XXXIX

—¿Qué quieres que haga, Robert? —preguntó Kate, repentinamente asustada—. No puedo salir de aquí. Hay un hombre de guardia en esa puerta, y Moore, Feldman y todos los demás parecen haber enloquecido. ¡No sé qué debo hacer!

En ese momento, casi setenta metros por debajo de ellos, un pequeño reloj digital llegó al final de su cuenta atrás. Una fila de ceros parpadearon en la pantalla antes de enviar una pequeña señal eléctrica de menos de un milisegundo a toda una serie de paquetes de Semtex adosados a los estabilizadores laterales.

Los explosivos se activaron en una secuencia demasiado rápida para el ojo humano, y una bola de fuego rugiente empujada por una onda destructiva se expandió por aquella sala, reventando los motores estabilizadores en miles de pequeños pedazos retorcidos. Un mamparo, sujeto por remaches oxidados de setenta años de antigüedad, no pudo aguantar aquella violenta presión y salió despedido, rodeado de una nube de pequeñas esquirlas de acero.

Los tres maquinistas que estaban en la sala contigua no tuvieron ni la más mínima oportunidad. La lluvia de metralla los atravesó y desgarró su carne en mil pedazos, repartiendo sus restos por toda la sala de máquinas. Estaban muertos antes de caer al suelo. De esa manera, desaparecieron los únicos hombres que podrían haberse dado cuenta de que la rejilla que conducía al tubo de lubricación del eje estaba mal ajustada.

El temblor sacudió a todo el Valkirie como si un gigante hubiese decidido darle una patada al barco. Las lámparas de la mesilla temblaron y la cama se desplazó unos centímetros. Por todo el barco se oyó el estruendo de cientos de cosas cayendo al suelo y haciéndose pedazos mientras las alarmas se volvían a disparar una vez más.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kate, angustiada.

Robert levantó la cabeza con los ojos cerrados y permaneció así durante un largo minuto, como si estuviese escuchando una voz interior que sólo él podía oír. A Kate le recordó la figura de los lamas tibetanos cuando entran en estado de profunda meditación. Su rostro estaba relajado y en paz, como si estuviese a un millón de kilómetros de allí, en un lugar por encima del bien y del mal.

Al poco abrió los ojos. Su mirada estaba llena de nerviosismo y de una pizca de miedo.

—Han volado los estabilizadores laterales —dijo.

—¿El qué?

—Un añadido moderno de Feldman. Algo extraño al diseño original del Valkirie. Por eso ella lo ha permitido.

—¿Eso detendrá el buque? —El corazón de Kate galopaba de expectación.

Robert meneó la cabeza.

—No, aunque hará que todo sea más difícil. Todavía existe una manera de detener este barco, pero necesitarás ayuda.

—Claro que sí. Te tengo a ti. —Kate le abrazó con ansiedad, como si temiese que Robert volviese a evaporarse.

—Yo no puedo ayudarte en esto. Pero Senka Simovic sí puede hacerlo.

—¿Senka? —Kate recordó que Moore había ordenado que la encerrasen en una celda. No tenía ni la menor idea de dónde podría estar.

—Sí, Senka. La conoces de sobra.

—¿Por qué no puedes ayudarme tú? —se quejó Kate—. No quiero alejarme de ti. ¡Otra vez no!

—Kate, mientras estemos juntos ella no puede vernos, pero sólo si permanecemos encerrados en un camarote. Eso es todo lo que puedo hacer. Ya te dije que hay reglas. Si nos movemos por los pasillos, nos encontrará. Y esta vez estará enfadada de verdad.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Yo intentaré distraerla. Ponerla furiosa. Atraerla. —Robert se levantó y empezó a vestirse, con los movimientos tranquilos y pausados de siempre, desprendiendo ese aire de confianza que le había rodeado toda su vida. Parecía que, en vez de estar a punto de enfrentarse con una fuerza oscura, estuviese proponiendo ir a tomar un café—. Entre tanto, tú buscarás a Senka y bajaréis a la sala de máquinas.

—¿Para qué?

—Ya lo sabrás a su debido momento. Confía en mí. Ahora vístete, cariño. Si caminas desnuda por el barco no creo que consigas pasar desapercibida.

Robert intentaba tranquilizarla con sus bromas. Era la manera habitual de actuar de aquel norteamericano alto y elegante que, cuando ella tan sólo tenía veintidós años, la había abordado por primera vez en la Barceloneta, haciéndose pasar por un turista perdido, pese a que llevaba más de dos años viviendo en la ciudad. Eso fue seis meses antes de que se fuesen a vivir juntos.

Se vistió a toda prisa, escogiendo la ropa más cómoda que encontró. Sospechaba que las próximas horas iban a ser muy movidas.

—Aún no me has dicho cómo vamos a salir de aquí —rezongó Kate—. Te recuerdo que yo no puedo atravesar paredes.

—Ni yo tampoco. —Se acercó a ella y la abrazó. Kate aspiró su fragancia. Olía a su perfume, a sexo y a ella—. Pero puedo hacer otras cosas.

Se acercó a la puerta, que estaba cerrada, y simplemente sujetó el pomo. La cerradura se abrió y la puerta giró sobre sus goznes sin un solo ruido. Si aquella situación no hubiese sido tan aterradora, Kate habría aplaudido como una niña ante un número de magia especialmente divertido.

Kate se asomó al pasillo con cautela. El guardia de seguridad se había esfumado. Posiblemente hubiese ido corriendo al lugar de la explosión, o a recibir órdenes. Era imposible saberlo.

—Ten cuidado, tesoro —oyó que Robert murmuraba a sus espaldas.

Kate se volvió para responderle, pero Robert ya no estaba. Se había esfumado de nuevo.

—Odio que hagas eso, Robert Kilroy —masculló entre dientes, cuando salía al corredor—. Lo odio de verdad.

No tenía ni idea de por dónde comenzar. El Valkirie era enorme y, salvo por su excursión fugaz a los sollados de tercera del día anterior, tan sólo conocía el sector de primera clase y un par de pasillos del de segunda. No sabía dónde podían tener retenida a Senka, ni qué diablos hacer cuando llegase allí.

Entonces se acordó de algo. Antes de que se cortasen las comunicaciones, Anne Medine había dicho que le iba a enviar información sobre el Valkirie. Quizá entre todo aquello encontrase alguna pista sobre qué hacer.

El salón Gneisenau quedaba dos niveles por encima de donde ella estaba. Tendría que llegar hasta allí, rezando por no encontrarse con ningún soldado, sobre todo con Moore. Kate se había dado cuenta de que en las últimas horas se había producido un sutil cambio en el equilibrio de poder a bordo del Valkirie. Feldman parecía haber quedado apartado, y ahora era el inglés quien tomaba decisiones por cuenta propia. Pero estaba segura de que el anciano judío aún desempeñaba un papel esencial en toda aquella historia.

Caminó por el corredor sin cruzarse con nadie. Se sorprendió al pasar por delante de un par de camarotes abiertos de par en par que estaban vacíos, como si sus ocupantes hubiesen olvidado cerrar la puerta al salir. Kate espió el interior y vio camas deshechas, ropa tirada por el suelo y un montón de libros y ordenadores abandonados. Entonces oyó un ruido seco y repetitivo que se acercaba por el fondo del pasillo.

No tenía adónde ir. Atrapada, se escurrió dentro de un camarote y se escondió debajo de la cama, dispuesta a esperar que pasasen de largo.

El ruido se acercaba. Era un clac-clac-clac seco, como un engranaje mal ajustado. En su campo de visión aparecieron dos piernas y las ruedas de un carrito de la lavandería. Cada vez que giraba, una de las ruedas lanzaba aquel sonido seco, como si lamentase su destino.

Las piernas se detuvieron delante del camarote. Kate tragó saliva, convencida de que la habían descubierto. Pero las piernas permanecieron inmóviles, como si su dueño estuviese dudando qué hacer. La joven levantó un poco el faldón de la cama para poder ver mejor. Era la señora Miller, el ama de llaves de Feldman. La mujer vestía un uniforme verdigris de la KDF que no le sentaba nada bien. Llevaba el pelo recogido en un moño alto pasado de moda y tenía la mirada turbia y empañada, como si hubiese bebido. El mandil blanco atado a su pecho, así como su boca y su barbilla, estaban manchados de la sangre que en algún momento había salido de sus fosas nasales. Se movía de manera espasmódica, como un robot que se va quedando sin batería.

La mujer murmuraba algo ininteligible en alemán. Kate vio que se acercaba a la mesa de aquel camarote y recogía todos los libros que había encima, así como el ordenador portátil y los cables. A continuación, sin ningún miramiento, arrojó todo aquello dentro del carro de la colada. El ordenador crujió al caer, como si algo dentro de él se hubiese roto. La mujer salió del camarote y se detuvo ante la puerta del de enfrente. Estuvo trasteando un rato con las llaves hasta que consiguió abrir la puerta para entrar.

Aquélla era su oportunidad. Kate reptó para salir de debajo de la cama y volvió a salir al pasillo, aprovechando que la señora Miller estaba entretenida dentro del camarote opuesto. Al pasar al lado del carro de la colada echó un vistazo a su interior y palideció. Amontonados de cualquier manera, había más de dos docenas de portátiles, teléfonos móviles, cargadores, calculadoras y tabletas digitales, enterradas entre libros técnicos. Algunos tenían la pantalla rota, como si los hubiesen golpeado con fuerza. Parecía un montón de basura lista para que la arrojaran al mar.

Estaban eliminando cuidadosamente cualquier rastro del siglo XXI. El Valkirie (o lo que fuera que vivía dentro del barco) imponía su voz de forma inexorable.

Kate siguió caminando hasta llegar al ascensor. Era menos arriesgado que subir por la escalera y cruzar todos los pasillos. Apretó el botón y esperó, nerviosa, a que la cabina llegase. El zumbido del motor y el traqueteo de la caja sonaban como cañonazos en el silencio sepulcral que se había adueñado del barco. Las sirenas de alarma habían dejado de sonar y no se oía ni un solo ruido. Si no fuese porque sabía que había más gente dando vueltas por el barco, Kate habría dicho que estaba sola a bordo.

«Empiezo a entender cómo te sentiste, Duff», pensó. Solo, pero perseguido por algo oscuro y malvado. Era una sensación angustiosa.

El ascensor llegó con un timbrazo alegre. Kate rechinó los dientes, pensando que aquel sonido se tenía que haber oído hasta en la pista de baile. No quiso quedarse a comprobar si alguien más lo había escuchado, así que se metió a toda velocidad en la cabina, cerró la verja ornamentada y apretó el botón.

Mientras el ascensor subía se dejó caer en el sillón acolchado del fondo, con las piernas demasiado débiles para mantenerse en pie. Entonces se fijó en que apoyado a su lado alguien había dejado un periódico doblado. A Kate le extrañó de inmediato. ¿Quién demonios querría leer un periódico de hacía cuatro días? Lo cogió con manos temblorosas y no le sorprendió en absoluto lo que vio.

Era un ejemplar del Völkischer Beobachter, el periódico oficial del partido nazi. En la portada, un iracundo Goebbels se dirigía a una multitud enfervorizada que le aclamaba. Y, en una esquina, aparecía la fecha: agosto de 1939.

Soltó el periódico como si fuese una culebra venenosa y se frotó las manos de manera compulsiva contra la tapicería del sillón tratando de eliminar una suciedad invisible. Entonces, la cabina se detuvo con una sacudida.

Kate se levantó de un salto y descorrió la reja ornamentada de la puerta. Y justo cuando iba a salir se quedó paralizada, como alcanzada por un rayo, incapaz de moverse.

Porque delante de ella, detenido delante del ascensor y observándola con ojos vidriosos, estaba Isaac Feldman.