XXX

Kate bajó la escalera del gran hall saltando los escalones de dos en dos. Llevada por un repentino impulso se volvió y apretó el disparador de su Canon media docena de veces, apuntando en todas direcciones. Si en algún momento aquella pesadilla terminaba y se despertaba, quería estar segura de que era real y no lo había imaginado. O, por el contrario, obtener la prueba definitiva de que estaba loca de remate.

Al apretar el botón por primera vez el selector automático de la cámara hizo saltar el flash en un fogonazo azul. El destello iluminó todo el hall como un relámpago y atrajo algunas miradas, pero Kate tenía demasiadas cosas en que pensar. Los dos camareros que iban en su búsqueda acababan de asomar por la parte superior de la escalera.

La joven se fijó en una puerta que daba a un pequeño pasillo que hasta aquel momento le había pasado desapercibido. Comprobó que desde la parte superior de la escalinata los camareros no podían ver la puerta y, sin dudarlo ni un minuto, la cerró a sus espaldas y se metió por aquel corredor.

Risas. Risas infantiles sonando al fondo del túnel. Kate corrió siguiendo aquel sonido hasta que desembocó en una sala en la que no había estado hasta entonces. Era una sala alta, de mediano tamaño, con las paredes forradas de láminas de madera de un poco más de dos metros de altura. Sobre los paneles había una serie de dibujos infantiles al fresco de ciervos, granjeros y muñecos de nieve.

En medio de la sala había un pequeño tiovivo de aspecto anticuado. Alrededor del eje central de hierro forjado rodaban en círculos caballos, conejos, cerdos y gatos. Las sillas de montar estaban adornadas con símbolos de la KDF. Sobre cada una de ellas había un niño o una niña lanzando chillidos de entusiasmo. El tiovivo estaba rodeado por una reja de mediana altura, y un operario de aspecto adormilado manejaba los controles mientras sonaba de fondo una fanfarria militar que salía de un gramófono. En un banco situado al fondo, un grupo de señoras de mediana edad cotilleaban entre ellas y de vez en cuando observaban con aire de cansancio a los críos.

Kate miró hacia atrás. La puerta que había cruzado permanecía cerrada. Se acercó con sigilo y la entreabrió un poco. Vio cómo los dos hombres que habían salido en su búsqueda permanecían de pie en medio del vestíbulo, mirando en todas direcciones. Finalmente, uno de ellos salió en dirección al puente al mismo tiempo que el otro entraba dentro del comedor.

Los había despistado, pero no tenía demasiado tiempo.

«Piensa Kate, piensa. ¿Adónde vas a ir?».

La opción más obvia era volver a su camarote y esperar a que todo aquel delirio cesase. Si es que llegaba a cesar. Por un instante se preguntó si Tarasov y la gente de Wolf und Klee estaban en lo cierto. ¿Y si, de alguna manera, había retrocedido a 1939? Feldman, Cherenkov y Carter habían sostenido que era totalmente imposible. Que violaba las leyes elementales de la física. Pero ninguno de ellos estaba allí, viendo todo lo que la rodeaba. Y ella sí.

Pero volver a su camarote no iba a ser sencillo. Para conseguirlo tendría que cruzar el vestíbulo, completamente iluminado y lleno de gente, y además aquellos dos camareros la estaban buscando. Y con sus vaqueros ceñidos no pasaría desapercibida. Quizá si encontrase algún tipo de ropa de la época pudiese lograrlo. Tenía que localizar un cuarto de colada, o algo por el estilo.

Entonces se fijó en la niña. Estaba sentada al fondo de la sala, completamente sola y ajena al bullicio que montaban el resto de los críos. Parecía muy concentrada, mirando en su dirección con esa expresión obstinada que ponen los niños cuando algo los contraría profundamente. Con el ceño fruncido propinaba puntapiés a una moldura mientras balanceaba las piernas en su silla. No sólo su actitud era diferente. Su ropa era mucho más sencilla que la de los demás niños. En vez de zapatos de charol brillante y vestidos con encaje, calzaba unas sandalias de aspecto humilde y un vestido de lino gris que parecía haber vivido mejores tiempos. La prenda le quedaba una o dos tallas grande, como si fuese la ropa heredada de una hermana mayor.

De repente la niña alzó el brazo y la señaló. Se quedó completamente inmóvil, con el brazo levantado y sus ojos clavados en ella. El efecto era tan escalofriante que a Kate le entraron ganas de empezar a lanzar alaridos. Le faltó un pelo para darse la vuelta y salir corriendo de allí, pero si volvía sobre sus pasos se encontraría con aquellos hombres. Entonces la niña dejó caer el brazo e inclinó ligeramente la cabeza, como si escuchase algo que sonaba desde muy lejos. Aunque los timbres de alarma en la cabeza de Kate amenazaban con estallar, algo la hizo avanzar hacia la niña.

Se acercó procurando evitar las miradas curiosas de las madres, que seguían sentadas en el banco. Cuando llegó junto a la niña se puso en cuclillas para quedar a su altura. La pequeña la miraba fijamente, sin pestañear.

—Hola —le dijo—. ¿Puedo sentarme a tu lado?

La niña asintió con la cabeza, sin dejar de mover las piernas.

—¿Por qué me señalabas? —La voz de Kate sonaba quebrada. Intentó tragar saliva y descubrió que tenía la boca completamente seca.

La niña permaneció en silencio durante un largo rato, mirando con aire ausente al suelo. Kate se fijó en las enormes ojeras que la niña tenía debajo de los párpados y en su aspecto desnutrido. Además, lucía un gran hematoma en el brazo izquierdo que estaba tomando un desagradable color amarillo, como si algo o alguien la hubiese golpeado allí con inusitada violencia.

Cuando Kate iba a repetirle la pregunta, la chiquilla se volvió hacia ella.

—Tú no deberías estar aquí —dijo, simplemente.

Su voz estaba teñida de una tristeza tan profunda que a Kate se le formó un nudo en la garganta. Era antinatural oír ese tono en una niña tan pequeña. Hablaba de sufrimiento, horror y privaciones sin tregua. De infancia perdida.

—Ya lo sé —consiguió decir—. Me he perdido y tan sólo quiero volver a mi camarote. ¿Por casualidad no sabrás cómo…?

La niña negó con la cabeza, con una expresión hosca en el rostro.

—No quiero decir en esta sala —contestó, mientras se acariciaba con aire distraído el hematoma del brazo—. Me refiero a aquí. A ahora. Tú no eres de aquí. No puedes estar en este lugar. Ella se enfadará mucho si te ve.

—¿Ella? ¿Quién? ¿Por qué se enfadará? —balbuceó Kate—. ¿A qué te refieres con ahora?

Por toda respuesta, la niña estiró la mano hacia la muñeca de Kate. La periodista llevaba una pulsera de plástico que le había regalado su sobrina Andrea, con cabezas de animales y cuentas de colores. La niña la miraba con ojos somnolientos, como si se imaginase a sí misma con una pulsera como aquélla en su muñeca.

—¿Te gusta? —dijo Kate, siguiendo su mirada—. Toma.

Se sacó la pulsera y se la dio a la niña. Ésta la sostuvo en las manos con aire reverente, como si no se acabase de creer que algo tan hermoso pudiese existir. Deslizó los dedos por las cuentas, disfrutando del tacto suave del plástico, como si fuese una materia exótica. De súbito, sus nudillos se pusieron blancos cuando cerró con fuerza el puño. Levantó la cabeza, con un rictus de terror bailando en su rostro.

—Tenemos que irnos —dijo, con voz angustiada—. Ella viene.

—¿Ella? ¿De quién hablas?

—¡Ella viene! ¡Ella viene! —Se levantó, agitada—. ¡Y después vendrán los otros! ¡Tenemos que irnos!

Sin mirar atrás, la pequeña se levantó de un salto y corrió hacia una puerta que había al fondo de la sala. Kate se quedó desconcertada, sin saber muy bien qué hacer. Entonces notó un olor dulzón y metálico que le resultaba familiar. Nada más olerlo, su estómago dio un bote, amenazando con rebelarse, mientras los pelos de los brazos se le erizaban. Volvió la cabeza, demasiado despacio, como si estuviese atrapada en una moviola a cámara lenta.

El tiovivo había dejado de girar y todos los niños, silenciosos, la contemplaban con ojos vacíos. Sus madres habían abandonado su parloteo y tenían sus miradas clavadas en ella. Una había dejado caer su revista al suelo, mientras otra que estaba tejiendo a su lado mantenía las manos en una posición absurda en medio de un complicado punto que no parecía querer rematar.

Había algo en los ojos de todas. Algo ajeno a las mujeres. Algo oscuro que la estaba mirando.

A Kate.

Su sangre se convirtió en hielo picado. Sin dudar ni un momento se puso en pie y, caminando de espaldas, se fue acercando a la puerta por donde había salido la pequeña del traje de lino apenas un segundo antes. Su mano derecha tropezó con el disparador de la Canon que llevaba colgada al cuello y un sonoro clic-clic-clic retumbó en el silencio a la vez que la cámara disparaba una ráfaga de fotos.

Aquello sirvió para desencadenar el caos. Todos los niños abrieron la boca simultáneamente y comenzaron a gritar. No era un grito normal, era como un alarido profundo y salvaje, demasiado grave y ronco para salir de gargantas infantiles. Algo animal y profundo. Un aullido de alerta.

Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está aquí. Está…

El grito retumbaba con tanta fuerza dentro de la cabeza de Kate que pensó que iba a reventarle como una granada madura. Se llevó las manos a los oídos, pero el alarido y su mensaje de alerta seguía sonando dentro de su cabeza.

Y dolía. Dolía mucho.

Se dio la vuelta y echó a correr. Algo sonó a sus espaldas, como un enorme papel rasgándose, pero no se quedó para descubrir qué era. Su vida, o quizá su cordura, estaban en juego.

La puerta daba a un largo corredor de servicio, menos decorado e iluminado que los pasillos de primera clase. Al fondo pudo distinguir entre la penumbra el destello rubio del pelo de la niña. En aquel momento, la pequeña giró la cabeza y Kate vio el borrón blanco de su cara y la expresión de terror profundo.

Sin dudarlo, apretó el paso. La Canon rebotaba contra su cuerpo, golpeando sus pechos con tanta fuerza que veía las estrellas a cada paso. Algo la perseguía por el pasillo, doblando cada esquina con un sonido acuoso.

Aquella parte del barco era un laberinto. El techo era de tubos de metal y cables, en lugar del agradable plafón de madera que recubría el de los otros corredores. A cada pocos pasos se abría una bifurcación que conducía a un lugar distinto, y Kate no tardó mucho en estar totalmente desorientada dentro de las entrañas del barco. Sólo la presencia de la niña, que corría unos metros por delante, le marcaba el camino. Aterrorizada, comprendió que si perdía la pista de aquella pequeña estaría irremediablemente perdida. Y a merced de lo que fuera que iba tras ella.

A sus espaldas, algo pesado cayó al suelo con estruendo. Lo que la perseguía estaba cada vez más cerca. Las bombillas del pasillo se iban amortiguando más y más mientras aquella cosa absorbía hasta el último rayo de luz. Parecía un malvado agujero negro de oscuridad malvada. Las luces parpadeaban y poco a poco su brillo se iba extinguiendo, como si la corriente eléctrica no llegase con suficiente intensidad. Todo el pasillo se fue sumergiendo gradualmente en la penumbra. Kate jadeó, sofocada. Estaba corriendo casi a oscuras. Apenas podía distinguir a la niña. Su vestido gris se confundía con la oscuridad del fondo. Tan sólo la melena rubia que parecía flotar a medio metro del suelo le servía de guía.

«Como tropieces estás jodida, Kate. Vigila dónde pones los malditos pies».

Llegó hasta el arranque de una escalera que descendía hacia las plantas inferiores. Kate supo entonces dónde estaba. Era uno de los accesos al sector de segunda clase. La niña bajaba los escalones trabajosamente. Sus sandalias chasqueaban mientras se aferraba al pasamanos con fuerza. En su muñeca llevaba puesta la pulsera de Kate.

—¡Espera! —gritó la reportera, tratando de recuperar el resuello—. ¡No bajes ahí! ¡Es peligroso!

La niña la ignoró y continuó descendiendo. Kate vaciló un momento, pero la cosa que la perseguía sonaba cada vez más cerca. Gimiendo de terror, apoyó su pie en el primer escalón. El pozo de la escalera estaba negro como una mina profunda. Allí abajo no había luz y las sombras parecían moverse, inquietas, esperando.

El siguiente golpe sonó muy cerca. No había tiempo que perder. Sin dudar un minuto, comenzó a bajar la escalera.

Hacia la oscuridad.