Se vistió a toda prisa, con cuidado de no rozar el chichón al ponerse el jersey de punto. Vestido y calzado, cogió unas cuantas cosas que le iban a hacer falta y salió al pasillo, donde los timbres de alarma ya se habían apagado. Dos marineros cruzaban el pasillo con una expresión de agotamiento dibujada en la cara. Uno de ellos estaba cubierto de hollín, como si se hubiese rebozado en las cenizas de una chimenea.
—¿Qué ha pasado? —preguntó agarrando a uno de ellos por el brazo—. ¿A qué vienen estas alarmas?
El marinero le miró como si Paxton hubiese llegado de otro planeta.
—¿No ha notado la explosión? —dijo—. Alguien ha colocado una bomba o algo por el estilo entre las torres de comunicaciones. Hemos perdido el satélite, el radar y sólo Dios sabe qué más. Ahora tenemos un bonito agujero en el techo del barco.
—¿Una bomba? —Paxton le miró, boquiabierto, incapaz de asimilar lo que le decían.
Una bomba. Era imposible.
El otro marinero le miró y malinterpretó el gesto de desconcierto del geólogo.
—No se preocupe. Está todo controlado. El barco se encuentra en perfecto estado y tan sólo hay algunas averías en la cubierta superior, pero no corremos peligro. Además, ya han localizado a la saboteadora. —El marinero se carcajeó, con una risa disonante y extraña—. ¡Moore se va a hacer un tambor con la piel de su culo!
Paxton asintió, ensimismado, mientras los marineros se disculpaban y se alejaban por el corredor.
Su cabeza volvía a zumbar con un desagradable latido que se transmitía hasta el chichón de forma dolorosa.
Alguien había puesto una bomba. Y no había sido él.
«Tiene que haber otro lobo a bordo, Willie. No hay otra explicación».
Al alivio que sintió cuando creyó comprender lo que sucedía se le sumó en seguida la irritación por descubrir que nadie le había dicho nada. Los Ancianos le habían escogido a él. Le habían facilitado el mejor entrenamiento posible, en Siria, en Venezuela y en una mierda de república soviética de la que no recordaba el nombre. Le habían formado, le habían dado los medios. Le habían encargado una misión. Pensaba que confiaban en él.
Y resulta que embarcaban en el Valkirie a otro puto agente y nadie le decía nada.
La ira burbujeó en su pecho como en el caldero de un brujo. Paxton rechinó los dientes mientras echaba a andar por el pasillo. Comprendía que era prudente que los dos operativos no trabajasen juntos, para evitar que los descubrieran a la vez. Pero no saber el uno del otro era una insensatez. Podían haberse matado entre ellos fácilmente. Se detuvo de golpe, como si hubiese tropezado contra una pared invisible. ¿Y si el otro lobo sí sabía de su existencia? ¿Y si él tan sólo era un plan alternativo por si todo lo demás fallaba? El burbujeo de ira y resentimiento estaba a punto de hacer que su pecho estallase.
Will Paxton creía haber encontrado en Wolf und Klee el reconocimiento y el respeto que toda su vida había anhelado y que siempre le habían escamoteado de manera injusta. El tercero de cuatro hermanos, siempre pensó que sus padres no le amaban lo mismo que a los demás. A lo largo de su vida había ido acumulando una larga lista de ofensas, reales o imaginarias, que en algún momento se cobraría. Sus vecinos, sus compañeros de la facultad, los rectores que se negaban a darle la cátedra de Geología aunque él se la merecía más que nadie. Las mujeres que, incomprensiblemente, no caían rendidas ante sus encantos. Aquellas jovencitas que iban a su clase, con sus vestidos minúsculos, y que nunca aceptaban sus proposiciones indecentes. Todos ellos tendrían que pagar. Todos ellos tendrían que responder.
Y en Wolf und Klee había encontrado esa comprensión y ese respeto que tanto anhelaba. Wolf und Klee. El lobo y el trébol. Él era un lobo, un agente de campo, un maldito conseguidor de cosas. Y por eso los Ancianos le tenían en tan alta consideración. O, al menos, eso había pensado hasta entonces.
Su ira cada vez era mayor. Caminó por el pasillo esforzándose en dominar los músculos de su rostro para ofrecer la fachada exterior cuidadosamente escogida para aquel viaje. Will Paxton, el amable geólogo, lleno de anécdotas divertidas, despistado, bonachón e inofensivo. Oh, inofensivo como un trébol en un campo. Hasta que aparecía el lobo, sacaba los dientes y empezaba a correr la sangre.
Un ruido de voces llegó hasta él desde el fondo del corredor. Una voz de mujer gritando, y un golpe. Se detuvo, con todos los sentidos alerta. De repente, dos hombres de Moore caminaron en su dirección arrastrando un cuerpo desmadejado. Era la serbia, vestida únicamente con unas bragas y una camiseta empapada en sangre. Tenía la cara hinchada, como si la hubiese atropellado un tráiler.
Pasaron a su lado, con expresión concentrada y cargada de odio. Paxton se hizo a un lado mientras echaba un vistazo de reojo a la rubia, que estaba desmayada.
Senka Simovic. La bollera. Jamás hubiese sospechado que ella era el otro agente. Desde que se había cruzado con ella a bordo había tenido la sensación de que la serbia sería su principal problema para poder actuar. Vigilaba siempre con ojos de perro de presa y parecía desconfiar de todo y de todos. Una cobertura perfecta, sin duda.
Pero se había dejado capturar, y eso era un error fatal. El objetivo de la misión era muy claro. Había que impedir que el Valkirie completase el viaje por todos los medios, pero sin dañar el barco de manera irremediable. Detenerlo y que tuviese que volver a puerto. Una vez allí, los Ancianos se harían cargo. Conseguirían que las autoridades le embargasen el barco a Feldman. Habían tenido que mover muchos hilos para conseguir que Hacienda se echase sobre él. Los Ancianos querían arruinarlo y atarle las manos llegado el momento. Cuando el Valkirie saliese a subasta pública de nuevo, los Ancianos se harían con él. Era un plan perfecto, que sólo había estropeado la increíble celeridad con la que el judío había conseguido lanzar el barco al mar, a pesar de que había partes de éste todavía sin restaurar. El viejo Feldman no era tonto.
Pero no podía saberlo todo.
Caminó con aire distraído hacia la cocina del barco, silbando entre dientes una tonadilla de televisión. Se sorprendió de la poca gente que se cruzó por el camino. El Valkirie era muy grande e iba muy poca tripulación a bordo, pero aun así lo normal habría sido cruzarse al menos con un par de personas en aquel trayecto. Era como si todo el barco estuviese sumido en un estado de modorra total, adormilado, esperando acontecimientos. Con sus pasillos desiertos. Mucho mejor para sus propósitos.
En la cocina reinaba un calor infernal. Era un espacio enorme, con cientos de tarteras, cazos, sartenes y platos brillantes ordenadamente colgados del techo mediante largas barras. Los fogones estaban preparados para acoger a una docena de chefs con sus respectivos ejércitos de ayudantes, pero en aquel viaje tan sólo había uno junto con media docena de aprendices. Estaban en una esquina de la cocina, alrededor de las cacerolas, muy ocupados ensartando unos pollos enteros en unos largos espetones. Un ayudante le vio y le saludó con un gesto amistoso de su brazo. Paxton respondió con otro gesto amable y se tocó el estómago con la mano, esbozando una sonrisa pícara.
Desde el primer día había estado rondando por la cocina, entablando amistad con el personal e interesándose por su trabajo. Había dejado caer que era un glotón incorregible y que, de vez en cuando, le gustaría pasar por allí para picotear un poco de lo que fuera que estuviesen preparando en aquel momento. Los cocineros, siempre ansiosos de novedades, le habían aceptado gustosos y Paxton ya no era una figura extraña en aquella sala.
Se acodó en una esquina mientras masticaba un platillo de crujientes gambas rebozadas. Tenía que esperar el momento adecuado. Como un lobo acechando su presa.
El momento llegó un rato después. Uno de los ayudantes tropezó con otro, y un pollo cubierto de mantequilla y salsa que iban a ensartar en un espetón salió volando por los aires. El chef trató de cogerlo al vuelo, pero era como intentar agarrar un cubo de aceite. El pollo cayó al suelo y se deslizó un par de metros, entre gritos de atención, juramentos y un par de maldiciones.
Nadie miraba a Paxton. El geólogo estiró su mano hacia una llave conectada a una tubería que recorría toda la parte superior de la zona de fogones. Todos los barcos, incluido el Valkirie, llevaban incorporado un sistema de extinción de incendios sobre los fogones de las cocinas, algo muy sensato, si se piensa en lo mal que combinan las llamas y los cruceros de lujo. Paxton abrió la llave, y media docena de espitas situadas sobre aquella línea de fogones dispararon potentes chorros de CO2 sobre las cazuelas.
El estropicio se transformó en caos. Una nube blanca de olor áspero envolvió a los cocineros, que empezaron a gritar y a tropezar entre ellos. Paxton aprovechó el momento y se deslizó con agilidad hacia la puerta de la despensa. Sin que nadie se fijase en él, la abrió y la cerró a sus espaldas con rapidez.
Caminó con paso ágil entre cajas de alimentos, arcones congeladores y montañas de latas hasta llegar a la escalera que llevaba a la cava de bebidas. El acceso estaba cerrado con una reja de metal dotada de una cerradura sencilla. Sacó de su bolsillo una copia de la llave que le habían entregado antes de subir a bordo. Suspiró aliviado cuando la cerradura se abrió con un chasquido. De momento, todo iba según lo planeado.
Bajó los escalones con rapidez. Era un pasillo estrecho, con la temperatura controlada en todo momento para conservar en perfectas condiciones los caldos atesorados allí. A un lado, desde el suelo al techo, había un largo anaquel repleto de botellas inclinadas que se perdía al fondo. Al otro lado, docenas de cajas de madera llenas de caras y exclusivas botellas esperaban su turno para reponer los huecos libres.
Avanzó por el pasillo, buscando una añada muy especial. Al fin sonrió. Dos cajas de Pingus del 2005. Un vino delicioso, a dos mil euros la botella. Pero no era eso lo que buscaba.
Arrastró las cajas hasta el suelo del pasillo y las abrió haciendo palanca con su navaja suiza multiusos. Bajo la luz suave de la bodega, las botellas mágnum brillaban, oscuras y tentadoras. Sin dedicarles una segunda mirada, Paxton las sacó una a una y las alineó en el suelo como una fila de soldados de guardia. Entonces apartó la paja que servía de colchón a las botellas, y por fin encontró lo que buscaba.
Parecían pastillas de barro envueltas en celofán. Con una sonrisa de triunfo, el geólogo se inclinó sobre ellas. Veinte unidades de Semtex por caja, y había suficientes cajas allí como para reunir una bonita cantidad. No la necesitaría toda, de momento.
De debajo de su chaqueta sacó una bolsa de lona verde y comenzó a llenarla con los explosivos y los detonadores que pensaba que iba a necesitar. Miró el reloj, nervioso. Tenía que volver antes de que nadie se diese cuenta.
Cerró la cremallera y volvió sobre sus pasos, después de dejarlo todo tan colocado como cuando llegó. Al abrir la puerta de la despensa espió un segundo antes de salir. Los cocineros habían conseguido cerrar el circuito de gas, pero la cocina estaba hecha un desastre. La comida del día estaba cubierta de un fino polvillo blanco, que aún goteaba de los rociadores. En aquel momento había una discusión terrorífica entre cuatro hombres vestidos de cocinero, cubiertos de polvo blanco y que se recriminaban amargamente todo aquel caos. No era un buen lugar para aparecer, pensó Paxton con sorna.
Volvió por el pasillo, silbando y con la mochila al hombro. Aquél era el momento más peligroso de su plan. Si alguien le detenía con aquello encima, era hombre muerto. Por suerte sólo se cruzó con un marinero, que sangraba de forma aparatosa por la nariz y que mascullaba algo para sí mismo, con aire abstraído. Paxton pensó que seguramente iba drogado.
Al pasar por delante de la puerta de la biblioteca observó que alguien había vaciado uno de los anaqueles de libros como poseído por un espíritu destructor. Los ejemplares se apilaban por el suelo en montones desordenados y muchos de ellos estaban abiertos y con las cubiertas rasgadas. En medio de aquel caos, un hombre semidesnudo murmuraba de espaldas a la puerta.
Paxton miró a los dos lados, cauteloso, antes de atreverse a entrar. Aquello era demasiado extraño como para pasarlo por alto.
Al acercarse se dio cuenta de que se trataba de Cherenkov. El físico ruso estaba de rodillas; tenía el pelo revuelto y unas costras de sangre reseca bajaban por su cuello desde sus oídos. Frente a él tenía desparramadas docenas de hojas cubiertas de cálculos con apretada caligrafía cirílica. La mayor parte estaban tachadas y arrugadas. Cherenkov levantó la vista cuando le oyó llegar, pero no pareció reconocerle. Su mirada estaba nublada, y su mente parecía estar a kilómetros de allí. Giró de nuevo la cabeza, y se concentró en su tarea, que consistía en hacer bolas de papel con sus anotaciones y arrojarlas a la chimenea con lentitud. Paxton observó que en el fuego ya ardían docenas de libros y lo que parecían ser muchas libretas llenas de apuntes.
Abrió la boca para hablar con él, pero lo pensó mejor y salió del salón sin hacer ruido. Estaba claro que el ruso se encontraba trastornado. Un científico chiflado. Que se encargasen de él los médicos de a bordo.
Sin embargo, la imagen de Cherenkov dando vivas al Reich en el salón de baile estaba muy presente en su cabeza. Quizá fuese un camarada. Paxton decidió que, cuando acabase de hacer lo que tenía pensado, volvería por allí para ver cómo estaba el ruso.
Bajó la escalera que llevaba a la zona de servicio y, por fin, dejó caer la mochila en el suelo, mientras se frotaba el hombro dolorido.
Miró hacia los lados para cerciorarse de que no había nadie en aquel pasillo. Estaba junto a uno de los accesos sellados, uno de los que no estaban controlados por las cámaras de seguridad. Había memorizado la distribución del sistema de vigilancia gracias a una copia de los planos que habían obtenido un mes antes. Era increíble lo que un técnico del equipo de restauración podía estar dispuesto a hacer para que no le enviasen a su mujer las fotos de sus fiestas privadas.
Cogió una silla del descansillo y la puso debajo de un punto concreto del cielo raso que estaba marcado con una discreta raya de lápiz, casi invisible si no la estabas buscando. Se subió sobre la silla y empujó el plafón con fuerza. Un ligero clic le indicó que la pieza se había soltado. Introdujo la mano y tanteó a ciegas hasta que sus dedos tropezaron con algo duro y cubierto de goma. Lo arrastró y lo sacó del techo: eran unas cizallas equipadas con baterías. Aquella pequeña maravilla podía morder el acero con la misma facilidad con la que unas tijeras normales cortan papel, y tenía un motor acoplado que permitía hacerlo casi sin esfuerzo. Volvió a colocar el plafón en su sitio y se acercó a la puerta sellada. Encendió las cizallas y las acercó a los puntos de soldadura. El metal se separó con la misma facilidad que si hubiese sido un plátano maduro. Cuando hubo separado todos los puntos de unión de un lado pegó un tirón a la hoja de acero, para abrir un hueco suficiente para poder pasar.
Tendría que ser un hueco grande. Paxton pesaba sus buenos ciento diez kilos y no era una anguila, precisamente. Tras un buen rato de esfuerzos, por fin consiguió abrir el espacio necesario y se deslizó al otro lado.
En seguida se vio envuelto en la oscuridad más absoluta. No le gustaba nada tener que bajar a aquella zona. Estaba todo hecho una mierda, y era peligroso. La vez anterior casi se desnuca al pisar un escalón podrido que cedió bajo sus pies. Y encima se había encontrado a aquel condenado guardia, corriendo como un loco y gritando aquella basura sobre fantasmas, o algo por el estilo. Aquel gilipollas no debería haber estado allí, ni haberlo visto. Había tenido que degollarlo, por supuesto. No se podía permitir el lujo de dejar cabos sueltos.
Tan sólo tenía que atravesar dos corredores por la zona de segunda clase antes de llegar a su objetivo, pero el camino se le hizo eterno. El aire allí abajo estaba enrarecido, como si hubiese un estanque de aceite lleno de pescado podrido oculto en algún lugar. Además, sentía la necesidad de bostezar todo el rato. Los oídos se le atascaban y tenía la cabeza embotada.
Oyó un ruido a su espalda. Se giró como una cobra, con el bisturí en la mano, buscando el origen del sonido. La puerta de un camarote se cimbreaba, como impulsada por una ráfaga de aire invisible. Paxton sabía que no había corrientes de aire allí abajo. Seguramente habría sido él, sin querer.
¿Qué vas a hacer, Willie?
La voz explotó en su cabeza con la fuerza de una tonelada de TNT. Hablaba con suavidad, pero tenía un regusto venenoso y malvado.
«No existe. Esa voz no existe», se dijo a sí mismo.
Caminó hasta el fondo del corredor, examinando de vez en cuando un plano del Valkirie que había costado una fortuna y la vida de dos personas, aunque Paxton desconocía este detalle. Los Ancianos sabían compartimentar muy bien sus actividades. Un lobo no debía saber qué hacía otro lobo. Llegó al final del corredor, que terminaba en un callejón sin salida. La madera del recubrimiento tenía un enfermizo color verde, devorada por una colonia de hongos feliz y satisfecha.
Paxton empezó a arrancar grandes pedazos de madera con las manos. La moldura se deshacía entre sus dedos como un queso demasiado seco, dejándole rastros verdes en las manos. Al cabo de un rato, una portilla disimulada en la pared apareció ante sus ojos, justo donde se suponía que debía estar. Los diseñadores originales del Valkirie pensaban que era importante para los tripulantes del barco que hubiera accesos rápidos entre la zona de pasaje y la zona de servicio en más de un lugar. Aquél era uno de aquellos accesos.
Tiró de la puerta, que se abrió con un chirrido escandaloso. Después de tantas décadas, los goznes estaban resecos, y Paxton tuvo que utilizar todas sus fuerzas para conseguir girar la puerta. Al otro lado, un brillante y cálido chorro de luz y aire caliente le estaba esperando.
Cruzó la puerta, contento de dejar atrás el sector en ruinas de segunda clase, y miró a su alrededor. Estaba en un cuarto de mantenimiento anexo a la sala de máquinas, muy cerca del corazón del Valkirie. Muy cerca de su objetivo.
Dio un par de pasos cautelosos mirando en todas direcciones. Se suponía que allí no tendría que haber casi nadie. El camino que había hecho le había permitido evitar la sala de control y los accesos, donde sin duda estarían apostados al menos un par de guardias de seguridad. A Paxton se le escapó una risilla. Estaba seguro de que ni siquiera Feldman o el ingeniero jefe conocían aquel camino. El Valkirie guardaba demasiados secretos.
Se acercó a dos enormes bloques de acero moderno adosados a los lados de una de las salas más espaciosas del barco. Paxton recuperó el aliento mientras abría la mochila y empezaba a apilar pequeños bloques de Semtex junto a sus pies. De vez en cuando levantaba la vista y calculaba dónde pondría las cargas.
Los buques modernos llevan estabilizadores laterales. Son unos motores adosados a los costados del barco que sirven para ayudar en las maniobras de atraque y desatraque, pero que sobre todo tienen una función primordial: evitar que un transatlántico se mueva de lado a lado como una atracción de feria.
Hasta la invención de aquel sistema en los años setenta, los cruceros que atravesaban un mar algo agitado comenzaban a sacudirse como una coctelera, impulsados por las olas. Eso arruinaba un tanto la experiencia de lujo de la que se supone que deben gozar los viajeros de primera clase, y cubría de vómitos a todos los pasajeros, ya durmieran en el sollado más bajo o en la cabina de lujo. No era bueno para el negocio.
Gracias a aquellas bestias que compensaban el balanceo de las olas, los cruceros modernos se mantenían tan estables como la tierra firme incluso en mares muy picados. En caso de que estallase una tormenta muy fuerte, aquellas turbinas no podían hacer nada, pero eso eran casos excepcionales. Pocas personas que viajan a bordo de cruceros se han encontrado con una cubierta que se mueva de lado a lado, y todo gracias a aquellos motores.
Cuando Feldman había restaurado el Valkirie se había tomado la libertad de modificar el diseño original y añadir aquellos estabilizadores laterales. Gracias a ellos, el Valkirie se mantenía tan firme como una roca en medio de aquel mar picado, en unas condiciones que hubiesen dejado boquiabiertos a sus creadores.
Pero Paxton pensaba cambiar eso.
Comenzó a poner las cargas sobre determinados puntos, con los detonadores adosados. Colocó los temporizadores para hacer explotar los explosivos al cabo de una hora. En cuanto apretó el botón, los dígitos rojos comenzaron a correr parpadeando en la pequeña pantalla. Era tiempo más que suficiente para poder salir de allí y volver a su camarote. O a la cocina, donde podría probar alguna más de aquellas deliciosas gambas. Y, de paso, poner cara de asombro cuando los estabilizadores volasen por los aires y el barco comenzase a sacudirse.
Al acabar, se sacudió el polvo de las rodillas, con aire satisfecho. Levantó la bolsa de deporte y comprobó que todavía tenía una docena de cargas explosivas en su interior.
Entonces pensó que todavía podía hacerlo mejor.