. Ahora mismo. De lo contrario le diré al sargento que le arreste. Y ahora, si me permite, necesito una caja de munición de cuarenta milímetros para nuestra pieza.
El hombre echó a andar hacia las sombras. Sacó una linterna del bolsillo y la encendió con gesto torpe mientras se internaba entre los jirones de bruma negra que se arremolinaban al fondo del pasillo trazando lentos círculos. Demasiado ocupado con su linterna, Ralph no se fijó en cómo los jirones de oscuridad impenetrable se cerraban a su paso, emitiendo suspiros inquietos ahogados por las explosiones.
A los pocos pasos desapareció. Se oyó un ruido acuoso, aspirado, seguido de un gorgoteo y el ruido de algo al caer al suelo. El barco volvió a sufrir una sacudida y, de entre las sombras, una linterna con la bombilla quemada rodó mansamente hasta llegar a los pies de Kate, que se quedó mirándola hipnotizada.
Las sombras parecieron crecer y avanzaron un par de metros más por el pasillo. Kate cerró los ojos, expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y apretó los labios. Se dio la vuelta y echó a correr, alejándose de la presencia, que entre tanto ya había reptado por la escalera y se asomaba al exterior, enredándose en los pies de los desprevenidos hombres de la cubierta.
Mientras Kate se alejaba, pudo oír los gritos. Y el rumor de la oscuridad, que crecía sin cesar.
Cada vez más cerca.