Dos horas antes
Al principio fue muy sutil. Un olor ligero, casi inapreciable, que se colaba por debajo del aroma que subía de su plato de goulash. Senka levantó la vista, pensando que se trataba del perfume de la pelirroja, pero Kate Kilroy parecía estar sumergida en su propio mundo.
Senka sintió un pinchazo de excitación en el bajo vientre, pero procuró serenarse. Llevaba cuatro meses de abstinencia sexual absoluta (y para ella la palabra «absoluta» significaba que ni siquiera un roce casual con la alcachofa de la ducha estaba permitido) y cada vez le costaba más mantener la cabeza clara, sobre todo con una mujer tan deliciosamente atractiva como Kate Kilroy sentada a apenas un metro de ella. Sus rodillas se tocaban por debajo de la mesa y, a cada roce, Senka era presa de una oleada de deseo que casi la hacía atragantarse. Pero Kate no parecía tentada a probar los placeres de Safo, al menos por el momento.
Senka respiró hondo y sonrió, ocultando sus sentimientos. Era algo que sabía hacer muy bien desde niña.
Se había quedado huérfana con apenas siete años en el horror de las guerras yugoslavas. Vivía con sus padres en un pueblecito de mayoría serbia de Bosnia. Un día, las brigadas bosnias habían lanzado un ataque contra las fuerzas paramilitares serbias de Mladic que asediaban Sarajevo. Nadie se esperaba que los bosnios, vapuleados y al borde de la derrota, fuesen capaces de organizar una incursión tan potente, así que los serbios no habían tomado medidas para proteger el pueblo de Senka.
Las doce horas en las que su pequeña aldea estuvo en manos bosnias fue un resumen de todos los horrores que una guerra civil puede provocar. Los peores sentimientos del alma humana, salidos a flote, sin ningún tipo de traba ni control. El deseo de venganza teñido de rabia impregnaba el alma de aquellos hombres.
La pequeña Senka vio cómo fusilaban a su padre junto con otros doce hombres del pueblo, para después arrojar sus cuerpos a un pozo. Nunca olvidaría la expresión vacía del rostro de su padre cuando su cadáver caía por el brocal. Su padre, que apenas cinco minutos antes le estaba contando un cuento.
Después vio cómo unos soldados violaban sistemáticamente a su madre y a otras tres mujeres sobre el capó de un camión, mientras el resto del pelotón los animaba entre risas, antes de degollarlas y lanzarlas al mismo pozo. En aquel momento las lágrimas ya se le habían acabado.
Y, finalmente, cuatro milicianos atiborrados de coca y alcohol cogieron a aquella niña de tan sólo siete años, la subieron sobre el capó, le arrancaron su pijama rosa de conejitos y la forzaron brutalmente durante dos horas mientras la aldea ardía hasta los cimientos.
Nunca supo por qué la dejaron viva. Quizá fue porque tuvieron compasión de una niña, aunque lo más probable sea que el contraataque de los serbios tuviese algo que ver. Lo cierto es que cuando la encontraron en el centro de la plaza, desnuda y con la sangre corriendo por sus piernas, era la única persona con vida que quedaba en lo que un día había sido una aldea llena de vida. Como en docenas de pueblos y aldeas de toda Bosnia, de uno y otro bando. El infierno en la Tierra.
Se pasó los siguientes diez años en un orfanato, convertida en una niña callada con el alma rota y que sentía terror cuando se cruzaba con un hombre. Su ira contra el mundo poco a poco se fue transformando en agresividad, y eso hizo que la detuvieran con sólo diecisiete años. Entonces le ofrecieron una disyuntiva: el ejército serbio, o una celda.
Y Senka escogió seguir peleando. Pronto descubrió que tenía un auténtico talento para infligir dolor a otros seres humanos y, de esa manera, liberar un poco del daño que tenía acumulado en su interior, como una dinamo al rojo vivo. En poco más de un año entró en el servicio de inteligencia y de ahí a un cuerpo especial de contraespionaje. Se había convertido en una mujer bellísima, el tipo eslavo idealizado con el que la mayoría de los hombres fantasea. Pero el dolor seguía dentro, incontrolable, devorándola un poco más cada día.
Una noche se encontró a sí misma en una habitación de hotel en Viena. Una desconocida dormía en su cama después de una sesión de sexo salvaje mientras ella sostenía una botella de whisky y miraba el fondo del cañón de su pistola. Preguntándose por qué no apretaba el gatillo y acababa con todo el dolor de una maldita vez.
Y entonces apareció Feldman. El servicio de espionaje, a petición de la Interpol, estaba investigando las inversiones de Feldman en Belgrado y sus contactos con la mafia rusa. Cuando se encontró por primera vez cara a cara con Feldman, los ojos magnéticos del anciano la cautivaron de una manera que Senka no era capaz de entender. Y ambos encontraron un espejo en el otro. Dos almas torturadas por el dolor que buscaban respuestas a preguntas que nadie podía contestar.
Senka dejó el servicio de inteligencia y comenzó a trabajar para Feldman. Aquel anciano de mirada escrutadora que parecía adivinar todos los secretos de su alma fue para Senka como encontrar un sustituto de la figura paterna que había perdido en aquel día de horror. Y, para Feldman, aquella joven afligida y con tendencias autodestructivas, con sus habilidades para conseguir cosas que nadie más parecía capaz de hacer, era un activo importantísimo. Y, además, sentía por ella un cariño parecido al que un abuelo puede sentir por una nieta especialmente talentosa.
Llevaba trabajando para él cinco años. En ese tiempo, su dolor se había amortiguado. Y, por fin, parecía que uno de los dos iba a poder enfrentarse a la raíz de sus miedos y dudas. Feldman había encontrado en el Valkirie el camino para curar todo su dolor. Por su parte, ella sabía, secretamente, que jamás podría escapar de encima de aquel capó.
Perdida en sus pensamientos, vio cómo Kate se levantaba y se despedía abruptamente. La periodista parecía nerviosa, como si necesitase ir a algún sitio con urgencia. Al ponerse en pie, su mano tropezó con un vaso de cristal que acabó golpeando en el suelo con un ruido sordo antes de romperse en pedazos. Senka la miró con curiosidad, y también con lujuria. No podía evitarlo.
Cuando acabó de comer se levantó y salió del salón comedor, rumbo al camarote de Isaac Feldman. El viejo no se encontraba bien desde la experiencia en el pasillo donde habían encontrado el cadáver. No era de extrañar. Hasta ella se había visto afectada. Y Moore… ¿Qué coño le había pasado? Lo mejor era que se acercase por el camarote del anciano a ver si necesitaba algo.
Caminando por el pasillo, el olor dulzón que había notado en el comedor se volvió mucho más fuerte. Olfateó en todas direcciones, como un perro de presa, intentando localizar su origen. En ese momento, una punzada de dolor en las sienes le hizo dar un grito. Era como si alguien hubiese clavado una aguja al rojo vivo por encima de sus orejas y la estuviese empujando con parsimonia, disfrutando del momento, hacia el interior de su cabeza. El dolor subía en oleadas y, sacudida por una náusea, se apoyó en un mamparo, tratando de mantener el equilibrio.
«Será mejor que vaya a la enfermería —se dijo—. Ya es la segunda vez hoy».
Giró sobre sí misma y trató de recordar por dónde se iba al dispensario. Tenía la mente espesa, como si estuviese tratando de pensar en diez cosas a la vez. Haciendo un esfuerzo, consiguió enfocar el pasillo y recordó hacia dónde tenía que ir. Girar a la derecha, tres puertas, bajar la escalera, segunda puerta. Enfermería.
Comenzó a caminar hacia allí…
… Y de pronto una ráfaga de lluvia le golpeó la cara, haciéndole abrir los ojos.
Confundida, parpadeó un par de veces. Tenía el pelo empapado y el agua le chorreaba por la cara. Para apartar las gotas de sus ojos tuvo que meter en el bolsillo el destornillador que llevaba en la mano.
«¿Un destornillador?».
Se quedó paralizada, volvió a cogerlo y lo contempló. Era un destornillador común y corriente, de acero, con el mango de plástico rojo. Tenía unos rascazos en la base, como si lo hubiesen apretado contra algo caliente.
Jamás en su vida había visto aquella herramienta.
Levantó la mirada y no pudo evitar un gemido de espanto. El destornillador se le cayó de las manos y rodó por el suelo, lentamente, hasta acabar junto a la puntera de una de sus botas.
Senka estaba en la cubierta superior, por encima del puente de mando. A menos de dos metros se elevaba una de las enormes chimeneas rojas del Valkirie, vomitando humo. Un poco más lejos, un bosque de antenas destacaba entre la niebla y el radar daba vueltas sin cesar.
«¿Qué hago aquí?».
Dio un par de pasos temblorosos, y entonces se dio cuenta de que en la otra mano sujetaba un puñado de cables de cobre envueltos en plástico de distintos colores. El plástico estaba desgarrado en sus bordes, como si lo hubiesen arrancado de cuajo de algún sitio.
«¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué está pasando?».
Soltó los cables como si fuesen un montón de ortigas. Se frotó las manos contra la camiseta, mirando con ansiedad a su alrededor. No había nadie más a la vista. La niebla amarilla seguía siendo muy espesa, pero llovía, cada vez con más fuerza. Estaba empapada, como si llevase a la intemperie más de una hora.
Caminó un poco, medio sonámbula. De repente tuvo una arcada y vomitó contra un respiradero todo lo que había comido. Estuvo vomitando durante un buen rato, hasta que sólo salía un hilo de bilis de su boca. Cuando se incorporó, tenía unos temblores incontrolables.
«Me tengo que estar volviendo loca».
Su cabeza zumbaba, incapaz de asimilar todo lo que estaba sucediendo. Se sentía desorientada, perdida y sobre todo aterrorizada. Su mirada se apoyó en una escala vertical que descendía hasta la zona de tripulación cercana al puente. Sin duda, había tenido que subir por allí, pero no recordaba haber tocado aquellos barrotes de acero en su vida.
Bajó con cuidado. El descenso fue complicado, porque a sus temblores se añadía que la escala tenía todos los peldaños cubiertos por una fina capa de agua resbaladiza como el aceite. Cuando llegó hasta el nivel del puente, se escabulló con discreción. No sabría qué decir si se encontraba con alguien allí y la veían empapada, pálida como una muerta y temblando fuera de control.
Tenía que llegar hasta su camarote para cambiarse. Y después ya pensaría lo que había que hacer. Cruzó sigilosa la sala de fumadores de primera clase, dejando un rastro de agua sobre las alfombras y las mesas de teca con ceniceros de bronce empotrados.
Senka.
Se quedó paralizada al oír aquella voz, como un animal que ve los faros de un coche en medio de una carretera.
Senka, estoy aquí. Mírame.
La muchacha cerró los ojos con fuerza, incapaz de mover un músculo.
«Esto no está pasando. Esto no está pasando. Esto no…».
¡SENKA!
La voz sonó más fuerte y, como impulsada por una mano invisible, la serbia se dio la vuelta.
Una mujer de unos treinta años estaba en una de las mesas. Vestía un traje negro de noche por encima de las rodillas que acababa en un montón de delicados hilos. El escote era generoso y dejaba ver el inicio de unos senos altos, fuertes y redondos. En el cuello llevaba una gargantilla de perlas largas que daban dos vueltas y caían hasta la cintura. Era rubia, como ella, con unos inquietantes ojos verdes que la observaban con interés mientras le daba una calada parsimoniosa a un cigarrillo.
Hola, Senka. Ven a sentarte conmigo.
Sin poder oponerse, Senka dio unos pasos y se sentó a la misma mesa que la mujer. Su mirada tenía una cualidad hipnótica que no le dejaba apartar los ojos de ella.
Mi pobre Senka. Estás empapada y temblando de frío. Tienes que sacarte esa ropa. No podemos permitir que te resfríes.
—¿Quién eres? —Su voz sonó como un graznido—. ¿Qué está pasando?
Soy tu amiga, Senka. Y no pasa nada malo. He venido a ayudarte.
La mujer extendió la mano por encima de la mesa y cogió los dedos de Senka. Era una mano tibia y delicada. En cuanto rozó su piel, Senka tuvo que hacer un esfuerzo para contener un grito. Había dejado de tener frío y los temblores habían desaparecido.
Eres preciosa, Senka. Inteligente y bella. Pero estás tan sola… ¿Te gusta estar sola, Senka?
La serbia meneó la cabeza, sintiendo cómo el calor le bajaba por el pecho hacia la entrepierna. Todo el terror y la confusión que sentía un minuto antes se estaban desdibujando, como si no fuesen más que el resultado de una pesadilla extremadamente real. Una parte de su mente lanzaba gritos de alarma, consciente de que aquello no era normal, pero el ruido de los demás pensamientos ahogaba sus chillidos.
La mujer rió. Su risa era cantarina y dura, como las piedras del lecho de un río de aguas frías.
Ya lo suponía. A mí tampoco me gusta estar sola. Y he estado sola tanto, tanto tiempo…
La mujer se inclinó hacia delante y acarició con el dorso de su mano la mejilla de la serbia. Fue como si un incendio forestal se hubiese declarado debajo de la piel de Senka. De súbito, todas sus urgencias desaparecieron, sustituidas por otra, intensa y acuciante. Su entrepierna se había transformado en un horno.
La mujer entreabrió los labios por primera vez. Una parte de la mente de Senka cayó en la cuenta de que, aunque estaba hablando, la mujer no abría la boca al hacerlo, pero era una parte cada vez más diminuta y débil a la que ya no hacía ningún caso. El ruido dentro de su cabeza era arrollador. Las voces se mezclaban, excitadas.
Te voy a besar. ¿Quieres que te bese, Senka?
Como en un sueño asintió con la cabeza y se inclinó un poco, sin soltar la mano de la desconocida. Ésta se acercó a ella y apoyó los labios con delicadeza en la boca de la serbia.
Su saliva era dulzona y tenía un regusto metálico. Su boca estaba caliente, demasiado caliente, pero su lengua juguetona se deslizó dentro de la boca de Senka, explorando con avidez hasta el último rincón.
Senka gimió, mareada. El incendio de su entrepierna estaba fuera de control y lanzaba oleadas de deseo en todas direcciones.
Ven, Senka. Vámonos a un sitio tranquilo. ¿Quieres venir conmigo?
Senka asintió, sin control sobre sí misma. Se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo el dolor de su alma sonaba amortiguado y lejano. Al lado de aquella mujer, todo parecía tener una importancia relativa. Todo, menos una cosa.
Ambas se levantaron, todavía cogidas de la mano, y salieron del salón de fumadores. Como si supiese el camino, la mujer rubia arrastró a Senka hacia el camarote de la serbia.
No se encontraron a nadie por el pasillo. Al llegar a la puerta del camarote, Senka se llevó la mano al bolsillo, tratando con torpeza de sacar la llave. Se observó a sí misma con aire ausente y desapasionado. Parecía incapaz de coordinar un movimiento tan sencillo como aquél, pero de alguna manera no le preocupaba. Era como si contemplase a otra persona.
La mujer sonrió, seductora, y simplemente giró el pomo de la puerta, que se abrió como si jamás hubiese estado cerrada. Las alarmas de Senka, ya mudas y derrotadas, no sonaron esta vez. La cama brillaba bajo la luz tenue de las lámparas, tentadora.
Entraron las dos y la puerta se cerró tras ellas. La mujer volvió a besar a Senka, esta vez de forma mucho más larga y ardiente que la anterior. Senka notó cómo una de las manos de la mujer se apoyaba sobre uno de sus pechos y presionaba ligeramente el pezón hasta hacer que éste se endureciese. Gimió de placer y abrazó con fuerza a la rubia desconocida.
Sin dejar de besarla, se soltó la hebilla de los pantalones empapados, que cayeron al suelo. De una patada se sacó las botas y de repente tan sólo tenía puesta la camiseta, aún húmeda, pegada a su torso y unas braguitas elásticas. La mujer paseaba las manos por todo su cuerpo y a cada nuevo roce Senka jadeaba, presa de oleadas eléctricas de placer.
Se echó hacia atrás para sacarse la camiseta. La prenda, mojada, pugnaba por quedarse pegada a su cuerpo, y le costó un buen rato deshacerse de ella. Cuando lo consiguió, se sacudió el pelo, también empapado, y no pudo contener un jadeo de emoción.
La mujer había dejado caer su traje de noche negro desde los hombros hasta los tobillos y estaba totalmente desnuda delante de ella, con una sonrisa seductora en los labios. Su piel tenía un tono dorado que invitaba a lamer cada poro. Tenía los pezones grandes y oscuros, y una suave mata de vello púbico, de un rubio tan claro que parecía casi blanco.
Extendió las manos y arrastró a Senka hasta la cama sin decir ni una sola palabra. Se tumbaron una al lado de la otra y, con destreza, la mujer le quitó las braguitas de algodón a Senka antes de que se diese cuenta. Su boca se dirigió, hambrienta, hacia los pechos de la serbia y comenzó a lamer sus pezones con deliberada lentitud. Cada vez que los labios de la mujer apretaban sus senos, todas sus terminaciones nerviosas explotaban de placer. Al cabo de un minuto, Senka jadeaba con fuerza, empujada por descargas de excitación cada vez más potentes. Sus ojos veían cómo la boca de la mujer iba de un pecho a otro con un ritmo cada vez más acelerado mientras sus manos no dejaban de acariciarla. Sorprendida, se dio cuenta de que estaba a punto de correrse, incluso antes de que la otra hubiese rozado su pubis.
Entonces explotó, en un orgasmo largo, eléctrico y liberador. Gimió de placer arañando la espalda de la mujer, que respiraba con un ritmo profundo y concentrado. Intentó darse la vuelta, pero entonces la mujer se lo impidió y siguió bajando hacia el vientre al tiempo que con su lengua trazaba complicados dibujos sobre la piel. Al llegar al ombligo se detuvo durante unos segundos y después se sumergió en el monte de Venus de Senka, que en aquel instante gritaba pidiendo acción.
Comenzó a dar lametazos largos y profundos en torno a sus labios menores y después se concentró en su clítoris. Cada vez que chupaba y mordisqueaba, traviesa, aquel pequeño pedazo de carne palpitante, Senka lanzaba un gemido largo y profundo. La joven sentía como si toda la energía del universo se estuviese concentrando en aquella zona de su entrepierna. Veía el pelo de la rubia desparramado sobre su vientre mientras mantenía la cara enterrada en ella, disfrutando de su sabor.
Los gemidos de Senka comenzaron a ser cada vez más rítmicos y potentes. Toda su piel chisporroteaba, cargada de tensión. Los temblores se extendían por sus piernas, incontrolables, y sintió cómo se acercaba un nuevo orgasmo, esta vez enorme, potente y arrollador como una ola.
¿Lo quieres, Senka? ¿Lo quieres?
Senka sólo pudo gemir un «sí» entrecortado antes de que el orgasmo la golpease con la fuerza de un tornado. Gritó extasiada mientras su espalda se arqueaba sobre la cama. Las contracciones, rítmicas, le llegaban desde la base del cabello hasta la punta de los pies, liberadoras y explosivas.
Al cabo de unos segundos interminables se desplomó, exhausta, sobre el colchón. Su cuerpo estaba cubierto de sudor y volvía a tener temblores incontrolables por todo el cuerpo. La mujer rubia, apoyada sobre un codo, la observaba, entre divertida y sensual.
¿Te ha gustado, Senka?
Con una sonrisa de gata en el rostro, la serbia asintió con la cabeza, todavía incapaz de hablar. Un sueño espeso e imparable la estaba asaltando. Cada vez le costaba más mantener los ojos abiertos. Toda su mente se iba embotando y apagándose como una ciudad que sufre un corte de luz. Cerró los párpados, que de golpe parecían pesar toneladas.
Antes de sucumbir al sueño de forma definitiva, oyó que la mujer se levantaba de la cama. Un intenso olor dulzón y metálico impregnaba toda la habitación. Senka estaba sangrando por la nariz, aunque ella no lo sabía, desmadejada sobre el colchón, desnuda y saciada de sexo.
Queremos a nuestros amigos, Senka. Te has portado bien y has hecho lo que te hemos pedido. Esto es un pequeño regalo. Nosotros cuidaremos de ti.
Para siempre.