Valkirie
Tercer día de travesía
Unos pasos apresurados delante de su puerta despertaron a Kate. Sonaban como si un pequeño grupo de personas cruzase por el pasillo a la carrera. Sobre el ruido de las pisadas se oían voces excitadas comentando alguna cosa entre ellas que el grosor de la puerta no le permitía entender con claridad.
Kate parpadeó, entumecida. El camarote estaba en penumbra y la joven, desorientada, miró su reloj de muñeca. Era más de medianoche. Seguía acurrucada en la esquina donde se había dejado caer cuando Feldman y Cherenkov se habían ido de su habitación.
Cuando había oído aquella risa siniestra.
Se había quedado dormida después de llorar hasta agotar todo el caudal de lágrimas que tenía. Estaba exhausta y se sentía desgraciada y muerta de miedo. Pero, sobre todo, tremendamente sola. A cada minuto que pasaba se arrepentía más de haber aceptado involucrarse en aquella historia. Había algo intrínsecamente perverso en el Valkirie, algo que se extendía entre sus tripulantes y pasajeros como el hedor del pescado podrido. Y en medio del océano no se podía escapar a ninguna parte.
Se levantó haciendo una mueca. Tenía una pierna dormida. Dio un par de pasos por el camarote para restablecer la circulación. Mientras se masajeaba el muslo oyó dos voces, una de hombre y otra de mujer. El rítmico cling-cling de bisutería entrechocando acompañaba la conversación, que se fue apagando cuando se alejaban.
Kate volvió a mirar el reloj. Era tarde, pero quizá había un segundo turno de cena. Todos aquellos tripulantes tenían que ir a algún sitio. Su estómago gruñía, hambriento.
Entró en el baño y se lavó la cara y los dientes. A continuación, peleó con su melena un rato hasta dejarla algo más presentable. Se miró en el espejo. Tenía ojeras bajo los párpados y una expresión angustiada.
Volvió al camarote y se puso unos vaqueros ajustados y una blusa. También cogió una chaqueta de pana. Cada vez hacía más frío fuera de aquel condenado barco. Una vez que se encontró a sí misma lo suficientemente presentable, se colgó la Canon del cuello y, tras cerrar la puerta de su camarote con doble vuelta de llave, salió al pasillo.
El corredor estaba suavemente iluminado y un leve rastro de perfume todavía flotaba en el ambiente. Caminó con paso decidido hacia el hall de las águilas para llegar al salón comedor. Al tiempo que andaba, pensaba en cómo enfocar de nuevo el asunto del sombrero con Feldman. Le daba la sensación de que había perdido parte de la confianza del anciano judío, y eso la mortificaba. Quizá Carter podría darle otro enfoque distinto al asunto. Fuera como fuese, tendría que hablar con él y con Cherenkov. Quería dejarles claro que no era una loca de remate y que aún era digna de confianza. No quería quedarse al margen bajo ningún concepto.
A medida que se acercaba al comedor, el rumor de voces y la música era cada vez más alto. La joven aguzó el oído. Tocaban algo similar a lo que la banda había estado ejecutando por la tarde, pero ahora sonaba mucho mejor. Kate no estaba segura, pero le parecía que era un charlestón.
Al entrar en el hall de las águilas se quedó boquiabierta. La enorme lámpara de araña del techo tenía todas sus luces encendidas y lanzaba destellos cegadores sobre los escalones de mármol pulido. Un grupo de tres mujeres que Kate no había visto nunca, vestidas a la moda de los años treinta, subían la escalera comentando algo divertido entre ellas que hizo que estallasen en un coro de risas.
Con la sensación pastosa de estar atrapada en una pesadilla absurda, giró la cabeza. Dos hombres vestidos con un modelo de esmoquin anticuado fumaban apoyados contra una pared y la escrutaban con la mirada.
Kate cerró los ojos con fuerza. Estaba soñando. Tenía que estar soñando. Abrió los ojos de nuevo y todo seguía exactamente igual. Las luces, el ruido, el aroma del tabaco y el murmullo de voces saliendo de la sala. El más alto de los dos hombres se inclinó hacia el otro para decirle algo al oído. El bajito rió y la volvieron a mirar, con una expresión insolente en el rostro.
Caminó, con las piernas tan débiles que amenazaban con dejarla caer en cualquier momento. Jadeaba, buscando aire. No entendía qué estaba pasando. Cuando llegó al pie de la escalera comprobó que la maceta con la palmera había desaparecido y alguien había colocado en su lugar tres banderas. Dos eran esvásticas sobre un fondo rojo, y la tercera era la bandera de la KDF.
Kate retrocedió, aterrada. Su espalda chocó contra una de las enormes águilas de madera que montaban guardia al pie de la gran escalinata. El animal tenía el pico abierto mientras lanzaba un eterno chillido de desafío. Con la misma sensación de anticipación inevitable que se tiene en los sueños, Kate dejó resbalar la mirada hacia el óvalo sujeto por las garras del águila, para comprobar que, salida de la nada, una enorme esvástica de madera campeaba dentro de ella.
—Esto no puede estar pasando —murmuró, aturdida, sentándose en el primer escalón.
Un camarero con una bandeja llena de copas pasó a su lado y la miró inquisitivamente antes de seguir su camino.
«Feldman me tiene que estar gastando una broma. Esto es una cámara oculta, o algo por el estilo».
Pero el águila era real. Pasó los dedos por el reborde de la esvástica. No estaba encolada ni clavada sobre el óvalo, sino tallada en una única pieza. Para cambiar aquella escultura tendrían que haber levantado toda la maldita escalinata con una grúa industrial y, antes, desmontar todo el techo para colocar la grúa. En medio del mar era imposible.
La sangre le zumbaba en los oídos. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y el dolor fue claro e intenso. No era un sueño. Estaba despierta.
«No es una broma. Es real».
—¿Se encuentra usted bien, Fräulein? —La voz sonó a su lado y Kate se sobresaltó. Una camarera vestida con un uniforme negro y cofia se inclinaba preocupada sobre ella—. ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?
Kate inspiró un par de veces para tratar de controlar sus nervios. Le estaba ofreciendo un vaso de agua una mujer muerta o desaparecida hacía setenta años. O su fantasma. Se sentía como la jodida Anne Germain. Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar la risa histérica que peleaba por asomar desde su garganta.
—Nein, danke —contestó en su fluido alemán, cambiando de idioma de manera automática—. Es sólo un mareo. Estaré bien en seguida. En serio.
—¿Está segura?
—Sí, por completo —dijo esbozando una mueca, consciente de que su boca se negaba a obedecer las órdenes de su cerebro y de que sólo podía ofrecer el remedo trágico de una sonrisa.
La mujer asintió y se alejó, no sin antes echarle una última mirada de arriba abajo que Kate no supo interpretar.
El ruido de la sala se convirtió en un griterío gozoso cuando la banda atacó una nueva pieza. Sonaba como si allí se estuviese celebrando una fiesta por todo lo alto. Kate se levantó apoyándose en el escudo con la esvástica y subió la escalera. Al pasar al lado de las banderas las miró de reojo, pero no se atrevió a tocarlas. De todas formas, estaba convencida de que eran tan reales como el resto de lo que la rodeaba.
El salón de baile, habitualmente cerrado y a oscuras, estaba con las puertas abiertas y atestado de gente. Las parejas bailaban un fox-trot en medio de la pista mientras grupos de pasajeros se movían de aquí para allá atendidos por un pequeño ejército de camareros y asistentes. En el escenario, una banda de siete miembros tocaba como poseída por alguna clase de furia ciega. La fiesta vibraba en todo su apogeo. El champán corría a raudales y los rostros de los pasajeros estaban rojos y animados, flotando en medio del ruido y de una bruma de humo de tabaco. Las risas eran escandalosas y estaban ligeramente fuera de lugar, como atravesadas por una esencia enferma.
Una mujer pasó a su lado con una expresión vacía en el rostro. Kate se estremeció. Todo parecía real. Y sin embargo había algo que no encajaba, aunque no era capaz de identificarlo. Una nota discordante, un elemento extraño que lo deformaba todo. Como un grano infectado y lleno de pus en medio de un rostro armonioso. Algo en aquella fiesta no estaba bien.
Sin tener en cuenta el hecho evidente de que nada de aquello podía ser real, se repitió Kate. Por primera vez se planteó si no se habría roto una vena en su cabeza y había perdido la cordura. Con un escalofrío se preguntó si no estaría tendida en aquel momento sobre la cama de su camarote, convertida en un vegetal, mientras el médico de a bordo certificaba que a su cerebro se le había frito alguna conexión.
Cogió una copa al vuelo de una bandeja que llevaba un camarero. Las copas estaban llenas de un riesling blanco espumoso y fresco. Dio un trago y sintió cómo el vino le bajaba por la garganta hasta el estómago. Si aquello era una alucinación, era la más realista y perfecta de la historia.
Un rostro conocido le llamó la atención en medio de la gente. Era uno de los dos químicos del equipo científico, vestido con un elegante traje de dos piezas. Su corazón se aceleró. Ver una cara conocida en medio de aquel baile fantasmal hizo que la noria de irrealidad en la que estaba montada girase un poco más despacio.
Kate se devanó los sesos tratando de recordar su nombre. Era finlandés, algo sonoro y exótico para su oído. Empezaba por Lau… ¿Cómo diablos seguía? Laukkanen. Eso era. Él y el otro químico habían bromeado con ella el día de la presentación. Era un hombre simpático y con una mirada inocente en sus ojos intensamente azules.
Kate se abrió camino entre los grupos de pasajeros. A medida que pasaba, notaba que las conversaciones se apagaban y que los corrillos empezaban a hablar en susurros. Decenas de ojos estaban fijos en ella.
Algo iba mal.
De repente se vio reflejada en uno de los espejos del salón de baile y lo comprendió. Vestida con unos vaqueros ajustados de talle bajo, destacaba en medio de aquella fiesta elegante de los años treinta como una pulga en las pelotas de un perro. Lo más probable era que ninguno de los presentes hubiese visto unos vaqueros en toda su vida. Si es que estaban realmente vivos, por supuesto.
Ignorando las miradas, se acercó hasta el grupo del finlandés. Estaba en compañía de dos mujeres y dos hombres. Mantenían una discreta conversación en alemán que se cortó de manera abrupta en cuanto ella llegó a su altura.
—Hola, señor Laukannen —dijo Kate en alemán, acercándose a él. Se inclinó sobre su oído y, pasando al inglés, le susurró—: Hacia el vestíbulo, rápido.
El finlandés se echó hacia atrás, con una expresión confundida en el rostro.
—Disculpe, Fräulein —musitó en alemán, mientras se estiraba la manga del esmoquin—. No he entendido lo que me ha dicho. Creo que no hablo su idioma.
A Kate casi se le salen los ojos de las órbitas. Jadeó, incrédula.
—Laukannen… —murmuró, sacudiendo la cabeza. La mano de hielo que apretaba sus entrañas apretó un poco más fuerte.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó entonces una de las mujeres, que apoyaba su mano con gesto posesivo sobre el brazo del finlandés—. ¿Quién es esta mujer?
—No tengo la menor idea, cielo —replicó Laukannen, mirando a Kate con expresión desconfiada.
Todo el grupo había dado un prudente paso atrás para apartarse de la joven, de la misma manera que se suele hacer en las fiestas cuando un convidado demasiado borracho se acerca para contar alguna estupidez sin respetar el espacio mínimo socialmente aceptable.
Kate se alejó trastabillando, sin despedirse, con la mirada desconfiada de la mujer clavada en su nuca. Si habían pensado que estaba bebida, su retirada ignominiosa no podía más que confirmar su teoría.
Estaba en el centro de la pista. La gente se apartaba a su paso, como si detectasen que era un elemento extraño en medio de aquel lugar. El tufo dulzón que flotaba en el ambiente era casi asfixiante, pero en aquella ocasión estaba mezclado con una nota de corrupción latente. La sala olía como si todo lo que había en ella estuviese podrido. Kate estaba mareada. Tenía que salir de allí.
Cuando abandonaba el lugar vio a Harper de pie, charlando con un grupo de pasajeros. El marino vestía un uniforme completo de capitán mercante, y lucía en la cara un grueso mostacho que aquella mañana no estaba allí. Cuando miró hacia ella, no pareció reconocerla, pero la observó con recelo.
A Kate se le escapó todo el aire de los pulmones. Los ojos de Harper, de un intenso color azul, la taladraban, inquisitivos. Le dijo algo a un hombre que estaba a su lado, e hizo una seña discreta a un grupo de camareros situados junto a la pared del fondo de la sala. Kate vio cómo dos de aquellos individuos comenzaban a andar hacia ella, abriéndose camino entre la multitud.
Con un gemido de terror se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida, tratando de abrir el mayor hueco posible con sus perseguidores. En su mente flotaba la imagen de los ojos azules de Harper y su expresión perversa y despiadada. Pero no sólo le aterrorizaba la promesa que escondía aquella mirada que la había atravesado.
Kate estaba segura de que aquella mañana el capitán Harper tenía los ojos marrones.