Era una imagen sacada de un cuadro del Bosco. Kate temblaba de manera incontrolada cuando salió de la cabina del ascensor, demasiado conmocionada como para poder hablar. Era incapaz de mirar fijamente un lugar más de un segundo, estaba asqueada, todo le daba vueltas. Tuvo una arcada, pero su estómago estaba vacío y sólo consiguió expulsar un hilo de bilis.
La explosión de los estabilizadores había lanzado una lluvia de metralla letal sobre la sala de máquinas. Los cuerpos desgarrados del jefe de máquinas, un tipo alto y atlético, y de los otros cuatro maquinistas estaban esparcidos por toda la sala. Los pedazos más grandes parecían alfileteros donde algún gigante sádico se hubiese divertido clavando afiladas esquirlas de metal retorcido en pedazos de carne. La sangre chorreaba por las cubiertas de los motores, que seguían rugiendo en modo automático. El olor del aceite y del combustible diésel quemándose se mezclaba con el de la sangre recocida sobre las planchas de metal calientes.
Kate se dejó caer al suelo, con una mezcla de agotamiento psíquico y emocional. Todo la sobrepasaba. Estaba tan cansada y tenía tanto miedo que ni siquiera era capaz de llorar. Parecía que sus emociones estaban desconectadas, o abotargadas por completo. Lo único que le apetecía era cerrar los ojos y dormir durante al menos una semana. Y que al despertarse todo aquello sólo fuese una pesadilla. Y que el cuerpo caliente de Robert estuviese a su lado en la cama, por supuesto.
—¿Qué te pasa? —preguntó Senka, inclinada sobre ella, con cara de preocupación—. ¿No te encuentras bien?
Kate meneó la cabeza, agotada.
—Este sitio —dijo sollozando—. Demasiada sangre, demasiado horror, demasiada muerte, Senka. No puedo más.
La serbia miró a su alrededor, con una expresión de perplejidad pintada en la cara. Dio un par de pasos hacia el centro de la sala de máquinas y uno de sus pies quedó a menos de un centímetro de la cabeza cercenada de un maquinista. Del cuello del cadáver asomaban dos docenas de trozos de acero que le habían cruzado toda la espalda hasta acabar por detenerse allí, después de separarle el cráneo del resto del torso.
—¡Tenemos que aprovechar, Kate! —dijo. La urgencia empañaba su voz con un matiz de angustia—. ¡Sea lo que sea que hayamos venido a hacer aquí abajo, ahora que no hay nadie es nuestra oportunidad!
La serbia dio un paso hacia adelante y pisó un trozo de pulmón que se deshizo bajo su pie descalzo con un sonido viscoso. Senka ni se inmutó, mirando fijamente a la periodista con expresión de desconcierto.
Entonces, Kate lo comprendió todo.
«Ella no puede verlo —pensó Kate—. No ve nada de todo lo que nos rodea».
—Dime, Senka. ¿No notas nada extraño aquí? ¿No ves nada que te llame la atención?
—Ese olor metálico. —La serbia se estremeció—. Recuerdo que olí algo parecido justo antes de… —Entonces abrió mucho los ojos, con el terror pintado en ellos, y giró la cabeza en todas direcciones—. ¿Crees que está aquí? ¿Esa sombra nos ha alcanzado?
—No, no lo creo —contestó Kate poniéndose de pie de nuevo. Se sentía increíblemente vieja, como si su alma estuviese lastrada por un millón de piedras pesadas. Algo había cambiado en ella, quizá para siempre. Podía ver cosas que nadie más percibía. Estaba atrapada entre dos mundos. Puede que incluso entre más—. Es sólo el olor de los motores, Senka.
—¿Qué hemos venido a hacer aquí abajo?
—Tenemos que detener el Valkirie, sea como sea. —Miró su reloj. Ya había pasado la hora de la última anotación recogida en el diario de bitácora. Cualquier cosa que fuese a suceder (cualquier cosa que hubiese sucedido, se corrigió) estaba a punto de ocurrir.
De ocurrir de nuevo.
—¿Cómo lo vamos a hacer? No sé cómo funcionan estos motores. —Senka señaló al laberinto de indicadores, palancas, botones y manómetros de su espalda. Al hacerlo, su dedo índice rozó un dial que estaba empapado de sangre y de restos grumosos de cerebro. Con una mezcla de asco y fascinación, Kate observó la punta manchada de sangre, que señalaba al azar, sin que su dueña fuera consciente de que estaba goteando sangre y restos humanos—. Supongo que, si cerramos alguna de estas válvulas, estrangularemos el sistema de admisión y las calderas se apagarán. Pero corremos el riesgo de cerrar la válvula incorrecta, provocar un aumento de presión y que todo vuele por los aires. Mandaríamos el barco al fondo del mar y nosotras nos iríamos con él.
—Tiene que haber otra forma —masculló Kate mientras daba unos pasos por la sala, evitando tocar los cuerpos mutilados.
«Robert, ahora sería un momento fantástico para que dijeses algo».
Su pie derecho tropezó con algo, que salió despedido con un sonido cantarín. Kate lo siguió con la vista, pensando que sería un trozo de metralla, pero aquel pedazo de metal tenía una forma demasiado alargada y perfecta.
Intrigada, lo observó. Era un tornillo largo, de unos cinco centímetros, y estaba perfectamente engrasado y reluciente. Se preguntaba de dónde habría salido. Entonces, el tornillo se movió ligeramente, como si se le hubiese acercado una piedra imantada. Tembló durante un segundo y comenzó a rodar sobre sí mismo.
Al principio, Kate pensó que era a causa del oleaje que sacudía el barco cada vez con más fuerza, pero entonces se dio cuenta de que el tornillo rodaba en dirección contraria a la pendiente, al tiempo que el resto de desperdicios tirados por el suelo resbalaban en dirección opuesta, en una catarata de pedazos de hierro, carne y restos inidentificables.
Era espeluznante. Un desafío a todas las leyes de la física. Con una punzada de lástima, Kate pensó que a Carter le habría fascinado ver aquel fenómeno.
El tornillo rodó hasta tropezar con una reja de acero situada contra la pared y por fin se detuvo allí. Había otros cinco tornillos apoyados en una chaqueta doblada cuidadosamente en el quicio de la reja. Alguien la había colocado allí para evitar que la reja se volviese a cerrar y fuese difícil de mover.
«Gracias, Robert».
—¿Adónde lleva ese túnel? —preguntó Senka mientras ayudaba a Kate a mover la reja. La periodista se encogió de hombros, lo que arrancó una sonrisa tensa de la serbia—. Me imagino que no habrá un tornillo rodante dentro de ese pasillo que nos diga qué es lo que tenemos que hacer, ¿verdad?
Por toda respuesta, Kate se introdujo en el corredor y empezó a avanzar. El olor a aceite quemado era mucho más intenso allí que en cualquier otra parte del barco. El pasillo se estrechaba hasta convertirse en un túnel de paredes curvas, cada vez más angosto y oscuro. Sólo entonces se dio cuenta de que ninguna de las dos tenía una linterna. No les quedaba más remedio que adentrarse a tientas en la negrura.
El espacio era cada vez más reducido, y a Kate le entró un ataque agudo de claustrofobia. Se vio a sí misma, encerrada en aquel pequeño conducto, con cientos de toneladas de acero y tuberías sobre su cabeza y tan sólo una lámina de acero —que se le antojaba demasiado fina— separándola de miles de metros de agua helada. Por delante sólo tenía oscuridad, y a su espalda el cuerpo de Senka obstaculizaba su única salida. La altura del túnel se redujo súbitamente, y las obligó a avanzar a gatas el resto del trayecto.
Kate se detuvo. Tenía las piernas y los brazos agarrotados. Su respiración era cada vez más trabajosa y jadeante. Pequeñas luciérnagas de luz bailoteaban delante de sus ojos en la oscuridad. Apretó los párpados. El sudor bajaba a raudales por su espalda y por sus costados, pegándole la ropa como una segunda piel. Estaba hiperventilando tanto que pensaba que se iba a desmayar.
«Me voy a quedar atascada. Nos quedaremos atrapadas aquí y la sombra nos devorará en esta ratonera».
Tranquila, tesoro. Ya no falta nada. Ten fe, K. K.
La voz de Robert explotó en su cabeza con fuerza y tuvo un efecto balsámico inmediato. Sus nervios se relajaron de inmediato. Abrió los ojos y vio el débil destello de luz de una linterna parpadeando a poca distancia de ella, quizá a menos de diez metros. Gateó hacia la luz, pero su olfato se vio asaltado por un nuevo olor que se sobreponía al aroma de aceite quemado. Olía a corrupción y a piel chamuscada.
Entonces se fijó en que al lado de la linterna había un bulto inmóvil. Era un cuerpo humano. Kate se armó de valor y reptó los dos metros finales hasta llegar a la altura de la pierna de aquella persona. Tiró de la pernera, pero no se movió. Estaba muerto.
Reprimiendo el asco y la repulsión, le dio la vuelta al cuerpo hasta que quedó boca arriba y pudo verle la cara. El rostro abotargado y cubierto de sangre de Will Paxton, el geólogo, la observaba desde el más allá con una expresión muda de estupefacción y rabia que se había quedado congelada en su cara para toda la eternidad.
—Es Paxton, el geólogo. —Senka había gateado hasta llegar a su lado. Las dos mujeres, delgadas, cabían a duras penas en paralelo en aquel estrecho conducto, donde Paxton, más corpulento, casi se había quedado atascado—. ¿Qué diablos estaba haciendo aquí?
Kate sujetó la linterna de Paxton, que tenía las pilas casi agotadas, y enfocó hacia el final del túnel. Entonces pudieron ver la portilla abierta sobre el conducto del eje y los ordenados paquetes de Semtex apilados como el juego infantil de un niño peligroso, con los cables de los detonadores colgando, listos para ser conectados.
—Paxton era el agente de Wolf und Klee —musitó Kate, incrédula—. Nunca lo hubiese sospechado.
—Puede ser —murmuró Senka con un estremecimiento, sumergida en sus propios recuerdos—. O puede que no. Quizá fuese el Valkirie quien lo trajese aquí. Lo de menos es quién era. Lo importante es lo que hacía.
La serbia contempló el paquete de Semtex y el hueco del eje con expresión pensativa durante unos cuantos segundos. Al final afirmó, convencida.
—Quería inutilizar el eje, eso seguro —murmuró mientras manipulaba los detonadores, apartaba unos cuantos paquetes de explosivo y se los pasaba a Kate—. Pero estaba usando demasiado material. Si hubiese hecho explotar todo esto habría abierto una vía de agua en el casco del tamaño de un autobús. Nos hubiese llevado al fondo en menos de cinco minutos, y sin tiempo para soltar los botes.
La serbia frunció el ceño, mientras recolocaba las restantes pastillas de Semtex sobre la portilla del eje.
—Es extraño —dijo para sí misma en voz alta—. Alguien capaz de manejar este tipo de material tiene muy en cuenta las cantidades necesarias. No entiendo cómo pudo cometer un error tan estúpido.
—Quizá no era capaz de pensar con claridad —especuló Kate—. En este barco, en ocasiones, la mente parece funcionar de otra manera.
A Senka se le puso la piel de gallina asimilando lo que acababa de decir Kate. Aquello se parecía tanto a su propia experiencia que tenía la sensación de estar viviéndola por segunda vez.
—Con esto será suficiente. —Señaló el bulto que había formado; tan sólo había tres pequeños ladrillos de material explosivo—. La explosión deformará el eje y probablemente haga alguna fisura en el casco, pero no será nada serio. Pondré el temporizador para que estalle dentro de quince minutos. ¿Qué te parece?
Kate calculó y asintió. En un cuarto de hora podían salir de la sala de máquinas, tomar el ascensor y tratar de llegar a la cubierta exterior para esconderse dentro de uno de los botes que colgaban del lateral del barco. Con un poco de suerte pasarían desapercibidas hasta que el momento de la singularidad hubiese terminado y todo volviese a la normalidad. Y en el caso de que aquella locura continuase, siempre podrían soltar las amarras y dejar caer el bote al océano, con ellas dos dentro, y confiar en que algún otro barco las encontrase a la deriva.
Senka apretó una serie de botones y clavó el extremo de un cable detonador en la masa de color terroso del Semtex. En el último momento, empujada por una iluminación repentina, arrastró la bolsa de lona verde de Paxton y rebuscó dentro de ella. Con una sonrisa perversa sacó una pieza que parecía una pinza de metal y la conectó al explosivo. A continuación, con sumo cuidado, puso el cuerpo de Paxton sobre la pieza, en medio del pasillo, de manera que para llegar al explosivo había que moverlo a un lado.
—Eso era un detonador de presión —explicó cuando retrocedía a gatas, arrastrando la bolsa de lona—. Si alguien trata de llegar a la bomba y mueve el cadáver, la hará explosionar.
Cuando salieron a la sala de máquinas, Kate respiró ansiosamente. Se llenó los pulmones del aire viciado y corrupto de la bodega, pero después de aquellos minutos interminables encerradas en el tubo de servicio le pareció el aire más delicioso que había aspirado en toda su vida.
Se giró hacia Senka, sonriente, y su corazón se encogió hasta el tamaño de una cabeza de alfiler al ver la expresión de terror en la cara de la serbia.
Entonces sintió un dolor insoportable en la parte posterior de la cabeza, la oscuridad cayó sobre ella, y ya no supo nada más.