XLIII

Kate miraba a Carter como si éste acabase de salir de un platillo volante.

—¿Cómo es posible que sepas dónde está Senka? —preguntó, muy despacio.

—Las celdas tienen que estar muy cerca del cuarto de guardia y de los camarotes de los hombres de Moore —contestó Carter, encogiéndose de hombros—. Hace cuarenta y ocho horas, más o menos, me pasé por allí. Me estaba quedando dormido y necesitaba algo para mantenerme despierto.

—¿El qué?

Carter levantó la mano. En ella sostenía un arrugado paquete de cigarrillos.

—Yo no fumo —dijo—. O, al menos, hasta hace dos días no fumaba. La nicotina me ayuda a mantenerme despierto, aunque me está destrozando la garganta. —Volvió a hacer el sonido rasposo que había llamado la atención de Kate un momento antes—. Y lo más parecido a un estanco en este barco es ese puñetero cuarto de guardia. Conseguí que me vendiesen medio cartón por cien dólares norteamericanos. Son una pandilla de cabrones estafadores.

—¿Y qué pasó allí?

—Hay dos cuartos al fondo del pasillo, cerrados con llave, al lado del armero. Tienen rejas en la puerta. Me juego lo que me queda de cordura a que tienen a tu serbia allí metida.

Kate sintió que el mundo se derrumbaba sobre ella.

—Jamás conseguiremos sacarla de allí —murmuró—. Si está tras el cuarto de guardia, habrá al menos un par de los hombres de Moore vigilando. No podemos llegar allí por las buenas y decir: «Hola, ¿qué tal? ¿Podríais abrir esta celda, por favor, y mirar para otro lado durante quince minutos?».

—Puede que no sea necesario —contestó Carter con una sonrisa enigmática—. Hay otras maneras.

—¿Cuáles?

Por toda respuesta, el físico se puso en pie y le hizo un gesto para que le siguiese. Salieron de la Gran Galería con sigilo y volvieron hacia la zona principal de primera clase, en torno a la escalera de las águilas. Pero antes de llegar a ella se detuvieron en uno de los ascensores y subieron dos plantas hasta un pasillo en el que Kate no había estado antes.

—Aquí se encuentran los laboratorios —dijo Carter frunciendo el ceño mientras caminaban por el corredor—. O por lo menos hasta ayer estaban.

La habitación permanecía a oscuras, repleta de sombras que parecían moverse. Carter apretó el interruptor de la luz y el brillo de los fluorescentes parpadeantes iluminó unas largas mesas cubiertas de material científico. El lugar estaba desierto, y frío, con esa temperatura húmeda que tienen los sitios por donde no ha pasado nadie en muchas horas.

—¿Qué hacemos aquí?

—Coger unas cuantas cosas. Ayúdame —replicó Carter pasándole unas tijeras—. ¿Ves aquel bol de papel de aluminio?

—¿El que tiene restos de albóndigas cubiertas de moho? —Kate arrugó la nariz con asco.

Carter asintió.

—Las ratas de laboratorio podemos ser muy descuidadas con ciertas cosas. Y si encima este lugar los está trastornando, ya puedes ver lo que pasa. Necesito que cortes ese bol en pedazos muy pequeños, Kate, lo más pequeños posible.

La joven asintió y después de vaciar el bol comenzó a hacerlo pedacitos con las tijeras. Entre tanto, Carter rebuscaba entre las botellas de reactivos y productos químicos. Kate se acordó del finlandés que no la había reconocido en la pista de baile y se estremeció. Se dio cuenta de que lo más probable era que aquel hombre no volviese a ponerse una bata de laboratorio en su vida.

—Ya lo tengo —murmuró Carter, y sacó dos botellas de cristal rellenas de un líquido claro. Además, cogió un par de guantes de aspecto resistente de un cajón, dos máscaras protectoras que se guardó en un bolsillo y un bidón de plástico vacío de unos cinco litros—. Estamos listos —dijo con una sonrisa confiada—. Vamos a por tu amiga.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kate, con las manos llenas de pequeñas tiras de aluminio—. ¿Lanzarles confeti y rociarlos con agua?

—Más o menos —contestó el físico—. Confía en mí, Kate Kilroy. Sé lo que hago.

Cinco minutos después, tras dar un rodeo a través de los pasillos de servicio, llegaron a la planta donde estaba el cuarto de guardia. A unos dos metros se oía la voz queda de dos hombres que murmuraban algo entre ellos. Un rato después, una risa escalofriante salió del camarote. Era una risotada extraña, disonante, como un piano mal afinado. Daba la sensación de que la boca que la emitía y el cerebro de su dueño no estaban sintonizados en la misma frecuencia.

La cabina de uno de los ascensores estaba a tan sólo unos diez metros. Carter arrastró a Kate hasta allí y se puso de rodillas. Apoyó el bidón en el suelo, se embutió los guantes y lo rellenó con uno de los líquidos, que tenía un olor penetrante.

—Esto es ácido muriático —explicó a medida que añadía las virutas de aluminio de Kate al líquido dentro del bidón y lo cerraba con fuerza—. Es muy corrosivo y tiene la mala costumbre de provocar una reacción explosiva si se mezcla con ciertos metales como…

—El aluminio —remató Kate, con una sonrisa.

Carter asintió con una expresión traviesa en el rostro antes de agitar con fuerza el bidón. Se empezó a oír un gorgoteo extraño dentro del recipiente y sus paredes se empezaron a dilatar de inmediato. El físico se levantó de un salto y salió del ascensor, empujando a Kate, pero antes le dio tiempo a apretar el botón de la cabina para que se cerrase a sus espaldas.

Se metieron a toda prisa en un cuarto de colada que estaba en el pasillo, y esperaron durante unos segundos que se hicieron interminables. De golpe, una explosión ensordecedora sacudió el hueco del ascensor, acompañada de un fogonazo y de una enorme columna de humo espeso y de olor irritante.

Fue como dar una patada a un hormiguero. Los guardias de seguridad salieron del cuarto de guardia con sus armas en ristre y expresión de desconcierto en el rostro. A Kate le dio tiempo a verlos durante una fracción de segundo y se quedó aterrorizada al descubrir que ya no vestían el traje azulado de faena que solían llevar, sino un uniforme verdigris con el emblema del águila cosido sobre el bolsillo de la guerrera. Los tres hombres estaban muy pálidos y con restos de sangre reseca en el rostro. A uno de ellos le manaba un hilillo rojo por un oído, pero no parecía darse cuenta.

Dos de ellos se acercaron a la puerta del ascensor y trataron de abrirla, pero fue inútil. Hablaron por el walkie-talkie y subieron por la escalera de servicio, mientras el tercero volvía con expresión confundida hacia el cuarto de guardia. Trastabillaba al andar y se movía como si padeciese un ataque atroz de artritis.

—Aún queda ése —musitó Kate.

—Todavía tenemos un as en la manga. —Carter sacó la otra botella de su bandolera y las dos máscaras, y le tendió una a Kate—. Ponte esto.

—¿Qué hay ahí?

—Amoníaco concentrado. Lo tienen hasta en el laboratorio más miserable del mundo. No es tóxico, pero es irrespirable. Y, ahora, presta atención —dijo—. Esto te va a encantar.

Carter levantó el brazo y lanzó la botella hacia el interior de la sala de guardia en un gesto casi casual. La botella giró un par de veces en el aire antes de desaparecer a través de la puerta abierta y estrellarse contra el suelo en un concierto de cristales rotos. Apenas quince segundos más tarde, el hombre que quedaba dentro salía boqueando y con los ojos enrojecidos a causa de los vapores irritantes del amoníaco.

Kate se acercó a él con paso decidido, sujetando una lámpara de bronce con dos pequeñas valkirias. La levantó con esfuerzo y la dejó caer sobre la cabeza de aquel hombre. Sonó un golpe seco terminado en un crujido y el guardia se desplomó como un buey desnucado.

Sin mediar ni una palabra entraron en el cuarto de guardia con las máscaras y las gafas protectoras bien apretadas en la cara. La sala estaba desierta y sin cambios aparentes, pero las paredes parecían zumbar con vida propia. Era como si todo el barco, indignado, contuviese la respiración ante aquella violación del plan maestro establecido. Kate sospechaba que la sombra oscura no tardaría en llegar. Si es que no estaba ya con ellos en aquel momento.

—¿Dónde están las malditas llaves? —La periodista movió las manos como un molino por encima de la mesa del cuarto de guardia, derribando botellas de cerveza vacías, un cenicero, un montón de revistas y una pila de radiotransmisores. Las gafas estaban empañadas e, incluso con la máscara, parte de los vapores irritantes del amoníaco se colaban por su garganta. Era como respirar fuego—. ¿Dónde están? ¿Dónde están, joder?

—¡No lo sé! —La voz de Carter sonaba ahogada por su máscara. De pronto, el norteamericano se dobló por la mitad y comenzó a toser con violencia, envenenado por los gases irritantes. Tropezó con unas cuantas sillas desparramadas por el suelo y consiguió salir de la habitación, demasiado cegado como para poder servir de ayuda.

Kate se sintió invadida por una ola de ira teñida de decepción. No podía ser. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Giró la cabeza hacia la puerta y le asaltaron unas ganas irrefrenables de empezar a reír como una demente. Colgadas de la cerradura, como un manojo de uvas maduras, pendían las llaves. Habían estado allí, a plena vista, desde el principio.

Abrió la puerta, con el corazón encogido. Si se habían equivocado, no habría una segunda oportunidad. El tiempo avanzaba inexorable. Jamás encontraría a la serbia en las entrañas del Valkirie.

Primero vio unas largas piernas bien torneadas. Después, unas bragas elásticas y una camiseta manchada de sangre que cubría un torso. Y, por último, una cabellera rubia llena de pegotes alrededor de la cara amoratada de Senka Simovic, que miraba hacia la puerta con expresión confusa.

Wer bist du? —Su voz sonaba apagada, como si estuviese drogada o en estado de shock. De una de sus fosas nasales había empezado a manar un hilillo de sangre.

«Oh, joder, está completamente pirada», comprendió Kate con desaliento. La sombra del Valkirie ya la había cubierto con su manto oscuro.

Arrastró a la serbia fuera del cuarto, a trompicones. Se detuvo un momento para coger un pantalón de chándal que estaba apoyado encima de una taquilla. Debía de ser unas tres tallas más grande de lo necesario, pero, en todo caso, era mejor que llevar a la serbia en ropa interior a través de todo el barco.

Los vapores tóxicos ya se estaban disipando y pudieron cruzar el cuarto de guardia sin ningún problema. En el exterior estaba Carter, jadeando y con las manos en las rodillas. El físico parecía estar a punto de caer al suelo.

—Debemos irnos ahora mismo —resopló mientras se llevaba una mano a las sienes, en un gesto de intenso dolor—. Volverán en cualquier momento.

—Lo sé —contestó Kate, con energía—. Venga, tenemos que llegar a la zona de las bodegas.

Comenzó a andar sujetando a Senka por el brazo, pero la serbia clavó los pies en el suelo con firmeza y no se movió ni un centímetro. Kate se volvió hacia ella, preocupada.

Nein! Ich will nicht zu gehen. Ich weiß nicht, wer du bist.

—¿Qué coño dice?

—Dice que no quiere venir con nosotros —murmuró Kate, confusa—. Creo que no sabe quiénes somos.

—Está perdida, Kate —dijo Carter, con desánimo—. Dejémosla aquí. En su estado no nos servirá de ninguna ayuda.

—Espera un minuto.

La mente de Kate trabajaba a toda velocidad pensando en la manera de traer de nuevo a Senka a la realidad. La violencia no valdría de nada. Podían golpearla hasta morir, pero su mente seguiría a un millón de kilómetros. Miró hacia Carter, cuya piel estaba adoptando un feo color amarillento. El norteamericano había evitado caer bajo el influjo del barco porque se había mantenido despierto todo el rato, pero ¿qué la había mantenido a salvo a ella?

«Robert».

Parpadeó un par de veces, luchando con unas lágrimas distintas a las provocadas por el amoníaco que pugnaban por salir de sus ojos. Robert. La sensación de pérdida que había sido apaciguada. La pasión transformada en dolor sordo y de nuevo en algo tangible.

El amor por un hombre muerto que le había permitido mantenerse cuerda en un mundo de locos. La pasión.

La pasión.

Fue como una corazonada. Sin pensar muy bien lo que hacía sujetó la cabeza de la serbia entre sus manos y la miró a los ojos.

«Dios santo, qué estoy haciendo».

Inclinó la cabeza, y con los párpados caídos, entreabrió los labios y besó suavemente a Senka Simovic en su lastimada boca.

La serbia se resistió al principio, como si la atacase una manada de lobos, pero estaba demasiado débil para debatirse. Poco a poco se fue relajando y correspondió al beso de Kate. De repente, la joven pelirroja sintió la lengua juguetona de la serbia dentro de su boca.

«Bien, esto ya es demasiado».

Se separó de ella y la miró expectante.

Senka permanecía con los ojos cerrados y la cabeza inclinada, con una sonrisa beatífica en la cara. Finalmente abrió los ojos y miró hacia Kate con arrobamiento y placidez. Ni siquiera la propia Senka era consciente de que no lucía esa expresión desde el día que tenía siete años, cuando aún no sabía que al cabo de pocas horas su pueblo estaría ardiendo a su alrededor.

—Hola, Kate —murmuró con voz ronca—. ¿Qué estás haciendo?

A Kate la voz de la serbia le pareció el sonido más dulce que había oído jamás. Sonrió cómplice, pensando que era la primera vez en toda su vida que besaba a una mujer y que no había estado tan mal, a pesar de todo.

—Intentar que salvemos nuestras vidas. Tenemos que irnos, rápido. Senka, necesito que…

Un golpe sordo la interrumpió. Se volvió sobre sí misma y notó que la sangre se le congelaba. El vestíbulo estaba lleno de sombras oscuras, muy oscuras, que se movían sin cesar y que parecían devorar la luz que, cada vez más débil, agonizaba en las lámparas.

Las paredes latían, en un ritmo sordo y acompasado, como una onda que se propagase por debajo del agua y que rebotaba en su pecho con fuerza, amplificada hasta volverse dolorosa dentro de su mente.

Estaba allí. Ella estaba allí.

Y Harvey Carter, de rodillas en el pasillo, sangraba por la nariz como una fuente mientras se sacudía entre temblores, mirándolas con expresión perdida.