Will Paxton, el geólogo experto en formaciones submarinas, estaba desconcertado.
Se encontraba en su camarote, tumbado sobre la cama, vestido únicamente con un par de calzoncillos, saliendo lentamente de las brumas del sueño más extraordinariamente intenso y real de toda su vida. Su cuerpo temblaba, sometido a descargas de emoción.
En aquel sueño estaba en un baile de gala en el comedor principal del barco, rodeado de un montón de mujeres que iban vestidas al estilo de los años treinta. La mayoría de los hombres usaban esmoquin, aunque aquí y allá algunos iban ataviados con uniformes.
Paxton estaba en medio de un grupo, con una copa de champán en la mano, riéndose desaforadamente de algo muy divertido que le habían contado y que no podía recordar. Al ver su reflejo en un espejo se quedó profundamente sorprendido al descubrir que, en vez de su habitual traje azul arrugado, vestía un elegante uniforme de corte impecable. Por los galones del cuello, adivinó que el traje era de capitán de la Wehrmacht.
Una banda tocaba en el escenario mientras unas cuantas parejas bailaban en la pista, como poseídas por un fuego interno que las obligaba a moverse, sudorosas, alrededor de ellos. El ambiente en la sala resultaba demasiado cálido, como una habitación con la calefacción encendida en pleno mes de agosto, aunque nadie parecía notarlo. En el aire flotaba un aroma dulzón y espeso, con sutiles toques de aceite quemado y de algo parecido a carne en mal estado colándose de manera sutil por debajo.
De repente, alguien al fondo de la sala levantó su copa. Juraría que era Cherenkov, aquel maldito ruso loco que coordinaba el equipo científico. Vestía un esmoquin cuyos botones parecían a punto de salir disparados en cualquier instante y daba la sensación de estar algo achispado.
—¡Por el Reich de los mil años! —berreó Cherenkov en alemán, enrojecido, y sin el menor rastro de su acento del Este—. ¡Por la Gran Alemania y por nuestro Führer, Adolf Hitler!
Todos los presentes levantaron sus copas. Incluso los bailarines abandonaron por un momento su particular encantamiento y se volvieron, sonrientes, hacia Cherenkov.
—¡Por nuestro Führer, Adolf Hitler! Sieg, Heil! —gritaron de forma simultánea todas aquellas gargantas.
—Sieg, Heil! —bramó Paxton, notando cómo una oleada de excitación le invadía—. Sieg, Heil!
Apuró de un trago la copa de champán y cogió al vuelo otra de una bandeja. La adrenalina rugía con fuerza por sus venas, haciéndole temblar. Aquél era el sueño más intenso y maravilloso de su vida. Se sacó una mota imaginaria de la solapa de su uniforme y se miró de reojo en el espejo a la vez que se estiraba la guerrera. Jamás en su vida se había sentido tan vivo y poderoso. Un zumbido espeso vibraba dentro de su cabeza, impidiéndole pensar con claridad, pero las emociones, desatadas, luchaban entre ellas por imponerse. Paxton estaba feliz, ansioso, entusiasmado y nervioso, todo a la vez. Era maravilloso.
Paseó por la sala, absorbiendo los detalles. Las banderas con la cruz gamada ondeaban sobre las mesas mientras docenas de camareros, cargados con bandejas llenas de canapés y copas de licor, salían de los ascensores que comunicaban con las cocinas. Los civiles con los que se cruzaba se apartaban a su paso y le brindaban sonrisas obsequiosas, mirando con atención las medallas que tintineaban en su pecho.
De pronto, sintió como si una mano diminuta cerrase el puño en torno a una parte de su cerebro y lo estrujase. Se paró, mareado, incapaz de dar ni un paso más bajo aquel intenso dolor. Se dejó caer en una silla, jadeando, y entonces la vio.
Era aquella condenada periodista que Feldman había metido en la expedición. Estaba en medio de la pista, con expresión asustada, girando la cabeza en todas direcciones. Como Paxton estaba sentado, ella no le vio, pero el geólogo tuvo tiempo para deleitarse contemplando el cuerpo de la joven. Iba embutida en uno de esos vaqueros que no dejaban nada a la imaginación y una blusa ceñida que marcaba sus pechos. Paxton estaba seguro de que lo hacía para provocar. Siempre lo hacían para provocar. Todas eran unas putas.
El dolor en su cabeza se hizo más intenso. Entonces oyó la voz, tan clara como si alguien susurrase en su oído.
¿Ves a esa zorrita, Willie? ¿Ves cómo se contonea, tratando de ser el jodido centro de atención?
Paxton asintió, incapaz de respirar. Se desabrochó el botón superior de la guerrera, para conseguir un poco más de aire.
Ella no debería estar aquí, Willie. Éste no es su sitio. Ensucia esta atmósfera tan inmaculada.
—No —musitó. Tenía la boca tan seca como un trozo de arena—. No debería estar aquí.
No hay sitio en el Gran Reich para zorras judías como ésa, ¿verdad, Willie? Seguro que es judía. Sólo una puta judía vendría vestida así a un sitio como éste, para desviar a los sanos hombres alemanes de su deber.
Will Paxton, perlado de sudor, asintió con un gorgoteo. Empezaba a ver doble. Un camarero pasó por su lado y le tendió un pañuelo al tiempo que le hacía un gesto discreto. Will lo sujetó, desconcertado, y se fijó en el gesto del camarero, que apuntaba a su nariz. Acercó la tela y se la pasó por debajo. Estaba empapada de sangre. Se restañó una vez más, mientras una parte lejana de su mente le preguntaba si aquello no le parecía raro, pero él no la oyó. Sólo tenía oídos para ella. Para su voz.
Y bien, Willie, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a dejar que se ría de ti, como todas esas zorras de tu vida, o le vas a dar una lección?
Will sintió crecer dentro de sí una sensación de ira y odio tan intensa y pura que casi le ahoga. Y al mismo tiempo una formidable erección empezó a tomar forma dentro de sus pantalones.
—Le voy a dar una lección —gruñó, mientras se levantaba, trastabillando—. Oh, sí, le voy a dar una maldita lección que no olvidará. Va a gritar, va a gritar de verdad…
Entonces Kate levantó la cabeza, como alarmada por algo. Paxton se volvió y vio cómo el capitán del barco (¿cómo diablos se llamaba?; lo sabía, pero el nombre se negaba a salir del puré espeso en el que se estaba convirtiendo su memoria) les hacía señas a dos hombres en dirección a la joven. Kate adivinó el peligro y salió del salón a toda prisa, dando codazos entre la multitud para abrirse paso.
Ve a por ella, Willie. Encárgate de que no vuelva a molestar.
Con un gruñido gutural, Will Paxton se levantó y atravesó la pista a empujones. La sangre de su nariz ya chorreaba por la guerrera de su uniforme, dibujando sinuosos trazos sobre la tela verdigris, pero a él ya no le importaba. Sólo le importaba ella.
Salió al rellano de la escalinata y oteó en todas direcciones, desorientado. No veía a Kate por ninguna parte. A los pies de la escalera, junto a las águilas de madera, los dos hombres que habían salido en su búsqueda parecían igual de desconcertados. Entonces uno de ellos arrancó en dirección al puente y otro en sentido contrario. Paxton descargó un puñetazo de furia sobre la barandilla de nogal. La zorra judía se había escapado.
Permaneció de pie allí durante unos minutos, consumido por la ira y por una tormenta de emociones diversas. Aunque él no lo sabía, en aquel momento, cientos de pequeñas venas de su cerebro estaban a punto de reventar, sacudidas por un aumento de presión insoportable.
En la guardería, Willie. Corre.
Will Paxton frunció el ceño mientras una sombra de duda aleteó muy débilmente en el fondo de su alma. La voz parecía teñida de preocupación por primera vez.
Paxton sacudió la cabeza, tratando de pensar con claridad. Ni la vez que se había bebido una botella entera de tequila se había sentido tan espeso. Sudando, comenzó a bajar los escalones a toda velocidad.
Al llegar al pie de la gran escalinata, aparecido de la nada, un hombre alto, vestido con un elegante traje de color crema, se cruzó en su camino. Paxton trató de evitarlo, pero el otro se volvió a poner en medio, impidiéndole pasar. El geólogo levantó la mirada, cargada de odio. El tipo, de unos treinta y tantos, con facciones angulosas y pelo negro, le miraba con una expresión extraña en los ojos. Había algo raro en él.
No encajaba allí.
—Apártate de mi camino —escupió Paxton.
—¿Adónde crees que vas? Ni se te ocurra tocar a mi chica, gilipollas —dijo el hombre, con una sonrisa feroz en el rostro, antes de echar su puño hacia atrás y estamparlo a continuación en la cara de Paxton.
El geólogo sintió como si un mazo de carne hubiese golpeado su mentón. Salió despedido de espaldas, trastabillando, hasta caer cuan largo era, de forma que su cabeza chocó contra uno de los escalones. Un millón de luces de colores bailaron delante de sus ojos antes de fundirse en la negrura más absoluta, mientras perdía el conocimiento.
Y entonces, despertó.
Estaba tirado en su cama. Un intenso olor a humo flotaba en el ambiente, y todos los timbres de alarma del barco sonaban a la vez, formando una barahúnda infernal.
Sudoroso, se incorporó en la cama, confuso y desorientado. Vio sus piernas rollizas saliendo de sus calzoncillos y su camiseta manchada de sangre tensada sobre su abultado vientre. Aquello no se parecía en nada al elegante uniforme que llevaba puesto un momento antes.
Con una mano temblorosa agarró la petaca que tenía apoyada sobre la mesilla de noche, al lado de su ordenador portátil y de un manoseado tratado de geología, y dio un largo trago. El alcohol, caliente, le bajó por la garganta hasta explotar en su estómago con la familiar y reconfortante sensación que provocaba siempre. Entonces se pasó una mano sobre los ojos tratando de ordenar sus ideas.
«Ha sido un maldito sueño, Willie. Sólo un jodido sueño».
Se levantó trastabillando hasta el baño; su vejiga amenazaba con explotar. Al acabar se puso delante del espejo y palideció. Sus ojos inyectados en sangre le miraban desde la hoja de cristal, pero no era eso lo que le asustaba.
Con un temblor incontrolable se llevó una mano a la barbilla, donde un moratón estaba adquiriendo un feo color púrpura.
—No puede ser… —gimió.
Se llevó la otra mano a la parte posterior de la cabeza y se palpó en la nuca; un chichón del tamaño de un huevo latía con vida propia cada vez que inspiraba.
Había pasado. Había sucedido de verdad. No había sido un sueño.
Había estado allí.
Y entonces comprendió que era el momento de ponerse en marcha.
Tenía que cumplir la misión para la que Wolf und Klee le había preparado durante tanto tiempo.