—Se acabó, judía.
Moore resopló satisfecho acercándose hacia Kate con las piernas separadas para poder mantener el equilibrio. Amartilló la Walther PPK y apuntó a la frente de la pelirroja. Tan sólo tenía que apretar el gatillo.
Entonces sucedieron muchas cosas en muy poco tiempo. En primer lugar, una enorme bola de fuego y calor surgió del túnel de servicio a una velocidad demasiado rápida como para que el ojo humano pudiera observarla. El fogonazo de luz era tan intenso que perforó las sombras, deshaciéndolas en medio de un rugido aterrador. Al mismo tiempo que atomizaba el cuerpo de Senka Simovic, la onda expansiva se multiplicó varias veces dentro de aquel espacio cerrado e impactó con fuerza sobre el enorme eje de acero. La presión ejercida fue tan brutal que el eje, del grosor de una persona, se dobló como si fuese una espiga al viento. La parte exterior rozó de inmediato la cara interna del tubo engrasado con un sonido rasposo y chirriante de metal contra metal. Una fea cicatriz se abrió en la cara interna del tubo aislado, envolviéndolo todo en una enorme nube de aceite lubricante vaporizado. Por fin, el eje dio dos o tres vueltas agónicas antes de detenerse por completo.
Los motores diésel del Valkirie seguían funcionando a tres cuartos de potencia mientras las alarmas de advertencia comenzaban a iluminarse sobre el panel de mandos. Una situación tan catastrófica como la pérdida del eje tendría que haber hecho que el jefe de máquinas ordenase parar los motores de inmediato, sin necesidad de consultar al capitán. Pero en aquella sala de máquinas no quedaba nada más que un montón de sombras oscuras, y nadie apretó los botones de parada de emergencia. Así pues, los motores siguieron funcionando a plena potencia durante varios segundos preciosos, tratando de mover un enorme eje atascado. Toda aquella fuerza se extendió por el engranaje y, en unos instantes, lo que podía haber sido una reparación seria se transformó en una avería catastrófica. Los árboles de levas saltaron por los aires y los motores, sobrecargados, comenzaron a emitir un zumbido ahogado a medida que docenas de conductos reventaban y se deformaban en su interior. Por fin, con un tosido metálico, se detuvieron, destrozados por dentro.
El Valkirie estaba a la deriva en medio de una tormenta intensa que no paraba de crecer.
La onda expansiva de la explosión golpeó los mamparos debilitados que separaban la tolva de carbón de la sala de máquinas. Ante los ojos alucinados de Kate se superpusieron en rápida sucesión las imágenes de dos momentos distintos. Por detrás de Moore vio aparecer, como en un truco de magia, los estabilizadores laterales arruinados por Paxton, y un segundo después, en el mismo sitio, los cádaveres apilados de la familia judía. El impulso de la explosión pilló por sorpresa a Moore y lo lanzó por los aires. Tres o cuatro timbres de alarma empezaron a sonar simultáneamente y desde el techo las espitas de agua antiincendios se abrieron de inmediato y sofocaron los conatos de fuego que se habían declarado en la sala de máquinas. La lluvia química provocada por las espitas era tan intensa que apenas permitía ver más allá de tres metros.
Aquél era el momento esperado por Kate. Cojeando, se escabulló por un lateral de la sala, en dirección opuesta a la puerta, donde sabía que aún estaba el jefe de seguridad. Se dirigió hacia el otro extremo, en el que había otra compuerta cerrada. Kate no sabía adónde daba aquella salida. Quizá fuese una ratonera o sólo llevase a otra sala gemela, pero era su única opción. Con el niño apretado contra el pecho se abrió camino entre los chorros de agua y espuma hasta llegar a la portilla. Con una sola mano trató de hacer girar la rueda que mantenía la compuerta trabada, pero no pudo moverla ni un milímetro.
Por detrás de ella podía oír los resoplidos de Moore, que avanzaba como un toro entre los chorros verticales, en busca de Kate, cada vez más cerca.
«Robert, mueve el culo y sácame de aquí. ¡Ahora!».
Kate cerró los ojos y dio un fuerte tirón a la rueda metálica. En aquel instante, el mecanismo se desbloqueó y comenzó a girar sobre sí mismo, impulsado por algo o alguien desde el otro lado. La puerta se abrió con un chirrido, y dejó a la vista un largo corredor rodeado de tuberías con una escalera vertical adosada a un costado.
«Gracias, cariño», pensó Kate, aliviada, mientras cruzaba la puerta sin mirar atrás. Moore ya debía de estar muy cerca.
Al pasar al otro lado, la puerta se cerró de golpe con un ruido metálico atronador. La rueda del mecanismo de cierre volvió a girar, esta vez en sentido contrario, y los pernos de sujeción se colocaron en su sitio con un chasquido seco. A través del ojo de buey, Kate vió cómo Moore llegaba hasta la puerta y trataba de abrirla. El inglés enrojeció al tiempo que sus músculos se tensaban hasta el límite. Una vena gruesa como un dedo se le hinchó en el cuello mientras el hombre resoplaba en un esfuerzo final, pero la puerta no se movió ni un milímetro.
Furioso, Moore descargó un puñetazo sobre el ojo de buey, con una mirada de odio reconcentrado hacia la joven, que le observaba con una sonrisa burlona desde el otro lado. Con parsimonia, Kate estiró el brazo hacia la puerta. Moore la observaba, entre incrédulo y fascinado. Entonces, Kate levantó el brazo, muy lentamente, a la vez que cerraba el puño y estiraba con elegancia el dedo corazón hacia el rostro estupefacto del inglés.
—Púdrete, cabrón loco —vocalizó lentamente en alemán, para que el otro la leyera sus labios y pudiera entenderla.
La cara de Moore se puso de varios colores, pasando por el blanco, el rojo y el lila. Comenzó a gritar al otro lado de la puerta mientras le propinaba patadas y puñetazos, y lo único que consiguió fue que la cara de Kate se ensanchase en una sonrisa, la primera desde hacía horas.
Entonces, el hombre se acordó de que todavía tenía una pistola en la mano. Apuntó al cristal de ojo de buey y disparó tres veces. Unas finas grietas, delicadas como telarañas, aparecieron sobre el cristal, pero no se partió. Era una compuerta de seguridad, diseñada para aislar toda una sección del barco en caso de que se abriese una vía de agua y estaba pensada para aguantar golpes y una presión brutal. Kate hizo un gesto burlón de despedida y se adentró por el corredor, en dirección a la escalera, dejando atrás a un furioso y frustrado Moore. En busca de una salida que le permitiese huir de aquel infierno claustrofóbico.
Tratando de abandonar el Valkirie por cualquier medio.
Siete pisos más arriba, en un hall envuelto en sombras, las plantas enterradas en los maceteros se estremecían cada vez que el Valkirie recibía un golpe de mar. La ausencia de los estabilizadores se notaba mucho más en lo alto del transatlántico. Todas las luces estaban apagadas, como consumidas por un ladrón sediento. Sólo los relámpagos ocasionales que restallaban en el exterior bañaban de vez en cuando la sala con una luz azul espectral. Por el suelo del hall, que estaba desierto, rodaba un jarrón que se había tumbado en uno de los pantocazos. Con cada golpe de mar, el jarrón de bronce giraba sobre sí mismo emitiendo un sonido apagado y chocaba contra uno de los rodapiés de nogal con un clonc sordo pero perfectamente audible.
Entonces, otro golpe de mar sacudía al Valkirie en dirección contraria y el jarrón volvía a rodar en sentido opuesto, en un movimiento interminable.
Era el único ruido que se oía en aquella planta, desierta y oscura. En aquel espacio fantasmal.
Pero entonces pasó algo.
El ruido de unos pasos lejanos que se acercaban se fue haciendo cada vez más audible. Era una persona, y se aproximaba caminando tranquilo pero con energía. A pesar de que tanto el hall como los pasillos circundantes estaban totalmente a oscuras, aquella persona se movía con perfecta soltura entre las sombras sin necesidad de usar ningún tipo de linterna o luminaria. Caminaba con ligereza, como si conociese a la perfección cada esquina del Valkirie. Si alguien se hubiese acercado lo suficiente, incluso podría haber jurado que estaba silbando una tonadilla ligera entre dientes.
Un relámpago se coló dentro del hall a través de las vidrieras, salpicadas por la lluvia. Por un instante, todo se llenó de luz, y el caminante quedó a la vista. Era un hombre joven, de unos treinta años, de pelo negro alborotado y vestido con un elegante traje italiano de color crema. Caminaba con soltura, y las sombras se apartaban a su paso como si estuviese rodeado de una aura especial.
El hombre se acercó a una esquina del hall, donde había una mesa baja con un grupo de sofás a su alrededor. Sobre uno de ellos había algo que parecía un fardo de telas apoyado allí de cualquier manera. El hombre observó el montón de ropa con expresión concentrada y a continuación se sentó en uno de los asientos libres, con cuidado de no arrugar su chaqueta. Entonces se giró hacia el montón de ropa y abrió la boca.
—Hola, Isaac —dijo.
El montón de tela se sacudió y de debajo de una manta de lana apareció una mano anciana cubierta de pecas. Detrás de la mano asomó el rostro perplejo de un anciano con un ojo cubierto por cataratas. Su cabeza estaba totalmente calva y cubierta de llagas, excepto por una sombra de pelo en la base de la nuca que parecía a punto de caerse a pedazos. De su boca goteaba un chorro de baba. El anciano se orientó por la voz y miró con ojos ciegos hacia el hombre.
—Isaac, mi nombre es Robert Kilroy —dijo el hombre, con voz serena—. Soy el marido de Kate, o al menos lo era. Y lo cierto es que yo no debería estar aquí y, además, tú tienes algo que hacer. La mujer a la que amo está en peligro, y tu alma también.
El hombre miró a los ojos vidriosos de Feldman. El anciano parecía estar en su propia galaxia, atrapado dentro de un castillo oscuro sin ventanas ni puertas.
—Ya es demasiado tarde para el resto de los tripulantes de este barco maldito, pero no para vosotros. —Robert hablaba casi para sí mismo, en un murmullo ininteligible, pero entonces se inclinó hacia Feldman—. Necesito que vuelvas del lugar oscuro donde estás. Y tienes que hacerlo ahora.
Por toda respuesta, el anciano emitió un gañido y se llevó la mano a la cara, como si le molestase la leve luz que el hombre joven parecía emitir.
Con paciencia, Robert sujetó a Feldman por las solapas y tiró de él hasta incorporarlo un poco. El anciano olía a meados, pero Robert ni se inmutó. Con la mano derecha desabrochó el cuello de la camisa de Feldman y su corbata. Entonces se puso delante de él y le dio un leve cachete en las mejillas para conseguir que el viejo se centrase en él.
—Isaac, mírame. Mírame. —Le volvió a dar un leve cachete y lo sujetó por las axilas para ponerlo en pie. El anciano suspiró, enojado—. No tenemos tiempo, así que habrá que hacerlo de esta manera.
Robert acercó sus labios a la piel, purulenta, de la frente de Feldman. Con una expresión relajada, cerró los ojos y apretó la boca contra la cabeza del anciano mientras lo sujetaba en un abrazo estrecho, como dos bailarines que no se han dado cuenta de que la música ya hace rato que terminó.
Si alguien hubiese entrado allí en aquel momento, atravesando la nube de sombras densas que cerraba todos los caminos, habría quedado muy sorprendido. En medio de aquella estancia empezaba a brillar un tenue resplandor, que crecía a cada segundo que pasaba. El origen de aquel resplandor era el cuerpo consumido de un anciano, que parecía levitar a quince centímetros del suelo, sujeto por alguna fuerza invisible. Sus brazos estaban pegados a su cuerpo, y su cabeza echada hacia atrás, como si algo la empujase. La luz surgía de todos y cada uno de sus poros, atravesaba su ropa e irradiaba de sus extremidades. En el suelo, bajo él, una manta con las siglas de la KDF se había deslizado de sus hombros hasta el suelo y parecía un montón de tela arrugada.
La luz brillaba cada vez más. Las sombras se removieron, atemorizadas, con gemidos de dolor y de desconcierto. Los destellos que emanaban del anciano las disolvían como si estuviesen bajo el efecto de alguna clase de ácido, y a su paso sólo quedaban algunos jirones que acababan cayendo al suelo como una especie de polvillo sucio de olor putrefacto. Las luces del pasillo temblaron débilmente, y de los filamentos de las bombillas volvió a surgir un débil destello, como el rescoldo de una hoguera azotada por el viento. Las sombras retrocedían por todos los corredores, vencidas por el potente resplandor.
Y entonces, Isaac Feldman abrió los ojos.
En aquel mismo momento, siete plantas más abajo, una presencia oscura, vieja y malvada levantó la cabeza, percibiendo aquel brillo inesperado. Aquel ente contempló su juguete, un hombre musculoso de uniforme que aporreaba una puerta poseído por la furia, mientras su presa le hacía gestos despectivos al otro lado del cristal. Por un instante interminable, aquella criatura atemporal dudó. Por primera vez en un ciclo de millones de veces, tropezaba con un cambio. Por primera vez, se sentía desconcertada. Y no le gustaba la sensación.
Dedicó una última mirada a su presa y con un rugido de rabia se separó de ella en dirección al piso superior. En dirección a la luz que le retaba.
Isaac Feldman parpadeó varias veces, con expresión confundida. En su ojo derecho estaba sucediendo algo que haría que los asistentes a un congreso de oftalmólogos se desmayasen, incrédulos. Su catarata estaba desapareciendo, consumida por su propia córnea. Ya sólo cubría una pequeña parte del iris y al cabo de unos minutos no sería más que un recuerdo.
—¿Qué…, quién…, qué está pasando aquí? ¿Quién eres? —La voz de Feldman aún sonaba quebradiza, pero por debajo de los restos astillados ya volvía a percibirse el acero del magnate implacable.
Por toda respuesta, Robert Kilroy miró fijamente a Isaac Feldman a los ojos. Y, sin decirle absolutamente nada, el anciano lo comprendió todo. Hasta el último resquicio de verdad le fue revelada.
Y, sin ningún género de dudas, supo que al cabo de apenas una hora iba a morir.