Richard Moore —o lo que alguna vez había sido Richard Moore— subía los escalones con la cadencia de un metrónomo, sin que apenas se le alterase el pulso. Sus pulmones eran como dos fuelles, y una energía extraña y vibrante le animaba a avanzar cada vez más rápido, como un motor sobrealimentado. Cruzó el círculo de luz que marcaba el centro del enorme hall de las águilas. Los remates plateados de las banderas del rellano lanzaban destellos refulgentes que rebotaban en las molduras y en los frisos, cubiertos de diminutas rapaces que sujetaban cruces gamadas envueltas en coronas de laurel.
Se acercó hasta la puerta oculta en la pared que llevaba al puente y tiró de la manilla. En ese momento, la primera gran ola de la tormenta golpeó con fuerza el costado del Valkirie. Si hubiesen tenido los motores estabilizadores, el balanceo se habría visto compensado de forma automática por el cerebro electrónico del puente, pero nada de eso existía ya. Así que el impacto de la ola hizo que el barco se balancease ligeramente, apenas dos o tres grados, pero lo suficiente como para que Moore perdiese el equilibrio y descargase todo su peso sobre la puerta al abrirla.
La acción combinada de su peso y el tirón dejó un profundo surco en el suelo, perfectamente visible, pero Moore no se dio cuenta.
Sube al puente, Otto. El capitán te espera. Es urgente.
La voz.
La voz era deliciosa, intensa y potente, y llenaba hasta el último recodo de su mente, apagando los demás ruidos. A Moore no le gustaban los demás ruidos. Le daban miedo. Le decían que todo iba horriblemente mal. Prefería no tener que escucharlos.
Entró en el puente como una exhalación. El capitán Kuss (Harper. Se llama Harper. HarperHarperHarper. NO LOS ESCUCHES, OTTO), elegantemente vestido, le observaba con sus ojos azul cobalto. Llevaba su mejor uniforme, con la raya del pantalón perfectamente planchada. Miró a Moore con disgusto y a continuación echó un vistazo al reloj.
—Llega tarde, suboficial Dittmar —dijo con voz seca.
—Lo sé, señor —contestó Moore/Dittmar, pegando un taconazo seco mientras levantaba el brazo en un gesto automático—. He estado ocupado hasta ahora.
Por toda respuesta, Kuss/Harper se sacudió una mota de polvo imaginaria de la manga.
—Me informan de que se ha oído un ruido cerca de la sala de calderas número dos. Algo parecido a una explosión, aunque no hay daños. Baje a ver de qué se trata y suba a contarme qué ha sucedido. Pero dese prisa. Tengo la maldita cena de gala en menos de quince minutos. No quiero perder demasiado tiempo.
—Jawohl, Herr Kapitän. —Moore dio otro taconazo y salió como una centella del puente. No se trataba sólo de lo que le había dicho el capitán. La voz de ella había sonado de nuevo en su cabeza, con una sola palabra.
CORRE.
Y esta vez estaba teñida de urgencia.
Con tres saltos se plantó en el montacargas principal, que conectaba directamente el puente con la parte inferior del barco. Estaba en una zona a la que el pasaje no podía acceder, y era la vía más rápida para moverse por el buque. Al llegar se encontró a tres de sus hombres, que le esperaban ociosos fumando cigarrillos. Sin mediar palabra les hizo una seña y se introdujeron en el elevador.
Justo cuando cruzaba la reja, una imagen extraña pasó por una décima de segundo delante de sus ojos. Como una especie de neblina vio dos hojas de acero soldadas ante él, cortando el paso, con una enorme pegatina roja en la que había algo escrito en inglés.
Moore sacudió la cabeza y estiró la mano hacia las hojas de acero, pero las atravesó como si fueran humo. Entonces, la imagen se desvaneció. Un pequeño latido en su sien le hizo torcer el gesto. Aquel maldito dolor de cabeza estaba a punto de volver, por lo visto.
El montacargas bajó entre chasquidos y traqueteos durante un rato que pareció eterno hasta llegar al sollado de calderas. El rugido de los motores del Valkirie era como un zumbido monótono e intenso que amortiguaba todos los sonidos y que obligaba a hablar a gritos. La temperatura allí abajo era sofocante, casi diez grados más alta que en el resto del barco, y por ese motivo la mayoría del personal de máquinas caminaba semidesnudo. Nada más entrar en aquel mundo subterráneo, Moore rompió a sudar.
Se dirigió hacia el jefe de máquinas, un hombre gordo y calvo de cerca de sesenta años, cuya piel brillaba cubierta de sudor. Lucía un mostacho prusiano que le bajaba desde las sienes hasta la barbilla. Nada más ver a Moore, se acercó hacia él mientras se limpiaba las manos en un trapo de hilas.
—¡Por fin aparece! —rugió—. Hace una hora hemos escuchado una explosión en el sollado número tres. Al principio pensamos que habíamos tocado con una mina, o algo así, porque ese cuarto está vacío… O debería estarlo. Entonces los encontramos y, claro, no sabíamos muy bien…, esto…, pensamos que sería mejor que viniesen los de seguridad a hacerse cargo. —Su voz se había ido apagando a medida que hablaba, cada vez más nervioso.
Moore le miró y entonces sucedió lo mismo que en el ascensor. Como si se superpusiesen dos imágenes en movimiento, mientras Moore miraba al jefe de máquinas, que tenía a sus espaldas los enormes motores del Valkirie, los colores comenzaron a disolverse y a empastarse entre ellos. Entonces, durante un par de segundos, la imagen del fondo se volvió borrosa y, cuando volvió a adquirir nitidez, había cambiado. Sobre los manómetros destrozados se veían restos de sangre y carne, y los cuerpos destrozados de tres maquinistas yacían en el suelo, acribillados por cientos de pequeños pedazos de metralla. La visión era tan real que Moore dio un paso atrás, impresionado. Abrió la boca para gritar, pero en ese instante la imagen desapareció otra vez, como una burbuja de jabón al explotar. Todo volvía a ser normal. Los indicadores y las válvulas estaban en perfecto estado, brillantes y lustrosos, y no había el menor rastro de la carnicería.
Ha sido una ilusión, Otto. Estás muy cansado. Cuanto antes acabes, antes podremos volver al bar a tomarnos una copa.
—¿Dónde está ese sollado?
—Por allí —señaló el jefe de máquinas, obsequioso—. Al otro lado de aquella puerta.
Cruzaron un mamparo y entraron en una sala cavernosa y vacía. Cuando se hizo el diseño original del Valkirie, en 1938, estaba proyectado que llevase motores de carbón, y aquel sollado tendría que haber sido un inmenso almacén de hulla para alimentar las calderas. Finalmente habían instalado unos motores diésel más eficientes, y la inmensa tolva había quedado vacía.
Moore entró y parpadeó. Dos gigantescos motores de aspecto ultramoderno humeaban, reventados, y los restos de engranajes y de pedazos de metal retorcidos se hallaban esparcidos por toda la sala. Cerró los ojos con fuerza y, cuando los volvió a abrir, habían desaparecido. La sala estaba completamente vacía, excepto por el grupo de personas sentado en una esquina. El dolor de cabeza de Moore no hacía sino aumentar. Se sentía enfermo, aquel calor le estaba mareando y tenía ganas de vomitar. Habría matado por un buen trago.
—Está sangrando, señor —dijo uno de sus hombres, con voz queda, alargándole un pañuelo.
Moore lo cogió sin abrir la boca y se restañó la nariz. El olor denso y metálico de los motores diésel del Valkirie se expandía por toda la bodega como un perfume espeso que impregnaba la ropa, la piel y el cabello. No se lo podría arrancar en semanas. Todo el que bajaba allí olía a sala de máquinas sin remedio.
Caminó por la sala vacía, temiendo que en cualquier momento empezase a tener visiones otra vez. Quizá debería ir a hablar con el doctor del barco. No era normal ver cosas que no existían, cosas que no podía comprender. Pero la idea se le borró de golpe de la cabeza, sustituida por la perplejidad, en cuanto se fijó en el grupo que estaba apoyado sobre una viga y que le miraba con expresión temerosa.
Era una familia, o al menos tenían toda la pinta. Eran cinco miembros, dos hombres, dos mujeres y un bebé de pocas semanas que gemía débilmente mientras su madre lo acunaba.
Moore los observó. El hombre joven y la mujer debían de ser un matrimonio. Él era más bien bajo, con gafas de montura de metal, piel muy clara debajo de un pelo prematuramente cano y unos ojos verdes de expresión inteligente. Sujetaba de la mano a la mujer, de formas esbeltas y oscuros ojos marrones que le miraban con temor desde una cara ovalada envuelta en un pelo ensortijado. De vez en cuando se inclinaba sobre el bebé y lo arrullaba, intentando que cesase de llorar. Justo a sus pies estaba una niña de unos seis o siete años, vestida con un sencillo traje de lino gris y unas sandalias que le quedaban grandes.
Estaban asustados, débiles y hambrientos. El pánico que destilaban era tan palpable que parecía envolverlos como una nube de humo denso. Moore supo de manera instintiva que él era el último responsable de aquel temor y, de súbito, una descarga de endorfinas le sacudió como si le hubiese alcanzado un rayo. Aquella sensación era tan gratificante que resultaba adictiva.
Le temían.
A él.
Tenía la vida de aquella familia en sus manos. Era como si fuese un pequeño dios de los infiernos. Tragó saliva, casi sin poder respirar. Entonces, su mirada se detuvo en el último miembro del grupo y la euforia se transformó en ira.
El hombre más mayor debía de tener casi ochenta años. Su aspecto era débil y vestía un traje negro que empezaba a estar raído en los codos. Lucía una espesa barba gris y de debajo de su sombrero se escapaban un par de largos tirabuzones rituales que le caían por delante de sus orejas. Sobre sus hombros llevaba un chal de rayas azules y blancas.
«Un jodido rabino», pensó Moore.
Un rabino a bordo del Valkirie.
El anciano era el único del grupo que parecía mirarle sin temor. Sus ojos grises parecían atravesar a Moore como dos rayos de fuego, escudriñando hasta el rincón más recóndito de su alma. Una sonrisa sardónica se formó en una esquina de su boca, como si hubiese descubierto algo muy divertido en el jefe de seguridad.
Aquello fue demasiado para Moore. Lanzó el puño contra la cara del anciano como si fuese una catapulta y le golpeó en la mejilla. El viejo salió despedido hacia atrás y cayó de espaldas al mismo tiempo que empezaba a manar sangre de la boca. La mujer y la niña soltaron un grito de alarma e intentaron ayudar al anciano, pero el hombre joven las retuvo mientras miraba a Moore con una expresión insondable en su mirada. Sabía que en aquella situación tenía las de perder.
El anciano se puso de pie trabajosamente. Recogió el sombrero del suelo, le sacudió el polvo y se lo caló de nuevo. Entonces se acercó de nuevo a Moore con una expresión de aceptación y fatalismo bailando en su mirada. Era el rictus de un hombre que conoce su destino y sabe que lo que va a suceder es inevitable. Pero había algo más, algo tan fugaz moviéndose por debajo que Moore no habría sabido definirlo bien… ¿Era una advertencia, quizá?
—¿Y esas botellas de agua? —El jefe de seguridad señaló un par de garrafas que estaban a los pies del grupo. La niña sostenía otra en las manos, como si estuviera a punto de beber cuando Moore llegó y se hubiese quedado congelada en el movimiento.
—Se las hemos dado nosotros —balbuceó el oficial de máquinas—. Aquí abajo hace tanto calor que estaban casi deshidratados. Deben de llevar escondidos aquí desde que salimos de Hamburgo. Podrían haber muerto si no los hubiésemos…
Sin dejarle terminar, Moore lanzó un grito de rabia y pateó las garrafas, que rodaron por el suelo de la tolva. Mientras el agua se derramaba sujetó con fuerza a la niña por el brazo izquierdo con una de sus enormes manos. Apretó con saña y la pequeña soltó la garrafa con un grito de dolor. Moore la zarandeó en el aire, como un león jugando con un cervatillo.
—¡Sucios judíos! —Escupía pequeñas gotitas de baba al gritar. La niña, aterrada, gritaba de dolor con cada sacudida—. ¡Asquerosas ratas comunistas! ¡No tenéis derecho a estar a bordo de un barco del Reich, hijos… de… la gran… puta!
Al pronunciar la última palabra, arrojó a la niña a los pies del padre y éste se inclinó en un gesto reflejo para tratar de cogerla. Moore, que esperaba ese movimiento, lanzó una patada brutal que impactó en el rostro del hombre. Se oyó un crujido cuando los huesos de la nariz del padre quedaron reducidos a pedacitos y empezó a sangrar. Sus gafas, destrozadas, quedaron en el suelo.
—¡Oiga! —El jefe de máquinas parecía incómodo y alarmado a partes iguales—. ¡No puede hacer eso aquí! Son judíos, de acuerdo, pero no se merecen ese trato. Son personas, al fin y al cabo. ¿No?
—¡Cállate la puta boca! —Moore se giró y pegó su nariz a menos de cinco centímetros de la cara del maquinista—. ¡Ocúpate de tus jodidas máquinas! ¡Éste es un asunto de seguridad y un puto maquinista no pinta nada aquí! ¡Si son personas o no es algo que decidiré yo! ¡Y ni se te ocurra darle ni una gota de agua a esta basura hasta que vuelva de informar al capitán! ¿Me has entendido?
El jefe de máquinas hinchó el pecho y miró retador a Moore. Era un hombre acostumbrado a ser amo y señor de sus territorios, y estaban en ellos. No aceptaba que lo desafiaran así como así. Pero un par de vistazos a la pistola que colgaba de la cintura de Moore y los rifles de sus soldados le hicieron plegar velas a su pesar. Finalmente se encogió de hombros.
—A la mierda —masculló, escupiendo en el suelo—. No es mi problema. Veamos qué dice el capitán.
Con una sonrisa de malvada satisfacción en el rostro, Moore se separó del grupo sin echarle ni un vistazo a la familia que se apiñaba en torno al padre con la cara destrozada y a la niña magullada. El anciano había cerrado los ojos y se balanceaba de forma mecánica murmurando algo en hebreo. Alrededor de su figura, el aire parecía condensarse, más espeso.
Quince minutos más tarde, cuando volvió a entrar en el puente de mando del Valkirie, Moore estaba más sereno. Se había secado el sudor y llevaba la guerrera bien colocada. Informó al capitán sobre los polizones del sollado. Kuss/Harper, con la chaqueta de gala puesta y las manos enfundadas en unos guantes blancos, estaba a punto de salir hacia el gran salón. Incluso desde allí se podía oír de forma vaga el rumor de los pasajeros concentrados en el comedor.
El capitán escuchó con aire ausente el informe de Moore mientras se miraba una y otra vez en un pequeño espejo de mano. Parecía haber algún tipo de problema con su bigote. Finalmente suspiró, exasperado y se giró hacia Moore.
—¡Está bien, por Dios! —masculló con aire displicente—. Hay unos judíos en la bodega. ¿Y a mí qué? Estoy muy ocupado, Dittmar. Tengo a doscientas personas esperándome en el comedor. Encárguese usted del asunto. Al fin y al cabo es el jefe de seguridad.
Moore asintió a medida que una sensación embriagadora y oscura le invadía por dentro. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no dejar traslucir sus emociones.
Tienes que encargarte tú, Otto. Dales una lección a esos perros. Acaba con ellos.
Moore asintió, sin darse cuenta.
Enséñales quién manda aquí, Otto. Demuéstrales quiénes son los amos del nuevo orden.
—Sí —murmuró, con la boca seca—. Sí…
El capitán había abierto el libro de bitácora y, con una caligrafía picuda, estaba anotando la hora y las incidencias del último cuarto de guardia. Al oír murmurar a Moore levantó la vista, y en ese momento una diminuta gota de tinta cayó sobre el papel, como un pequeño proyectil. Resopló fastidiado y pasó un dedo por encima, pero lo único que consiguió fue emborronar el papel y dejar una mancha oscura en la huella de su guante.
No sabía que aquélla sería la última anotación del libro de bitácora. Y que antes de haberla escrito, otra persona ya la había leído, en un momento distinto, en una realidad distinta, que se estaba fundiendo lentamente con aquélla. De haberlo adivinado, le habría explotado la cabeza. Pero el Valkirie guardaba muy bien sus secretos.
—Vamos, Dittmar. —El capitán le señaló la puerta—. ¿A qué espera? Solucione nuestro problema de una vez.
Moore asintió y saludó, antes de salir. Y, mientras bajaba la escalera, una sonrisa espantosa bailó en su rostro, sin que él se diese cuenta.
Porque, salida de alguna parte oscura, una idea terrible y escalofriante brillaba como un faro en su mente. Y la iba a llevar a la práctica.