XLVII

Moore se sentía tan exultante y feliz que apenas podía mantenerse quieto. Para empezar, le habían dado total autoridad para encargarse de la familia judía. De por sí, eso ya era maravilloso, y su mente bullía inquieta mientras las voces no dejaban de susurrar cosas interesantes y oscuras a sus oídos, dispuestos a escuchar.

Pero es que además, como en una carambola mágica, nada más salir del montacargas con tres de sus hombres se habían dado de bruces con las dos putas comunistas. Ambas estaban de espaldas, aparentemente distraídas hablando entre ellas. Aquello sí que había sido un golpe de suerte. Las voces habían aullado en un coro delirante de júbilo cuando Moore golpeó con su culata en la nuca de la perra pelirroja. Si hubiesen llegado cinco minutos antes o cinco después, ellas habrían colocado sus bombas y se habrían escurrido sigilosamente de nuevo.

Eran muy buenas, había que reconocerlo. La serbia había conseguido escaparse de su celda de una manera asombrosa. Los tres hombres que debían estar de guardia habían desaparecido por completo, sin dejar el menor rastro, algo que había preocupado levemente a Moore, hasta que la voz principal le había dicho que se olvidase de aquel detalle. Y Moore, que creía a pies juntillas lo que ella le decía, lo hizo. Era su amiga. Su diosa personal. Su guía.

Que aquellas dos mujeres anduviesen sueltas por el barco era un problema de seguridad. Y de repente, como caídas del cielo, se cruzaban en su camino, con una bolsa llena de detonadores y un extraño material de aspecto terroso y futurista, pero que sólo podía ser un explosivo. Había reducido a la inglesa y dos de sus hombres la llevaban a rastras, mientras el tercer soldado sujetaba con una llave estranguladora a la serbia, que se debatía como una cobra.

Entraron de nuevo en la tolva de carbón. El jefe de máquinas y sus tres hombres de guardia permanecían allí con cara de pocos amigos, tratando de no mirar a los polizones. Parecían avergonzados, como si sospechasen lo que iba a suceder. Cuando Moore entró seguido de su cortejo, levantaron la vista, sorprendidos.

—¿Más polizones? —preguntó el jefe de máquinas—. Parece una puñetera plaga de cucarachas. ¡Alguien debería tener más cuidado en Hamburgo, maldita sea!

—Éstas son peores. —Moore señaló con el dedo por encima del hombro—. Son saboteadoras comunistas. Probablemente judías. Ya no hace falta que se queden aquí, jefe. Vuelvan a su trabajo. De ahora en adelante nos ocuparemos nosotros.

Moore se las arregló para que su última frase sonase tan preñada de amenazas implícitas que el jefe de máquinas palideció de golpe y salió casi a la carrera del sollado. Fuera lo que fuese, no quería tener que ver con aquello. El bocadillo que había tomado una hora antes amenazaba con volver a salir.

Kate comenzó a volver en sí poco a poco. Las imágenes bailaban delante de sus ojos como si se hubiese bebido la bodega completa del barco. Tenía ganas de vomitar y un dolor de cabeza formidable, pero distinto al que provocaba la sombra oscura. Se llevó la mano a la nuca y la retiró dolorida tras palpar un chichón del tamaño de un huevo de paloma.

Moore observó a la familia judía como si se los encontrase por primera vez. El joven padre había conseguido restañar la sangre de su nariz, pero los huesos necesitarían cirugía para recuperar su aspecto original. Sus gafas eran sólo un recuerdo retorcido y roto, y parecía furioso y atemorizado a partes iguales. La madre sollozaba suavemente sobre el bebé, mientras que el brazo izquierdo de la niña, por donde la había agarrado Moore, adquiría un color negruzco que sin duda iría recorriendo toda la escala de colores a lo largo de las siguientes horas. Si es que llegaba a vivirlas.

El único que no había cambiado de postura era el viejo rabino. Se seguía balanceando, incansable, apoyado sobre sus pies como si fuesen dos postes de cemento hundidos en el suelo. Su letanía no pasaba de un murmullo incomprensible y que casi no se oía en medio del ruido atronador de los motores, que se filtraba hasta allí. Mantenía los ojos cerrados, pero cuando Moore llegó a su lado se detuvo y abrió los ojos.

El rabino no parpadeó. Simplemente paseó su mirada sobre el grupo, sin que en ella se trasluciese ni la más mínima emoción. Parecía encontrarse en un lugar muy lejano, más allá de toda sensación, emoción o padecimiento. Entonces, su mirada se detuvo en Kate. Sus labios se curvaron en una delicada sonrisa, casi inapreciable, y pronunció nueve sencillas palabras, con una voz sorprendentemente firme para un hombre de su edad.

—Hola, Kate. Por fin estás aquí. Todo puede empezar.

Eso fue todo. Cerró los ojos de nuevo y retomó su balanceo rítmico, ajeno a lo que le rodeaba, distante y en paz.

—¡Conoces al judío! —Moore pegó un brinco. Su piel había enrojecido y vibraba de ira—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que erais agentes judías! ¡Es la maldita conspiración sionista! ¡Confiesa!

Kate meneó la cabeza, todavía tirada en el suelo, demasiado débil y confundida para hablar. Miraba a aquella familia con los ojos como platos, saltando de uno a otro, y al final se detuvo en el último de ellos. El anciano.

—Bien, si tú no hablas, entonces quizá él lo haga.

Moore se giró y sin mediar aviso propinó una patada brutal en la rodilla del anciano. La articulación sonó con un chasquido seco, como leña al partirse en invierno. El hombre se derrumbó en el suelo, con el rostro lívido, los labios apretados y sin emitir ni un solo sonido. Derrumbado sobre la cubierta, se limitó a mirar a Kate con una expresión de cariño y afecto tan enternecedora que la periodista se sintió realmente impresionada.

—¡Papá!

El grito de la mujer joven que llevaba al bebé en brazos fue desgarrador. Apretó con fuerza al niño contra su pecho, debatiéndose entre proteger a su criatura y asistir a su padre derribado en el suelo. No tuvo opción a pensarlo. Moore hizo un gesto y uno de sus hombres se lanzó sobre ella y le clavó el cañón del fusil en la parte baja del estómago. La mujer se dobló en dos, boqueando como un pez fuera del agua. En un gesto reflejo apretó los brazos en torno a su hijo, por lo que no pudo evitar golpearse con fuerza contra el suelo al perder el equilibrio. Cuando caía, giró sobre sí misma para que el pequeño se librase del golpe. Se oyó un crujido desagradable cuando sus costillas chocaron contra el suelo y de su boca se escapó un grito de dolor.

Su marido salió por fin de su estupor y golpeó al guardia que tenía a su lado. El soldado estaba distraído, goteando sangre por la nariz y los oídos, con la mirada sobre las piernas pálidas de la mujer caída. El soldado se volvió para no caer al suelo. Separó los brazos y ése fue el momento que el joven judío escogió para pegar un tirón al fusil que el guardia llevaba colgado del hombro y arrebatárselo en un gesto rápido.

Faltó muy poco. Apenas dos o tres segundos. Si hubiese tenido ese pequeño margen de tiempo, el joven judío podría haber amartillado el cerrojo del Mauser y apuntar al resto del grupo. Si hubiese tenido la más mínima experiencia con aquella arma, no habría dudado durante un imperdonable momento antes de dirigir su mano hacia el mecanismo. Si todo hubiese sido ligeramente distinto, el resto de la historia hubiese cambiado por completo. Pero su destino estaba marcado. La sombra oscura reía en la negrura de las esquinas, relamiéndose con un drama del que ya había disfrutado un millón de veces desde la primera vez.

El muchacho levantó el cañón demasiado tarde. Sonaron unos disparos y dos enormes boquetes se abrieron en su camisa de franela. Por el aire volaron trozos de hueso y gotas de sangre. Una expresión incrédula se dibujó en su cara antes de caer de rodillas, con el fusil todavía en sus manos. Las flores rojas de su pecho se habían transformado en una enorme mancha oscura que no dejaba de crecer. Su mujer lanzó un chillido ahogado, cubierto por el lloro inconsolable de su hija, que temblaba como una hoja. El soldado al que le habían arrebatado el fusil emitía ruidos furiosos mientras pateaba el cuerpo del judío, y de repente todo el mundo había empezado a gritar a la vez.

Kate observaba la escena horrorizada, demasiado impactada como para hablar. Acababan de matar a un hombre delante de ella, a sangre fría. Senka lo observaba distante, con una expresión de concentración extrema. Si Kate hubiese tenido la serenidad de observarla, se habría dado cuenta de que la serbia parecía una pila cargada de energía, a punto de explotar.

El único que mantenía la calma en aquel caos era Moore, que aún sostenía en alto su humeante Walther PPK. La sonrisa en su cara se había ensanchado hasta alcanzar una dimensión antinatural y deforme. Las voces en su cabeza entonaban un himno salvaje, aniquilando hasta el último vestigio de su personalidad. De Moore no quedaba nada más que la carcasa. El Oberfeldwebel Otto Dittmar había vuelto desde la oscuridad y se sentía sediento de vida.

—Silencio —gruñó.

De alguna manera, su voz fue capaz de atravesar la batahola de ruido y poco a poco todos se callaron. Tan sólo se oían los hipidos de la mujer y los llantos desgarrados de la niña y del bebé, que sonaban cada vez más débiles.

—Ya que querían subir a bordo, dejaremos que se queden en el Valkirie. —La voz de Moore se había vuelto rasposa. A Kate le parecía la de otra persona—. Pero en un alojamiento de acuerdo con sus posibilidades. No olvidemos que estamos hablando de ratas judías.

Levantó el brazo y señaló un costado del buque. En aquel espacio abierto, las planchas de exterior del Valkirie estaban a la vista, marcadas cada pocos metros por enormes cuadernas de acero, que parecían las gigantescas costillas de un animal prehistórico.

Llevaron a empujones a los prisioneros hasta allí. Obligaron a Kate y a Senka a arrastrar el cuerpo del joven padre y a depositarlo contra el casco, junto a su familia apelotonada. La joven madre se miró las manos, horrorizada. Estaban cubiertas de sangre del muchacho. Se frotó las palmas contra la ropa, ya manchada de grasa, para tratar de limpiarlas. Moore observó el gesto y se rió con un sonido desagradable y hueco.

—No te molestes, perra —gruñó—. A donde vas a ir no importa el aspecto que tengas.

Giró su pistola, apuntó a la cabeza de la madre judía y apretó el gatillo sin pestañear. En la frente de la mujer apareció un diminuto agujero rojo, pero la parte posterior de su cabeza explotó como una piñata de feria. Un chorro de hueso destrozado, sangre y cerebro salpicó la plancha de acero del casco del Valkirie dibujando algo parecido al cuadro expresionista de un artista demente. El cuerpo desmadejado de la mujer cayó al suelo, todavía sacudido por convulsiones. Kate, horrorizada, no podía apartar la mirada de las piernas de la mujer, que pataleaban fuera de control.

A continuación, Moore apuntó a la niña. A Kate se le heló la sangre en las venas. Conocía a aquella niña. Sabía quién era. Había hablado con ella, en lo que parecía algo sucedido hacía mil millones de años. Reconocería hasta en el infierno aquel vestido basto y los moratones del brazo. Pero sobre todo reconocería la expresión triste del rostro.

—Esther… —musitó, con voz débil.

La niña miró hacia ella mientras una lágrima le rodaba por la mejilla. Cerró los ojos, sabiendo lo que iba a pasar. Como si ya hubiese pasado muchas veces.

Moore disparó una bala que entró por la sien de la pequeña. La masa encefálica empapó el pelo rubio, y el cuerpo de la niña salió despedido como si un gigantesco martillo la hubiese golpeado. Sus piernas se enredaron y se desplomó a los pies de Kate. La joven observó hipnotizada cómo un charco de sangre muy roja se iba extendiendo lentamente en torno a la cabeza de la cría, como una aureola de llamas, hasta rozar la punta de sus botas.

Por primera vez fue consciente de que iba a morir allí. Final del camino. Un balazo a manos de un demente que pensaba que estaba en los años treinta. O que, al menos, estaba en parte en los años treinta. La sombra había ganado.

Moore apuntó de nuevo su Walther PPK, en esta ocasión al anciano judío que contemplaba con expresión de tristeza los cuerpos de su familia muerta. El murmullo que había estado recitando parecía haber acabado por fin, y tenía los puños cerrados. Entonces levantó la mirada y se detuvo un instante en Kate.

—Tranquila, Kate. —Su voz sonaba débil como un río a punto de secarse—. Todo saldrá bien.

Entonces se volvió hacia Moore y su rictus se transformó por completo. El viejo utilizó la poca energía que le quedaba para enderezarse sobre su rodilla destrozada y, por un instante, el anciano hombre se transformó en una especie de gigante atemorizador que desprendía oleadas de energía. Las sombras de las esquinas revoloteaban, perturbadas e inquietas, en medio de un concierto de susurros ininteligibles que crecía en intensidad.

—¡Tú!

La voz del anciano se transformó en un rugido mientras extendía un dedo acusador hacia Moore. Una leve brisa hizo revolotear los faldones de su levita remendada. El viento soplaba con más intensidad a medida que pasaban los segundos. La parte más primitiva del cerebro de Kate sabía que no era posible que hubiese viento dentro de un espacio cerrado a bordo de un barco, pero no podía hacer nada para controlar el pánico.

—¡Tú! —El anciano rugió de nuevo y levantó el otro brazo. Abrió su puño y un polvillo de color arenoso fue arrastrado por el viento en todas direcciones, creando cambiantes formas sinuosas en el aire antes de disolverse—. ¡Pulsa Denura! ¡Pulsa Denura!

El polvillo alcanzó a Moore al mismo tiempo que las palabras del anciano. Las sombras parecían haber enloquecido y giraban como un huracán en torno a ellos, lanzando sonidos confusos. Toda la sala parecía latir con un pulso propio y los remaches temblaban.

¡PULSA DENURA!

El grito fue casi sobrehumano. A la vez que lo lanzaba, abrió las dos manos y apuntó todos sus dedos ganchudos y deformes hacia la cara de Moore. Aquello fue demasiado para el jefe de seguridad. Levantó su pistola y disparó tres balas. La primera alcanzó al anciano en el hombro, haciéndole girar como una peonza. La segunda entró por un costado y le atravesó los pulmones de lado a lado antes de salir y enterrarse contra un montante de acero. La tercera bala le partió la espina dorsal, y el viejo se derrumbó en el suelo como un muñeco de trapo, muerto antes de tocar la cubierta.

En cuanto el anciano quedó inmóvil en el suelo, el huracán se detuvo, el viento cesó y las paredes dejaron de temblar. La calma volvió al sollado, mientras los restos de tela y de trozos de cartón que se habían elevado hasta el techo caían lentamente sobre todos ellos. Todo parecía normal.

Aunque había un cambio sutil.

Eran las sombras de las esquinas. Ya no se movían ni murmuraban, pero eran negras, oscuras como la más profunda de las noches, densas como un pozo de petróleo. Parecían tener consistencia casi sólida.

Parecían respirar.

Latir.

A punto para empezar a hacer algo.

Moore, sudoroso, se volvió hacia dos de sus hombres y señaló unas planchas de acero cuidadosamente apiladas como lastre en un costado del sollado.

—Apilad los cadáveres a un lado y después cubridlos con esas placas. —Su voz sonaba calmada, como si no acabase de asesinar a sangre fría a cuatro personas—. Que el jefe de máquinas os deje un grupo electrógeno para hacer las soldaduras. Ya que subieron a bordo, que se queden a bordo, pero para siempre. Como ratas, detrás de las paredes. —Se volvió hacia Kate y Senka, que se mantenían inmóviles, espectadoras de excepción en aquel drama—. Y emparedadlas a ellas también, pero vivas.

—Pero…, señor —balbuceó uno de sus hombres—. Se quedarán sin aire. Es un espacio muy…

Moore se volvió y lo contempló fijamente, sin decir nada. Sus pupilas parecían dos chorros de odio negro pulsátil con vida propia, capaces de atravesar cien metros de acero. El hombre se encogió bajo la mirada de su superior, gimiendo. Un zarcillo de oscuridad se arremolinó en el techo, sobre su cabeza, y de uno de sus lacrimales comenzó a deslizarse una diminuta gota de sangre. Giró la cabeza, como un muñeco de guiñol al que le han cortado una cuerda.

—Haced lo que digo. —La voz de Moore sonaba como el retumbar de un trueno lejano—. Ahora.

Sus hombres comenzaron a moverse a trompicones, empujando a las dos mujeres a punta de fusil hacia el costado donde se apilaban los cuerpos sin vida.

En aquel momento, Senka por fin se decidió a actuar.

La serbia esperó pacientemente hasta que el primer soldado llegó a su altura. Entonces levantó el brazo en un gesto fluido, entrenado mil veces para hacerlo a la perfección. Su codo se clavó en el cuello del hombre con un golpe blando. El soldado emitió un tosido ahogado, a la vez que en un acto reflejo se llevaba las manos a la tráquea rota. Senka aprovechó para agarrar el cañón del fusil y tirar de él, de forma que cayó sobre el otro guardia y ambos se enredaron en un nudo de brazos y piernas.

Moore y el tercer soldado las apuntaron con sus armas. Desde aquella distancia era imposible errar. Pero justo en aquel momento una ola un poco más potente que las demás impactó contra el costado del Valkirie. El barco, sin estabilizadores, se balanceó incluso en aquel sollado tan profundo, a la vez que un sonido sordo como el de una locomotora al estrellarse se propagaba por las planchas del costado.

Sorprendido por aquel inesperado movimiento, Moore trató de recuperar el equilibrio mientras su subordinado disparaba un tiro de fusil que se acabó incrustando en el techo de la sala de calderas.

—¡Ahora, Kate! —gritó la serbia—. ¡Corre hacia el ascensor!

La puerta que comunicaba con la sala principal de calderas estaba a tan sólo unos diez metros. Si apuraba el paso, llegaría hasta allí antes de que sus captores recuperasen el equilibrio.

Kate entendió lo que le decía la serbia y echó a correr. Entonces lo vio. Aquel pequeño paquete de tela y piel muy blanca que apenas se movía y al que casi no le quedaban fuerzas para gemir.

El niño.

Recordó la mirada llena de ternura que el anciano judío había clavado en ella, y entonces se dio cuenta de lo que tenía que hacer. De cuál era su obligación para con aquel hombre. Del papel final que le tocaba desempeñar en aquel drama.

Dejó de correr hacia la puerta y eso fue lo que le salvó la vida. La primera bala de Moore se clavó en un mamparo, justo en el lugar por donde tendría que haber pasado su cabeza si hubiese seguido en la misma dirección. En vez de eso, giró sobre sí misma y se lanzó en dirección al bebé que estaba en el suelo.

Lo enganchó al vuelo por el borde del talit azul y blanco que lo envolvía, como un ciclista al recoger su bolsa. Sin detenerse continuó a toda velocidad justo cuando una segunda bala estallaba muy cerca de sus pies. Pudo oír el rugido de furia de Moore justo por encima del chasquido del percutor al golpear en el aire. El cargador estaba vacío.

Entre tanto, Senka había alcanzado la puerta de la sala de calderas. La serbia se detuvo menos de un segundo en el umbral, con una sensación de angustia. Moore corría hacia la puerta con los ojos puestos en Kate a la vez que cambiaba el cargador de su Walther PPK. La periodista había perdido un tiempo precioso al recoger al bebé y el jefe de seguridad le había ganado la posición. Kate no podría llegar a la puerta sin tropezar de frente con él.

Con el rabillo del ojo captó algo que se movía a su derecha. El soldado de la tráquea partida se debatía en el suelo, volviéndose de un color cada vez más azulado, pero los otros dos se habían repuesto y trataban de hacer puntería sobre ella mientras el Valkirie se sacudía.

Apuntar con un largo Mauser cuando el suelo que está debajo de tus pies no para de moverse acabó siendo una labor demasiado difícil para el cerebro medio moribundo de aquellos hombres. El disparo salió alto y una bala arrancó un mar de chispas en algún lugar a varios metros sobre ellos. Con un reniego, Senka se volvió hacia la puerta y la cruzó. Kate tendría que arreglárselas por su cuenta, pero al menos podía despistar a aquellos tipos.

—¡Menuda puntería de mierda, gilipollas! —gritó Senka desde el quicio, antes de salir por piernas hacia el ascensor. Pero primero se permitió el lujo de hacer un corte de mangas a los dos soldados supervivientes. Moore, demasiado concentrado en Kate y en el bebé, ni la vio.

Senka corrió hacia el ascensor en zigzag, con un chorro de sudor helado cayéndole por la espalda. Sentía un pinchazo intenso en el costado. Lo más probable era que las patadas que le había dado Moore le hubiesen roto una o dos costillas. Le dolía terriblemente cada vez que inspiraba, pero no tenía más remedio que apretar los dientes. La puerta del ascensor estaba cada vez más cerca.

Si conseguía llegar hasta las plantas superiores del barco, sus posibilidades se multiplicarían por mil. Incluso podría alcanzar alguno de los botes salvavidas antes de que los explosivos plásticos detonasen y aquello se convirtiese en un hormiguero de soldados cabreados. Se apartó una gota de sudor que le caía por el mentón y resopló.

Ya quedaba menos. Iba a lograrlo.

Los timbres de alarma de su cerebro, entrenado para aquel tipo de situaciones, se encendieron. Senka no corría en línea recta para evitar ofrecer un blanco fácil a sus dos perseguidores, pero éstos ni siquiera habían intentado dispararle. El jefe de máquinas y sus hombres se habían apartado a una esquina, con una expresión de terror mudo pintada en el rostro.

Se arriesgó a echar una mirada hacia atrás y se quedó paralizada. Los dos soldados se habían detenido en la puerta que comunicaba la sala de máquinas con la tolva donde un día habían estado (o estarían) los estabilizadores y permanecían allí, de pie, apoyados en sus fusiles y con una expresión de diversión malvada en el rostro. A su alrededor, una nube negra preñada de oscuridad malvada se arremolinaba, inquieta. Ya cubría toda la pared del fondo y poco a poco iba sumergiendo en sombras el resto de la sala.

El primer brazo de aquella oscuridad llegó a la altura de los maquinistas y los cubrió sin que se diesen cuenta. Se oyó un sonido acuoso y aspirado seguido de un coro de gritos de dolor extremo que se cortaron de golpe, como una radio que se apaga. Y, después, nada más. Ni el menor rastro de aquellos hombres. Las sombras gruñeron, saciadas, y más oscuras aún si cabe. Alimentadas. Sonriendo con colmillos podridos y aliento a muerte.

Cada vez estaba más oscuro. Tan sólo las luces de los diales y de la cabina del ascensor permanecían encendidas, bañándolo todo con un enfermizo color amarillo.

Un gemido de animal acorralado subió por la garganta de Senka. No le iban a disparar. Iban a esperar a que la sombra se encargase de ella. Sufriría un destino mil veces peor.

Para poner las cosas aún más interesantes, una campana sonó a sus espaldas. El ruido del ascensor se detuvo y la verja de cierre crujió cuando la apartaron a toda prisa. No le hizo falta volverse para adivinar que la cabina del ascensor acababa de llegar. El ruido de varios pares de botas y los murmullos de diferentes voces le hicieron saber que habían llegado los refuerzos de Moore. Estaba atrapada.

El recuerdo de un día muy lejano la asaltó. Un día en el que una niña había visto cómo el cielo se cubría con negras nubes de humo mientras su aldea ardía. Una niña rodeada de hombres con uniforme militar de aspecto torvo y alma putrefacta. Una niña a punto de ser arrastrada a la boca del infierno.

Senka abrió los ojos, arrasados en lágrimas, pero centelleantes de desafío. Ya no era aquella niña. Era Senka Simovic. Una cobra, una experta en causar dolor. Una superviviente. Y no iba a permitir que las sombras ganasen otra vez.

—Venid a por mí si tenéis huevos, kopilad. —Levantó una mano en gesto de desafío—. Una contra siete. Cobardes. Imbéciles.

Los hombres gruñeron ante su desafío y, en vez de acribillarla a disparos, embistieron como toros. La sombra se retorció con un chillido de sorpresa, como si aquello no entrase en sus planes. Reptó hacia Senka a toda velocidad, pero la serbia saltó sobre la barandilla y se dirigió hacia el túnel de servicio que llevaba al eje de la hélice.

La verja aún estaba suelta, así que la arrancó de un tirón y se metió en el corredor a toda velocidad, mientras varios de aquellos soldados le pisaban los talones. Al fondo aún se distinguía la luz mortecina de la lámpara de Paxton.

El ruido del disparo dentro de un espacio tan reducido sonó como un cañonazo y la ensordeció de inmediato. Un dolor agudo le atravesó la base de la espalda cuando la primera bala la alcanzó a la altura de los riñones y se enterró en su interior. Trastabilló y tuvo que apoyarse en las paredes del pasillo para no caer.

La segunda bala le perforó un pulmón. Senka notó una presión en la espalda que la empujó hacia delante y un calor repentino y asfixiante, como si estuviese en llamas. De su boca asomó un poco de sangre, pero se negó a caer de rodillas. Aún no.

Estaba casi a la altura del cuerpo de Paxton. Al llegar junto a él se derrumbó, con los tímpanos reventados por el sonido de los disparos. Sintió un tercer y un cuarto disparo y como algo caliente se le clavaba en una pierna. Su visión era cada vez más borrosa. Apelando a sus últimas fuerzas se dio la vuelta y miró hacia la boca del túnel.

Una fila de soldados avanzaba en hilera, el primero de ellos con el rifle humeante y la mirada turbia. A sus espaldas sólo se veía una oscuridad negra como una noche sin estrellas en un planeta frío y hostil. Estaban casi junto a ella.

La sombra adelantó a los hombres, devorándolos a su paso. Un muro negro e insondable se abalanzó sobre Senka, con un sonido ansioso y susurrante que crecía metro a metro. Por un segundo, la serbia pudo adivinar en medio de las brumas cambiantes el rostro de una mujer rubia, de aspecto enigmático, que la miraba con sarcasmo desde el fondo de aquella nube de maldad. Un rostro que ella había besado hasta la extenuación. Un rostro que en aquel momento sonreía de manera obscena y malvada. Algo frío y amargo se cerró en torno a su corazón.

Senka. Eres mía. Ven con nosoootros. Ahora.

La serbia escupió un borbotón de sangre y su mirada se volvió vacilante. Agarró la pernera de Paxton con las dos manos y le dedicó una última sonrisa feroz a la sombra que se acercaba.

—Ya no tengo miedo. Ya estoy en paz. Vuelve al infierno, zorra.

Tiró de la pierna del cadáver y el resorte de presión se liberó. Un segundo antes de volatilizarse en una bola de fuego, Senka pudo oír el sonido que emitió la sombra.

Un sonido de sorpresa. Y de dolor.

Después la bola de fuego lo devoró todo por completo y, por fin, Senka Simovic encontró el camino hacia la paz.