XXXIII

A medida que la cabina subía, entre crujidos y gemidos de metal, Kate trató de serenarse y ordenar sus pensamientos. Su cabeza era un volcán en erupción. A la euforia de haber reencontrado a Robert se le sumaba la sensación de intranquilidad que aquel maldito barco le provocaba. Y, además, no podía sacarse las palabras de su marido de la cabeza.

«En este lugar hay algo malvado. Oscuro, hambriento y malvado».

A medida que el elevador subía, el sonido de los timbres de alarma se volvía más claro e intenso. Además, pronto captó un leve aroma a humo y plástico quemado. Algo iba muy mal allí arriba.

El ascensor se detuvo con una sacudida final. Kate levantó la reja del montacargas y se encontró con una plancha de acero que obstaculizaba el paso. Comprendió que ya debía de estar en algún nivel de primera clase y que aquél era uno de los accesos sellados por los hombres de Feldman. La primera sensación al ver el acceso cerrado fue de enojo, pero después pensó aliviada que aquellas planchas de acero eran algo tangible y real que pertenecía al universo en el que ella vivía.

Empujó la hoja, que se cimbreó suavemente. Cuando la habían soldado lo habían hecho para impedir que alguien pudiese acceder desde el otro lado, y no pensando en que se pudiese tratar de forzar desde el interior. Los puntos de soldadura estaban sujetos de tal manera que Kate pensó que una buena patada podría soltarlos lo suficiente como para desplazar la plancha.

Kate tomó impulso y arremetió contra la hoja de acero. Fue como patear una pared de granito. Se agarró el pie, dolorido, mientras soltaba un juramento muy poco femenino. Lo intentó de nuevo, esta vez tratando de golpear cerca de uno de los ejes de unión, pero fue en vano. Sin una palanca, sería absolutamente imposible mover aquella hoja de acero de sitio.

Desolada, comprendió que estaba atrapada allí dentro como una rata. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Al otro lado de aquella lámina de metal había luz, calor, seres vivos y aire fresco. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hundirse de nuevo en las entrañas del Valkirie y tratar de desandar el camino que había hecho.

Acongojada, se inclinó sobre los controles del montacargas cuando escuchó una serie de chasquidos secos, como tirantes de acero soltándose bajo una enorme presión. Entonces, para su asombro, la hoja de metal tembló como sacudida por un puñetazo invisible y empezó a inclinarse, cada vez más de prisa, hasta caer al suelo en medio de un estruendo.

«Estaré a tu lado, cielo», había dicho Robert.

—Gracias, tesoro —musitó Kate, con una sensación cálida en su interior. No se había sentido así de bien desde que había subido a bordo del barco.

Un chorro de luz amarillenta la golpeó en la cara. Kate se asomó, con precaución, y descubrió que estaba en uno de los pasillos de servicio de primera clase. Por las portillas circulares se filtraba la luz macilenta del amanecer, teñida del color espectral de la niebla que rodeaba el Valkirie. Las ráfagas de viento empujaban cortinas de lluvia contra los cristales, que chorreaban agua sin cesar.

El olor a humo era mucho más intenso allí. Kate caminó por el pasillo hasta encontrar una escalera y pronto estuvo de vuelta en el familiar sector de camarotes de primera clase, con su mullida alfombra de color rojo. De repente, Moore y varios de sus hombres aparecieron doblando la esquina. Un par de ellos vestían trajes de amianto y cargaban equipo antiincendios, mientras que el resto acarreaba extintores y lo que parecía ser una enorme manguera de riego.

—¡Deje paso, señorita Kilroy! —bramó Moore empujándola hacia un lado con rudeza.

Kate se aplastó contra el mamparo, absurdamente feliz. Moore le había reconocido. El mundo volvía a girar otra vez en el sentido correcto.

Sin dudarlo ni un segundo comenzó a seguir a aquellos hombres. Subieron hacia la zona del puente y salieron al exterior, bajo la lluvia.

Kate no tardó ni dos minutos en estar calada hasta los huesos. El agua caía en pesadas cortinas, tan densas que no permitían ver más allá de unos pocos metros. La joven adivinó el movimiento de unas personas a su izquierda, al pie de una escala que subía hacia el nivel más alto del barco, una cubierta a la que los pasajeros normalmente no podían acceder.

Se unió al grupo, temiendo que la obligasen a bajar, pero nadie le dijo nada. Feldman estaba allí, de pie, con un chubasquero amarillo que envolvía su cuerpo, mientras los hombres de Moore trepaban trabajosamente. El anciano parecía tan frágil que a Kate le dio la sensación de que una ráfaga de viento se lo podría llevar en cualquier momento. Al verla, Feldman asintió, como si todas las piezas encajasen.

—Ya me estaba preguntando dónde estarías metida, Kate. —Señaló hacia arriba, con gesto serio—. Supuse que no te querrías perder esto. Ha sido un trabajo profesional.

Kate frunció el ceño ante el tono de su voz, pero no dijo nada y comenzó a subir la escala, con el anciano judío tras ella. De vez en cuando miraba hacia abajo, convencida de que tan sólo vería un hueco y el cuerpo de Feldman cayendo hacia las olas, pero el viejo magnate parecía tener una reserva oculta de fuerzas en alguna parte de su cuerpo marchito.

Finalmente llegaron a la cubierta y entonces se quedó boquiabierta. En la zona de proa, justo sobre el puente de mando, donde tendría que haber estado el bosque de antenas, había un enorme y humeante agujero de color negro. De él surgían unas cuantas vigas de acero retorcidas, como raíces podridas de dientes en una boca destrozada.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.

—Hemos perdido todo nuestro sistema de comunicaciones —gruñó Moore, terriblemente pálido.

El jefe de seguridad estaba claramente mortificado. Se suponía que era el responsable de que nada anormal sucediese durante aquel viaje, y en apenas tres días había perdido el barco auxiliar, habían asesinado a uno de sus hombres y ahora estaba delante de aquel completo desastre.

—¿Cómo ha sido? ¿Un accidente?

Moore meneó la cabeza, furioso.

—Alguien subió hasta aquí arriba y cortó el suministro principal de energía de la red de comunicaciones. El sistema tenía un dispositivo de emergencia para evitar cortes de comunicación en caso de fallo eléctrico. —Señaló hacia el corazón del agujero negro, donde dos de sus hombres se paseaban con cuidado, moviendo restos desgarrados de acero—. Una serie de cincuenta baterías de alta capacidad.

—¿Las baterías funcionaron mal?

—Todo lo contrario —replicó Moore—. A las baterías no les pasaba nada. El sistema estaba pensado para que se fuesen conectando una a una, pero alguien hizo un puente. Hubo una sobrecarga eléctrica y cincuenta condenadas baterías explotaron de forma simultánea. Ése es el resultado.

Kate contempló el agujero, pensativa. La lluvia formaba regueros que corrían hacia los restos, mientras grandes charcos llenos de restos quemados crecían como manchas oscuras sobre la estructura del Valkirie.

—¿Alguna idea de quién lo hizo?

—Todavía no, Kate —oyó la voz de Feldman a sus espaldas—, pero pronto sabremos quién es el responsable de este desastre. O la responsable.

Kate adivinó la insinuación escondida en las palabras del anciano. Se volvió hacia él, con una expresión de cólera en el rostro.

—¿No estará insinuando que lo hice yo, Feldman?

—Yo no insinúo nada —replicó Feldman, frío. La sombra de la desconfianza revoloteaba por sus ojos. Kate observó con detenimiento el rostro del anciano y tragó saliva, impresionada.

Feldman parecía una sombra del hombre anciano pero imponente al que había conocido cuando se embarcó en el Valkirie. El pelo de su cabeza parecía haber caído de forma desigual y una serie de calvas punteaban su cráneo, como si hubiese estado expuesto a alguna radiación o una enfermedad extraña lo estuviese devorando desde dentro. El rostro aparecía consumido cubierto de pequeñas venas allí donde antes lucía una piel tersa y de aspecto saludable. Pero lo peor eran sus ojos. La mirada de halcón de Feldman había quedado sustituida por una expresión apagada y confusa, como la de un anciano al borde de la demencia que no comprende lo que sucede a su alrededor y desconfía de todos los que le rodean, porque teme que le vayan a robar sus ahorros. El cambio era tan demoledor que Kate palideció.

—Alguien le ha hecho daño a mi barco —gruñó—. A mi pobre Valkirie. Y quien la ataca a ella me ataca a mí.

A Kate no le pasó por alto cómo se había referido Feldman al Valkirie. Ella. De forma inevitable, el recuerdo de la sombra oscura que la había perseguido por los corredores apenas una hora antes (¿o debería decir setenta años antes?) se le vino a la mente.

—Yo no he sido, Feldman —dijo, vocalizando lentamente—. He estado dentro del barco todo el tiempo.

—No estaba en su camarote —musitó Moore, de espaldas a ellos, mientras contemplaba el estropicio—. Ni en ninguna de las zonas comunes.

—¿Dónde ha estado metida todo el rato, Kate? —preguntó Feldman, de manera nada amistosa, con una voz engañosamente calmada.

Kate vaciló, y los dos hombres se dieron cuenta. No podía decirles la verdad, porque pensarían que estaba loca. O posiblemente no, pero no podía confesar que había roto todas las normas y había pasado media noche correteando por el interior de las zonas prohibidas del Valkirie.

—Yo no he sido, Feldman —se limitó a repetir—. Tendrá que creer en mí, le guste o no.

—No será necesario —gruñó Moore. Uno de sus hombres acababa de subir y le acababa de susurrar algo al oído—. Dentro de menos de cinco minutos saldremos de dudas. Vamos a la sala de control.

Feldman asintió con una maníaca risa de satisfacción que le heló la sangre a Kate. El viejo estaba perdiendo la cabeza, derrapando hacia una zona oscura, llena de pozos repletos de ideas viscosas y dementes.

Bajaron la escalera hasta el puente de mando. Al entrar, Kate vio una serie de cambios que hicieron que se sintiese un poco más enferma.

La pared del fondo estaba limpia. Todos los modernos instrumentos de navegación habían desaparecido. Alguien los había sacado de su sitio y no había ni el menor rastro de ellos. Donde había estado colocado el sónar y la pantalla de satélite, tan sólo quedaban una serie de cables colgando de las paredes y unos tristes soportes metálicos. Kate podía entender que el radar y las comunicaciones ya no servían para nada, lo que de por sí constituía un enorme problema, pero no había ningún motivo para eliminar el sónar, ni la estación meteorológica.

«Salvo que el barco ya no los quiera aquí, Kate».

Harper estaba allí. Ya no tenía el mostacho poblado que lucía en la pista de baile y sus ojos volvían a ser marrones, pero todavía llevaba puesto el uniforme de capitán de la marina mercante alemana. Al verlos, dio un taconazo y los saludó, muy formal.

Guten Tag, meine Herren —escupió—. Confío en que todas estas molestias terminen pronto. No podemos tener un crucero tranquilo mientras sucedan estos… incidentes. Alguien tendrá que responsabilizarse de este desaguisado.

—No se preocupe, Herr Kapitän —replicó Moore—. Estamos en ello. Pronto encontraremos al agente comunista.

«¿El agente comunista? Pero ¿qué diablos…?». Kate prefirió no preguntar. Tenía problemas más acuciantes. Dos de los hombres de Feldman se habían colocado en la puerta, con los rifles de asalto cruzados sobre el pecho.

Y la miraban a ella.