XXXVIII

Valkirie

Cuarto día de travesía

Kate sacudió las muñecas, sintiendo más rabia que en ningún otro momento de su vida. La cinta aislante que le habían enrollado aquellos dos hombres alrededor de las articulaciones no le permitía mover los brazos. Notaba cómo la falta de circulación hacía que las manos comenzasen a hormiguearle.

Estaba tumbada sobre su cama, allí donde la habían arrojado con pocos miramientos antes de salir pegando un portazo. Llevaba allí tirada desde hacía dos horas y todos sus intentos para deshacer las ligaduras habían sido en vano. Cuando se cansó de debatirse como una sardina atrapada en una red intentó relajarse y poner la mente en blanco. Necesitaba calmar la ansiedad y, sobre todo, pensar qué diablos iba a hacer.

Trataba de entender todo lo que estaba sucediendo, pero era imposible seguir el curso de los acontecimientos. De alguna manera parecía que la realidad en la que vivía ella y la realidad de 1939 trataban de ocupar el mismo espacio. El Valkirie.

Y, por algún motivo, ambas realidades parecían estar fundiéndose entre ellas, hasta formar otra distinta, oscura y amenazadora. Una realidad donde existía algo muy peligroso que iba tras ella.

Y donde estaba Robert, por supuesto.

Al pensar en su esposo, el corazón se le aceleró hasta el extremo de desbocarse. Miró hacia la repisa, donde estaba todavía apoyada la urna negra que contenía sus cenizas. Allí estaba el Robert real, el único que existía cuando ella subió a aquel barco. Y, sin embargo, unas horas antes había estado besando a ese mismo hombre varias cubiertas más abajo.

No era ni siquiera capaz de empezar a entender como podía ser aquello posible. Sospechaba que sin duda tenía algo que ver con la presencia de aquellas cenizas a bordo, pero el resto era tan profundo y complejo que se le escapaba. Suspiró, meneando la cabeza.

—Eso es muy femenino —dijo la voz a sus espaldas—. En vez de aceptar un regalo del cielo sin más, tienes que tratar de entender por qué diablos te lo hacen. Contigo siempre hay una pregunta más después de la esquina. Nunca cambiarás, K. K.

Kate sonrió por primera vez en horas mientras la adrenalina se expandía por sus venas con la velocidad de un incendio forestal.

—Eso es muy masculino —replicó, mordaz, pero con lágrimas de felicidad en los ojos—. Quedarte sentado sobre tu culo, pontificando sobre lo cabezota que es tu mujer cuando está maniatada, en vez de ayudarla a soltarse.

Rodó sobre sí misma, para poder mirar hacia el otro lado. Robert estaba en el sofá, con una sonrisa resplandeciente y con un brazo apoyado a lo largo del borde superior. Tenía el nudo de la corbata medio deshecho y la chaqueta apoyada a sus pies. Parecía relajado.

—¿En serio quieres que te desate? —dijo con una sonrisa melosa—. Verte así me parece de lo más excitante. Recuerdo que alguna vez, con aquellos pañuelos de Hermès que guardamos en el cajón de la cómoda, hemos hecho cosas que…

—¡Robert! —le cortó Kate, todavía llorando de alegría, pero con una expresión de enfado fingido en el rostro—. ¡Suéltame de una vez o te vas a arrepentir!

—¿De veras? —Robert rió a la vez que se levantaba y se acercaba a la cama. Se sentó en el borde y empezó a desenrollar la cinta con parsimonia—. ¿Y qué me harías? Estoy muerto. ¿Recuerdas?

—¡A lo mejor os meto a ti y a tu sonrisa de suficiencia dentro de esa maldita urna de nuevo! —contestó Kate, con voz ahogada. Mentía. Ni en un millón de años desperdiciaría un segundo con él, aunque la dejase allí atada hasta el fin de los días.

Robert acabó de soltar las muñecas de Kate y arrojó la cinta aislante al suelo. Entonces comenzó a masajeárselas hasta conseguir que la circulación se fuese restableciendo poco a poco.

Kate miraba los dedos de su marido, fascinada, mientras recorrían sus muñecas de arriba abajo. Su tacto era firme, consistente y cálido. Incluso lucía el pequeño corte en el anular derecho que se había hecho con el borde afilado de una hoja de papel un par de días antes del atropello. Era Robert Kilroy. Su Robert.

Aquello fue demasiado para Kate. Todo el torrente de emociones que llevaba meses embalsado dentro de ella empujaba contra el dique que había levantado en su mente para mitigar el dolor y lo derribaba con estruendo. Kate liberó sus muñecas de entre las manos de Robert y enlazó los dedos tras la nuca de su marido. Su boca buscó ansiosa la de Robert y se fundió con ella en un beso largo, lento e intenso. Sus lenguas se entrelazaban y les costaba respirar. Eran como dos personas que han cruzado un desierto árido y enorme durante semanas, y tropiezan con un pozo de agua donde saciar su sed.

Aquel beso fue como arrojar una antorcha ardiendo en un pozo lleno de gasolina. De repente todas las urgencias y necesidades físicas de Kate se dispararon en una salva de fuegos artificiales. Notó cómo su ropa interior se empapaba a medida que su piel se cargaba de electricidad, receptiva y deseosa de contacto físico.

A Robert parecía sucederle lo mismo. Su expresión confiada y divertida había desaparecido, sustituida por otra más ansiosa, excitada y llena de urgencia. Como el rostro de un niño que lleva perdido todo el día en un centro comercial y tropieza con sus padres cuando ya piensa que ha sido abandonado. El rostro de un condenado a muerte al que indultan.

El rostro de alguien que tiene una nueva oportunidad.

Robert la tumbó de espaldas sobre la cama sin dejar de besarla en ningún momento. Puso los brazos de Kate por encima de su cabeza y la inmovilizó con el peso de su cuerpo, mientras ella se retorcía de deseo debajo de él. Robert sujetó las muñecas de Kate con una sola mano y deslizó la otra lentamente hacia su cuello para empezar a trazar largos círculos. Sus yemas presionaban y acariciaban a la vez en una mezcla tan enloquecedora que Kate arqueó la espalda, dejando que de su garganta escapase un leve gemido.

La boca de Robert empezó a lamer el cuello de Kate mientras sus manos bajaban, rozando con suavidad sus pechos, hacia la hebilla de su ajustado pantalón. Antes de que Kate se diese cuenta, Robert se las había ingeniado para bajarle los pantalones hasta los tobillos, y con un último gesto diestro de su pierna, arrancárselos de un talonazo y enviarlos volando al otro extremo del camarote.

Kate no aguantó más y estiró las manos hacia la camisa de Robert. Comenzó a desabrocharle los botones a la vez que besaba en su pecho el hueco que se formaba entre sus pectorales. Robert siempre había tenido una especial sensibilidad en esa zona y sabía que podía volverle loco mordisqueándole allí. Su marido soltó un jadeo profundo mientras ella acababa de sacarle la camisa sin dejar de mantener la cara enterrada en su pecho. Poco a poco había ido bajando hacia sus abdominales y su ombligo. Su lengua jugueteaba dentro de éste y de súbito Robert la agarró entre sus brazos y los hizo rodar sobre la cama de forma que ella quedase sobre él.

Kate sonrió, lasciva. Conocía ese juego. Sentada a horcajadas sobre Robert, se sacó la blusa por encima de la cabeza, se quitó el sujetador de encaje y se quedó tan sólo con su tanga. Robert respiraba de forma profunda, su vista saltaba de los pechos de Kate a su cintura y de ahí a su cara, como si quisiera retener para siempre en la memoria hasta el último detalle de su anatomía. Sus manos traviesas habían viajado hasta las nalgas de la chica para apretarlas con fuerza.

Kate se inclinó y, sin dejar de mirarle a los ojos en ningún momento, estiró su lengua y empezó a trazar círculos con ella sobre la piel del pecho de su marido. Después bajó lentamente hasta su cintura, desabrochó el cinturón, y fue su turno para arrancarle los pantalones y dejarlo tan sólo en calzoncillos sobre la cama.

Deslizó la mano sobre el bulto enorme que había crecido en la entrepierna de su hombre. Podía notarlo, latiendo, expectante, al otro lado de la fina tela ajustada, deseando salir. Empezó a besarlo por encima de la ropa interior de forma que Robert no pudo reprimir un jadeo sordo. Todo su cuerpo se puso en tensión, como sobrecargado de potencia.

Robert desplazó las manos hasta la cabeza de Kate, con un gemido, y enterró los dedos entre su pelo. En respuesta, Kate sujetó la cinturilla de goma del calzoncillo y lo bajó, al tiempo que le lamía con fruición las ingles. El miembro de Robert estaba henchido y se elevaba rozando su mejilla. Con una lentitud dolorosa, lo sujetó con una mano mientras comenzaba a besarlo con los ojos cerrados, embriagándose con su olor familiar y disfrutando de su tacto terso. Con suavidad cerró sus labios sobre el glande y comenzó a chuparlo con movimientos rítmicos y cada vez más intensos.

Robert jadeaba sin control a medida que sus caderas se arqueaban. Kate disfrutaba de la inmensa sensación de poder que le proporcionaba aquel momento. Su boca subía y bajaba en torno al miembro mientras lo sujetaba por su base con la mano derecha y le acariciaba los testículos con la otra. Notaba cómo latía dentro de su boca, cada vez más profundo, cada vez más empapado de saliva y vibrante.

Aquello duró unos cuantos minutos, que a Kate se le hicieron deliciosamente cortos. De repente, Robert, incapaz de aguantar más tiempo aquella tensión, tiró del cabello de Kate. La chica se deslizó sobre su pecho hasta la altura de su cara y recibió el beso más delicioso y profundo que jamás había experimentado. Las manos de Robert jugueteaban sobre sus pechos, rozando sus pezones hasta hacer que se endureciesen como dos pequeñas balas puntiagudas.

La hizo rodar de nuevo sobre la cama y esta vez fue él quien comenzó a chupar sus pechos. A Kate, cada pequeño mordisco en los pezones le hacía disfrutar de un torrente de placer. La sensación era tan enloquecedora que sin darse cuenta comenzó a gemir en voz alta.

Fue el turno de Robert, que deslizó las manos hasta las caderas de Kate y sujetó el borde de su tanga con los dedos. En una respuesta automática, Kate levantó las caderas, en un gesto femenino de entrega definitiva, para permitir que le sacase la pequeña prenda de ropa. Su interior estaba inundado, pidiendo a gritos que alguien apagase aquel incendio.

Robert le separó las piernas y se colocó entre ellas. Con deliberada lentitud, apoyó su miembro sobre los labios mayores y comenzó a moverse con suavidad, sin llegar a entrar en ella. Aquel roce arrancó un gemido de impaciencia en Kate.

Entonces, muy despacio, fue entrando en ella. Kate notaba cómo Robert la iba llenando, ocupando hasta el último hueco de su interior, rozándose contra su piel. Clavó las uñas en la espalda de su marido mientras sus gemidos cobraban ritmo propio.

Robert empezó a embestirla con movimientos rítmicos de cadera. A cada empujón Kate gritaba, sumergida en un cóctel explosivo de placer, alegría e incredulidad. Los dos cuerpos, unidos, mezclaban su sudor, y como dos viejos conocidos acoplaron de inmediato sus movimientos. La cama crujía bajo sus embestidas, acompañando a sus gemidos.

Entonces, ella notó en su vientre una inmensa ola a punto de estallar. Hundió la cara en el pecho de Robert en el momento en que un orgasmo avasallador la sumergía por completo. Gritó, liberada, mientras oleadas de placer cruzaban todo su cuerpo y la sacudían por completo, fuera de control. Fue un orgasmo largo, potente y profundo, uno de los más intensos que había tenido en su vida. Notaba cómo sus contracciones se cerraban en torno al miembro de Robert, multiplicando por mil aquella deliciosa sensación.

Robert también parecía notarlo, porque de golpe sus movimientos se hicieron más rápidos, más urgentes, en un staccato de placer. Clavó con fuerza sus manos en las caderas de Kate, inmovilizándola en una postura de total sumisión, mientras su cara se transformaba en una sensación de éxtasis, justo antes de correrse con fuerza en su interior.

Kate sintió el orgasmo de su hombre al mismo tiempo que una extraña sensación húmeda la llenaba por completo y un nuevo orgasmo la atacaba por sorpresa. Parecía como si un dique enorme se hubiese abierto dentro de ella y todo se estuviese llenando de líquido. Era la sensación más placentera que jamás había experimentado.

Ambos se derrumbaron, jadeantes, sobre el lecho, su piel sudorosa todavía en contacto. Kate rodó sobre sí misma hasta enterrar la cabeza en el cuello de Robert. Él le acariciaba la espalda con la mano izquierda, en movimientos largos y suaves.

—Te quiero, Robert Kilroy —musitó—. Y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario para no separarme de ti jamás. Aunque eso implique tener que quedarme a bordo de este barco maldito para siempre.

Robert se incorporó sobre su codo, repentinamente serio, mirándola con aire grave.

—No digas eso. No lo digas ni de broma. Este lugar está maldito, Kate. Tienes que salir de aquí cuanto antes.

—Sólo si tú vienes conmigo, Robert —contestó ella, abrazándole con fuerza—. No me puedo imaginar vivir el resto de mi vida sin ti. El mundo es demasiado gris si tú no estás.

Robert apretó los labios, como si estuviese debatiéndose en un profundo conflicto interior. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró en seguida, como si de repente se diese cuenta de que no podía decir lo que le pasaba por la cabeza. Abrazó a Kate con pasión mientras enterraba la nariz en su pelo, aspirando su fragancia.

—Yo siempre estaré contigo, Kate, hagas lo que hagas y vayas a donde vayas. Nunca te olvides de eso.

Kate percibió una profunda tristeza en las palabras de Robert, pero cerró los ojos con fuerza pegándose más a él. Deseaba que aquel momento no terminase jamás.

—Ahora escúchame con atención. —Robert se incorporó en la cama e hizo que ella también se irguiese—. Tienes que moverte muy rápido. Apenas quedan unas horas.

—Unas horas… ¿Para qué?

—Para detener el Valkirie, Kate. Si no consigues parar este barco, será demasiado tarde. Estaremos condenados para siempre.